Pasé el pulgar sobre las letras grabadas en el oro. Lo imaginé en su muñeca y recordé su voz profunda: «Buena suerte en la universidad, elija la que elija». Y «Feliz año nuevo. ¡Este va a ser de los buenos!». No tenía ni idea de lo que iba a sucederle. Parecía encontrarse bien, lleno de esperanzas. David Copperfield. Apenas lo conocí, pero algo en mí se encaprichó del reloj, y me entraron unas ganas desesperadas de quedármelo. Pero no podía.
Me puse un jersey, metí el reloj en mi bolso y salí de mi apartamento.
El aire fresco estaba húmedo y lloviznaba ligeramente en la oscuridad. Tendría que haber llevado un paraguas, pero no quería darme la vuelta. Sabía que si lo hacía, podía cambiar de idea. Así que seguí caminando por la acera de Royal Street en dirección a St. Peter. El cielo nublado convertía las calles en un laberinto negro y húmedo. Normalmente podía ver las sombras de quienes caminaban detrás de mí, pero esa noche no había ninguna, solo una mancha de negrura. El eco de portazos y voces rebotaba entre los edificios. Un hombre gritó a su hijo para que bajara la basura, y una voz de soprano cantaba una hermosa aria desde algún punto por encima de mi cabeza.
—¡Chis! ¡Eh, chica!
Un anciano envuelto en harapos y con zapatillas de casa asomó desde uno de los portales que tenía delante. Agarré con fuerza mi bolso y me bajé de la acera a la calzada. El hombre comenzó a seguirme, graznando frases sin sentido.
—Hazel está debajo de la mesa —se reía, por detrás de mí.
Aceleré el paso y escuché cómo el sonido de las pisadas de sus zapatillas se detenía de repente y era reemplazado por un canto espeluznante.
—Thouart lost and gone forever, dread ful sorry, Clementine[5] —canturreó.
Quizá hubiera sido mejor haber esperado a que se hiciera de día. Tenía el pelo mojado y empecé a tiritar al pasar frente a la heladería Dewey’s, de la que emanaban calor y brillos rosados. Estaba a punto de doblar la esquina cuando oí los goznes de una puerta chirriando a mis espaldas.
—¡Jo!
Me volví. Jesse apareció corriendo en mi dirección.
—¿Qué pasa, Jo? ¿Adónde vas?
Abrí la boca para responder, pero luego volví a cerrarla. ¿Adónde iba? ¿Qué podía decirle? Miré los vaqueros de Jesse, con las perneras remangadas sobre sus botas negras de motorista, e intenté pensar.
—He… quedado con un amigo.
—Un poco tarde, ¿no?
Asentí en silencio, cruzando los brazos sobre mi jersey mojado.
—¿Te apetece entrar un poco en calor? —dijo, señalando con la cabeza hacia la heladería.
Mis ojos se dirigieron hacia el feliz brillo rosa de la esquina.
—Bueno…
—Anda, venga, Motor City. Será rápido. Estás temblando.
Miré hacia St. Peter Street en la oscuridad.
—De acuerdo, pero rápido.
Me arreglé el pelo en el lavabo de chicas e intenté secarme con el fino pañuelo que llevaba en el bolso. Cuando regresé, había una taza de chocolate caliente en la barra junto a Jesse. Me subí al taburete de vinilo. El vaso de refresco de Jesse estaba vacío.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —le pregunté.
—Estaba a punto de marcharme cuando te vi. Tenía que salir de casa, mi abuela me estaba volviendo loco. Está intentando realizar un maleficio contra nuestros vecinos para que se muden. Son muy ruidosos y no la dejan dormir por las noches.
—¿En serio? ¿Y en qué consiste ese maleficio?
Puso los ojos en blanco y me acercó la taza de chocolate caliente.
—Oh, venga, Jesse. Cuéntamelo. De todos modos, no creo en esas cosas.
No creía en esas cosas, pero en mi bolso tenía un grisgrís que el santero de Willie insistió en que llevara.
—Bah, solo son locuras —dijo, intentando limpiarse algo que parecía aceite de motor de los dedos con una servilleta.
—Vaya, ¿y yo no entiendo de locuras?
Sonrió.
—De acuerdo, entonces. —Se giró hacia mí en su taburete y colocó sus botas a ambos lados de mis piernas. Se inclinó sobre mí. Olí su tónico de afeitado y procuré controlar mi cara, que parecía estar siendo atraída hacia el aroma—. Mi abuela usa este hechizo que jura que sirve para deshacerse de la gente. Busca una rata muerta y mete en su boca un trozo de limón untado en lacre. Derrama una cucharada de whisky sobre la rata, la envuelve en papel de periódico y la pone bajo el porche de los vecinos. —Alzó sus cejas.
