Nadie habla del tema —dijo Cokie—, ni siquiera Frankie. Así que ya sabes que hay algo que huele mal.
—Willie dijo que no conocía los detalles, solo que había muerto —le conté a Cokie en la acera—. No quería hablar de ello. Dijo que no era asunto suyo. —Miré al suelo. No podía creer que Forrest Hearne, ese hombre tan encantador de Tennessee, estuviera muerto—. ¿A ti quién te lo contó?
—Anoche me encontré a Eddie Bones. Parecía que hubiera visto un fantasma. Le pregunté qué pasaba y me dijo que un tipo adinerado acababa de palmarla, allí mismo, en una mesa del club, a eso de las cuatro de la madrugada.
Eddie Bones era el líder de una banda del Sans Souci, un club de Bourbon Street.
—Entonces, ¿le pegaron un tiro en el club? —pregunté.
—Bones no comentó nada de disparos —dijo Cokie.
—Bueno, no creo que le diera un síncope. Tú no viste a ese tipo, Cokie. Era todo un caballero, sano y fuerte. No parecía un bebedor ni un drogata. Había venido a la ciudad para el Bowl. Pero tenía pasta, un montón, y… ¿de repente se muere? ¿Dónde está Eddie Bones?
—De camino a Baton Rouge —respondió Cokie—. Dijo que tenía un bolo allí.
—¿Se ha ido de la ciudad? Entonces, ¿cómo vamos a descubrir qué ha pasado?
—¿Por qué tienes tanta curiosidad? No es la primera vez que muere alguien en el Barrio Francés.
—Yo… solo quiero saber. ¿Dónde piensas que estará ahora el señor Hearne?
—Supongo que en el forense.
Un estruendo resonó en la calle. Alcé la vista y vi a Jesse Thierry en su moto. Me saludó con un gesto. Se lo devolví. Cokie lo saludó con la mano.
—Venga, ya basta. No es forma de pasar el día de Año Nuevo. Sube al coche antes de que se presente tu mamá con ese mal bicho de Cincinnati y se arme la de San Quintín.
—Cokie, necesito que vayas al forense. Entérate de qué ha pasado —le pedí.
—Pero bueno, ¿por qué piensas que va a hablarme sobre el fiambre de un ricachón?
—Podrías decirle que Willie quiere saberlo.
—Mira, Josie, estás loca. Te vas a meter en un lío de los gordos. Monta, anda. Te llevaré a ver a Marlowe. Ese pobre viejo necesita unos frijoles para recibir el año nuevo.
Mientras Cokie me llevaba a casa de Patrick, yo miraba por la ventanilla. El Sans Souci no era precisamente un local elegante. El dueño era un estafador y tenía «mujeres-anzuelo» en su club. Chicas de barra, como la hermana de Dora, que actuaban como clientes normales pero en el fondo cobraban una comisión del club. Daban palique a los clientes, animándolos a pedir copas caras o botellas de champán. Cuanto más gastaba el cliente, más dinero hacían las chicas.
Una línea de Keats resonó en mi cabeza: «Una cosa bella es alegría para siempre… ya nunca se perderá en la nada». No. Algo olía mal.
Cokie me dejó frente a la casa señorial de color verde claro de Marlowe, rodeada por su valla negra rematada con pinchos en forma de flor de lis. Me parecía preciosa. Patrick no podía soportarla. Decía que era tan anticuada que le daba vergüenza. Últimamente olía un poco a viejo en su interior, pero nunca se lo comenté a Patrick.
Al acercarme a la puerta, oí el piano. Me detuve y me apoyé en la barandilla a escuchar. Patrick tocaba con tanta expresividad que con frecuencia descubría más cosas sobre él por su música que por lo que me contaba. A pesar de nuestra amistad, siempre hubo una pequeña barrera entre nosotros. No sabría decir si fui yo quien la puso, o Patrick. Esa mañana estaba tocando la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rajmáninov. Estaba feliz, en paz. Me maravillaba cómo algunas personas podían tocar un instrumento y crear algo tan hermoso, y cuando otras lo intentaban, como yo, sonaba como ruido aporreado. Llamé a la puerta, y el piano se detuvo de golpe.
