31

Finalmente, los hombres subieron a Charlie a su cama en el piso de arriba. Yo los seguí, llevando sus zapatos y su camisa. Lo tumbaron y auparon su cabeza con almohadas.

El médico echó un vistazo a la habitación, deteniendo su mirada en el juego de candados industriales de la puerta.

Patrick no lo perdía de vista.

—Gracias, doctor. Le estamos muy agradecidos.

—Se pasará un rato fuera de combate. Será mejor que duerman un poco mientras puedan. Pero les aconsejo que permanezcan en este cuarto —dijo Randolph.

—Yo me quedaré con él. Ve a dormir un poco —le dije a Patrick.

—Puedes irte a casa. Creo que ya has hecho bastante por esta noche. —Patrick me miraba fijamente, su rostro era una mezcla de rabia y temor.

—Patrick —musité, intentando no llorar.

Patrick alzó una mano y fulminó al médico con la mirada.

Randolph se dirigió a Cokie:

—Creo que tengo un pagaré esperándome. Willie dijo que me llevarías a su casa.

Cokie asintió y me dijo:

—Venga, Josie. Ven con nosotros a casa de Willie, y luego te llevo a la tuya.

—Quiero quedarme para ayudar.

—Estoy bien, Jo. —El ligero temblor en la voz de Patrick me dolió en el corazón. No estaba bien. Nada estaba bien. Y era por mi culpa. En unos pocos meses, la cordura de su padre se había desmoronado. Patrick se había convertido en un enfermero a tiempo completo. Voluntarioso, generoso y carente por completo de capacidad para cuidar de su padre, pero desesperado por permitirle mantener esa falta de dignidad en la intimidad.

—He visto un piano abajo. ¿Toca usted? —le preguntó Randolph a Patrick, que respondió afirmativamente con un gesto de la cabeza—. Se sabe que la música calma a esta gente. Su cerebro se concentra en la melodía, y desconecta de otros reflejos. Solo asegúrese de que sea algo lento y bonito.

Patrick se dirigió a Cokie:

—Tú deberías salir por la puerta principal, ya que tu taxi está aparcado en la calle. Vosotros dos, salid por detrás.

—Josie bonita, no puedes salir así. Parece que hayas estado repartiendo hachazos para Carlos Marcello. Patrick, dale algo de ropa a la chica.

Patrick se dirigió a su habitación. Igual Sadie me ayudaba a quitar las manchas de sangre.

Randolph indicó con la cabeza hacia el cuarto de Patrick.

—¿Se encuentra bien? Parece a punto de explotar.

—Está enfadado conmigo. Me descuidé y Charlie se hizo los cortes. Es por mi culpa.

—Venga, deja ya de echarte la culpa —dijo Cokie—. Él tendría que haber estado en casa con su padre en vez de irse por ahí de juerga con sus amigos.

—Estaba entregando unos libros. Tiene que seguir trayendo dinero a casa —dije.

Remangué las perneras de los vaqueros y me puse un cinturón para que se ajustaran a mi cintura, y me metí la camisa por dentro del pantalón. La ropa olía a Patrick —un aroma a pino fresco—, y en cierto modo resultaba confortante. Cokie nos llevó a casa de Willie. Se acercaba la medianoche y las calles estaban a reventar del jolgorio del Mardi Gras. Cokie y Randolph charlaban sobre la guerra. Randolph predijo que las tropas estadounidenses no tardarían en entrar en Corea. Deseé que se equivocara. No necesitábamos otra guerra.

El taxi de Cokie se detuvo delante de la casa de Willie.

—Vaya por la puerta lateral —le dije a Randolph.

—¿Cuál es la nueva contraseña? —preguntó.

—«Vengo de parte de Mister Bingle».

Randolph entró por la puerta lateral como le había indicado. Me bajé del coche para tomar un poco de aire, quedándome entre las sombras para que Willie no pudiera verme desde la ventana. De la casa brotaban música y risas que no conseguían ocultar el sonido de unas voces masculinas discutiendo.

—Cokie, ¿hay alguien ahí detrás? —le pregunté mientras caminábamos por el jardín.

