26

Cuando terminé de limpiar y bajé la decoración de San Valentín del desván, las chicas ya estaban tomando café en la cocina.

—¡Feliz cumpleaños, cariño! —dijo Dora—. Sweety nos lo recordó anoche.

—Querrás decir feliz día de la muerte —dijo Evangeline—. La madame por la que le pusieron el nombre murió el día de San Valentín.

—¿Os imagináis morir en San Valentín? —dijo Dora, enroscándose su largo cabello rojo en la coronilla y sujetándolo con un lápiz—. Resulta tan triste. Pero todas sabéis que yo pienso palmarla el día de San Patricio, y me meterán en un ataúd forrado de satén verde.

—¿Willie te ha dado algún regalo de cumpleaños? —preguntó Evangeline, frotándose las palmas en los muslos.

—Vangie, Willie no hace regalos de cumpleaños, ya lo sabes —dijo Dora—. Solo estás emocionada con ese tema porque piensas que tu pez gordo te va a comprar un regalo por San Valentín.

—¿Un pez gordo? ¿Te has echado un novio nuevo, Evangeline? —pregunté.

—Métete en tus asuntos —me respondió, y luego le quitó a Dora el lápiz del pelo y salió de la habitación dando fuertes pisotones en el suelo.

John Lockwell tenía a Evangeline. Yo no tenía mi carta.

Miré furtivamente a mis espaldas, para asegurarme de que estaba sola. Marqué Raymond 4119. Escuché un clic, y luego el tono de llamada.

—Buenos días, aquí la compañía Lockwell.

—Buenos días, quería hablar con el señor Lockwell, por favor. —¿Me temblaba la voz? Tosí en mi mano. Me imaginé a la recepcionista, limándose las uñas y entornando los ojos.

—Permanezca a la espera, por favor.

Tras un silencio, respondió otra voz:

—Despacho del señor Lockwell.

Tomé aire, intentando sonar simpática, relajada.

—Hola, Dottie. ¿Cómo estás? Soy Josephine Moraine. Quería hablar con el señor Lockwell.

Silencio.

—¿El señor Lockwell espera su llamada?

Pues claro que no.

—Sí, la espera. Gracias.

—Un momento, por favor.

Más silencio. Sal pasó llevando un rosco de Carnaval. Señalé el teléfono y dije «Es Willie», moviendo mudamente los labios. Sal asintió con la cabeza.

La voz al otro lado de la línea oscilaba entre profunda y ronca.

—Déjame adivinar… quieres que sea tu amorcito en San Valentín.

Miré el aparato.

—Se confunde, señor Lockwell. Soy Josephine Moraine, la amiga de Charlotte.

Se rio y luego expulsó entre toses de sus pulmones los miasmas de algún puro de la noche anterior.

—Ya sé perfectamente quién eres. Tienes suerte de haberme encontrado. Normalmente no estoy en mi despacho tan temprano, sobre todo con el Carnaval tan cerca. He tenido que venir a firmar un cheque. Hemos cerrado un gran negocio. ¿Por qué no te pasas y me preparas uno de tus martinis para celebrarlo? ¡Demonios! Todavía me dura la borrachera de anoche.

—Llamaba para ver cómo iba lo de la carta de recomendación. Tengo que enviar la solicitud dentro de poco. —Me salió tal y como lo había ensayado en mi apartamento.

—¿Te has comprado ya unos zapatos nuevos?

—¿Perdón?

—Tienes unos tobillos preciosos, pero esos… lo que fueran tan desgastados hacían que tus piernas parecieran rechonchas. Necesitas llevar tacones. Altos.

Mi palma aferró con fuerza el aparato.

—Lo que necesito es la carta.

—Bueno, pásate por aquí con un buen par de tacones, y te daré la carta —dijo.

Oí un crujido y un golpe. Podía verlo reclinando la espalda en su silla de cuero rojo, poniendo los pies sobre la mesa delante de todas esas fotos enmarcadas.

—Deme la carta, y le prepararé un martini —respondí.

—No, no —dijo entre risitas. Igual estaba borracho de verdad. En ese caso, tenía que sacar provecho de ello.

—Estate aquí a las seis y media —dijo.

—Tres y media.

—A las seis —dijo—. Adiós, Josephine.

Para él era un juego. Nada más que un jueguecito. Era absurdo, la verdad.

Entonces, ¿por qué tenía esa sensación tan desagradable en mi interior?