—¡Feliz año nuevo! —dije, enseñándole una bolsa con comida que había envuelto en la cocina de Willie.
Patrick tenía su lustroso pelo rubio despeinado, y todavía se veían restos de pintalabios pegajoso en su mejilla.
—Vaya, ahora entiendo por qué estabas tocando una pieza romántica de Rajmáninov. Te dieron unos cuantos arrumacos a medianoche, ¿eh? —comenté, apartándolo de un empujón y entrando en la casa. Algo del pintalabios me molestaba.
—No, fue después de medianoche. Creo que les di pena a las chicas por esto.
Patrick me mostró el lado izquierdo de su cara. Un gran cardenal, de color ciruela, se extendía desde la sien hasta el nacimiento del pelo.
—¡Patrick! ¿Qué te pasó?
—¿Qué me pasó? Me zurraste con un libro, ¿no te acuerdas?
Contuve el aliento.
—Oh, Patrick, cuánto lo siento.
—No pasa nada. Les conté a todos que me había pegado con un ladrón que intentaba robar a una ancianita en Bourbon —dijo Patrick—. Soy un héroe.
Patrick era un héroe. Al menos, para mí. Cuando tenía seis años, su madre abandonó a Charlie y se escapó a las Indias Occidentales para casarse con un magnate del azúcar. Charlie estaba destrozado, pero nunca lo pagó con Patrick y le dio una buena educación. Al contrario que yo, Patrick no guardaba rencor a su madre, solo se encogía de hombros y decía que lo comprendía. Siempre ansiaba viajar a las Indias Occidentales para verla. Charlie trataba a Patrick más como a un colega que como a un hijo. Levantaron juntos su negocio y, hasta hacía poco, trabajaban codo con codo todos los días.
El señor Marlowe estaba sentado en el salón en una silla junto a la ventana, agarrando una caja raída con forma de corazón que en el pasado contuvo bombones de San Valentín.
—Eso es nuevo —le susurré a Patrick.
—No sé de dónde la ha sacado. No la suelta. Hasta duerme con ella. Pero no me importa. Al menos se queda quieto.
Unos meses antes, el padre de Patrick pasó por una etapa en la que se levantaba en mitad de la noche e intentaba salir de casa en pijama. Patrick instaló cerraduras en la puerta que solo se podían abrir con llave, pero entonces el señor Marlowe intentó saltar por la ventana. Willie consiguió del doctor Sully un medicamento que ayudaba, pero ahora el señor Marlowe casi no hablaba.
—¡Feliz año nuevo, Charlie! —dije, me agaché y posé una mano en su rodilla.
Sus lechosos ojos azules se desplazaron lentamente hacia mi rostro. Me contempló con una expresión tan vacía que me pregunté si me veía. Apretó la caja de satén rosa contra su pecho y apartó la cabeza.
—¿Sabes qué hay dentro de la caja? —pregunté a Patrick.
—No tengo ni idea. Como te dije, no me deja acercarme. Hoy no he podido ni siquiera peinarlo. Míralo. Parece Albert Einstein.
—No te preocupes. Yo lo peinaré.
Pasé el gran arco que separaba el salón de la cocina. Agité el billete de veinte dólares para que lo viera Patrick y lo dejé bajo la caja de galletas en la balda que había sobre el fregadero.
—De parte de Willie, sacado de la cisterna del retrete de Dora.
—¿Te lo has encontrado todo muy mal esta mañana?
—Podía haber sido peor —dije. Me serví una taza de café y desenvolví la bolsa—. Suelos pegajosos. Evangeline estaba cabreada y me tiró un zapato. Se va a pasar cinco días en el ático.
—Por tu aspecto, pensé que había pasado algo malo de verdad —dijo Patrick, balanceándose en la silla de la cocina.
—Hay algo malo —dije en voz baja sin volverme, desde el fogón—. Muy malo.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de ese hombre de Memphis tan simpático que vino ayer a la tienda?
—Pues claro. El ricachón poeta y futbolista —dijo Patrick.
