19

Sube mis bolsas a mi cuarto y luego márchate de aquí —me ordenó Willie, entregándome sus cosas.

Las chicas desfilaban con sus vestidos de noche frente a Willie para que les diera su aprobación. Ella comprobaba sus uñas, estudiaba sus joyas y les preguntaba si llevaban sujetadores y bragas a juego. Todas iban bien untadas de pintalabios de tonos brillantes. Los labios de las prostitutas relucían como el charol, excepto los de Sweety, que siempre se difuminaba el pintalabios.

—Bienvenida a casa —dijo Dora, vestida de raso color verde manzana con un enorme lazo que parecía un arcoíris derretido.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Willie.

—Un detallito especial para esos ricachones mexicanos que van a venir —respondió Dora, dándose una vuelta para Willie.

—¡Son cubanos, no mexicanos! Ve a cambiarte y ponte el vestido de terciopelo. Eres una prostituta, no una piñata, por el amor de Dios.

Dora suspiró y se encaminó hacia las escaleras.

—¿Dónde está Evangeline? —preguntó Willie.

—Rezongando por ahí. Hace tiempo que no viene su pez gordo —dijo Dora.

El señor Lockwell. Igual era verdad que le daba miedo volver. Pero ¿y si su apetito por las coletitas vencía a su temor a la humillación? Tenía que conseguir que me escribiera esa carta cuanto antes.

—¿Qué? ¿Te vas a quedar ahí parada con la boca abierta todo el rato? —me preguntó Willie—. He dicho que dejes mis bolsas y te vayas. Se acabaron las vacaciones.

Arrastré mi maleta, pesada con tanto libro, de vuelta a la librería en la oscuridad de la noche. Miré a ver si estaba Cokie, con la esperanza de que pasara por allí y me llevara en coche, pero no lo vi. Los coches pasaban zumbando por la calle, y la música brotaba de las ventas y portales de todos los edificios frente a los que pasaba. Balcones de hierro fundido se combaban como tapetes de ganchillo tristes y oxidados. Pasé frente a la señora Zerruda, que frotaba las escaleras de su casa con polvo de ladrillo para ahuyentar las maldiciones del vudú. A mis espaldas, una botella se rompió sobre la acera. Me pareció que Shady Grove quedaba a un millón de kilómetros de allí.

La librería estaba cerrada. El cartel decía CERRADO, pero las luces estaban encendidas. Subí por las escaleras hasta mi apartamento. Había un paquete apoyado contra la puerta. Se me aceleró el corazón al ver el nombre de Charlotte en el remitente. Pegada a la puerta, vi una nota de Patrick:

«Por favor, pásate por casa.

Se trata de Charlie».

Aporreé la puerta de Patrick y me subí a la barandilla para asomarme a la ventana del salón.

—¡Soy Jo! —grité.

La puerta se abrió de golpe y apareció Patrick, descalzo, con la ropa sucia y la cara descompuesta.

—Patrick, ¿qué ha sucedido? —le pregunté. Oí un grito procedente de dentro.

—¡Deprisa! —me dijo, tirando de mí hacia el interior y cerrando la puerta con llave. Me detuve ante el olor, como si me hubiera chocado contra un muro de comida en descomposición y pañales sucios.

—Oh, Patrick —dije, tapándome la nariz—, tienes que abrir las ventanas.

—No puedo, se le oiría desde la calle. Jo, no va a parar. Nunca ha estado así. No va a recuperarse. No tiene ni idea de quién soy. Lo asusto y no para de gritar. Solo duerme de seguido durante unos pocos minutos. Me preocupa que acaben llevándoselo al sanatorio mental de Charity. Llevo días sin dormir. Yo… yo… —El pecho de Patrick subía y bajaba al ritmo de su respiración desesperada.

—No pasa nada —le dije, dándole la mano. Sus ojos inyectados en sangre estaban hundidos en profundos pozos grises. La piel alrededor de la nariz y la boca estaba moteada de manchas rojizas. ¿Qué había pasado?

—¿Has probado a tocar el piano? —le pregunté.

—Las canciones de siempre no funcionan.

—¿Le has dado el medicamento?

—Sí, pero ya no queda y no sé dónde encontrarlo. Creo que lo tiró por el retrete. Es culpa mía.

—Cálmate, Patrick. ¿Dónde está?

—En su habitación. Si me ve, se pondrá histérico del todo.