—Es la primera vez que lo oigo. —Jesse era divertido y, sorprendentemente, resultaba fácil hablar con él.
—Es muy supersticiosa, pero así es Nueva Orleans.
—Sí, así es Nueva Orleans —dije, sacudiendo la cabeza.
Inclinó un poco su vaso de refresco, observando cómo el líquido que quedaba resbalaba por el interior.
—Pero ¿estarías dispuesta a irte?
Alcé la vista. Jesse estaba mirándome a los ojos.
—Quiero decir, ¿alguna vez has pensado en marcharte de Nueva Orleans? —preguntó.
¿Se habría enterado? Quería decirle que sí, pero no me pareció bien. Él ya sabía lo de Madre. Quizá por eso había sacado el tema. Bajé la vista a la barra.
—¿Así que eres el primero de tu familia en ir a la universidad? —le pregunté.
—Sí, mi padre sigue en el talego. Cuenta que va a salir, pero sé que solo lo dice por decir.
—¿Por qué está en la cárcel?
—Por apuestas… y otras cosas. Nunca pasa más de un par de meses en la calle antes de que lo vuelvan a encerrar —dijo Jesse.
—Tu padre no está relacionado con Carlos Marcello, ¿verdad? —Pensé en lo que había dicho el inspector Langley, que un hombre de Marcello se había visto envuelto en un tiroteo en Metairie. Deseé que hubiera sido Cincinnati.
—¡Ay, demonios, no! Marcello son palabras mayores. Si te enredas con él, no acabas en la cárcel, acabas muerto. Mi padre es el típico ratero de Crescent City[6]. Esta ciudad te traga si no tienes cuidado. Pero yo no pienso quedarme aquí de por vida. A fin de cuentas, ¿tengo pinta de vendedor de flores?
Dos rubias atractivas que iban agarradas del brazo se acercaron a la barra.
—¡Vaya!, ¿qué tal, Jesse? —dijo una de ellas.
—Hola, Fran —saludó Jesse sin volverse, con los ojos todavía fijos en mí, y me preguntó—: ¿Te gustan las flores, Motor City?
—A mi madre le encantaron las rosas que le vendiste la semana pasada —intervino la rubia, acercándose con descaro a Jesse.
—Me alegro —dijo él, girándose y añadiendo con un susurro burlón—: Ahora, si me disculpáis, chicas, estoy algo ocupado ligando con esta chavala.
Me reí, e intenté que el chocolate caliente no se me saliera por la nariz.
—Pues ella no parece estar muy interesada —comentó Fran. La cara de Jesse se ensombreció.
—Pero qué maleducada soy —dije, bajándome del taburete—. Por favor, sentaos. No necesitamos dos taburetes.
Me subí a las rodillas de Jesse. Las rubias se quedaron mirando. Pasé mi brazo por encima de su hombro y señalé el asiento vacío.
—¿Ya te funciona el coche, Jesse, o sigues con la Triumph? —preguntó Fran.
—Todavía voy con la moto, pero el Merc ya casi está.
—Va a quedar fabuloso —dije, sorbiendo de la pajita de Jesse los posos de refresco que quedaban—. Culatas de alta presión, carburador de doble cuerpo…
Todas las cabezas se volvieron hacia mí.
—Jo nació en Detroit —dijo Jesse—. Motor City.
—Qué bonito —comentó Fran, taladrándome con su mirada—. Jo la de Detroit y Jesse el de Dauphine Street.
—En realidad, soy de Alabama —replicó Jesse.
—Pero eso no suena tan bien —dijo Fran.
—Pues a mí me parece que suena genial —dije, y bajando la voz hasta convertirla en un susurro, añadí moviendo lentamente la cabeza—: Además, chicas, ya sabéis lo que se cuenta sobre cómo lo hacen los tíos de Alabama.
Fran se quedó boquiabierta. Tenía dos empastes en el lado derecho. A su amiga le entró la risa floja. Fran se la llevó hacia la puerta a empujones.
Observé cómo las dos se marchaban lentamente con sus abrigos caros y sus pintalabios rosas. En cuanto salieron por la puerta, Jesse se echó a reír.
—Impresionante. Así que culatas de alta presión, ¿eh? —dijo.
—Lo leí en un libro sobre bólidos que tenemos en la tienda.
—Para ellas es un juego. Vamos a darnos una vuelta por los bajos fondos con Jesse…
—¿Qué quieres decir? Parecían interesadas en ti. —Me fijé en Jesse. No era elegante ni vestía a la moda como Patrick. Era duro, enigmático y silencioso. Tenía los ojos azules, el pelo marrón canela y una profunda cicatriz cerca de la oreja derecha. A pesar de una lesión en el pie de cuando era joven, en el instituto jugó al béisbol.
—¡Oh, venga ya! No están interesadas en mí. Solo flirtean con un chico del Barrio Francés para poder contar cuando sean mayores que antes salían por los barrios chungos.
