Me había convertido en una mentirosa.
Lo siento, señora Paulsen. Pasaje a la India lo estamos restaurando ahora mismo. No, Patrick, no sé quién era el que acompañaba a Madre cerca del hotel Roosevelt. Sí, Jesse, he quedado con Patrick esta noche. No, Willie, no sabía que Madre se había marchado a California. No, inspector Langley, no encontré el reloj de Forrest Hearne bajo la cama de mi madre, una cama de un burdel con un agujero de bala en el cabecero.
Y seguía. Cada mentira que contaba precisaba de otra para espesar la masa sobre la que se cimentaba la anterior. Era inútil, como cuando me puse a aprender ganchillo e hice una larga hilera de círculos. Ser inútil moldea el carácter, había dicho la señora Paulsen, que probablemente estaría ahora en su casa, tomándose un té Earl Grey ligero aprovechando la bolsita de la noche anterior y masajeándose el cuero cabelludo que parecía un caramelo toffee.
Me senté en mi cama, contemplando el ejemplar de Pasaje a la India que tenía sobre las rodillas. Qué tonta fui al dejar el libro abajo, en la tienda. Pero las piezas seguían sin encajar. Si Forrest Hearne no había estado en casa de Willie, entonces, ¿cómo acabó su reloj en la habitación de Madre? Si Madre sabía de la existencia del reloj, estaba claro que no se lo habría dejado allí. No, habría sido el complemento perfecto para el féretro de Cincinnati. Y Frankie decía que Madre había pasado la Nochevieja en el hotel Roosevelt.
Me deslicé debajo de la cama y levanté la tabla suelta del suelo. Deslicé la mano por la abertura, saqué la caja de puros y metí el libro en su lugar. Hice un sitio para la caja de dinero al fondo de uno de los cajones de mi escritorio. Había dos cosas que me rondaban la cabeza:
El señor Hearne no había pensado que yo fuera una inútil.
Alguien que estuvo con Forrest Hearne estuvo después en casa de Willie.
Los preparativos para Mardi Gras crecían. La gente disfrutaba de las celebraciones que se acercaban. Durante catorce días, llevé la tarjeta de visita de John Lockwell en el bolsillo, jurándome que llamaría y preguntaría por la carta. Durante catorce noches, me tumbaba en la cama, segura de poder oír el tictac delator del reloj debajo de las tablas del suelo.
La casa de Willie estaba cada día más sucia a medida que se acercaba Mardi Gras. Llegaba a las cinco de la mañana y me encontraba coches aparcados subidos al gran jardín. Willie casi nunca permitía que entraran coches en el jardín. Decía que era una excusa para que la pasma quisiera echar un vistazo a la casa. Por fortuna, la Policía se volvía más permisiva en Carnaval.
Las chicas trabajaban hasta altas horas y se acostaban tarde. Evangeline se había instalado en su nueva habitación. Ya no olía a Madre. Willie estaba agotada, pero yo no me atrevía a alterar nuestro horario habitual. Levanté la bandeja del café y di unas pataditas en la parte inferior de la puerta.
—Más vale que eso sea mi café, y que esté caliente.
Abrí la puerta y me encontré a Willie sentada en la cama, rodeada de abultados montones de billetes.
—Cierra la puerta. No necesito que las chicas vean esta pasta. Me pedirían un extra… como si no supiera que todas se embolsan más de la cuenta a mis espaldas. ¿Acaso tengo la palabra «estúpida» tatuada en la frente? —Posó las manos en su regazo. Bueno, ¿qué me traes?
—Las típicas sobras de Mardi Gras.
Vacié los bolsillos de mi delantal sobre su cama. Gemelos desparejados, corbatas de seda, mecheros, invitaciones para fiestas, llaves de hotel y una pinza de sujetar billetes bien cargada.
Willie alcanzó la pinza y contó el dinero.
—Esto es del senador. Mételo en un sobre y dáselo a Cokie. Que lo lleve al hotel Pontchartrain, que es donde se aloja el senador. Hemos tenido suerte de que estuviera con Sweety y no con Evangeline. ¿Qué más?
—Las fundas de almohada de Evangeline están rasgadas.
—Sí, anoche estuvo con el «rascador» —dijo Willie.
