Entré en casa de Willie a hurtadillas por la puerta de atrás, vestida para la fiesta de Charlotte. El eco de la risa escandalosa de Dora resonó proveniente de la cocina mientras yo recorría apresurada el vestíbulo trasero. Solo me costaría cinco minutos planchar mi blusa de lino color crema. No podía llevarla a la fiesta acartonada y llena de arrugas. Como no tenía plancha, normalmente planchaba mi ropa en casa de Willie por las mañanas. Me dije que me daría tiempo a entrar y salir antes de que me viera alguien.
Abrí la puerta del cuarto de la lavadora, y asusté a Sweety, que llevaba un vestido de noche de gasa color melocotón y charlaba con Sadie. Sweety se calló en mitad de la frase. Las dos se volvieron hacia mí, con los ojos abiertos como platos.
—Jo, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Sweety, con la voz titubeante y turbada. Sadie me miraba con la boca abierta.
—Yo… esto… voy a una fiesta, y necesito planchar mi blusa —balbucí.
—¿Qué clase de fiesta, cariño? —preguntó Sweety, que seguía mirándome fijamente.
—En la zona alta —dije—. De una chica que he conocido en la librería. Tengo prisa.
La espalda de Sadie se relajó.
—¿La zona alta? Vaya, qué divertido, Jo. Corre, quítate la blusa, que la plancha está caliente. Sadie, bonita, deja mi faja a un lado. Planchemos la blusa de Jo para que pueda irse —dijo Sweety, gesticulando con sus brazos delgados.
Incluso los movimientos de Sweety resultaban suaves y adorables, como los de una bailarina. La fina tela de color melocotón onduló alrededor de su cuerpo cuando se apartó para dejarme paso. No me la podía imaginar con el gordo y sudoroso Walter Sutherland. Aparté esa idea de mi cabeza.
Me desabroché la blusa y me acerqué a la tabla de planchar. Sadie estiró la mano y me quitó la blusa.
—Gracias, Sadie.
—Bueno, ¿con quién vas a la fiesta? —preguntó Sweety.
—¿Una fiesta? —bramó Dora, que apareció por la puerta con una bata de satén verde y zapatillas de plumas a juego. En una mano llevaba una taza de café y en la otra agitaba un cigarrillo. Se acababa de poner el maquillaje, y su cabello pelirrojo estaba enroscado en rulos—. A ver, ¿quién va a una fies…? Jo, ¿qué haces tú aquí?
Los ojos de Dora recorrieron mi cuerpo de arriba abajo, fijándose en mi camisola, mi peinado y mi pintalabios.
—Vaya, bonita, quién te ha visto y quién te ve. Te has puesto de punta en blanco. Mira ese peinado nuevo. ¿Te vas a unir a nosotras…?
—Jo se va a una fiesta —le interrumpió Sweety—. Tiene prisa.
Sadie asintió.
—Oh, qué bien —dijo Dora—. Bueno, ¿con quién vas, muñequita?
—Patrick Marlowe —contesté.
—Vaya, vaya, qué cosita más linda —dijo Dora—. ¿Por qué nunca se pasa por la casa para que pueda darle un buen meneo?
Dora sacudió sus enormes pechos entre carcajadas. Yo meneé la cabeza.
—Es un chico adorable, por eso no viene por aquí —intervino Sweety—. Se moriría de miedo contigo, Dora.
—Bueno, Jo, dile a ese muchacho guapito de los libros que tendrá que llevar alguna vez a una fiesta a la vieja Dora. Me encantaría atusarle ese pelito rubio brillante que tiene mientras me lee algo de poesía de su librería. —Carraspeó y recitó—: Las rosas son rojas, Dora es verde. Dale unos dólares y verás cómo te muerde.
Estallamos en carcajadas. Me abroché la blusa calentita y le di las gracias a Sadie.
—Verde y muerde no riman del todo —dijo Sweety.
—¡Pues claro que riman! No empieces a criticar. Yo podría ser una poetisa —vociferó Dora, sosteniendo su café y su pitillo con su mejor pose de literata hasta que todas nos echamos a reír de nuevo.
Willie entró por la puerta y se cruzó de brazos. Su pelo rubio platino estaba recogido por detrás y su semblante pálido mostraba un gesto serio en contraste con el pintalabios rojo y el vestido negro que llevaba.
Las risas se terminaron rápidamente.
—Al contrario de lo que puedas pensar, Dora, no dirijo un rodeo. ¡Vístete ahora mismo! —gruñó Willie. Volviéndose hacia mí, preguntó—: ¿Qué demonios haces tú aquí?
—Tenía que plancharme la blusa.
—Se supone que eso lo haces por la mañana. Tengo citas a punto de llegar. —Willie reparó en mi blusa recién planchada—. ¿Adónde vas?
—A una fiesta —contesté, alisándome la falda.
—¿Se supone que tengo que leerte la mente? ¿Qué fiesta? ¿Dónde? ¿Con quién?
