Me había leído los documentos tantas veces que prácticamente me los sabía de memoria.
Es cometido del Comité de Admisiones flexibilizar los requisitos de admisión y de este modo posibilitar el estudio en el Smith College a jóvenes capaces procedentes de distintos institutos y de cualquier parte del país.
Me fijé en la palabra «capaces». ¿Capaces de cumplir con los estrictos requisitos? ¿Capaces de ser aceptados? Probablemente, capaces de permitírselo, lo cual no era mi caso.
El Comité de Admisiones tiene como objetivo seleccionar de la lista completa de aspirantes a aquellas estudiantes cuyos currículos de personalidad, salud y académico evidencien su idoneidad para estudiar en el centro.
Personalidad. Yo sabía que la tenía, pero ellos querían que lo demostrara.
Salud. Aparte del esporádico incidente del arroz con frijoles en la acera de la tienda de los Gedrick, gozaba de buena salud.
Académico. Ese notable en la clase del señor Proffitt iba a perseguirme. Todavía podía oler su aliento pegajoso a naftalina cerniéndose sobre mi pupitre. ¿Se comería los jerseys podridos de su desván? «Debe aplicarse más, señorita Moraine», decía con su tono susurrante. «Debe buscar el alma de la ecuación». ¿El alma de la ecuación? No tenía muy claro que en el cálculo existiera algo parecido al alma. Pero tenía que haber fingido que sí y haber invitado al señor Proffitt a una merienda de chalecos de lana. Ese notable sería un lastre en mi solicitud.
La admisión se basará en el currículo de la candidata en su totalidad, el expediente académico, las cartas de recomendación, las notas de la reválida y otras informaciones que recabe el College relativas a habilidades generales, personalidad y salud. Todos los documentos deben ser enviados al Comité de Admisiones antes del 1 de marzo si la estudiante desea que su solicitud sea estudiada en la reunión del Comité de abril.
Antes de marzo. Todavía estábamos en febrero. Se acercaba el Mardi Gras, el 21 de febrero, y las fiestas y bailes ya habían comenzado. Cada día Willie abriría la casa hasta más tarde para sacar el máximo partido a la «temporada alta de fanfarrias», como la llamaba. Tenía preparadas chicas extra de temporada y dos habitaciones reservadas en un motel cercano. Las chicas trabajaban por turnos, con algo de tiempo para bañarse y dormir unas horas en el motel entre turno y turno. Yo seguiría limpiando por las mañanas, pero más tiempo, y siempre había recados que hacer en Mardi Gras.
Miré por el escaparate desde el mostrador de la librería y contemplé a los transeúntes. John Lockwell también estaría muy ocupado en Mardi Gras. Cuando estuve en su despacho, vi una foto suya en la Rex, una de las cofradías más antiguas del Carnaval. Si no tenía las cartas de recomendación antes de que comenzaran las festividades de Mardi Gras, no las conseguiría a tiempo.
Alojamiento. El Smith College sigue una política de alojar a grupos de alumnas de cada una de las cuatro facultades que forman el campus en casas compartidas. Cada vivienda tiene su propia sala de estar, comedor, cocina y está supervisada por la jefa de la casa.
La «jefa de la casa». Eso me recordó a Willie. Miré la dirección que había puesto Charlotte en el remite. Ella vivía en la Casa Tenney.
Gastos
Tasas académicas: $ 850
Tasas de alojamiento: $ 750
Libros: $ 25-$ 50
Cuotas y mensualidades: $ 24
Gastos para actividades recreativas e imprevistos: $ 100
Suficiente. Dejé el taco de papeles bajo el mostrador. Al mirar los gastos se me revolvía el estómago. Casi dos mil dólares. Ocho mil dólares los cuatro años. Los ahorros de toda mi vida, guardados en la caja de puros, no llegaban a trescientos dólares. Es cierto que nunca me faltaban siete centavos para el tranvía ni cinco para tomarme un refresco, pero ¿dos mil dólares al año? Willie había dicho que me pagaría los estudios en Newcomb o en Loyola, pero esas universidades costaban una tercera parte que Smith. Pediría ayuda financiera y becas. Eran mi única esperanza. Tenía que convertir como fuese los cacahuetes salados de mi caja de puros en canapés.
Miré por el escaparate. Una mujer con un vestido elegante cruzaba la calle en dirección a la tienda. Le eché unos cincuenta y tantos años. La gente se apartaba con naturalidad de su camino mientras se acercaba a la puerta. Novela de ficción. Posé el pulgar sobre el mostrador en un gesto hacia Patrick, aunque no estaba en la librería. La costumbre.
—Buenas tardes —la saludé cuando atravesó la puerta.
La mujer avanzó directamente hacia mí. Dejó su bolso en el mostrador y sonrió. Una sonrisa cortés, pero reservada, como si sus dientes deseasen desesperadamente asomar, pero ella no les diera permiso. Su titubeo indicaba que estaba evaluando algo. Ladeó un poco la cabeza y me observó. El cabello en sus sienes estaba recogido firmemente en un moño. Tenía la piel estirada como un caramelo toffee de color carne.