—Sí, ese. —Me giré desde el fregadero—. Ha muerto.
La silla de Patrick golpeó el suelo.
—¿Qué?
Llevé mi café a la mesa y me senté.
—Murió anoche en el Sans Souci.
—¿Cómo te has enterado? No he oído nada.
—Willie me lo contó, pero dijo que no sabía los detalles. No me lo puedo creer. Cokie habló con el líder de la banda, y le dijo que el señor Hearne se derrumbó y se murió en la mesa.
Patrick cruzó los brazos y alzó una ceja, incrédulo.
—Eso mismo pensé yo. ¿Verdad que ese hombre parecía sano como un roble?
—Yo diría que sí —dijo Patrick—. De hecho, lo habría tomado por un jugador del Vandy. ¿Al final compró algo ayer?
—Keats y Dickens. Tenía un fajo bastante gordo de billetes, además de un reloj Lord Elgin y una pluma de las caras.
—Así que Keats y Dickens, ¿eh? —dijo Patrick—. No me suena a hombre que se meta en líos. —Patrick se apartó de mí—. Es una vergüenza. Parecía un hombre bastante simpático.
Asentí.
—Gracias por cubrirme con el tema de la universidad. Me habría dado vergüenza decirle la verdad después de que se pensara que iba a la Universidad de Newcomb.
—Pero es cierto, Jo. Podrías elegir la que quisieras. Hasta Newcomb.
Bajé la vista a mis manos, entrelazadas alrededor de la taza de café caliente. Patrick ya me había comentado antes que cualquier facultad local me daría una beca. Pero yo odiaba la idea de volver a ver a la gente del instituto, puesto que era la chica cuya madre era una prostituta y se paseaba desnuda con un abrigo de pieles. Nunca tendría una oportunidad de ser normal.
Willie decía que lo normal era aburrido y que debería dar gracias por tener un toque picante. Decía que a nadie le interesaba la gente aburrida, y que cuando morían, se les olvidaba, como algo que se te cae tras el tocador. A veces me gustaría colarme detrás del tocador. Ser normal sonaba perfectamente maravilloso.
—El señor Vitrone ha muerto —dijo Patrick, señalando el periódico abierto por la página de las esquelas sobre la mesa de la cocina. Patrick rastreaba los obituarios a diario, buscando pistas de libros o volúmenes raros que pudieran estar a la venta—. Tenía una buena colección de Proust. Creo que pasaré a dar el pésame a su esposa y ver si puedo comprárselos.
Asentí.
—Dime, ¿qué hacías con uno de Doubleday? —pregunté.
—Me lo encontré en la fiesta de Fabert. Empezamos a picarnos sobre cuál de las dos librerías tenía una selección más variada —dijo Patrick.
—¿Discutiendo sobre el fondo? Doubleday tiene muchos más libros —dije.
—Lo sé —se rio Patrick—. La osadía etílica, supongo.
—Sí, olías como una destilería. Y no me gustó que me pusieras en ridículo delante de él.
—Bueno, ¿y tú qué hacías rondando por la tienda en camisón? —dijo Patrick—. Además, actuaste de un modo muy raro, como si te diéramos miedo.
—Me había olvidado el libro en la tienda y bajé a por él. Tuviste suerte de que no llevara mi pistola encima, sobre todo después de ese comentario sobre mi pelo.
—Para una chica a la que le gusta tanto leer las páginas de sociedad, me sorprende que no te hubieras fijado en que todas las niñatas de la zona alta se peinan ahora con raya a un lado. Te quedaría bien, resaltaría la forma de tu cara. Venga, es Año Nuevo. Momento de reinventarse —dijo Patrick—. Ey, he visto a tu madre esta mañana, a eso de las seis, yendo hacia el hotel Roosevelt del brazo de un tipo alto. Con un traje negro… que no le quedaba muy bien.
—¿Ella te vio?
—No —dijo Patrick—. El tipo parecía duro, pero me sonaba de algo. ¿Sabes quién podría ser?
—No tengo ni idea —dije, con la mirada fija en mi taza de café.