Como era de esperar, la casa estaba hecha un desastre. Me anudé el delantal y me puse los gruesos guantes de goma que Willie insistía en que llevara. Ceniceros a rebosar de colillas en el salón y botellas de alcohol vacías llenaban las mesas. Vi un zapato de tacón plateado colgando de un tiesto al tropezar con un pendiente de diamantes de imitación en un pegajoso charco de champán. Algo olía a manzanas podridas. Habría que fregar los suelos y sacudir las alfombras. Me entró dentera solo de imaginar cómo estarían los cuartos de baño. Feliz año nuevo… Abrí las ventanas y me puse manos a la obra.
Comencé con la habitación de Sweety, que vivía con su abuela y raras veces pasaba la noche allí. Sweety era una hermosa cuarterona, con un cuarto de sangre negra, igual que Cokie. Tenía un cuello largo y fino, pelo negro azabache y ojos de cervatillo. Los hombres la adoraban. Era una mina y muy leal a Willie. Pero iba a lo suyo y no se relacionaba con las demás chicas fuera de la casa. Siempre me pregunté qué hacía con su dinero. Sweety era la única que me daba propinas. A veces se llevaba las sábanas a su casa por la noche y las lavaba ella misma.
Dora era una pelirroja pechugona de caderas anchas que solo vestía de verde. Tenía ropa de todos los verdes imaginables —jade, oliva, menta, manzana—, absolutamente todo era verde. Dora era de armas tomar. A veces me la encontraba roncando en una cama hundida con una bolsa de hielo derretido entre las piernas. Le encantaba dormir y podía quedarse frita en cualquier circunstancia. El doctor Sully venía todos los miércoles por la mañana a pasar consulta a las chicas, y a veces Dora se dormía mientras la examinaba, desnuda sin nada más que una boa de plumas verdes alrededor del cuello.
Evangeline no levantaba más de metro y medio del suelo y parecía una colegiala. Representaba ese papel, pero era mala como una culebra. Evangeline era una cleptómana reformada. No confiaba en nadie y dormía con el bolso al hombro —ni siquiera se quitaba los zapatos—. Pero no robaba a los clientes. Willie tenía sus reglas. Nada de robos, nada de drogas, nada de servicios gratuitos y nada de besos en las habitaciones. Si un hombre bajaba con marcas de pintalabios en la boca, Willie echaba a la chica. «¿Te crees que estás pelando la pava bajo un manzano? ¡Aquí se vende sexo!», gritaba. El cuarto de Evangeline siempre estaba asqueroso. Ese día había pañuelos sucios tirados por toda la habitación. Tuve que recogerlos uno a uno.
—Cállate y deja de tararear. Estoy intentando dormir, ¡pendeja! —me chilló Evangeline.
Esquivé el zapato que me tiró desde debajo de las sábanas. Evangeline no tenía familia. Estaba claro que no había tenido un padre como Forrest Hearne. Suspiré, pensando en el señor Hearne. Se había pensado que yo iba a la universidad. ¿Y por qué no? Nadie decía que una chica como yo no pudiera estudiar en la universidad. Entonces me reí. ¿Cuántas universitarias limpiaban burdeles?
—¡He dicho QUE TE CALLES! —gritó Evangeline.
Recorrí el vestíbulo hasta el cuarto de Madre y giré el picaporte con suavidad, intentando no hacer ruido. Cokie lo había engrasado para mí. Madre odiaba que chirriara. Me deslicé en silencio dentro de la habitación y cerré la puerta, con una sonrisa. El cuarto de Madre olía al maquillaje Silk’N’Satin que se había comprado en los grandes almacenes Maison Blanche. Como de costumbre, sus medias colgaban de una silla, pero su liguero negro no estaba a la vista. Miré su cama alta con dosel rojo. Madre no estaba allí.
Abajo sonó la campanilla. Willie estaba despierta. Recogí mi cubo, salí del cuarto de Madre y bajé a la cocina.
Sadie, la cocinera y lavandera, trajinaba apurada en el fregadero.
—Feliz año nuevo, Sadie —dije.
Asintió, sonriendo con la boca cerrada. Sadie era muda y nunca decía ni pío. Ni siquiera sabíamos cómo se llamaba de verdad. Willie le puso ese nombre porque una vez conoció a un caballo cojo muy dulce llamado Sadie. Al caballo acabaron pegándole un tiro. Willie decía que ojalá fuéramos todas mudas como Sadie.
Me puse a preparar el café con achicoria de Willie. Como mucha gente en Nueva Orleans, Willie era muy especial con su café. A los doce años me convertí en una experta en su mezcla, y desde entonces insistía en que se lo hiciera yo. En realidad no había ningún secreto. Compraba el café de la cafetería Morning Call y le añadía un poco de miel y canela. Con el cubo en una mano y la bandeja del café en la otra, atravesé el salón hacia la puerta de su habitación. Di una patadita en la parte de abajo.
—Abre —dijo la voz ronca.
Empujé la puerta con la cadera, luego la retuve y la cerré con el pie. Los aposentos de Willie no se parecían en nada al resto de la casa. Tiestos con palmeras a lo largo del recibidor y el dormitorio le daban un toque tropical. El escritorio con tapa descansaba sobre un antiguo tapiz de Aubusson junto a una chimenea de mármol color crema. Una jaula decorativa colgaba vacía del techo en una esquina. Como de costumbre, Willie estaba sentada en medio de su cama alta, recostada sobre las almohadas con su quimono de seda negra, su cabello rubio platino peinado y el pintalabios rojo recién puesto.
