12

Nos bajamos en St. Charles y caminamos una manzana hasta Prytania. Lo primero que noté fue la tranquilidad que reinaba por allí. La calle parecía muy ancha. No había nadie empujándote, gritando o vendiendo cosas en la acera. Me entraron ganas de abrir los brazos y echar a correr por la calzada. Los pájaros trinaban y el perfume a jazmín de invierno flotaba hasta la acera, suspendido de los arbustos. Altos robles bordeaban esa calle en la que vivían acaudalados armadores, petroleros y otros hombres de negocios. Contemplé las enormes casas, de inmaculados jardines y parterres con flores. Era como si de las ramas de los árboles colgaran billetes de un dólar en lugar de hojas. Pronto empezaría el Carnaval y me imaginaba esas casas con banderas de color púrpura, dorado y verde como símbolo de las anteriores reinas y nobleza carnavalesca. Nos cruzamos con una pareja que nos saludó. Me fijé en la pose de la mujer e intenté mantener la espalda recta.

Nunca había estado entre tanta opulencia. La semana anterior, me había pasado por el funeral de un amigo de Cokie, un trompetista negro llamado Bix que vivía en el Barrio Francés. Su familia era tan pobre que habían dejado una bandeja sobre el pecho del cadáver, y la gente echaba monedas para pagar al enterrador y a la banda de metales que acompañaría la procesión fúnebre. En la zona alta, las familias contrataban a media docena de mayordomos solo para servir las bebidas en sus funerales. Las tragedias eran grandes eventos sociales, y todos querían participar de ellas. Cierto es que había visto a gente y turistas ricos en el barrio, pero nunca había ido a sus casas. Me pregunté si Forrest Hearne habría vivido en un barrio como ese.

Patrick se detuvo frente a una enorme mansión neoclásica con doble galería y un gran jardín con un largo paseo de acceso bordeado por setos perfectamente podados. La casa resplandecía de luz y rebosaba de invitados y júbilo.

—Aquí es —dijo Patrick.

Sin detenerse, avanzó hacia las escaleras de entrada, dejándome correr tras él como un patito que persigue a su madre.

El espeso aroma a habanos se mezclaba con el de los magnolios del jardín delantero. Cubitos de hielo se removían y resonaban al chocar contra las copas de cristal. Patrick saludó a un grupo de hombres sentados en el porche. Oí el pop de un corcho de champán y risas en el interior.

Atravesamos la puerta abierta y entramos en un enorme recibidor que bullía de actividad. Me agarré al brazo de Patrick, deseando tener algo mejor que mi blusa descolorida de lino. Se oía el tintineo de un piano procedente de una alcoba cercana, y Patrick se dirigió hacia él como atraído por un imán.

Entramos en un hermoso salón con paredes de papel pintado de terciopelo y sofás y sillones de felpa. La gente se reunía en corros por la estancia mientras un hombre con traje negro tocaba «It’s Only a Paper Moon» al piano. Los muebles eran caros, pero distintos de los de Willie. El mobiliario de casa de Willie tenía un toque exótico, con colores y curvas sensuales. Este era elegante, refinado, y tan limpio que prácticamente podía ver mi reflejo en todas las superficies.

—Ni una sola mancha de sangre o de humo —le susurré a Patrick.

—Al menos, no que se vea —masculló Patrick entre dientes.

Había una mesa redonda de caoba llena de marcos de plata de todas las formas y tamaños, mostrando orgullosos el legado que componía la familia Lockwell. Había fotos de bebés, adolescentes, abuelos, un golden retriever dorado, la familia en la playa, en la Torre Eiffel, todos con caras sonrientes que mostraban lo felices y valiosas que eran sus vidas. Incluso había una foto de Charlotte en un pequeño marco ovalado.

Contemplé las fotografías. Si alguien significaba algo para ti, ponías su foto en un marco de plata y lo enseñabas, como estas. Nunca había visto algo así. Willie no tenía fotos enmarcadas. Madre, tampoco.

—¡Josephine! —Charlotte, radiante con un jersey de cachemir verde menta y su cabello cobrizo bien recogido con una cinta de terciopelo negro, me agarró de repente del brazo—. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!

—Gracias por invitarnos.

