Pensaban que no podía oír sus cuchicheos, sus risitas. Llevaba diez años oyéndolos. Crucé Conti Street en dirección a Chartres, con mi libro apretado bajo el brazo. La vibración de mi tarareo me aislaba del sonido. Cortesana, furcia, ramera, puta. Los había escuchado todos. De hecho, era capaz de mirar a alguien y predecir cuál iba a emplear.
«Hola, Josie», decían con una media sonrisa, seguida de un suspiro y a veces un meneo de cabeza. Actuaban como si sintieran lástima de mí, pero, en cuanto estaban a diez pasos de distancia, oía una de esas palabras, seguida del nombre de mi madre. Las mujeres adineradas hacían como si se les quemara la lengua al decir «puta». Susurraban la palabra alzando las cejas. Luego simulaban una expresión de conmoción, como si la palabra misma se hubiera deslizado hasta sus bragas para pegarles la gonorrea. No tenían por qué sentir lástima por mí. Yo no era como Madre para nada. A fin de cuentas, Madre solo era una mitad de la ecuación.
—¡Josie! Espérame, chica yanqui.
Frankie, uno de los informadores de Willie, estaba a mi lado, inclinando su cuerpo alto y sinuoso sobre mí.
—¿Qué prisa tienes? —me preguntó, chupándose los dedos y alisándose el cabello grasiento.
—Tengo que ir a la librería —dije—. Llego tarde al trabajo.
—¡Cristo! ¿Qué haría el viejo Marlowe sin ti? ¿Le das su papilla de frutas a cucharadas? Me han dicho que está para morirse.
—Está bien vivo, Frankie. Solo está… jubilado —contesté, lanzándole una mirada de reprobación.
—Ooh, te pones a la defensiva. ¿Tienes algo con Marlowe?
—¡Frankie!
¡Qué idea más horrible! Charlie Marlowe no solo era un anciano, era como de la familia.
—O quizá tengas algo con su hijo, ¿es eso? Le has echado el ojo a Junior para poder heredar ese antro polvoriento lleno de libros que tanto te gusta.
Me dio un codazo y se rio.
Yo me detuve y le pregunté:
—¿Quieres algo, Frankie?
Tiró de mí hacia delante, y bajó la voz.
—Pues la verdad es que sí. ¿Puedes decirle a Willie que me ha llegado el rumor de que Cincinnati viene a la ciudad?
Un escalofrío recorrió mi epidermis. Intenté mantener el paso firme.
—¿Cincinnati?
—¿Se lo dirás, Josie?
—No voy a ver a Willie hasta la mañana, ya lo sabes —dije.
—¿Sigues sin acercarte por su casa cuando cae la noche? ¡Chica lista! Bueno, cuéntale que Cincinnati está por aquí. Le gustará saberlo.
—Espero que no se me olvide —dije, abriendo la palma de mi mano.
—Oooh. ¡Serás pedigüeña!
—Negociante —le corregí—. Recuerda, a Willie no le gustan las sorpresas.
—No, no le gustan —dijo, rebuscando en su bolsillo—. ¿Qué haces con toda esta pasta, Josie? Sería mucho más fácil si te levantaras la falda.
—Solo me levantaría la falda para sacar mi pistola y volarte la cabeza.
Lo que hacía con mi dinero no era asunto de Frankie. Me iba a marchar de Nueva Orleans. Mi plan incluía el billete de autobús y reservas de dinero para cubrir un año entero de gastos, tiempo suficiente para salir adelante. Un libro de negocios que leí en la librería decía que siempre era mejor tener ahorros por lo menos para doce meses. En cuanto tuviese el dinero, decidiría adónde ir.
—Está bien, está bien —dijo—. Ya sabes que solo estoy de broma.
—Oye, Frankie, ¿por qué no me compras un libro en la tienda?
—Sabes que no me gusta leer, chica yanqui. No te pienses que a todo el mundo le gusta leer tanto como a ti. ¿Qué llevas bajo el brazo esta vez?
—E. M. Forster.
—Nunca he oído hablar de él. —Agarró mi mano y dejó unas monedas en la palma—. Toma, ahora no te olvides de decírselo. No me pagará si te olvidas.
—¿Sabes cuándo llegará a la ciudad o dónde se va a meter? —pregunté.
