29

El eco de mis tacones contra el suelo de mármol resonaba por el vestíbulo desierto. A las seis de la tarde del día de San Valentín, tan cerca del Mardi Gras, todo el mundo estaba en la calle a la caza de corazones. Cuando llegué a la octava planta, me encontré el mostrador de recepción vacío. Un hilillo de sudor se deslizaba por mi espalda formando un solitario reguero que bajaba hasta la base de mi espina dorsal. Alcancé una revista de la mesita de la zona de espera y me abaniqué la cara. La temperatura fuera era de apenas veinte grados, pero había procurado caminar a buen paso. Levanté el brazo y me aireé los círculos de sudor que se me habían formado en las axilas. ¿Tenía calor o eran los nervios?

—Vaya, es el mejor uso que se me ocurriría darle a esa revista.

Alcé la vista. Un hombre con un traje gris y que llevaba un maletín estaba de pie junto al mostrador de recepción.

—Creo que bajan el aire acondicionado después de las horas de trabajo. ¿Buscas a alguien? —preguntó.

—Al señor Lockwell —respondí, asintiendo con la cabeza, y añadí—: Soy amiga de su sobrina.

—Creo que ya ha vuelto a su despacho. Hoy ha tenido un buen día. Ha cerrado otro gran negocio. Te acompañaría, pero llego tarde a cenar con la parienta. Pasa, pasa.

Recorrí las filas de mesas hacia el mastodóntico despacho del señor Lockwell. Cada paso me resultaba más difícil de dar y empecé a sentir un hormigueo en los dedos de los pies. Esto era un error. La voz del señor Lockwell sonaba más alta a medida que me acercaba. Estaba dando fechas y cifras en dólares. Grandes cantidades. Decía que hoy se había firmado el acuerdo y que su abogado acababa de salir de su despacho con el contrato. Permanecí al otro lado de la puerta. Oí cómo colgaba el teléfono y llamé dando unos golpecitos en el marco.

—Adelante.

Una humareda de habano inundaba la estancia.

—Vaya, hola, Josephine. —El señor Lockwell puso una sonrisita, se levantó de su mesa y se acercó a la puerta. Sus ojos golosos se centraron inmediatamente en mis pies.

Se me revolvió el estómago. Sentí el sabor de la humillación subiendo por mi garganta. Sin dejar de mirar mis pies, preguntó:

—¿Qué diantres es eso?

—Se llaman mocasines. Mocasines marrones.

—Ya sé cómo se llaman, pero ese no era el trato —dijo.

—Enséñeme primero la carta.

—¿Enseñarte la carta?

—Sí, enséñeme la carta y luego me pondré los tacones altos.

—Ese vestido, ¿es el único que tienes? —preguntó, apoyándose en su mesa.

—No estamos hablando del vestido. Estamos hablando de la carta.

—Y de los zapatos —añadió.

—Sí, y de los zapatos. Así que saque la carta.

—¡Vaya! ¿Te la saco si tú me la sacas? Me encanta ese juego.

Tragué saliva y lo miré fijamente, intentando aguantarme las ganas de vomitar.

El señor Lockwell se pasó la mano por el pelo, un hábito de su juventud, sin duda alguna, antes de que las entradas se fueran apoderando lentamente de sus sienes. Su panza carnosa amenazaba con reventar los botones de su camisa. No era feo, pero si tocaba una flor, casi seguro que se marchitaría en su mano. A Madre le resultaría atractivo. Para algunas mujeres, una cuenta bancaria bien inflada mejoraba los rasgos de un hombre.

—Bueno, verás, Josephine, hoy ha sido un día de los grandes, pero los días grandes son normalmente días muy ajetreados. Por eso, no tengo la carta.

Asentí con la cabeza.

—Ya me lo figuraba. Por eso no me he presentado aquí en tacones. Eso sería lo que se llama una mala RSI.

—¿RSI? ¿Rentabilidad sobre la inversión?

—Exacto, una mala inversión de mi tiempo y de mi amor propio, por no mencionar de mi dinero, malgastado en un par de zapatos que nunca me voy a poner. Bienes duraderos, señor Lockwell. —Señalé mis pies—. Prácticos y de alto rendimiento.

—¡Jesucristo! Debería contratarte. ¿Estás buscando trabajo?

—Estoy buscando una formación universitaria. En el Smith College, en Northampton.

El señor Lockwell se rio, apuntándome con un dedo.

—Eres buena, Josephine. Puede que te hayas ganado tu carta. Y si te arreglaras un poco, podrías ganar mucho más, no sé si me entiendes. —Mi rostro debía de expresar mi repugnancia, porque entornó los ojos y añadió—: O podrías trabajar en una oficina. ¿Has cumplido los dieciocho?

—Pues lo cierto es que sí.

—¿Por qué no te pasas el viernes? —me sugirió.

—No estoy buscando trabajo. Sé que es usted un hombre muy ocupado, señor Lockwell. Para no perder tiempo, ¿por qué no me da una hoja con su membrete? Yo redactaré la recomendación y se la traeré para que la firme. Sería algo discreto y le permitirá ahorrar esfuerzos.

—¿Sabes? —dijo, cruzándose de brazos—. Digo en serio lo de que quiero que trabajes para mí.

—Un título de Smith me convertiría en una candidata mucho más atractiva.

—Cariño, tú ya eres una candidata atractiva… Una especie de Cenicienta pícara. Puedes llamarme John.

—Pensándolo mejor, señor Lockwell, deme dos folios con su membrete. Siempre es mejor tener un plan B.