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Lo siento —le dije a Patrick cuando volví a la librería.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, ¿por qué?

—Tienes manchas rojas en el cuello. Toma, tu adorada página de sociedad está que revienta hoy. —Me lanzó el periódico mientras me sentaba a su lado tras el mostrador. Puso un tono repipi y nasal y se burló—: La señora Blanche Fournet, de Birmingham, Alabama, que está pasando parte de la temporada de invierno en Nueva Orleans, fue la invitada de honor en el banquete ofrecido por sus tíos el doctor y la señora de George C. Fournet. La mesa estaba decorada con hortensias de color azul claro, y todos los adorables invitados se aburrieron como Dios manda.

Me reí y le di un golpe en el hombro con el periódico.

—De verdad, Jo. Tu obsesión con la zona alta y la página de sociedad es ridícula. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que esas mujeres solo son una pandilla de viejas urracas pretenciosas?

Sonó la campanilla y un hombre alto y guapo con un traje hecho a medida entró en el local.

—Buenas tardes —dijo, sonriéndonos y haciéndonos un gesto con la cabeza—. ¿Qué tal?

El hombre hablaba con acento sureño, pero no de Nueva Orleans. Tenía la piel muy morena del sol, lo que hacía que sus dientes y su amplia sonrisa resultaran de un blanco resplandeciente, como Cary Grant.

—Bien, gracias. ¿Está en Nueva Orleans de vacaciones, señor? —le pregunté.

—¿Resulta tan obvio? —dijo el hombre, sonriendo.

—Lo siento, quería decir…

—No se disculpe, tiene razón. Acabo de llegar de Memphis para el Sugar Bowl[2].

—¿Es usted futbolista? —preguntó Patrick, fijándose en la altura y las anchas espaldas del hombre.

—Lo fui. Jugaba de receptor en el equipo de la Universidad de Vanderbilt. Solía venir con el equipo, y acabábamos a tortas con los de Tulane. Siempre me encantó. Nueva Orleans era un gran sitio para meterse en líos, y me metí en unos cuantos, para qué negarlo. —Guiñó un ojo cómplice a Patrick, antes de preguntar: ¿Vais a la Universidad de Tulane?

—Yo acabo de terminar mis estudios en Loyola —dijo Patrick.

—¿Y tú, preciosa? —preguntó el guapetón, mirándome.

¿La universidad? ¡Sí! Me entraron ganas de gritar. Me encantaría ir a la universidad. En su lugar, sonreí y bajé la vista.

—Está intentando aclararse —se apresuró a intervenir Patrick—. Ya sabe, es de esas chicas tan listas que todas las universidades se pelean por ella.

—¿Busca algo en particular? —pregunté, cambiando de tema.

Puse dos dedos discretamente sobre el mostrador, apuntando hacia Patrick. Era un pasatiempo al que jugábamos, intentando adivinar qué tipo de libro querría cada cliente. Mis dos dedos informaban a Patrick de que me apostaba diez centavos a que el señor Memphis estaba interesado por la historia. Patrick cerró su puño izquierdo. Eso quería decir que apostaba por algo relacionado con el deporte.

—Pues la verdad es que sí —contestó, quitándose el sombrero. Su cabello negro brillaba al sol de la tarde que se colaba por el escaparate—. Keats.

—¿Poesía? —dijo Patrick.

—Ah, le sorprende, ¿verdad? Bueno, no hay que juzgar un libro por la portada, ya sabe. A los jugadores de fútbol también les puede gustar la poesía —dijo.

—Pues claro —repliqué—. La sección de poesía está por aquí.

—Tengo que irme corriendo —dijo Patrick—. Josie se queda a cargo a partir de ahora. Keats es uno de sus preferidos. Mucho gusto en conocerlo, señor.

—Forrest Hearne —dijo el caballero, tendiendo su mano a Patrick—. El gusto es mío.

Conduje al señor Hearne hacia el fondo de la tienda, donde estaba la alta estantería de libros de poesía.

—Se dice que Keats se enamoró de su vecina —comenté, sin volverme.

—Sí, pero he leído que fue un asunto convulso —dijo, retándome—. Keats solicitó que tras su muerte se quemara toda la correspondencia que habían mantenido. Así que supongo que nunca conoceremos la verdad.

Me detuve ante la pila de libros dando la espalda al señor Hearne y rápidamente ojeé los ejemplares ordenados alfabéticamente en busca de la letra «K».

—Aquí está, Keats.

Me giré. El señor Hearne estaba muy cerca, y me miraba fijamente.

—¿La… conozco de algo? —me preguntó, con tono serio—. Hay algo en usted que me resulta terriblemente familiar.

Sentí un hilo de sudor entre mis omoplatos.

—No lo creo. Nunca he estado en Tennessee.

—Pero yo vengo a menudo a Nueva Orleans —dijo, ajustándose el nudo de su corbata de seda.

