Amélie

Incluso cuando nadie lea ya las novelas de Flaubert, nadie olvidará la frase «Madame Bovary soy yo». Flaubert jamás escribió esta frase gloriosa. Se la debemos a la señorita Amélie Bosquet, novelista mediocre, que manifestó su afecto por su amigo Flaubert destrozando La educación sentimental en dos artículos particularmente necios. Amélie le confesó a alguien, cuyo nombre sigue siendo desconocido, una valiosísima información: un día, ella había preguntado a Flaubert qué mujer le había inspirado el personaje de Emma Bovary, y él habría respondido: «¡Madarne Bovary soy yo!», Impresionado, el desconocido pasó la información a un tal Deschermes, quien, impresionado a su vez, la divulgó. El montón de comentarios que ha inspirado este apócrifo habla por sí solo de la futilidad de la teoría literaria, que, impotente ante una obra de arte, suministra hasta el infinito tópicos sobre la psicología del autor. También dicen mucho de lo que llamamos memoria.

El olvido que borra, la memoria que transforma

Recuerdo los encuentros que teníamos, veinte años después del bachillerato, los alumnos de mi clase en el colegio: J. se dirigió a mí alegremente:

—Aún te veo decirle al profesor de matemáticas: «¡Señor profesor, váyase a la mierda!».

Ahora bien, siempre me ha repugnado la fonética checa de la palabra «mierda» y estaba absolutamente seguro de no haber dicho eso nunca. Pero todo el mundo a nuestro alrededor se puso a reír, simulando acordarse de mi hermosa proclama. Al comprender que no convencería a nadie con desmentirlo, sonreí con modestia y sin protestar, porque, lo añado para mi vergüenza, me gustó verme transformado en un héroe escupiendo la palabrota a la cara del maldito profesor.

Cualquiera ha vivido historias como ésta. Cuando alguien cita algo que has dicho en una conversación, nunca te reconoces en ello; en el mejor de los casos, tu comentario ha sido brutalmente simplificado, a veces pervertido (cuando toman en serio tu ironía) y muchas veces no corresponde a nada de lo que habrías podido decir o pensar. No debes sorprenderte ni indignarte, porque es la evidencia de las evidencias: el hombre queda separado del pasado (incluso del pasado de hace unos segundos) por dos fuerzas que se ponen inmediatamente en funcionamiento y cooperan: la fuerza del olvido (que borra) y la fuerza de la memoria (que transforma).

Es la evidencia de las evidencias, pero es difícil de admitir porque, cuando la pensamos hasta el final, ¿qué ocurre con los testimonios sobre los que descansa la historiografía?, ¿qué ocurre con las certezas del pasado y qué ocurre con la propia Historia, a la que nos referimos todos los días con credulidad, cándida y espontáneamente? Tras el frágil linde de lo incontestable (no cabe duda de que Napoleón perdió la batalla de Waterloo), se extiende un espacio infinito, el espacio aproximativo de lo inventado, simplificado, exagerado, de lo mal entendido, un espacio infinito de no verdades que copulan, se multiplican como ratas y quedan inmortalizadas.

La novela como utopía de un mundo que no conoce el olvido

La perpetua actividad del olvido otorga a cada uno de nuestros actos un carácter fantasmal, irreal, vaporoso. ¿Qé comimos anteayer? ¿Qué me contó ayer mi amigo? E incluso: ¿en qué he pensado hace tres segundos? Todo eso queda olvidado y (¡lo que es mil veces peor!) no merece otra cosa. En contra de nuestro mundo real, que, por esencia, es fugaz y digno de ser olvidado, las obras de arte se alzan como otro mundo, un mundo ideal, sólido, en el que cada detalle tiene importancia, sentido, en el que todo lo que hay en él, cada palabra, cada frase, merece ser inolvidable y es concebido como tal.

Sin embargo, la percepción del arte tampoco escapa al poder del olvido. Aunque hay que precisar que, ante el olvido, cada una de las artes se encuentra en una posición distinta. La poesía, desde este punto de vista, es privilegiada. Quien lea un soneto de Baudelaire no puede saltarse ni una sola palabra. Si le gusta, lo leerá muchas veces y, tal vez, en voz alta. Si lo ama con locura, lo memorizará. La poesía lírica es una fortaleza de la memoria.

Por el contrario, la novela es, ante el olvido, un castillo pobremente fortificado. Si para veinte páginas cuento una hora de lectura, una novela de cuatrocientas páginas requerirá veinte horas, digamos, pues, una semana. Pocas veces encontrarnos una semana libre. Probablemente, entre cada sesión de lectura introduzca más pausas de varios días, en los que el olvido instalará enseguida su taller. Pero el olvido no sólo trabaja durante las pausas, sino que participa también continuadamente, sin interrupción alguna, en la lectura; al dar la vuelta a la página, olvido ya lo que acabo de leer; no retengo sino una especie de resumen indispensable para la comprensión de lo que está por seguir, mientras se borran los detalles, las pequeñas observaciones, las fórmulas admirables. Un día, años después, tendré ganas de comentar ese libro con un amigo; comprobaremos los dos que nuestras memorias, que sólo retuvieron de la lectura algunos retazos, construyeron para cada uno de nosotros dos libros muy distintos.

