Willie estaría echando humo. Llevaba casi dos horas esperando. Pero yo no tenía planeado salir de la ciudad y debía preparar cosas. También pasé un buen rato leyendo el artículo de periódico sobre Forrest Hearne. La historia decía que el señor Hearne era un exjugador del equipo de fútbol de la Universidad de Vanderbilt, que vino a Nueva Orleans con otros tres hombres, que los tres tenían pensado asistir al Sugar Bowl, pero que ninguno de sus amigos estaba con él cuando murió. Era miembro del Club de Campo Lakeview y formaba parte del consejo de administración de varias organizaciones caritativas. También informaba de que la esposa de Forrest Hearne se encontraba en estado de shock tras conocer la noticia de la muerte de su marido. Esa misma noche, su esposo había telefoneado desde Nueva Orleans y estaba en perfecto estado. Marion. Recordé que el señor Hearne había mencionado el nombre de su mujer al comprar el libro de Keats. Escondí el artículo de periódico bajo el tablero del suelo, junto a la caja de puros con el dinero.
El taxi de Cokie redujo la velocidad hasta detenerse.
—Tengo que encontrar un sitio para aparcar. A Willie no le gusta que deje el coche en el jardín. Llevaré tu maleta al Cadillac.
Me bajé del coche.
—¿Quieres que te ayude con ese montón de libros? —preguntó Cokie.
—No, ya los llevo yo.
—Jo, ¿de verdad te vas a leer todos esos libros en Shady Grove? —preguntó Cokie.
—Todos y cada uno —respondí con una sonrisa mientras cerraba la puerta del taxi.
Recorrí el estrecho jardín en dirección al garaje que había detrás de la casa de Willie. Al acercarme, oí las risitas de Evangeline en la puerta trasera.
—Siento haber venido tan pronto esta vez —decía una voz de hombre—. Pero necesitaba verte.
—Vuelve pronto, papito —dijo Evangeline con una voz infantil.
Doblé con sigilo la esquina de la casa justo cuando Evangeline con sus trencitas volvía a entrar por la puerta con mosquitera. Me detuve para equilibrar la pila de libros.
—Oh, claro que volveré pronto, mi pequeña —dijo el hombre, poniéndose el sombrero y ajustándose el nudo de la corbata. Me quedé boquiabierta. Era el señor Lockwell, el tío de Charlotte.
Salió al jardín, tan atolondrado que casi se choca conmigo.
—Señor Lockwell —susurré.
Me miró a mí, y luego a la puerta de atrás.
—Esto… hola. —Le costaba ubicarme. Arrugó la frente—. Te conozco de algo, ¿verdad?
—Soy Jo…, Josephine, una amiga de su sobrina, Charlotte.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, cambiando incómodo el pie de apoyo.
Se me quedó el aire atrapado en la garganta. Miré la pila de libros que llevaba en los brazos.
—Traigo un pedido de libros para Willie Woodley… Es una apasionada de la lectura. Trabajo con Patrick en la librería. ¿Viene usted a menudo por aquí?
La pregunta me salió sin pensármelo dos veces.
—No… no. Mira, tengo prisa —dijo con un tono enojado y de superioridad, como si de repente yo estuviera ensuciando su espacio, como la acera de la señora Gedrick.
Noté el cambio de actitud. Yo no era más que una triste pordiosera del Barrio Francés, alguien a quien él podía apartar con su pañuelo como a un olor nauseabundo. La rabia empezó a encenderse en mi interior. Entrecerré los ojos.
—Ah, vale —lo reté—, es que escuché cómo esa chica lo llamaba papito, y luego usted dijo que volvería pronto, por eso pensé que igual venía por aquí a menudo.
El señor Lockwell me miró fijamente, con una mezcla de pánico y enfado en el rostro.
—Tengo que irme. Adiós, Josephine. Le diré a Charlotte que te he visto en la calle.
Sonrió ante su pulla y echó a andar por el jardín.
Debería haberle dejado marchar, pero lo llamé:
—Señor Lockwell.
Se volvió al oír su nombre y se llevó un dedo a los labios.