—Sí. Contando batallitas mientras se toman sus cócteles en sus partidas de canasta.
—Exacto —dijo Jesse—. Hablarán de cuando salían por el Barrio Francés como las chicas malas…
—Con aquel vendedor de flores tan guapo.
—Que arruinó su reputación para siempre —me susurró al oído.
La cálida voz de Jesse cerca de mi oreja hizo que algo se revolviera en mi estómago. Una sensación de nervios se apoderó de mí y me bajé de un salto de sus rodillas.
—Lo siento, debo de estar rompiéndote las piernas. —Me senté en mi taburete y me alisé la falda.
—No te preocupes, un vendedor de flores tan guapo puede soportarlo —dijo Jesse y me miró fijamente.
—¿Qué? —Un cálido rubor se extendió por mis mejillas.
—Lo acabas de decir tú: «Con aquel vendedor de flores tan guapo».
—No, yo no he dicho eso.
—Sí que lo has dicho, y ahora te estás poniendo colorada. —Jesse se rio—. Pero no te preocupes. Ya sé que no lo decías en serio. Solo estabas bromeando. —Jugueteó con la servilleta bajo su vaso de refresco—. Ese amigo con el que has quedado, es el chico de la librería, ¿verdad?
Estaba tan calentita y a gusto, que me había olvidado por completo del reloj, el inspector y la mentira que le conté a Jesse. Ojalá pudiera decirle la verdad, pero ¿qué iba a decirle? «Lo cierto, Jesse, es que tengo que irme corriendo. Llevo el reloj de un muerto en mi bolso, y su viuda y la Policía lo andan buscando. Ya sabes cómo son estas cosas, con tu padre en la cárcel y todo eso».
Me limité a asentir con la cabeza y decir:
—Sí, he quedado con Patrick. Debería irme. —Abrí mi bolso.
—No, Jo. Invito yo, por favor.
—Gracias, Jesse —dije con una sonrisa.
—¿Qué te parece si te acompaño hasta allí? —dijo, dejando el dinero sobre la barra y levantándose—. Está oscuro.
—Oh, no hace falta. Estaré bien.
Asintió, y su sonrisa se desvaneció.
—Sí, claro. Me alegro de haberte visto, Jo. Que pases una buena noche.
—Buenas noches, Jesse. Gracias otra vez por el chocolate caliente.
Bajé por St. Peter Street y luego hasta Eads Plaza, intentando decidir dónde lo haría, qué lugar sería el más oscuro para que no me viera nadie. Había dejado de lloviznar, pero el cielo seguía negro y encapotado con nubes espesas. Una rata roía la basura mojada que había sobre la acera. Se detuvo y me miró. Me imaginé a la abuela de Jesse metiéndole un limón en la boca. Crucé la calle y seguí camino abajo hasta la orilla del río. Mis zapatos resbalaban sobre la gravilla mojada, me tropecé y estuve a punto de caerme. Fingí que caminaba despreocupada, mirando a mis espaldas para ver quién podría rondar por ahí. Una pareja se besaba cerca de las aguas. Pasé a su lado, esperando que se marcharan.
El viento sopló y el olor agrio del amarillento Misisipi me lamió la cara, revolviendo las puntas de mi pelo. Oí el lamento de un saxofón orilla abajo y pude ver las luces parpadeantes del vapor President, con todos sus ocupantes divirtiéndose. Permanecí allí, contemplando las aguas, preguntándome lo lejos que tendría que arrojar el reloj para que no volviera a la orilla. Debería haberlo atado a una piedra para asegurarme de que se hundía y se quedaba en el fondo. Algo a mis espaldas crujió y me di la vuelta.
Agucé la vista pero no vi nada en la negrura. Recordé todos los cuentos de fantasmas del Misisipi, los de Jean Lafitte y los piratas decapitados que se aparecían en las orillas. Me giré y me puse frente al agua. Abrí mi bolso.
Metí la mano y agarré el reloj de Forrest Hearne, diciéndome que lo lanzaría al río. No sé cómo, pero me pareció que sentía la inscripción «Con amor, Marion» pinchándome en los dedos, rogándome que no tirara algo tan lleno de belleza y ternura al embarrado Misisipi. Eso fue lo que le sucedió a Forrest Hearne en Nochevieja, ¿no es así? Un hombre hermoso fue robado y absorbido por los turbios lodos del Barrio Francés. Las palabras de Dickens flotaron en mi cabeza:
«Tengo un hijo favorito en el fondo de mi corazón. Y su nombre es David Copperfield».
El reloj me quemaba la mano. Miré las aguas y pensé en Forrest Hearne y en su amabilidad, en Madre y Cincinnati, en Willie, las chicas, Patrick, Charlie, Jesse y Cokie.
Y me eché a llorar.