—Bueno, no te preocupes. No me separaré de ti. Ya sé lo terriblemente incómodo que es estar en un evento en el que no conoces a nadie.

Asentí. Charlotte me comprendía. Era como si hubiera leído mi pensamiento en el camino. O quizá mi cara estaba de nuevo llena de manchas.

—Hola, Patrick. ¿Os ha costado encontrar la casa? —preguntó Charlotte.

—Para nada. Además, es difícil pasar de largo de un sitio como este, ¿no te parece? —dijo Patrick.

—Sí, una cualidad de la que mi tía está muy orgullosa —susurró Charlotte—. No son precisamente lo que se dice discretos, no sé si me entendéis.

—Esa foto tuya es preciosa —dije, señalando el marco.

—Oh, es de hace un par de años. Me acaban de sacar una foto nueva en Smith. Venid, que os presente.

Charlotte tiró de Patrick y de mí hacia una pareja atractiva de mediana edad al otro lado de la sala.

—Tía Lilly, tío John, estos son mis amigos Josephine Moraine y Patrick Marlowe.

—¿Cómo estáis? —dijo la señora Lockwell—. Marlowe, me suena ese apellido, John —comentó, apretando el brazo de su marido—. ¿De qué conocemos el apellido Marlowe? ¿Tu madre está en la Junior League[3], jovencito?

—No, señora —respondió Patrick—. Mi madre vive en las Indias Occidentales.

—¿Tu padre es abogado? —preguntó el señor Lockwell.

—No, señor. Mi padre es escritor y librero. Tenemos una librería en el Barrio Francés.

—¡Vaya, qué curioso! A nosotros nos encantan los libros, ¿verdad, John?

El señor Lockwell no prestaba mucha atención a su esposa, y en su lugar miraba a su alrededor, ojeando al resto de mujeres de la estancia.

—¿A qué universidad vas, Patrick? —preguntó la señora Lockwell.

—Acabo de licenciarme en Loyola —respondió Patrick, aceptando agradecido una bebida de uno de los camareros que circulaban por la sala.

—¿Y tú, Josephine? ¿Te he visto en el Sagrado Corazón con nuestra Elizabeth? —preguntó la señora Lockwell.

—Josephine vive en el Barrio Francés, tía Lilly. ¿A que es emocionante? —dijo Charlotte.

—El Barrio Francés. Ay, señor… —dijo Lilly Lockwell, llevándose una mano afectada al pecho—. Sí que lo es. ¿Cómo has dicho que te apellidabas, querida?

—Moraine.

—John —dijo, y tiró del brazo de su marido—, ¿conocemos a los Moraine del Barrio Francés?

—Creo que no. ¿A qué rama de negocio se dedica tu familia, Josephine?

El señor Lockwell me miró. La señora Lockwell me miró. Charlotte me miró. Sentí sus rostros a un palmo del mío.

—A las ventas —dije en voz baja.

—¡Qué piano tan bonito! —exclamó Patrick, cambiando rápidamente de tema—. Un Steinway de cuarto de cola, ¿me equivoco?

—Pues sí. ¿Sabes tocar? —preguntó Lilly, dirigiéndose a Patrick, pero con los ojos todavía fijos en mí.

Patrick asintió.

—En ese caso, sabrás apreciar un buen piano —dijo la señora Lockwell con una sonrisa y alzando su copa en un brindis privado a su Steinway.

—Sí, yo tengo un Bösendorfer de cola —comentó Patrick.

Los ojos de tía Lilly se alejaron de mí y se centraron en Patrick.

—¿Un Bösendorfer? Vaya, vaya, vaya… ¡Eso sí que es un piano! —exclamó el señor Lockwell.

—Pues sí. Deberías tocarnos algo, Patrick. Venga, no seas tímido —le animó Lilly.

—Oh, tía Lilly, no me quites a mis amigos. Iba a enseñarles tu magnífica casa —dijo Charlotte, y nos apartó a empujones de sus tíos, que se quedaron con las cabezas ladeadas mirándonos a Patrick y a mí.

Charlotte no nos enseñó la casa. Agarró una bandeja de canapés de un criado, la llevó a una biblioteca en el primer piso, cerró las puertas y se derrumbó en un sofá.