—¿Señorita Moraine?
Asentí.
—Soy Barbara Paulsen, directora del Departamento de Inglés de Loyola. Patrick Marlowe fue mi asistente durante un año.
—Oh, sí. Encantada de conocerla. Patrick me ha contado que estudió usted en Smith.
—Cierto. —Ladeó de nuevo la cabeza, esta vez del lado contrario. Evaluación completa—. Y a mí me ha contado que usted desea solicitar una plaza para estudiar allí. Un poco tarde, ya sabrá. La mayoría de las chicas lo solicitan antes de su último año de instituto.
—Sí, pero todavía llego a la fecha límite de marzo.
—Patrick me dijo que sus notas son buenas. ¿Y sus actividades extraescolares?
La miré en silencio.
—¿Tiene alguna actividad extraescolar que añadir a su currículum? ¿Premios o méritos?
Meneé la cabeza, y seguí haciéndolo mientras me rociaba con preguntas sobre consejos estudiantiles, clubes de lengua, comités sociales y todas las demás asociaciones a las que debería pertenecer cualquier chica que aspirase a estudiar en una universidad de la Costa Este.
—Mis actividades extraescolares son muy reducidas. He tenido que desempeñar varios trabajos mientras iba al instituto —le expliqué.
¿Reducidas? Más bien, inexistentes.
—Comprendo. ¿Qué otros empleos ha desempeñado, aparte de trabajar aquí, en la librería?
Me estaba preguntando si podía costearme los estudios, y la respuesta era no. Observé el pelo que arrancaba de sus sienes e intenté formular una respuesta segura.
—Trabajo como asistenta en una casa del Barrio Francés.
La señora Paulsen no reaccionó con la sorpresa o el horror que yo me esperaba. Parecía que apreciaba mi franqueza. Jugueteó con la correa de su bolso y dijo:
—Patrick me contó que su padre la abandonó. ¿Y su madre, querida?
¿Madre? Oh, ahora mismo estará en algún motel polvoriento de California, refrescándose con una cerveza Schlitz fría metida en el escote.
—Mi madre… también limpiaba casas —respondí—. Se ha ido a buscar trabajo a otro estado.
El silencio se interpuso entre nosotras hasta que ella habló:
—Charlie Marlowe y yo somos viejos amigos. Patrick es uno de los mejores alumnos que he tenido. No es un escritor como su padre, pero sabe de literatura, y creo que podría ser un excelente editor. Siempre le he animado en ese sentido, pero… —Se calló y apartó ese tema con un gesto de la mano—. Lo que quiero decir es que tengo el máximo respeto por Patrick, y él parece tener el mayor de los respetos por usted. —El final de su frase daba lugar a las dudas.
—Patrick y yo somos buenos amigos desde hace mucho —le expliqué.
—¿Están saliendo juntos? —Sus palabras salieron rápido, demasiado rápido, y ella se dio cuenta. Había algo más latiendo tras la pregunta. No celos, exactamente. ¿Una especie de curiosidad?—. No es que sea asunto mío, es cierto —añadió.
—Oh, no me incomoda la pregunta. Solo somos amigos —le garanticé.
—Siempre me he preguntado por qué Patrick sigue en Nueva Orleans. ¿Todo va bien con su padre?
—Todo perfecto —dije, sonriendo.
—Bien. Me gustaría que Charlie asistiera de nuevo como oyente a mis clases de escritura este año.
Me imaginé a Charlie en primera fila de la clase, en calzoncillos, apretando contra el pecho su caja con forma de corazón.
—Bueno, necesitará usted unas cuantas cartas de recomendación con peso para añadir a su solicitud. Por desgracia, yo no podré hacerle una. Ya he escrito una carta para una chica del Sagrado Corazón y, ya sabe, esa recomendación perdería su valor si escribiera otra. Pero le animo a que siga adelante con su solicitud, señorita Moraine. Estas experiencias, por muy fútiles que resulten, moldean el carácter.
Fútil. Me estaba diciendo que sería todo inútil. Que yo era una inútil.
—Creo que tiene un libro para mí —dijo de repente—. Lo pagué por adelantado cuando lo encargué.
Había visto el libro. Le Deuxième Sexe, de una escritora francesa, Simone de Beauvoir. Patrick lo había encargado a una imprenta de París. Me dijo que era un tratado sobre las mujeres. Saqué las llaves de mi bolsillo y me acerqué a la vitrina. Abrí la puerta de cristal y tomé el libro de la estantería. Sentí el calor de una sombra detrás de mí. La señora Paulsen estaba a apenas unos centímetros de mis espaldas.
Señaló por encima de mi hombro y dijo:
—Pasaje a la India. ¿Qué edición es esa? Me gustaría ver ese también —dijo, estirando la mano.