El Lincoln Continental de John Lockwell estaba aparcado en la parte trasera de la casa. Tenía el capó levantado. Lockwell, en mangas de camisa, miraba el motor y hablaba con otro hombre, que le decía:

—Te lo estoy diciendo, John. Déjalo aquí, y ya se lo llevará la grúa mañana.

—¿Estás loco? No pienso dejar que la grúa saque mi coche de un puticlub para que lo vea todo el mundo. Le dije a Lilly que volvería a casa antes de la una. Sus amigas la han convencido de que hay un asesino suelto por el Barrio Francés.

—¿Necesita que le lleve a algún sitio, señor? Tengo el coche aquí enfrente —se ofreció Cokie.

—No, lo que necesito es llevarme mi coche —insistió.

Yo salí de detrás de Cokie.

—¿Qué haces tú aquí? —exclamó el señor Lockwell, alzando las manos.

—Estaba dando un paseo. Vivo aquí cerca.

El contador de mentiras avanzó un número más.

—Bueno, pues a no ser que sepas arreglar coches, no pintas nada aquí —dijo.

—Sé de alguien que podría arreglarlo.

—¿En serio? ¿Cuándo podría venir?

Me giré hacia Cokie y le pregunté:

—¿Puedes llevarme a casa de Jesse?

—Claro, pero no sé si estará en casa —dijo Cokie.

—Ahora mismo volvemos. —Me volví y eché a correr por el jardín junto a Cokie. Pero, de repente, me detuve—. Espera, Cokie.

Di media vuelta y regresé junto al señor Lockwell.

—Conozco al mejor mecánico del Barrio Francés, y puedo traerlo aquí en un santiamén.

—Entonces, ¿a qué esperas? ¡Ve a por él! —dijo el señor Lockwell.

Busqué en mi bolso y saqué el sobre.

—Esto nos ahorrará tiempo. Fírmeme ahora la carta de recomendación.

—Debes de estar de broma.

Meneé la cabeza. Saqué el folio del sobre y lo desdoblé sobre la ventanilla del conductor.

—Firme aquí.

Lockwell permaneció mirándome en silencio.

—Haré que arreglen su coche, y acabaremos con esto. —Señalé la línea para la firma.

—¿De qué va todo esto? —preguntó su amigo.

El señor Lockwell bajó la voz:

—¿Me has estropeado el coche solo para conseguir la carta?

—¡Pues claro que no!

—Más te vale que traigas un mecánico —dijo, agarrándome de la muñeca—. Si me estás timando, chavala, juro que te encontraré y lo lamentarás.

—Josie, ¿va todo bien? —gritó Cokie.

—Sí, estoy bien —le contesté.

Lockwell se acercó más y añadió:

—¿Me has oído? Lo lamentarás.

Asentí.

El señor Lockwell sacó una pluma del bolsillo de su camisa.

—Dios, ni siquiera puedo leer esto. Está demasiado oscuro. —Me miró. Miró el coche. Garabateó su firma—. Toma. Ahora, corre.

—Vamos, Cokie. —Salí por el jardín con la carta y me monté en el coche de un salto. Enseñándole el folio, añadí—: Cokie, no le cuentes esto a Willie.

—Josie, ¿qué estás tramando? Esto es una locura. Ni siquiera sabes lo que le pasa a ese coche. Igual no se puede arreglar. Igual Jesse no tiene las piezas. Son más de las doce. Puede que esté dormido, o que ni siquiera esté en casa. Entonces, ¿qué harás? Ese hombre te espera, y no está para que le toquen las narices.

Contemplé la carta con la firma. Yo tampoco estaba para que me tocaran las narices.

Las luces de la casa de Jesse estaban encendidas. Subí corriendo las escaleras y llamé a la puerta. Las bisagras chirriaron. Una mujer se asomó.

—¿Qué quieres?

—Buenas noches, señora. Soy una amiga de Jesse. ¿Está en casa?

—¡Márchate! Es muy tarde para salir. Nada bueno puede suceder pasada la medianoche —murmuró.

—¿Quién es, abuela?

La puerta se abrió de golpe y apareció Jesse, sin camiseta y en vaqueros, con una botella de leche en la mano. La botella estaba mojada por la condensación. Igual que su torso.

—¿Qué pasa, Jo? —preguntó mientras ojeaba mi extraño atuendo y alzaba una ceja.

