Me senté en la cama a contemplar el cheque.
Forrest L. Hearne, Jr.
73, East Parkway Avenue North, Memphis, Tennessee
Memphis Bank and Trust Co.
Parecía que sus palabras volvieran a susurrarme: «Las decisiones son lo que moldea nuestro destino».
Fui a mi mesa y saqué el folio amarillento de su escondite. Había empezado la lista a los trece años con el nombre de Tom Moraine, un periodista que pasó por la librería. Un día que estaba enfadada con Willie, le dije que había encontrado a mi padre y que me iba a marchar. Willie se rio. Me dijo que Moraine no era el apellido de mi padre, sino el de un ludópata con el que Madre se fugó a los diecisiete años. La felicidad marital les duró tres meses enteros, y luego Madre volvió, conservando solo el anillo y el apellido.
Willie decía que los padres estaban sobrevalorados, que mi padre podría ser uno de entre miles, probablemente un lameculos repugnante y asqueroso al que le gustaban las corbatas de quita y pon. Dijo que debería olvidarme del tema. Pero no me olvidé. No podía. Así que el juego continuó, y durante años añadí nombres a la lista, imaginando que el cincuenta por ciento de mí era en cierto modo respetable en lugar de repugnante. Y lo de asqueroso era algo relativo. A fin de cuentas, ¿qué daba más grima, un hombre al que le gustan las corbatas de quita y pon o una chica que tenía una lista de padres imaginarios escondida en el cajón de su escritorio?
El cartel de neón del restaurante de Sal, en la acera de enfrente, parpadeaba y zumbaba, bañando mis cortinas y mi mesa con un brillo rosado. El volumen de la calle iba en aumento a medida que se acercaba la medianoche. 1950, y con él las oportunidades prometidas de una nueva década, no tardaría en llegar. Añadí el nombre de Forrest L. Hearne Jr. a la lista, junto a unos pocos detalles sobre él. Calculé que tendría treinta y muchos o cuarenta y pocos.
«Futbolista. Memphis. Arquitecto. Le gustan Dickens y Keats», escribí.
Keats… La verdad es que no era el típico turista que se veía por el barrio.
Me había preguntado si iba a la universidad. Terminé el instituto el pasado junio, pero luego envolví la facultad en bolas de alcanfor y la guardé en el desván de mi mente, donde no tuviera que pensar en ella durante una buena temporada. El instituto ya me resultó bastante duro, pero no debido a las tareas y asignaturas. Eso era fácil para mí. Lo agotador era tener que estar constantemente intentando ser invisible. Cuando la gente me veía, hablaban de mí. Como aquella vez que Madre vino a una reunión del colegio en octavo. Solo vino porque una de las chicas de Willie había comentado que mi profesor de historia, el señor Devereaux, era guapo y un poco alocado.
Madre se presentó con unos pendientes de diamantes y un abrigo largo de piel de conejo del que comentó que «le había salido a precio de ganga». Por debajo iba completamente desnuda.
«No seas tan mojigata, Josie. Llegaba tarde y no he tenido tiempo de vestirme. Nadie se dará cuenta —me dijo—. Además, el forro es tan suave y sedoso… Bueno, ¿cuál es tu profe de historia?». Había estado bebiendo y le costó mantener el abrigo cerrado. Todos los padres la miraban mientras sus esposas los agarraban y tiraban del brazo. Los niños me observaban. Al día siguiente, varios alumnos contaron entre cuchicheos que sus mamás habían llamado a la mía «esa puta». Entonces, yo también me sentí desnuda y sucia.
Mi profesor de historia no le debió de parecer interesante, porque Madre no volvió a pisar la escuela, ni siquiera para mi fiesta de graduación. «Ah, ¿pero era hoy?», dijo, pintándose frente al espejo un lunar falso en la mejilla. «¿Te has puesto uno de esos horribles sombreros con borla?». Echó hacia atrás la cabeza y soltó una de esas risas que yo tanto odiaba. Empezaba con un toque de inocencia, pero luego se endurecía en su garganta, trepaba hasta su nariz y salía con un chisporroteo. Podía ver la fealdad brotando de su interior.
Willie sí que vino a mi graduación. Condujo su Cadillac negro hasta el aparcamiento y lo dejó en uno de los sitios reservados para el personal docente. La gente se apartaba a su paso cuando caminó hacia el salón de actos y se sentó en la primera fila. Llegó con un traje caro hecho a medida, a juego con su sombrero y sus guantes, junto con sus típicas gafas de sol oscuras —que no se quitó en toda la ceremonia—. Cokie también vino y se quedó al fondo con un gran ramo de flores y una sonrisa de oreja a oreja. La gente hacía comentarios sobre su piel de color café, pero no les hice caso. Cokie era el único hombre con el que me sentía segura de verdad.
Willie me regaló por mi graduación un precioso guardapelo de plata de Tiffany & Co., con mis iniciales grabadas. «Pon tu nombre en tus joyas, Jo, y siempre encontrarán el modo de volver a ti», decía Willie. Era la cosa más cara que poseía, y la llevaba todos los días debajo de la blusa. Sabía que si me la quitaba, Madre la robaría o la vendería.