Al pasar por la cocina me fijé en los platos sucios acumulados en la encimera. Subí las escaleras lentamente, escuchando con atención. La vieja madera crujió bajo mis pies cuando llegué arriba y al instante fue respondida por un aullido violento procedente del otro lado de la puerta de Charlie.

—¿Lo ves? Te lo dije —musitó Patrick al pie de las escaleras.

—¡Chist! —Le indiqué con la mano que se callara, mientras acercaba mi cara al quicio de la puerta—. Charlie, soy yo. ¿Puedo pasar?

No hubo respuesta al otro lado. Posé la mano sobre el frío pomo de cristal.

—Voy a entrar, Charlie. —Tampoco hubo respuesta. Giré el pomo. La puerta rechinó cuando la abrí y me asomé al interior.

La habitación estaba destrozada. Había arrancado las cortinas de la ventana y vaciado el contenido de los cajones. El suelo estaba regado de ropa, sábanas sucias, zapatos, la máquina de escribir, platos sucios y vasos.

Y aquel olor. Me entró una arcada y volví la cabeza hacia el pasillo para tomar aire. Me dije que había visto cosas peores, pero no estaba segura de que fuera verdad. Me agarré con más fuerza a la puerta, aspiré hondo y entré en la habitación. Charlie estaba sentado, en calzoncillos, sobre un colchón desnudo, con ojos de salvaje, con su caja de San Valentín en las manos.

—¿Lucy? —susurró.

—Hola, Charlie —dije.

—Lucy, ¡Lucy!, ¡Lucy! —siguió murmurando, meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Era más de lo que le había oído decir en meses.

Asentí con la cabeza, temiendo que estallara si le llevaba la contraria. Recogí la almohada del suelo y la coloqué en la cama, lo cual tuvo como resultado varias rondas de Lucys.

—Es hora de descansar, Charlie —le dije, apartándole el pelo de los ojos y empujando sus hombros hacia la almohada, intentando sonreír mientras contenía las arcadas.

Se recostó y me miró, aferrando su caja rosa con forma de corazón contra el pecho.

—Lucy.

Pensé en intentar quitarle la caja, pero no quería tentar a la suerte. Empecé a recoger las cosas del suelo, encontrándome terribles sorpresas bajo cada toallita o prenda que levantaba. Algunos objetos estaban irrecuperables.

Me pasé más de una hora ocupada, sacando trastos al otro lado de la puerta y haciendo atados con sábanas de cosas para tirar a la basura. Cuando Charlie cerró los ojos, salí con sigilo de la habitación y entorné la puerta.

Patrick estaba sentado en el sillón junto a la ventana del salón, mirando al vacío con un gesto inexpresivo.

—Se ha acostado, pero no sé cuánto tiempo aguantará así —le dije. Patrick no respondió—. ¿Patrick?

—Lucy… Lucille, es su tía. Lleva más de quince años muerta.

—Necesita su medicamento.

—No sé lo que hizo con él. Y la farmacia está cerrada —dijo Patrick, que seguía mirando al vacío.

—Llamaré a Willie. Conseguirá algo por medio del doctor Sully.

Patrick asintió con la cabeza, en silencio.

—Todo va a salir bien, Patrick. En cuanto consigamos la medicina, todo mejorará.

Se volvió hacia mí, casi enfadado, y dijo:

—¿Seguro? ¿O solo seguirá empeorando? En cuanto me ve se pone como loco, Jo. No podía sujetarlo, no podía bañarlo. Actuaba como si me aborreciera, como si fuera a hacerle daño.

—Está enfermo, Patrick.

—Lo sé, necesita ayuda profesional, un hospital. Pero no puedo soportar que lo traten como a un demente en el sanatorio mental de Charity. No está loco. Solo… Algo no va bien. Desde aquella paliza, cambió.

—Voy a llamar a Willie para ver lo del medicamento.

Patrick me señaló el teléfono, que estaba en el suelo, cerca del recibidor. Willie se pondría furiosa si la molestaba estando los cubanos en casa. Dije que llamaba por Charlie y me sorprendió lo rápido que se puso al aparato. Le conté todo.

—Pobre hombre —suspiró Willie—. Me encargaré de conseguirle las medicinas. Me llevará un par de horas porque es muy tarde, pero os las mandaré con Cokie.

Colgué el teléfono y empecé a limpiar la cocina. Me llegó la voz de Patrick a mis espaldas.

