15

La luz del sol se filtraba por la ventana, formando un cuadrado de claridad en un extremo de la cama. Evangeline estaba en lo cierto. La habitación olía a Madre, sin duda. Abrí la ventana y me senté en la repisa por un instante, contemplando su cama alta con baldaquín. Había visto a Madre practicando sus artimañas con hombres en público, pero nunca la había visto «trabajar» en su habitación. El papel color verde oscuro de las paredes se desconchaba en las esquinas, mostrando el yeso desnudo por debajo. Bajo la luz inerte se evidenciaba lo vieja que era la ropa de cama, y el cortinaje que caía del baldaquín aparecía rajado y deshilachado en los bordes. Contemplé el agujero de bala en el cabecero de la cama. Todavía no sabía la historia de ese disparo.

La habitación de Madre estaba casi vacía. Abrí un cajón de su cómoda. Un frasco de esmalte de uñas rojo rodó por encima de unos ejemplares del Hollywood Digest. Los recogí para tirarlos a la basura, y un papelito cayó revoloteando. Era la denuncia de cuando Cincinnati pegó a Madre. Después de que le dieran el alta en el hospital, Willie insistió en que lo denunciara. Llevamos a Madre a comisaría, y tras unos minutos rellenando formularios, dijo que no se sentía bien y que ya terminaría la denuncia en casa. Observé el documento. No había puesto su apellido y hasta había mentido sobre su edad.

Nombre: Louise.

Dirección: 1026 de Conti, Nueva Orleans.

Edad: 28.

Estado Civil: Soltera.

Hijos: Ninguno.

Ninguno.

Me quedé mirando la palabra.

—Ey, muñeca.

Alcé la mirada y encontré a Dora apoyada en el marco de la puerta. Llevaba una camisa de hombre, verde, por supuesto, con una minúscula ropa interior también verde.

—Me han dicho que has tenido una buena bronca con Willie esta mañana. No me enteré, estaba dormida. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien.

Era mi respuesta habitual.

—No hagas caso a Willie. Últimamente está de un humor de perros. ¿Qué tienes ahí?

—Una vieja denuncia —dije, y le enseñé el papel—, de cuando Cincinnati pegó a Madre.

—¿Louise puso una denuncia? —preguntó Dora.

—No, claro que no —dije, riéndome.

—Ya me parecía a mí. Está enamorada de ese Cincinnati.

—No lo entiendo. Es un criminal, Dora. Es un tipo malo de verdad.

—Cariño, a algunas chicas les gustan los hombres malos. Las mujeres adoran a Cincinnati. Les hace sentir que son sexys. Y, de cuando en cuando, tiene pasta. Puede que no entiendas que Cinci resulte atractivo a las chicas, pero entiendes que a tu mami le guste la pasta, ¿no?

Asentí y saqué un monedero rosa vacío del cajón de Madre.

—Esto era mío. Guardaba en él mis ahorros, escondido debajo de la cama. Ella me lo quitó.

—Ay, cariño —dijo Dora, meneando la cabeza. Se acercó a mí y ojeó la denuncia. Poniendo las manos sobre mis hombros, añadió—: Jo, escucha, tú no eres como nosotras. Tú eres distinta. Willie lo sabe.

Mirándome las manos, dije:

—Dora, quiero ir a la universidad.

—¿A la universidad? Bueno, no está mal soñar, Jo, pero eso de la universidad… no sé. Eso es harina de otro costal. Pero estoy segura de que podrías trabajar en unos buenos grandes almacenes o incluso ser guardarropa. Cariño, sé que quieres a Louise, pero tienes que preguntarte… ¿qué clase de mujer roba dinero de una niña? Evangeline es una enferma, pero incluso con su cleptomanía, no le robaría a un pequeñín. ¿Entiendes lo que te digo? No es mi intención ser mala, cariño, pero te aconsejo que hagas tu vida —Dora me mostró la denuncia—, y si Louise va por ahí diciendo que no es tu mamá, pues casi que mejor para ti.

Me quedé pensando en la pregunta de Dora. ¿Qué clase de mujer roba dinero a su hija?

—Ahora, mira —siguió Dora, poniéndose las manos en la cadera—, ayúdame con un asunto. En vez de tirar las cosas, mete todo lo que encuentres en una caja y dile a Evangeline que no lo toque, que ya volverás a recogerlo. Déjala que robe algunas cosillas, igual así deja de colarse en mi cuarto unos días.

Cuando Dora se marchó, quité la ropa de la cama y barrí el suelo del cuarto de Madre. Saqué la escoba de debajo de los faldones de la cama y oí un ruido. Había un calcetín de varón atrapado en las cerdas del cepillo. Me agaché para quitarlo y noté que pesaba. Tenía algo dentro. Sacudí el calcetín sobre la cama y un reloj de oro cayó sobre el colchón. Me dio un vuelco el estómago cuando mis dedos tocaron ese reloj que me resultaba familiar. Le di la vuelta y vi las iniciales grabadas.

F. L. Hearne.