Escribí «Me preguntó si iba a la universidad», al margen, cerca del nombre del señor Hearne, y volví a ocultar el papel en el cajón.
Oí barullo abajo en la calle, seguido de voces que contaban al unísono:
—Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡FELIZ AÑO NUEVO!
Aullaron los cláxones y la gente gritó. Oí cómo se rompían cristales entre coros de risas.
Saqué mi espejo y me puse a trabajar con mis rulos. Enroscaba mi espeso pelo alrededor del dedo, lo apretaba con fuerza contra la cabeza y deslizaba un rulo en cada rizo. Nochevieja era un caos. No me estaba perdiendo nada, me decía a mí misma. El año pasado, un comercial de Atlanta decidió hacer muestra de su opulencia para las chicas en casa de Willie quemando billetes de un dólar en el salón. Ellas lo animaban y jaleaban hasta que uno de los sillones orientales de Willie se prendió. Al día siguiente tuve que arrastrar la carcasa quemada al callejón y me llené de hollín. Mi madre se reía y se metía conmigo. Su amargura aumentaba cada año. Madre estaba llevando mal lo de hacerse mayor, sobre todo al verse rodeada de tantas jovencitas en casa de Willie. Todavía parecía una veinteañera y mentía sobre su edad, pero ya no era lo que se dice «una preferida».
Acabé con mis rizos y decidí leer un poco hasta que se apagara el júbilo en la calle. Además de tararear, leer era lo único que conseguía hacerme olvidar a Madre y el barrio, y me permitía experimentar lo que era la vida fuera de Nueva Orleans. Saltaba ansiosa sobre los libros. Las vidas de sus personajes eran mucho más interesantes que el solitario discurrir de la mía.
Mi libro estaba abajo, en la tienda. Abrí la puerta y bajé con sigilo por la diminuta escalera, en camisón y descalza, permaneciendo entre las sombras que producían las estanterías para que no se me viera por el escaparate. Estaba en la otra punta del local cuando oí un ruido. Me puse en tensión. Hubo un golpe en la puerta. De repente, se oyó un clic y sonó la campanilla. Había alguien en la tienda.
Miré al fondo del local, a la escalera, preguntándome si debería salir corriendo hacia mi habitación en busca de mi pistola. Me hice a un lado y me detuve. Pasos. Se acercaban. Me agaché tras una pila de libros y oí la risa profunda de una voz masculina. Busqué algo, cualquier cosa con la que defenderme. Saqué un libro grande de la estantería que tenía delante.
—Te hemos viiiiistoooo —se burló la voz profunda.
Mi corazón se sacudió. ¿Hemos? ¡Cincinnati estaba acompañado! Una sombra surgió ante mí. Le lancé el libro a la cara con todas mis fuerzas y salí corriendo hacia las escaleras.
—¡Ay! ¡Josie! ¿Qué demonios…?
Era la voz de Patrick.
—¿Patrick?
Me detuve y me asomé desde detrás de una estantería.
—¿Quién más iba a estar en la tienda? —dijo Patrick, frotándose un lado de la cara—. ¡Jesús! Me has acertado de pleno.
Una segunda figura apareció tras él.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunté, acercándome. Me llegó el olor a bourbon rancio.
—Hemos venido a por un libro —respondió Patrick.
—Jean Cocteau —dijo el hombre de la voz profunda, riéndose y alcanzando un libro—. Le Livre…
—Shhh —le dijo Patrick.
Su amigo contestó con algo que sonaba a una risita.
—¿Quién eres tú? —pregunté al hombre.
—Josie, este es James. Trabaja en Doubleday.
—¿La librera Doubleday? ¿No tienes ya bastantes libros allí? —pregunté.
—Este no —dijo, mirándome de arriba abajo—. Bonito camisón.
—Es tarde, y mañana tengo que trabajar temprano —dije, indicándoles dónde estaba la puerta.
—¿Trabajas en Año Nuevo? Si todo está cerrado. ¿Qué haces? —preguntó James.
—Un negocio familiar —dijo Patrick—. Venga, vámonos.
—Asegúrate de cerrar con llave —grité a sus espaldas.
Patrick se volvió y se acercó a mí.
—¿Crees que dejaría la tienda de mi padre abierta? Jo, ¿qué te pasa? —susurró.
—Nada, me habéis asustado, eso es todo. Feliz año nuevo.
—Feliz año nuevo —dijo Patrick, lanzándome un puñetazo amistoso en el brazo. Ladeó la cabeza y me miró, y luego me empujó hacia una zona iluminada por la luz que entraba por el escaparate.
—¿Qué haces? —le pregunté, apretando mi libro contra el camisón.
—Jo, deberías peinarte con raya a un lado, en vez de al medio.
—¿Qué? —dije.
Su amigo se rio.
—Nada —dijo Patrick.