—Ha sido culpa mía, Jo. Lo dejé solo.

—Lo dejas solo todos los días. Por lo general no pasa nada si está encerrado en su cuarto.

—Pero lo dejé por la noche.

—También lo dejaste en Nochevieja, y no sucedió nada.

—No, lo dejé más de lo normal.

—¿Dónde estabas? —pregunté, fregando un plato.

—Tenía unos asuntos que resolver —respondió, bajando la vista al suelo.

—¿Comprar libros de gente muerta? Bueno, ahora ya sabes que no puedes pasarte tanto tiempo fuera. Así que deja de sentirte mal por eso. —Le hablaba como lo haría Willie.

Patrick alzó la vista y me miró, serio.

—No sé qué haría sin ti, Jo, ¿lo sabes?

Me reí y contesté:

—Sobrevivirías.

—No creo que fuese capaz. —Avanzó un paso hacia mí—. Jo, tú y yo nos podemos contar todo, ¿verdad?

Lo miré fijamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

Se acercó aún más.

—Pues lo que he dicho. Si te contara una cosa, no me gustaría que te asustaras y te alejaras de mí.

Se me aceleró el pulso. Miré a Patrick y luego hacia el fregadero.

—No me puedo creer que digas eso. Piensa en las cosas que yo te cuento sobre la casa de Willie. Eso no te aleja de mí. Ah, y hablando de cosas que asustan, antes de ir a Shady Grove, me crucé con John Lockwell saliendo de la casa de Willie tras una cita con Evangeline, que llevaba coletitas y su disfraz de colegiala.

—¡No! —dijo Patrick, apartándose un paso de mí.

—Pues sí.

—¿Te escondiste? —preguntó.

—¿Esconderme? No, le dije que estaba llevando un pedido de libros a Willie. Le pregunté si visitaba con frecuencia aquella casa. Al principio fue un grosero e intentó quitarme de en medio. Así que lo perseguí por el jardín hasta Conti Street, y le dije que iba a solicitar que me admitieran en el Smith College y que quería que me escribiera una carta de recomendación.

—Que hiciste, ¿qué?

—Lo que has oído, y le dije que lo llamaría o pasaría por su casa para recoger la carta si le venía mejor. Lo captó al instante. No querrá que le cuente a su mujer o a esos hijos tan repelentes que tiene que me lo encontré en un burdel, ¿no crees?

Patrick parecía eufórico.

—Jo, ¡eres un genio! ¿Piensas que te dará la carta?

—Me dijo que lo llamara a su despacho. Creo que me pasaré algún día de estos. —Me sequé las manos en la bayeta y me giré para mirarlo—. Así que, ¿lo ves? Yo te lo cuento todo. —Tomé aire. Ahora, ¿qué querías decirme?

Patrick guardó silencio, estudiando mi rostro. Sonrió ligeramente y dijo:

—Creo que ya es bastante por hoy. Nunca dejarás de sorprenderme, Jo.

Patrick estaba profundamente dormido en el sofá cuando Cokie llegó con el medicamento.

—¡Puaj! Aquí dentro apesta a rata muerta —masculló Cokie, arrugando el rostro.

—Pues no huele tan mal como antes. Acabo de abrir las ventanas. —Pasé la bayeta por la encimera de la cocina y colgué el trapo mojado del grifo.

—Willie encargó a Sadie que os metiera algo de comida, también —dijo Cokie, y me entregó la bolsa.

—¿Has estado jugando al dominó? —le pregunté. Sabía que Cokie había estado apostando cuando sus dedos oscuros tenían manchas de tiza.

—Sí, he estado jugando con Mazorca. ¿El señor Charlie está muy mal? —preguntó.

—Bastante mal. Necesita su medicamento.

—El doctor Sully me ha dado dos cosas. Dice que una solo hay que usarla si se pone mal, mal de verdad.

Me dirigí al salón, contemplando los dos frascos. Patrick roncaba, pero no como Charlie en el piso de arriba. Charlie parecía un serrucho, provocando largos rasgados con cada aspiración. La respiración de Patrick era más bien un ronroneo, su labio superior bufaba cada vez que respiraba. Dejé los dos frascos frente a él en la mesita del café y lo tapé hasta los hombros con una mantita. Me disponía a marcharme, pero de repente lo miré, me agaché y le di un beso en la frente.