21

Me senté, tarareando, en una fría silla metálica en el recibidor de la comisaría, y fijé la mirada en el suelo de baldosas grises. Me recordaba a los suelos de mi colegio. Cuando me aburría, me ponía a mirarlos y me imaginaba que había un tanque de aguas turbias por debajo y que, con una contraseña secreta, la juntura de las baldosas se abriría y mi pupitre caería hacia el abismo. Yo intentaría agarrarme a algo mientras descendía a tanta velocidad que mi espeso pelo revolotearía enmarañado por detrás. No sabía qué era aquel abismo, pero estaba convencida de que lo que había debajo de las grises baldosas de mi escuela sería mejor que Nueva Orleans. Los suelos de la comisaría no parecían nada prometedores. Los restos húmedos de una fregona sucia habían dibujado sombras circulares cerca de las patas de cada silla. El que limpiaba la comisaría era un vago. Siempre hay que levantar las sillas para fregar bien.

Un martilleo de toses y tacones se detuvo ante mí.

—Vaya, vaya, la pequeña Josie. Tu mami no está aquí, ¿verdad?

La hermana de Dora, Darleen, se tambaleaba delante de mí, con el lado izquierdo del cuello lleno de marcas de chupetones y de golpes.

—No, no está aquí —respondí, meneando la cabeza.

—Gracias por esperar, señorita Moraine —dijo un hombre regordete con entradas que se asomó desde una puerta cercana.

Darleen alzó las cejas y luego se alejó rápidamente, golpeando contra las baldosas con los clavos que asomaban de sus desgastados zapatos de tacón. Entré en el despacho.

—Soy el inspector Langley —se presentó el hombre, ofreciéndome su mano para saludarme. Su palma estaba húmeda y grasienta—. Siéntese.

La oficina sin ventanas no tenía nada que ver con la de John Lockwell. Había pilas de archivadores que casi llegaban hasta el techo apoyados contra las cuatro paredes, y montañas de carpetas se levantaban alrededor del inspector, en su mesa. El ambiente estaba cargado de respiración caliente y nicotina. No había fotografías. El hombre abrió una carpeta y dio un trago a un café muy negro de una taza que nadie había fregado en meses. Me fijé en que había una capa de cafeína en el interior de la taza.

—Hemos tenido suerte de encontrarla. Su amigo de la librería nos dijo que estaba haciendo unos recados en Gravier Street —dijo el inspector.

Asentí con la cabeza. Había visto las conversaciones de Frankie y Willie con la Policía. Siempre escuchaban atentamente y hablaban muy poco. Yo me propuse hacer lo mismo. Antes, Willie tenía un contacto en la Policía que la cubría a cambio de tiempo gratis con Dora. Acabó despedido, y Willie se quedó sin su infiltrado.

—No sé si lo sabe, señorita Moraine, pero un caballero de Tennessee murió en Nochevieja de un ataque al corazón en el club Sans Souci —dijo el inspector, esperando una respuesta.

—Lo leí en el periódico —le dije.

Asintió y me mostró una foto de Forrest Hearne. El atractivo, sofisticado y bueno de Forrest Hearne. En la imagen aparecía sonriente, con los dientes perfectamente alineados como cuadraditos de tiza limpia.

—La chequera del señor Hearne muestra que la tarde del día en que murió, realizó unas compras en la librería en la que usted trabaja. ¿Recuerda algo de él?

Entrelacé las manos para que no temblaran, pensando en el cheque bien doblado que tenía en la caja de puros debajo de mi cama.

—Él… dijo que era de Memphis y que había venido para ver el Bowl.

El inspector no me miró. En su lugar, contempló su carpeta, encendió una cerilla y prendió un cigarrillo. Me mostró el paquete, ofreciéndome uno.

—No, gracias.

Volvió a meterse el paquete en el bolsillo de la camisa y me preguntó:

—¿Qué compró?

—Keats y Dickens —dije.

Apuntó algo en un cuaderno manoseado que tenía delante.

—¿Es el título de un libro?

—No, son los nombres de dos escritores. Compró un libro de poesía y un ejemplar de David Copperfield.

El inspector siguió escribiendo y bostezó. Su lengua estaba sucia, del color de la mostaza. Los músculos de mi espalda se relajaron un poco. Este hombre era lo que Willie llamaba un «Agente Cagatinta», alguien que no lleva un caso activamente, sino que solo se dedica a tomar notas para los archivos. No tenía nada que ver con la partida de ajedrez que había supuesto la conversación con John Lockwell.

—De acuerdo. ¿Se fijó en si llevaba alguna pieza de joyería? La viuda afirma que el fallecido llevaba un reloj muy caro.

Un gélido calambre atravesó mis nervios y mi garganta. ¡El reloj! Claro, la viuda se había dado cuenta de que no estaba. Bajo la inscripción de «F. L. Hearne» detrás de la esfera, también estaban las palabras «Con amor, Marion». Era evidente que se trataba de un regalo. Un regalo caro. Y ahora quería saber dónde estaba. Tictac, tictac… El sonido latió en mi cabeza.

—¿Se fijó en si llevaba reloj, señorita Moraine? —preguntó el inspector.

—Sí, llevaba reloj.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Me fijé en él cuando escribía el cheque.

El inspector giró la foto de Forrest Hearne hacia él.

—Este hombre parece un tipo de clase alta. ¿Un reloj de los buenos?

—Ajá. De oro.

La silla crujió cuando el policía se recostó contra el respaldo. Volvió a bostezar y se pasó la mano por los finos penachos de pelo que le quedaban.

—Vale. Entonces, ¿puede confirmar que la víctima llevaba el reloj cuando compró los libros?

—Sí.

—Y, ¿a qué hora fue eso?

—No recuerdo la hora exacta. Al final de la tarde.

—¿Algo más? ¿Le pareció que el hombre estuviera enfermo?

—No, no tenía pinta de estar enfermo.

—Marty —dijo un hombre igual de desaliñado que se asomó a la puerta—, un tiroteo en el suburbio de Metairie. Los chicos dicen que es uno de los hombres de Marcello.

El adormilado inspector Langley se despertó de repente.

—¿Hay testigos?

—Dos. Dispuestos a cantar. ¿Cuánto te queda?

—Ya estoy. Deja que me sirva un café y ahora bajo. Gracias, señorita Moraine. Lamento haberla importunado, pero la familia del caballero está preocupada por el reloj y por algo de dinero que echan en falta. No paran de llamarnos. La acompañaré a la salida.

—No es necesario. Parece que tienen ustedes una emergencia. Ya salgo yo sola. —Recogí mi bolso y me marché de su despacho y de la comisaría lo más rápido que pude.

«La familia está preocupada por el reloj». Pues claro que estaban preocupados. ¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar su esposa para encontrarlo? Los hilos de ansiedad de mi estómago estaban ahora firmemente amarrados en nudos. Sentí que me iba a poner enferma. ¿Cómo había acabado ese reloj envuelto en un calcetín en el dormitorio de mi madre? Podría haberle contado al inspector que me había encontrado el reloj y que estaría encantada de entregárselo para que se lo devolvieran a la señora Hearne. Pero entonces se preguntaría cómo había terminado el reloj en casa de Willie, la interrogarían y Willie descubriría que yo me había quedado el reloj sin contárselo. Además, Willie siempre estaba diciendo que no quería problemas.

Ya sabía lo que tenía que hacer.