—Jesse, necesito un favor.

A Jesse le costó menos de diez minutos arrancar el motor.

—Chaval, ¿tienes una tarjeta? —le preguntó el señor Lockwell desde la ventanilla, entre caladas a su puro.

—¿Una tarjeta? —preguntó Jesse.

Lockwell me lanzó un billete verde desde el coche que me dio en las rodillas y aterrizó en el jardín.

—Tienes suerte de que el muchacho haya conseguido arreglarlo. Cómprate un vestido. Quiero verte con unos buenos tacones, Josephine —dijo, y se marchó.

Jesse bajó la vista y se quedó mirando sus botas.

—No es lo que parece —dije, apartando el dinero de una patada.

Jesse alzó la mirada. Vi cómo sus ojos se dirigían a la casa que tenía a mis espaldas. Un ricachón en el jardín de un burdel me había lanzado un billete y me había dicho que me comprara unos zapatos de tacón. Sabía perfectamente a qué sonaba. No quería que Jesse pensara eso de mí.

—Parece un tipo de pasta.

—Es el tío de una amiga. —Aquello también sonaba mal. Jesse sabía que a las chicas de Willie se las conocía como «las sobrinas»—. Jesse, ¿puedo contarte una cosa?

Asintió con la cabeza.

—Le pedí al señor Lockwell que me escribiera una carta de recomendación para la universidad. Al principio no quería hacerlo, pero he conseguido convencerlo. —Vaya, eso sonaba todavía peor—. Espera, no es eso, tampoco. Sé que suele venir por casa de Willie, y me ha dado la carta de recomendación a cambio de que no se lo cuente a su mujer, la tía de mi amiga.

Busqué en mi bolso y saqué el sobre.

El rostro de Jesse se encendió de alegría.

—Así que le has apretado las tuercas a ese viejo verde, ¿eh? Bueno, en ese caso, te lo has ganado. —Jesse recogió el dinero y me lo ofreció.

Me reí. Lockwell era realmente un viejo verde.

—Quédate tú con el dinero. Tú arreglaste el coche.

Agarró su caja de herramientas y echamos a andar de vuelta a casa por el jardín.

Se puso a hablar sobre coches y circuitos de carreras. Al cabo de unas manzanas, su voz se redujo a un simple murmullo de sonidos en mi oreja. Habían sucedido tantas cosas. Charlie, Patrick, Lockwell, y Willie… La había visto asomada a la ventana cuando Jesse y yo salíamos del jardín. ¿Me habría visto hablando con Lockwell? ¿Le habría visto firmar la carta de recomendación? ¿Cuándo iba a terminar con este paripé y reconocer que sabía que yo tenía el reloj del señor Hearne? Jesse se detuvo, y me di cuenta de que estábamos frente a la librería.

—No has estado escuchando nada de lo que te he contado.

—Sí. Esto… no. Lo siento, Jesse. Es que estoy muy cansada.

—Está bien, chica cansada, deja que te cuente un secreto.

No necesitaba más secretos. Ya tenía bastante con los míos. Miré a Jesse.

—Pues bien… Aquí estás, muy cansada, vestida con la ropa de tu novio, pero este es el secreto —Jesse se acercó a mí—: Yo te gusto.

—¿Qué?

Aparté mi cara de la suya, intentando contener algo parecido a una sonrisa que asomó a mis labios. Mi cuerpo parecía reaccionar de un modo involuntario cuando Jesse estaba cerca. Eso me ponía nerviosa.

—Sí. Cuando tienes problemas, sales corriendo, pero no a buscar a tu novio. Me buscas a mí. —Jesse retrocedió lentamente, sonriendo—. Eres como yo, Josie Moraine. Solo que todavía no lo sabes.

Me quedé en la puerta, contemplando cómo se alejaba sin darme la espalda. Se despidió con un gesto de la cabeza y puso su sonrisa de Jesse. Tenía unos dientes bonitos.

—¡Ah, por cierto! ¿Jo? —me llamó cuando estaba en mitad de la calle—. ¡De nada por las flores!

Se dio la vuelta y se marchó; su sonrisa y su caja de herramientas se perdieron en la oscuridad.