—No, aún no. Por lo que sé, podría estar ya aquí. —Frankie se movió nervioso y miró a sus espaldas—. Nos vemos, niña.
Me recogí la falda y aceleré el paso hacia la librería. Habían pasado dos años desde el incidente. Cincinnati no había vuelto al Barrio Francés, y nadie lo echaba en falta. Él siempre aseguraba que trabajaba al margen de la ley para Carlos Marcello, el padrino de la mafia de Nueva Orleans. Nadie lo creía, pero tampoco nadie se atrevía a cuestionárselo a la cara. Cincinnati vestía con orgullo trajes caros —que no eran precisamente de su talla—. Se rumoreaba que robaba la ropa de los cadáveres de la gente a la que había asesinado para Carlos Marcello. Cokie decía que daba mal fario ponerse la ropa de un muerto.
Carlos Marcello dirigía el sindicato local y era propietario de tierras a las afueras del municipio de Nueva Orleans. Los lugareños comentaban que Marcello llenaba sus manglares de caimanes y lanzaba allí sus cadáveres. Un cartero le contó una vez a Cokie que había visto zapatos flotando en las turbias ciénagas. Willie conocía a Carlos Marcello. Le enviaba chicas a su motel, el Town and Country, cuando las cosas estaban a tope en la casa de Conti. Allí fue donde Madre conoció a Cincinnati.
Cincinnati se encaprichó de Madre. Le compraba regalos caros y decía que era igualita que Jane Russell, la que salía en las revistas de Hollywood. Supongo que eso significaba que yo también me parecía a Jane Russell, pero a una Jane Russell sin maquillaje, sin ropas bonitas ni peinados de moda. Nuestros ojos marrones estaban bastante separados, teníamos frentes anchas, una revuelta mata de pelo oscuro y unos labios que siempre parecían carnosos.
Madre estaba loca por Cincinnati, incluso alguna vez llegó a decir que estaban enamorados. A veces Madre es tan estúpida que me da vergüenza. Ya era bastante malo que se lo hiciera con un criminal como Cincinnati, pero ¿enamorarse de él? Patético. Willie odiaba a Cincinnati. Yo lo despreciaba.
Corté por la callejuela cerca del joyero, esquivando a un hombre que meaba en la pared. Usé a E. M. Forster para espantar el olor a roble mohoso de mi cara mientras pasaba apresurada sobre los adoquines mojados. Si el Barrio Francés olía así de mal cuando hacía frío, en primavera apestaría y para el verano, simplemente, estaría podrido. Subí por Toulouse hacia Royal y oí a Blind Otis cantando un blues; marcaba el ritmo con el pie y pasaba un cuchillo de untar por las cuerdas metálicas de su guitarra.
Los dueños de bares y restaurantes estaban subidos a escaleras, decorando sus puertas y escaparates para las festividades de esa noche. Cuando dieran las doce, por fin llegaría 1950. Una efervescencia de emoción flotaba en las calles. La gente estaba ansiosa por dejar la década, y la guerra, atrás. Una pareja de enamorados pasó frente a mí en busca de un taxi mientras un hombrecito de ropas andrajosas apoyado en un edificio exclamaba «aleluya» una y otra vez.
La última vez que Cincinnati estuvo en la ciudad, se emborrachó y pegó a Madre. Willie derribó la puerta de una patada y le disparó un tiro, que le rozó la pierna. Llevé a Madre al hospital en el taxi de Cokie. Cuando estuvo sobrio, Cincinnati tuvo las agallas de presentarse en el hospital. Le tiré una taza de café ardiendo encima y le dije que iba a llamar a la poli. Se marchó de la ciudad cojeando, pero no sin prometer que volvería. «Tú espera», murmuró, pasándose la lengua por los dientes. «Ya te pillaré, Josie Moraine».
Me sacudí de encima los escalofríos.
—¡Eh, tú, la de Motor City[1]!