—¡Chist!
—Pensé que le gustaría saber —dije, siguiéndolo hacia la calle— que voy a solicitar una plaza en el Smith College.
—Qué bien —dijo, sin dejar de andar.
—Esperaba que usted me escribiera una carta de recomendación.
—¿Qué? —dijo.
—Una carta de recomendación, para incluirla en mi solicitud de ingreso en Smith. El aval de uno de los hombres más exitosos del Sur me sería de gran ayuda. ¿Podría pasarme por su casa la semana que viene y lo hablamos?
—No —dijo. Rebuscó en su americana y me lanzó una tarjeta de visita—. Llámame a mi despacho. No llames a mi casa. Yo… no suelo venir mucho por aquí.
Y dicho eso, salió apresurado del jardín a la calle.
—Pero ¿qué te pasa? —dijo Willie—. Agarras el maldito volante como si quisieras arrancarlo. Te pedí que condujeses tú para poder descansar, pero ¿cómo voy a cerrar los ojos si estás encima del volante como una loca?
Eché hacia atrás la espalda y apreté con menos fuerza el volante, contemplando cómo pasaba el asfalto gris entre la niebla bajo las luces de los faros. Me dolían los dedos. El interior del coche estaba oscuro, a excepción del brillo de la luz del dial de la radio, que sintonizaba un canal de música country en el que sonaba una canción de Hank Williams. ¿En qué estaría pensando? ¿Y si me hubiera visto alguien? Me había enfrentado al tío de Charlotte ventilando con descaro su infidelidad delante de sus narices. Había sido por orgullo. Mi orgullo se adueñó de mí cuando me miró como si fuera una basura. Pero ¿y si volvía y se lo contaba a Evangeline? ¿Y si Evangeline le decía: «Oh, no te preocupes, esa no es más que la hija de una fulana», y luego él se lo contaba a la señora Lockwell, y la señora Lockwell se lo contaba a Charlotte?
Odiaba Nueva Orleans.
No, Nueva Orleans me odiaba.
—Dora me ha contado que quieres ir a la universidad —dijo Willie.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Y me parece una buena idea.
Eché un vistazo a la oscura silueta de Willie en el asiento del copiloto.
—¿En serio?
—Eres lista, Jo. Sabes cómo sacar el mejor partido a una situación. Te irá bien en Loyola. ¡Qué demonios! Igual hasta puedes entrar en Newcomb.
Mis manos volvieron a aferrar con fuerza el volante.
—Pero, Willie, yo no quiero ir a la universidad en Nueva Orleans. No quiero estudiar en Luisiana. Quiero irme al Este.
—Pero ¿qué dices? ¿Al Este, adónde?
—A Massachusetts.
—¿Qué demonios vas a hacer allí? —preguntó Willie.
—Recibir una educación —le contesté.
—En Loyola o Newcomb también te darán una buena educación. Te quedarás en Nueva Orleans.
No, no iba a quedarme en Nueva Orleans. No iba a pasarme el resto de mi vida limpiando un burdel para que la gente me mirara con maldad por ser la hija de una prostituta del Barrio Francés. Iba a tener buenas amigas como Charlotte y a relacionarme con gente como Forrest Hearne…, gente que no pensaría de mí que era una rata de alcantarilla.
—Eres un cacahuete salado —dijo Willie.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con eso?
—Tú eres un cacahuete salado, y esa gente del Este son canapés. No me vengas con clichés y pienses que vas a ser como la huerfanita Annie, que termina en una especie de castillo. Eres un cacahuete salado, Jo, y eso no tiene nada de malo. Pero los cacahuetes salados no se sirven junto a los canapés.
Willie pensaba como Madre. Pensaba que yo quería vivir un cuento de hadas, cuando el destino solo me tenía reservada una existencia de pacotilla merodeando por los bajos fondos de Nueva Orleans.
—Yo te pagaré la matrícula de Loyola o de Newcomb —dijo Willie—. Ese era tu plan, ¿no es cierto? ¿Amenazarme con marcharte para que te pagara la maldita universidad aquí?
No hablamos durante el resto del viaje.