16

Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Lo escuchaba todo el día, latiendo en mi cabeza, bombeando por mis fibras nerviosas. Tenía el reloj de un muerto. Era la primera vez que no informaba a Willie de algo que había encontrado. Todavía estaba en su reunión con el abogado cuando terminé de limpiar, así que me lo llevé, una bomba de relojería robada haciendo tictac en mi bolsillo. Cuando llegué a la librería, lo estudié. Contemplé cómo giraba el segundero alrededor de la valiosa esfera de oro, flotando por encima de las palabras Lord Elgin una y otra vez. ¿Llevaba Forrest Hearne el reloj puesto cuando murió? ¿Seguiría avanzando en su muñeca cuando su corazón dejó de latir? O igual se lo quitó antes de morir, lo perdió en algún lugar del Barrio Francés, y Madre tuvo la suerte de encontrarlo. Sí, quizá todo sea una simple coincidencia, me dije.

Afilé una cuchilla de encuadernar y corté un cuadrado profundo en las páginas centrales de un ejemplar de Pasaje a la India estropeado por la humedad. Introduje el reloj en el hueco vaciado y dejé el libro en la vitrina que teníamos al fondo de la tienda donde guardábamos los ejemplares para reparar. Patrick había perdido su llave hacía siglos.

Me di un paseo por el barrio, tirando los recortes de Pasaje a la India en las papeleras que me iba encontrando. Vi a Frankie en la otra acera y le silbé. Cruzó la calle a paso tranquilo con sus piernas delgaduchas y se puso a caminar a mi lado.

—¿Qué hay, Josie? ¿Qué tienes para mí?

—Nada. En realidad, me estaba preguntando si tú tendrías algo para mí. ¿Sabes dónde pasó mi madre la Nochevieja?

Frankie se detuvo. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y lo agitó hasta que asomó un cilindro blanco de tabaco. Lo agarró con los labios.

—¿Esta información es para ti? —preguntó, prendiendo el pitillo.

—Vaya, ya veo. ¿Has estado hablando con Willie? —pregunté.

—Yo no he dicho eso.

—Bueno, pues sí, es para mí. Y no voy a contar nada. Esto es entre nosotros.

Frankie me miró fijamente, con el cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Un grupo de turistas se acercó con una cámara, apuntando a un edificio cercano. Frankie me agarró del brazo y me llevó hasta el borde de la acera.

—Tu madre se ha fugado con Cincinnati, Jo.

—Eso ya lo sé, Frankie. No te he preguntado eso. ¿Dónde pasó mi madre la Nochevieja?

Miró a un lado y otro de la calle, soltando humo por la comisura de sus finos labios.

—Estuvo en el Roosevelt, tomándose un par de sazeracs[4].

—¿Y después?

—Estuvo bebiendo con unos turistas.

—¿Con qué turistas? ¿Dónde? ¿Estuvo en el Sans Souci? —pregunté.

—Eh, eh, eh —dijo Frankie levantando las manos—. Yo no he dicho eso. Mira, tengo que irme. Y, Jo, yo me dedico a vender información —inclinó su cuerpo sobre mí—, pero no soy un soplón.

Abrí mi bolso y saqué la cartera.

—Guárdatelo. Dicen por ahí que estás ahorrando para ir a la universidad.

—¿Quién te ha dicho eso? —pregunté.

—Yo me entero de todo, chica yanqui —dijo Frankie sonriendo, y tras hacer una exagerada reverencia, se marchó dando grandes zancadas.

Regresé a la librería, deteniéndome para mirar el escaparate de Gedrick’s. Tenían vestidos de rebajas por 9,98 dólares. Ojalá pudiera haberme puesto algo nuevo y de moda para la fiesta de los Lockwell, en lugar de parecer una triste pordiosera. La señora Gedrick salió de la tienda para vaciar un recogedor en la calle. Alzó los hombros a modo de saludo, pero entonces vio que era yo y tiró la basura en la alcantarilla con un gruñido. Cuando tenía doce años, tuve una gripe tan fuerte que me entraron delirios. Intenté llegar yo sola hasta la clínica del doctor Sully pero solo aguanté hasta la tienda de Gedrick. Allí me derrumbé y vomité arroz y judías rojas por toda la acera. La señora Gedrick insistió en llamar a mi madre. Yo sabía que Madre se enfadaría si la molestábamos, así que le dije que llamara a Charlie, el padre de Patrick. Cuando se presentó Charlie, la señora Gedrick le apuntó con un dedo y dijo: «Debería darles vergüenza a sus padres, sean quienes sean». Recuerdo que cuando nos alejamos, contemplé desde el asiento trasero del coche de Charlie el desastre que era mi vida en forma de arroz y judías rojas sobre la acera. La culpa no era de mis padres. La culpa era toda mía.