—Feliz año nuevo, Willie.
—Hmm… ¿lo es? —dijo, mientras se pasaba una lima por sus largas uñas.
Posé el cubo y coloqué la bandeja del café sobre su cama.
Dio un sorbo a la bebida e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—¿El diario?
Saqué el periódico de detrás de mi delantal y se lo entregué.
—¿La casa está muy mal? —preguntó, apoyada en sus gruesas almohadas.
—He visto cosas peores —le dije.
Era cierto. Había visto cosas mucho peores, como cuando aquel vendedor de seguros de Florida se emborrachó tanto que se cayó y se abrió la cabeza. Había sangre por todas partes. Parecía como si hubieran degollado a un cerdo en el suelo. Me pasé días frotando y no podía sacar las manchas. Al final, Willie compró una gran alfombra oriental para poner encima de la sangre. Incluso cambió los muebles de sitio. Pero la mancha seguía allí. Algunas cosas no se van, no importa lo mucho que frotes.
—Bueno, ¿qué me traes? —me preguntó.
Levanté el cubo.
—Bueno, primero esta cosa enorme —dije, y saqué un gigantesco zapato rojo del cubo.
Willie asintió.
—Del tipo de Kansas City. Pagó el doble por vestirse con unas medias y bailar con las chicas.
—¿Y se dejó un zapato? —pregunté.
—No, el otro está debajo del sofá del salón. Los guardo en el ático para tipos como él. Límpialos y vuelve a dejarlos arriba. ¿Qué más?
Saqué un billete de veinte dólares del cubo.
—Estaba en la cisterna del retrete de Dora.
Willie entornó los ojos.
A continuación, saqué del cubo un mechero de plata.
—En la mesita de noche de Sweety.
—Bien hecho. Es de un abogado de la zona alta. Menudo tonto de remate. Se cree que es muy listo y no sabe distinguir el pis de la colonia. Me echaré unas risas cuando se lo devuelva. Igual me presento en su casa a la hora de la cena.
—Y esto —dije—. Lo encontré en el vestíbulo de arriba.
Le mostré una bala.
Willie estiró la mano para alcanzarla.
—¿Tuvisteis a uno de esos banqueros anoche? —pregunté.
—Esto no es de la pistola de un banquero —dijo Willie—. Esto es de un 38 milímetros.
—¿Cómo lo sabes?
Willie metió la mano bajo su almohada y sacó un revólver. Con un giro de muñeca abrió el tambor, deslizó la bala en la cámara y volvió a colocar el tambor en su lugar.
—Así lo sé. Trae a tu madre.
—No está —contesté—. Su cama está vacía y su liguero no está en la silla.
—¡Maldita mentirosa! Dijo que no se sentía bien. Ha metido a ese saco de basura en mi casa. No me han llegado noticias de Frankie. ¿Alguien vio a Cincinnati anoche? —preguntó Willie.
—No lo sé. Por un minuto pensé que había entrado en la librería, pero resultó que era Patrick. Me dio un susto de muerte.
—Patrick, ¿eh? No ha salido en nada a su padre, eso está claro. ¿Cómo está Charlie?
—Dice cosas sin sentido, como un loco. Me da pena Patrick. Hoy me pasaré por su casa —le dije.
—Charlie no está loco. Se le ha reblandecido un pelín el cerebro… Hay gente a la que le pasa eso. A su padre también le sucedió. —Willie suspiró—. Pero no vayas por ahí diciendo que está loco, o acabarán metiéndolo en el psiquiátrico de Charity. No permitiré que eso suceda. No a un buen hombre como Charlie. Te acogió cuando ninguna de nosotras podía ocuparse de ti. Ten —dijo, y me lanzó el billete de veinte dólares del retrete de Dora—. Cómprale comida o lo que le haga falta. Avísame si quiere que le mande a una chica.
Asentí. Charlie se había portado bien conmigo. Un día, cuando tenía catorce años, le conté que odiaba a Madre. «No la odies, Jo», me dijo. «Debes sentir lástima de ella. No es tan lista como tú. No nació con tu brújula, por eso vaga perdida, chocándose con todo tipo de muros. Eso da pena». Comprendí lo que quería decir, y me hizo ver a Madre de un modo distinto. Pero ¿no había una regla que decía que los padres tenían que ser más inteligentes que sus hijos? No me parecía justo.
—Y ¿qué más me falta por saber? —preguntó Willie.
—Evangeline está con bandera roja, y el vestido de terciopelo de Dora se ha vuelto a rasgar por el pecho. Todavía me quedan habitaciones por limpiar, así que eso es todo lo que sé por ahora.
—¿Se le ha roto otra vez el vestido? Las tiene como sandías. Bien, Evangeline estará cinco días de baja. Dile que se instale en el ático. Y que Sadie remiende el vestido. Ahora, sal. Quiero leer el periódico.
Asentí y recogí el cubo para marcharme.
—Esto… Willie, ayer pasó por la tienda un hombre de Memphis. Un tipo alto, dijo que era arquitecto y que había jugado en el equipo de fútbol de la Universidad de Vanderbilt.
—¿Un tipo atractivo con un traje y un reloj caros? —preguntó, sin mirarme, mientras daba un sorbo de su café y abría el periódico.
Mi corazón dio un vuelco.
—Sí, ese mismo. ¿Pasó por aquí? —pregunté.
—No, no estuvo aquí.
¡Gracias a Dios! Forrest Hearne no parecía de ese estilo.
—Pero ¿has oído hablar de él?
—Sí, he oído hablar de él —dijo Willie—. Está muerto.