El contenido del paquete de Charlotte estaba dispuesto con esmero sobre mi mesa: el catálogo del Smith College, unos folletos y una solicitud de matrícula. Charlotte había incluido un ejemplar desgastado de Traición desatada, la secuela de Candace Kinkaid, con una dedicatoria en broma: «Para mi querida amiga Jo. Que tu corazón se halle siempre henchido de deseo desatado. Con cariño, Charlotte». También me envió la fotografía de la universidad que había mencionado en la fiesta. Dejé la pequeña foto en mi escritorio.
Sentía la cabeza pesada y me moría por echarme una siesta. Había ido a casa de Willie una hora antes de lo habitual para poder pasarme a ver cómo estaba Charlie a la hora del desayuno. Lo encontré más tranquilo y se tomó el medicamento de buen grado. Ya no hablaba y permanecía sentado en el sillón junto a la ventana, agarrando la caja con forma de corazón rosa. Trabajé todo el día en la librería hasta que llegó Patrick por la tarde. Acordamos que él se quedaría al frente un ratito mientras yo me dedicaba a mis cosas: mis negocios con el señor Lockwell.
Me miré en el espejo roto que colgaba de la pared y suspiré ante la visión de la muchacha que me devolvía el reflejo. Había elegido el vestido que me parecía más profesional para visitar una oficina y deseé haber tenido unos guantes apropiados a juego. Pero no los tenía. El vestido estaba descolorido tras años de uso y múltiples lavados. La piel de mis zapatos, ajada. Con un poco de suerte, nadie se fijaría. Me quité el exceso de pintalabios con un pañuelo.
El número 812 de Gravier Street. Todo el mundo conocía esa dirección. Era el enorme edificio con una cúpula blanca del Banco Hibernia. El despacho del señor Lockwell estaba en la octava planta. Mientras el ascensor subía, se me revolvió el estómago. En mi cabeza resonaba su tono condescendiente, aquel soniquete de mofa que hizo con la nariz en el jardín de Willie. Recordé la escopeta de Willie en mis manos, temible y fuerte. Agujeros en la valla, me dije. Cacahuete salado.
Las puertas del ascensor se abrieron, y aparecieron ante mí suelos de madera pulida y una mujer bien vestida detrás de un mostrador de recepción flanqueado por tiestos de helechos. Me había esperado un pasillo con despachos, pero el señor Lockwell poseía una planta entera. La mujer me miró de arriba abajo mientras yo permanecía con un pie fuera del ascensor agarrando mi bolso con la mano.
—Este es el octavo —dijo.
—Sí —confirmé, acercándome un paso—. Vengo a ver al señor Lockwell.
—¿Tienes cita? —preguntó, alzando sus finas cejas.
—Soy una amiga de la familia. Me está esperando. Josephine Moraine —añadí, dándome cuenta de que hablaba más alto y rápido de lo que pretendía.
La mujer descolgó el teléfono y dijo:
—Hola, Dottie. Tengo aquí a una tal Josephine Moraine que quiere ver al señor Lockwell. —Hizo una pausa y me miró mientras hablaba—: Dice que es amiga de la familia y que la está esperando.
Pasaron diez minutos; después, veinte; después, una hora. Hojeé un ejemplar de la revista LIFE que había sobre la mesa, fingiendo que estaba interesada en un artículo sobre el presidente Truman. La telefonista alternaba entre limarse las uñas y responder al teléfono, lanzando miradas en mi dirección de cuando en cuando a la vez que meneaba la cabeza. Yo permanecía sentada muy tiesa en la silla, enfadándome a cada minuto que pasaba. Me acerqué al mostrador.
—Igual es mejor que me acerque esta tarde a casa del señor Lockwell para verlo. ¿Puede llamarle y preguntarle si eso le resulta más conveniente?
Volvió a llamar y en menos de un instante las puertas se abrieron de golpe y apareció el señor Lockwell con camisa almidonada y corbata.
—Josephine, siento mucho haberte hecho esperar. Charlotte me cortará el cuello. Pasa al fondo.
El señor Lockwell me condujo a un gran despacho que ocupaba toda una esquina del edificio. La estancia era cinco veces más grande que mi apartamento, con ventanas altas y resplandecientes desde las que se veía la ciudad. Cerró la puerta y se situó detrás de su amplio escritorio de caoba.
—Iba a tomarme una copa. ¿Quieres algo? —me ofreció, señalando un gran aparador lleno de decantadores, vasos y una cubitera.
—No, gracias.
—Oh, venga… Le diré a Dottie que nos prepare un par de martinis.
Dejé mi bolso en la silla y me acerqué a la mesa.
—¿Lo quiere agitado o removido?
Parecía que aquello le hizo gracia.
—Removido, al estilo sucio.
Le preparé el cóctel, sintiendo el calor de sus ojos en mi espalda.
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una copa! —exclamó, dando un trago y sentándose en su mesa—. ¿Cuánto tiempo llevas preparando martinis?
—Acabo de aprender —le dije.
—Ya podrías enseñarle a Lilly a poner una copa de verdad. ¿Seguro que no quieres beber algo?
Sacudí la cabeza y me acerqué a una silla delante de su escritorio.
—Sé que está usted muy ocupado. —Saqué un papel de mi bolso con la dirección del secretario del Smith College y lo dejé sobre la mesa—. La carta puede ser breve. Solo una recomendación para añadir a mi solicitud de matrícula.
El señor Lockwell reclinó la espalda en su silla, sin siquiera mirar el papel.
—Así que vas en serio, ¿eh?
—Bastante.
Dio otro sorbo a su martini y se aflojó un poco el nudo de la corbata.
—¿Le has contado a mi sobrina que me viste el otro día?
—No, todavía no he tenido ocasión de hacerlo.