—Debo de tener uno de esos rostros familiares, supongo —dije, apartándome de él y de la estantería—. Avíseme si necesita algo más.

Regresé al mostrador tarareando, consciente de su mirada, fija en mí mientras avanzaba esquivando las pilas de libros. ¿Cómo iba a resultar familiar a un exjugador de fútbol del equipo de Vanderbilt, en Tennessee, con aspecto de estrella de cine y al que le gustaba la poesía? Pero su gesto parecía sincero, no como esos hombres zalameros de ojos inyectados en sangre que veía en casa de Willie cuando limpiaba por las mañanas. A veces, si llegaba temprano, antes de las seis, me cruzaba con clientes que salían. La mayoría de los hombres no se quedaban a pasar la noche. Willie siempre decía que no pensaba organizar fiestas de pijamas a menos que estuvieran dispuestos a pagar una buena cantidad por ello. No, casi todos los hombres se marchaban con una sonrisita tras terminar sus cosas. Los hombres que se quedaban toda la noche tenían mucho dinero, pero también les faltaba algo, como si tuvieran un agujero en el alma demasiado grande para parchearlo. La mayoría de las veces, intentaban entablar conversación conmigo antes de irse por la mañana. La charla era incómoda, impregnada de culpa, y por lo general incluía la típica frase de que yo les resultaba familiar. Pero el modo en que lo preguntó el señor Hearne parecía sincero, como si realmente le sorprendiera.

Regresó al mostrador con dos libros.

—Sí señor, este es una buena elección —dije, examinando el volumen de Keats que había elegido.

—Para Marion, mi mujer —dijo.

—Oh, y David Copperfield, también.

—Ese es para mí. Debo de tener ya diez ejemplares.

Sonreí.

—Es mi favorito de toda la obra de Dickens —dije—. Es tan estimulante, teniendo en cuenta que David Copperfield está basado en la vida de Dickens, que alguien pueda sobreponerse a ese tipo de sufrimiento y pobreza para finalmente alcanzar la felicidad.

Había hablado más de la cuenta. El hombre ya estaba lanzándome esa mirada que yo tanto odiaba. La mirada de «Lo has pasado mal, ¿eh, niña?». Me hacía sentir patética.

Hearne habló en voz baja:

—Sé a qué te refieres. Yo tuve una infancia a lo Copperfield.

Lo miré fijamente, sorprendida por que el sofisticado hombre que tenía delante hubiera conocido alguna vez la pobreza o el sufrimiento. ¿Habría sido capaz de rehacerse? Mi asombro caló en él.

Asintió.

—Las decisiones son lo que moldea nuestro destino. —Sin abrir el libro, comenzó a recitar el principio de David Copperfield—: Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará…

Asentí y terminé la cita con él:

—… lo dirán estas páginas.

Permanecimos en silencio, sin conocernos, pero entendiéndonos por completo. El claxon de un coche que sonó en la calle cortó nuestras miradas.

Terminé a toda prisa la factura y le enseñé el cuaderno.

—¿Se los envuelvo?

—No, no es necesario.

Sacó un fajo de billetes sujetos con una pinza del bolsillo interior de su traje. El hombre tenía lo que Willie llamaba «una lechuga». Había un montón de billetes que asomaban florecientes de la pinza plateada. Me fijé en su reluciente reloj Lord Elgin cuando me entregó un billete de cincuenta dólares.

—Lo siento —dije en un suspiro—. Me temo que no tengo cambio para un billete tan grande.

—Es culpa mía. Me olvidé de cambiar en el hotel. ¿Aceptáis cheques? —preguntó.

No aceptábamos cheques, a menos que fueran de clientes con cuenta en la librería. Ya nos habían devuelto unos cuantos cheques sin fondos de morosos del Barrio Francés. Un cartel delante de la caja registradora explicaba nuestra política de no aceptar cheques.

—Por supuesto —le dije—. Con cheque está bien.

Asintió agradecido y sacó su chequera junto a una elegante pluma estilográfica. Forrest Hearne nadaba en la abundancia, eso estaba claro.

—¿A qué se dedica en Memphis? —pregunté, intentando sonar relajada.

—Soy arquitecto y promotor —dijo. Firmó el cheque y me lo entregó—. Construyo cosas.

Asentí.

Avanzó hacia la puerta, sin dejar de mirarme con esa expresión perpleja.

—Bueno, gracias por su ayuda y la conversación. Se lo agradezco de corazón.

—Ha sido un placer.

—Y buena suerte en la universidad, elija la que elija. —Abrió la puerta para marcharse y se detuvo de repente—. Casi me olvido… Feliz año nuevo —dijo, alzando su sombrero—. ¡Este va a ser de los buenos!

—Feliz año nuevo —dije, sonriendo.

Y se marchó.