Dora hizo una mueca y se escabulló de la habitación.
—En la zona alta. En Prytania Street. Con Patrick.
Di algunos datos escasos sobre Charlotte Gates y su invitación.
—No conozco a ninguna familia Gates en la zona alta —dijo Willie, mirándome fijamente.
—No, Charlotte es de Massachusetts. La fiesta es en casa de sus tíos.
—¿Y sus tíos no tienen apellido? —insistió Willie.
—No se lo pregunté. Charlotte dio la información a Patrick. No estaremos mucho tiempo.
Willie asintió.
—Iréis con Mariah.
—No, gracias, Willie. Tomaremos el tranvía.
Yo odiaba a Mariah, el enorme Cadillac negro de Willie. Por dentro estaba tapizado de rojo, tenía neumáticos de banda blanca y daba más la nota que un payaso en un funeral. En el Barrio Francés todo el mundo sabía que Mariah era el coche de Willie. No me gustaba que me viesen montada en él. Cokie lo adoraba.
—¿Has visto a tu madre? —preguntó Willie.
Asentí, y me preguntó:
—Bien, ¿qué quería?
Dudé, preguntándome qué partes de nuestra conversación habría escuchado Sonny y le habría transmitido a Willie. Madre me había pedido que no le contara a Willie que se marchaba hasta el día siguiente, cuando ya se hubiera ido.
—Quería dinero —mentí, sintiendo un tic cerca del ojo—, para ir a cenar en Antoine’s con Cincinnati. Quería que yo te pidiera un adelanto. Ya sabes, está todo el día hablando de Antoine’s.
—Como si fuera a darle un penique para gastárselo con ese pájaro de mal agüero, después de la que montó la otra noche.
—¿Cincinnati fue el que lo hizo? —preguntó Sweety.
—El que hizo, ¿qué? —pregunté.
—¡Fuera de aquí! —dijo Willie, meneando sus dedos enjoyados en mi dirección—. Tengo un asunto que atender.
Se marchó de la habitación enojada.
—A tu mami siempre le encantó Antoine’s —dijo Sweety, mirándome.
Asentí y fingí que jugueteaba con mi bolso.
—¿Qué es lo que ha hecho Cincinnati esta vez? —pregunté.
Sweety retocó la gasa de su vestido con sus largos dedos.
—Mira, ¿sabes lo que te hace falta para esa fiesta, Jo? Te hace falta este collar de perlas. —Se quitó el collar que llevaba—. Mete ese guardapelo en el bolso y ponte esto esta noche. A todas las chicas finas les gustan las perlas.
—Oh, no quiero quitarte las perlas, Sweety. Quedan muy bien con tu vestido —le dije.
—Jo, cariño —dijo Sweety, ofreciéndome una sonrisa plácida—, tú y yo sabemos que a los tipos que vienen por aquí les importan poco las perlas.
Sweety se puso de puntillas, cara a cara conmigo mientras me abrochaba la hebilla en la nuca. Su piel olía a madreselva recién cortada. Era tan amable y generosa que me hacía pensar en esa frase de David Copperfield, que un corazón que ama era más valioso y más fuerte que toda la sabiduría del mundo. Me quedé mirando a Sweety y me pregunté cómo habría acabado en casa de Willie; deseaba que hubiera podido cambiar el rumbo de su vida por algo mejor, como Forrest Hearne.
—Te quedan perfectas —dijo Sweety—. Ahora, vete y pásalo bien.
Llegué a mi cita con Patrick en St. Charles Avenue, justo a tiempo para tomar el tranvía.
—Estás muy guapa —dijo—. ¿De dónde has sacado las perlas?
—Sweety —contesté.
Patrick también estaba guapo. El moratón casi no se veía. Llevaba unos pantalones almidonados color caqui con americana y corbata. El tranvía avanzaba renqueante por St. Charles. Cuanto más nos acercábamos, más se apretaba el nudo de mi estómago. No iba a conocer a nadie en la fiesta. O peor, ¿qué pasaría si conocía a alguien? Las dos situaciones serían desastrosas. De repente sentí que el ambiente estaba cargado, que me costaba respirar.
—¿Y si esto es un terrible error? —dije con voz ronca.
—Oh, estará terriblemente bien, solo son una panda de gente rica y pretenciosa, con estanterías llenas de libros caros que jamás han leído.
—Igual deberíamos volver.
—Venga ya, Jo, estas son las cosas que tanto te gusta leer en las páginas de sociedad. Por fin podrás leer sobre una fiesta a la que has asistido.
—Ni siquiera sé cómo se apellidan —susurré—. ¿Qué estoy haciendo?
Miré por la ventanilla, contemplando las calles que se volvían más limpias y menos atestadas a medida que nos acercábamos a la zona alta.
—John y Lillian Lockwell —leyó Patrick en el papelito que le había dado Charlotte—. Esta es nuestra parada. ¿Lista?