—Es agotador, en serio. E incómodo. «¿Cómo has dicho que te apellidabas?» —imitó Charlotte a su tía—. Os ruego que me perdonéis. ¡Beben como cosacos y luego se ponen a hacer preguntas inquisitorias!

—¡Bienvenida al Sur! —exclamó Patrick entre risas.

Nos pasamos más de una hora conversando con Charlotte en la biblioteca. Yo intentaba mantener la espalda recta en el sillón de cuero grueso y de cuando en cuando me llevaba la mano al cuello para asegurarme de que no había perdido el collar de perlas de Sweety. Charlotte se puso cómoda y se quitó los zapatos, doblando sus calcetines tobilleros y recogiendo los pies bajo su falda sobre el sofá. Patrick se centró en inspeccionar la colección de libros de los Lockwell, deteniéndose solo para comentar algo sobre determinado título o volumen. Nos carcajeamos y aullamos cuando Patrick vio Deseo desatado, de Candace Kinkaid, apartado en una de las estanterías superiores.

Un hombre asomó la cabeza en la biblioteca.

—¿Puedo esconderme con vosotros? Esto parece mucho más divertido.

—¡Papá! Ven a conocer a Josephine y Patrick —dijo Charlotte.

Un hombre elegante con traje azul entró en la biblioteca.

—Vaya, tú debes de ser Patrick, el del Bösendorfer de cola.

—Ugh… ¿Todavía están hablando de eso? —dijo Charlotte.

—Pues sí. Y, Patrick, me temo que vas a tener que tocar. Mi hermana no parará hasta que escuche cómo suenan unos dedos de Bösendorfer en un Steinway. Soy George Gates —dijo, ofreciendo la mano a Patrick. Volviéndose hacia mí, añadió—: Y tú debes de ser Josephine. Charlotte no para de hablar de ti.

—Casi todos llamamos Jo a Josephine —dijo Patrick con una sonrisa. Lo fulminé con la mirada.

El señor Gates se puso a hablar de libros con Patrick, preguntando por unos volúmenes raros que no podía encontrar en el Este. Luego, lo convenció para que se quitara de encima el recital cuanto antes, y salieron de la biblioteca.

—Tu padre es muy agradable. Y divertido, también —le dije a Charlotte.

—Sí. ¿Tu padre también es simpático? —me preguntó.

La miré, preguntándome si mi expresión me delataría, y dije:

—Mi padre… mis padres no están juntos.

Charlotte se incorporó al momento y puso una mano sobre mi rodilla.

—No te preocupes, Jo. La mitad de los matrimonios que están aquí esta noche, no están juntos. Al menos, no de verdad. Pero nunca serían capaces de reconocerlo como tú. Justo antes de que llegaras, la señora Lefevre nos estaba contando que anoche apuntó a su marido con una pistola en la cabeza porque olía a Tabu. —Charlotte meneó la cabeza, susurrando—: La señora Lefevre no se pone Tabu. Pero ¿una pistola? ¿Te lo puedes creer? ¡Qué locura!

Meneé la cabeza, sintiendo en la pierna el frío acero de mi revólver bajo la falda. Por desgracia, conocía muy bien esa locura.

—Nadie tiene una vida perfecta —dijo Charlotte—. Me parece mucho más interesante cuando la gente es sincera con ello.

Sincera. Pero ¿qué pensaría Charlotte si le contase la verdad? Que mi madre era una prostituta, que no sabía quién era mi padre, que la mayoría de los hombres me daban miedo, así que me inventaba padres imaginarios como Forrest Hearne.

—¡Charlotte! —dijo una chica alta y larguirucha con los dientes salidos que entró en la biblioteca—. Madre dice que eres amiga de ese chico, Patrick Marlowe. ¡Tienes que presentármelo!

—Elizabeth, Patrick es demasiado mayor para ti. Todavía estás en el instituto. No creo que la tía Lilly lo apruebe.

—No me importa lo que piense Madre —protestó Elizabeth—. Es muy guapo. Y, ¿has oído cómo toca el piano?

—Jo, esta es mi prima Elizabeth Lockwell.

Elizabeth ni siquiera me miró. Enroscó un mechón de su pelo entre los dedos y lanzó la cadera a un lado.

—Madre dice que Patrick ha venido con una pordiosera de aspecto triste del Barrio Francés. ¿Es su novia?

Me marché a toda prisa de la habitación.