—Bueno, jovencita, la verdad es que no te conozco, y no puedo escribir una carta de recomendación para alguien a quien no conozco. —Me miró atentamente—. Igual deberías pedir esta carta a alguien de tu familia. ¿Tu padre, tal vez?
Fingí un gesto de tristeza.
—Por desgracia, ya no está entre nosotros.
—Ah, ¿no? —Dio un trago a su martini—. Bueno, ¿y dónde está?
—Creo que ya sabe a qué me refiero.
—Sé a lo que te refieres —dijo, apoyándose sobre la mesa para acercarse a mí—. Pero no te creo. Estás intentando chantajearme, niña. Eres muy pícara. Ya me olí que algo iba mal cuando os presentasteis tu amiguito y tú en mi casa. Richard y Betty todavía discuten sobre tu colega pianista. Ya lo había visto antes, sentado al fondo de la catedral en pleno día.
—¿Ha visto a Patrick en la catedral? —Eso sí que era una sorpresa.
—Sí, los pecadores frecuentamos la catedral —dijo con sarcasmo, mirándome fijamente desde el otro lado de la mesa—. Entonces, ¿eres una orgullosa, pobre, o las dos cosas? A mi sobrina, Charlotte, le encanta dar de comer a zarrapastrosos, pero por lo general suelen tener un par de zapatos decentes, por lo menos.
Una quemazón asfixiante ardió en mi pecho. Me incliné hacia delante y entrelacé las manos lentamente sobre su mesa.
—Bueno, fue una casualidad muy afortunada encontrarme con usted y su amiguita de las coletas cuando estaba entregando los libros. Pero, de todos modos, tenía intención de pedirle a usted, o a la señora Lockwell, una carta de recomendación —contraataqué.
Él respondió al ataque, acercando su alfil a mi reina.
—Ah, sí, entregando libros. Me he pasado por tu librería del Barrio Francés. Un par de veces. Estaba cerrada.
—Por enfermedad de un familiar —asentí—. Pero ya sé que a la señora Lockwell le apasiona la lectura. Estaré encantada de llevarle en persona algunos libros.
Volví a poner las manos en mi regazo. Permanecimos en silencio, sentados uno frente a otro, yo agarrando mi bolso, el señor Lockwell, sudando.
—Si te escribo una carta de recomendación y por algún motivo te admiten, lo siguiente que harás será pedirme dinero. Así son las cosas, ¿me equivoco?
Un estupor sincero provocó que me recostara en la silla. Nunca jamás se me había pasado por la cabeza pedirle al señor Lockwell que me pagara los estudios.
—Le aseguro, señor Lockwell, que no quiero su dinero.
—Sí, claro. ¿Te crees que me chupo el dedo?
—Solo quiero una carta de recomendación suya, un nombre que el comité de admisiones reconozca y respete.
—Porque tu padre ya no está entre nosotros —dijo con un burlesco tono afligido—. Supongo que tu madre tampoco está entre nosotros, ¿verdad? ¿Vas a presentarte en Smith con esta historia de Cenicienta?
—En serio, esto no es una cuestión de dinero. Quiero estudiar en Smith. Charlotte me ha enviado todos los papeles de la matrícula. Saqué unas notas excelentes en el instituto.
Un reloj de pared dio la hora. El señor Lockwell tamborileó con los dedos sobre el revestimiento de cuero de su mesa. Observé el mueble que tenía detrás. Marcos de plata. Fotos de familia. Sonrisas.
—Sabes, podría explicárselo todo a mi esposa. Verás, un socio me pidió que quedáramos para tomar una copa en casa de Willie. Cuando llegué allí, no quise quedarme e insistí en que trasladáramos la reunión a un bar del Barrio Francés. Se lo diré a Lilly. Al fin y al cabo, eso es lo que pasó.
No se me había ocurrido algo así.
—Claro que puede decirle eso, señor Lockwell, si es lo que usted quiere.
—Lo que quiero es no volver a verte nunca más.
Lo tenía en mis manos. Podía conseguirlo.
—Entonces esto será beneficioso para ambos. Su maravillosa carta de recomendación conseguirá que me acepten en Smith, en la otra punta del país, y así no volverá a tener noticias mías. Nunca.
Prendió la colilla de un puro que había en un cenicero Waterford sobre la mesa y terminó la bebida que le quedaba en la copa.
—¿Así que… nunca? —Me pareció que casi podía ver encima de su cabeza la burbuja con sus pensamientos, en la que salía Evangeline bailando con su faldita de cuadros—. Igual se me ocurre algo que poner —dijo, y agarró el papel con la dirección del secretario de la universidad.
—Esperaré. Me apellido Moraine, M-o-r-a-i-n-e.
—¿Cómo? ¿Esperas que la escriba de mi puño y letra? Ya se me ocurrirá algo y haré que Dottie prepare la carta.
—Dos copias, por favor. Me pasaré a recogerlas mañana.
—No, te las mandaré a la librería cuando estén listas. No hace falta que vuelvas por aquí. —Alzó las cejas y su vaso—. Prepárame otro de estos antes de irte. ¡Diantres! ¡Está buenísimo!
Cuando me giré para salir del despacho del señor Lockwell, él se encontraba junto a la ventana, con su segunda copa en la mano.
—Ahora, adiós, Josephine —dijo con lo que me pareció una sonrisa. No se ofreció a acompañarme hasta la salida. Bajé en ascensor al vestíbulo del edificio, respirando con una mezcla de alivio y felicidad cuando atravesé la puerta y salí a la calle.
—Señorita Moraine.
Alguien me agarró por el codo, y me volví. Era un agente de policía.
—El inspector Langley quiere hacerle unas preguntas. Acompáñeme, por favor.