Giré por Royal Street y vi a Cokie de pie junto a su coche, aparcado sobre el bordillo.

—¿Qué tal, Cokie?

—Willie me ha mandado a recogerte —dijo.

Una ola de temor me invadió. Willie se había enterado de lo del reloj.

—No había vuelto cuando me marché esta mañana —le dije—. Tenía una cita.

—Lo sé, pero ahora ha vuelto, y ha cargado Mariah de maletas. Está lista para irse.

—Irse, ¿adónde?

—Me dijo que viniera a buscarte, dice que os vais las dos a pasar un par de días a Shady Grove.

—Pero… ¿y la casa? —pregunté.

—Dice que Dora y Sadie se ocuparán de la casa.

Shady Grove era la casa de campo de Willie, a tres horas de Nueva Orleans, pasado Yellow Bayou.

—Vaya, no sé, Cokie —le dije—. Tengo que trabajar en la tienda.

—Me pidió que viniera a buscarte y dijo que estaría lista para salir dentro de una hora. Me alegro de haberte encontrado. Tengo algo que creo que te interesa. —Cokie metió la mano por la ventanilla de su coche y me entregó un periódico. Era un número del Commercial Appeal—. Mi amigo Mazorca, el camionero, todavía hace la ruta con Tennessee. Cuando estuvo en Memphis, compró este periódico.

Un enorme titular destacaba en la portada:

FALLECE ELARQUITECTO

F. L. HEARNE, JR., ATACADO DURANTE

UN VIAJE A NUEVA ORLEANS

—Hay un montón de información sobre tu ricachón de Memphis en ese artículo.

—¡Gracias! Muchísimas gracias, Cokie.

—De nada —dijo Cokie con una amplia sonrisa—. Pero no le cuentes a Willie que te lo di yo. Venga, date prisa, nos está esperando.

Corrí hacia la tienda, preguntándome qué le iba a decir a Patrick. Lo vi por el escaparate, en el mostrador con un cliente. Doblé el periódico y me lo puse bajo el brazo.

—Hola, Jo —dijo Patrick en cuanto entré por la puerta. El hombre del mostrador, alto, moreno y atractivo, se giró.

—¿Qué tal, Josie? —dijo.

Me quedé mirando a aquel hombre tan guapo.

—Vaya, ¿no te acuerdas de mí? Bueno, estaba oscuro, y tú ibas en camisón.

Sentí que me ardían las mejillas.

—Ah, sí, eres el que trabaja en Doubleday.

—Eso es —dijo, y me ofreció la mano para saludarme—. Me llamo James Marshall.

Estreché su mano, deseando poder estar más arreglada, avergonzada al pensar que este hombre tan estupendo me hubiera visto en camisón.

—Cokie ha venido a buscarte —dijo Patrick.

—Lo sé. Willie está empeñada en que vaya con ella a pasar unos días en Shady Grove. Podría negarme, pero ya sabes cómo se pone cuando quiere ir a Shady Grove.

—No pasa nada —dijo Patrick rápidamente, con una extraña sonrisa.

—¿En serio? ¿Seguro que te las puedes arreglar?

—Vamos, Jo, creo que sé cómo manejar esto. No pasa nada.

No me esperaba que aceptara con tanta facilidad.

—¿Y qué pasa con Charlie? ¿Vais a estar bien?

—¿Quién es Charlie? —preguntó James.

—Mi padre —dijo Patrick—. Estaremos bien, Jo. Anda, vete.

—Shady Grove… Suena bien —dijo James.

—Está en el campo, un sitio tranquilo —explicó Patrick—. Oye, Jo, ¿has terminado ya de hacer la caja de diciembre? Quiero acabar con la contabilidad de fin de año.

—Y el inventario —añadió James.

—Ah, sí. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste inventario? —preguntó Patrick.

Miré a James y a Patrick.

—Sí, la caja de diciembre ya está lista. ¿Para qué quieres un inventario?

—Solo intento estar al día con el año nuevo. ¿Ese que está ahí fuera esperándote es Cokie? —preguntó Patrick.

Asentí y me retiré hacia la escalera del fondo, deteniéndome con calma para mirar el libro de E. M. Forster, con su tictac tras la vitrina cerrada.