Me giré hacia la voz. Jesse Thierry estaba sobre su moto, mirándome desde la otra acera. Jesse era muy callado y normalmente solo se comunicaba mediante un gesto o una sonrisa. A veces tenía la sensación de que me espiaba, lo cual era ridículo, porque a Jesse Thierry no le pegaba nada estar interesado en alguien como yo. Él podría ser una persona discreta, pero su aspecto denotaba todo lo contrario. Era llamativo y atrevido, de un modo que me hacía sentir incómoda. A los demás no les resultaban inquietantes las pintas de Jesse. Los turistas se quedaban mirándolo. Constantemente tenía chicas detrás de él.
—¿Quieres que te dé una vuelta? —preguntó.
Meneé la cabeza.
—¡Yo sí que quiero una vuelta, Jesse! —dijo una rubia a su lado.
Jesse la ignoró.
—¿Estás segura, Jo?
—Segura. Gracias, Jesse.
Asintió, arrancó la moto y salió a toda pastilla, dejando a las chicas en la acera.
El ruido disminuyó cuando doblé la esquina de Royal. El cartel azul marino con letras doradas apareció ante mi vista, colgado de un garfio de hierro forjado sobre la puerta: LIBRERÍA MARLOWE. Por el escaparate, vi a Patrick sentado en el mostrador. La campanilla sonó encima de mi cabeza cuando entré en el local, y me rodeó el relajante olor a papel y polvo.
—¿Cómo está hoy? —pregunté.
—Hoy tiene un buen día. Se sabía mi nombre. Por un instante he creído que hasta recordaba que soy su hijo —dijo Patrick, reclinándose en su silla de siempre tras el mostrador.
—¡Genial!
Lo dije de todo corazón. Algunos días, el señor Marlowe no reconocía a Patrick. A veces lo insultaba, e incluso le tiraba cosas. Esos eran los días malos.
—Tu amigo Cokie se pasó por aquí —comentó Patrick—. Me pidió que te diera esto.
Deslizó un papel doblado sobre el mostrador.
Lo abrí.
CINCYNATTY
Estaba escrito con la letra temblorosa de Cokie.
—No lo he leído, pero creo que quiere decir Cincinnati —comentó Patrick.
—Así que no lo has leído, ¿eh?
Patrick acababa de cumplir los veintiuno, pero todavía vacilaba como un muchacho que tira a las chicas de las coletas en los recreos.
—No sabe cómo se escribe —dijo con una sonrisa—. ¿Se va a Cincinnati?
—Mmm… debe de ser eso. ¿Me has guardado un periódico?
Señaló un ejemplar del Times-Picayune, bien doblado sobre mi silla.
—Gracias, en un minuto me pongo a la faena —le dije.
—La verdad, Jo, el Picayune es muy aburrido. No ponen noticias del Barrio Francés adrede y además…
La voz de Patrick se fue apagando mientras me abría paso entre las altas estanterías llenas de libros hacia la inestable escalera al fondo de la tienda. Poseía mi propio apartamento desde los once años. A decir verdad, no era exactamente un apartamento, al menos no al principio. Era un despachito con un cuarto de baño anexo. Llevaba durmiendo en la librería desde los diez, cuando a Madre empezaron a darle sus ataques y me zurraba con un paraguas sin ningún motivo aparente. Pronto descubrí que ella era más feliz cuando yo no rondaba cerca. Así que me escondía en la librería justo antes de que cerrara y dormía bajo el gran escritorio del despacho.
El día que cumplí los once, subí por las escaleras después de que cerraran la tienda. Alguien había transformado el despacho. Habían limpiado las ventanas y las paredes. El escritorio seguía allí, pero se habían llevado todas las cajas y había una cama, un pequeño vestidor e incluso unas estanterías en la esquina. De una barra encima de la ventana abierta colgaban cortinas de flores, y entraba la música de Bourbon Street. De un clavo colgaba una llave solitaria. Habían instalado una cerradura en la puerta y vi un bate de béisbol apoyado en la cama. Jamás hablamos del arreglo. Simplemente, empecé a trabajar para el señor Marlowe en su tienda a cambio de alojamiento.
Abrí la puerta y me deslicé dentro, volviéndola a cerrar rápidamente. Me puse a cuatro patas y levanté un tablero del suelo, debajo de mi cama. Palpé con los dedos hasta tocar la caja de puros. Metí dentro las monedas de Frankie y volví a colocar el tablero en su sitio. Salí de debajo de la cama y cerré las cortinas. Luego, abrí la nota de Cokie.
CINCYNATTY