—Hablando de Evangeline —empecé a decir con tacto—, me he fijado en que hay joyas nuevas en su joyero.
—No son robadas. Está con un pez gordo.
—¿Uno nuevo? —pregunté.
—No, se pasa de vez en cuando. —Willie colocó un alto montón de dinero al borde de la cama y siguió ordenando—. Y tres mil… Tráeme una toallita mojada. Este dinero está asqueroso.
—¿Ese nuevo cliente de Evangeline es joyero? —le pregunté desde el cuarto de baño.
—No, es un promotor de la zona alta. Construye hoteles y centros comerciales. No me gusta. Tiene unos deseos retorcidos de poder. Pero suelta pasta como si fuera arroz.
Me acerqué a la cama de Willie y le limpié las manos con la toallita tibia. Se recostó entre las almohadas y suspiró.
—Willie, tienes la manos hinchadas. ¿Qué te ha pasado?
—Están infladas. Demasiada sal. —Apartó sus manos de mí y rápidamente se puso a juntar los billetes, apilándolos y atándolos en fajos según su valor—. Anoche hice tres de los grandes. Si esto sigue así, será la mejor temporada hasta ahora. La caja fuerte está abierta. Guarda estos y tráeme la caja verde que hay en la balda de abajo.
Tres mil dólares. Willie ganaba en una noche lo que costaba un año de estudios en Smith. Metí los billetes en la caja de caudales junto a las demás filas de dinero y saqué la caja verde que me había pedido. En la tapa estaba grabada en oro la palabra «Adler’s». Yo conocía Adler’s. Era una joyería muy exclusiva de Canal Street. Todo era precioso y carísimo. Nunca había puesto un pie en la tienda, pero a veces miraba el escaparate. Le entregué la caja a Willie.
—¿Le digo a Sadie lo de las almohadas de Evangeline? —pregunté, recogiendo dos vasos de la mesa de Willie.
—Corta el rollo. Sé que ahora mismo no estás pensando en almohadas —dijo.
Contuve la respiración. Posé los vasos en la mesa para que no viera cómo me temblaban las manos.
—Te debes de pensar que se me escapan algunas cosas, Jo, pero no es así. Llevo mucho tiempo en este juego, y mi cabeza lo atrapa todo.
Asentí en silencio.
—Deja de esconderte junto a la mesa. Ven aquí —gruñó. Me acerqué a su cama.
—Toma —me lanzó la caja verde—. Ábrela.
La tapa crujió y se abrió de golpe por el resorte. Envuelto en una capa de satén blanco había un precioso reloj de oro. En la esfera, formando un suave arco, se podía leer «Lady Elgin». Era la pareja femenina del reloj de Forrest Hearne.
Willie lo sabía. Era su forma de decirme que lo sabía. Respiré hondo. No era capaz de mirarla a la cara.
—¿Y bien? —ordenó.
—Es precioso, Willie. ¿Quieres que te lo ponga? Sé que odias los cierres pequeños.
—¿Yo? ¿De qué estás hablando? ¿No tienes nada que decir, idiota?
Me había pillado.
—Willie, lo siento…
—Cállate. No necesito oírlo. Quédate con el reloj y di gracias. ¿Crees que la inútil de tu madre se acordará? No. Pero no esperes un regalo así todos los años. Los dieciocho son un punto de inflexión. Y no se lo enseñes a las chicas. Empezarán a lloriquear y a pedirme que les deje ir a Adler’s, y necesito que estén en forma esta noche. El día de San Valentín siempre es de los gordos. No te olvides de bajar la decoración del desván. ¿Por qué te quedas ahí? ¿Qué pasa, necesitas oír cómo lo digo? Feliz cumpleaños. Hala, venga, sal ahora mismo de aquí.
Mi cumpleaños. No me había olvidado, solo pensaba que los demás sí. Retrocedí hacia la puerta.
—Gracias, Willie. Es precioso.
—Bueno, llévate los vasos. Solo porque tengas dieciocho años no significa que puedas hacer peor tu trabajo. Y recuerda otra cosa, Jo.
—¿Qué?
Willie me miró fijamente y dijo:
—Ya tienes edad para ir a la cárcel.