Sin embargo, el novelista escribe su novela como si escribiera un soneto. ¡Mírenlo! Está maravillado por la composición que ve dibujarse ante él: el menor detalle es para él importante, lo convierte en motivo y lo retomará en múltiples repeticiones, variaciones, alusiones, como en una fuga. Por eso está seguro de que la segunda mitad de su novela será aún más hermosa, más fuerte que la primera; porque, cuanto más avancemos por las salas de ese castillo, más se multiplicarán, y, asociados en acordes, retumbarán por todas partes los ecos de las frases ya pronunciadas, de los temas ya expuestos.

Pienso en las últimas páginas de La educación sentimental: tras haber interrumpido desde hace tiempo sus devaneos con la Historia y visto por última vez a Madame Arnoux, Frédéric se encuentra con Deslauriers, su amigo de juventud. Con melancolía se cuentan su primera visita a un burdel: Frédéric tiene quince años, Deslauriers dieciocho; llegan a él como enamorados, cada uno lleva un ramo de flores; las chicas se ríen, Frédéric sale corriendo, presa del pánico por su timidez, y Deslauriers lo sigue. El recuerdo es hermoso, porque los remite a su vieja amistad, que más tarde han traicionado más de una vez, pero que, a la distancia de treinta años, sigue siendo valiosa, tal vez aún más valiosa, aunque ya no les pertenezca. «Es lo mejor que tuvimos», dice Frédéric, y Deslauriers repite la misma frase, mediante la cual terminan su educación sentimental y la novela.

Ese final no tuvo muchos adeptos. Lo encontraron vulgar. ¿Vulgar? ¿De verdad? Puedo imaginar otra objeción más convincente: terminar una novela con un nuevo motivo es un defecto de composición; como si, en los últimos compases de una sinfonía, el compositor deslizara de pronto una nueva melodía en lugar de volver al tema principal.

Sí, esta otra objeción es más convincente, salvo que el motivo de la visita al burdel no es nuevo; no aparece «repentinamente»; quedó expuesto al principio de la novela, al final del segundo capítulo de la primera parte: los jóvenes Frédéric y Deslauriers han pasado un bonito día juntos (todo el capítulo está dedicado a su amistad) y, al despedirse, miran hacia «la orilla izquierda [donde] brillaba una luz en la buhardilla de una casa de citas». En ese momento, Deslauriers se quita teatralmente el sombrero y pronuncia con énfasis algunas frases enigmáticas. «Esa alusión a una aventura en común les pus o de buen humor. Reían muy alto por las calles.» No obstante, Flaubert no dice nada acerca de lo que fue esa «aventura en común»; se la reserva para contarla al final de la novela para que el eco de una risa alegre (que sonaba «muy alto por las calles») se uniera en un único y refinado acorde a la melancolía de las frases finales.

Pero mientras que Flaubert oyó esa bella risa de amistad durante toda la escritura de la novela, el lector, en cambio, la ha olvidado enseguida y, cuando llega al final, la evocación de la visita al burdel no despierta en él recuerdo alguno; ya no oye la música de ningún acorde refinado.

¿Qué debe hacer el novelista ante ese olvido devastador? No hará caso y construirá su novela como un indestructible castillo de lo inolvidable a sabiendas de que su lector lo recorrerá sólo distraída, rápida, olvidadizamente, sin jamás habitarlo.

La composición

Ana Karenina se compone de dos líneas de narración: la de Ana (el drama del adulterio y del suicidio) y la de Levin (la vida de una pareja más o menos feliz). Al final de la séptima parte, Ana se suicida. Sigue la última parte, la octava, dedicada exclusivamente a la línea de Levin. Ésta es una trasgresión muy nítida de una convención; para cualquier lector, la muerte de la heroína es el único final posible para una novela. Ahora bien, en la octava parte, la protagonista ya no está en escena; sólo queda su historia como un eco errante, los ligeros pasos de un recuerdo que se aleja; y es hermoso; y es verdad; sólo Vronski está desesperado y se va a Serbia al encuentro de la muerte en la guerra contra los turcos; pero incluso la grandeza de su acto queda relativizada: la octava parte transcurre casi por entero en la granja de Levin, quien, en sus conversaciones, se burla de la histeria paneslava de los voluntarios que se van a luchar al lado de los serbios; por otra parte, esa guerra preocupa mucho menos a Levin que sus meditaciones sobre el hombre y sobre Dios; surgen fragmentadas mientras desarrolla su actividad en la granja, confundidas con la prosa de su vida cotidiana, que se cierra sobre sí misma cual un olvido final por encima de un drama amoroso.

Al situar la historia de Ana en el amplio espacio del mundo en el que ha terminado por fundirse en la inmensidad del tiempo gobernado por el olvido, Tolstói cedió a la propensión fundamental del arte de la novela. Porque la narración, tal como existe desde la noche de los tiempos, se convirtió en novela en el momento en que el autor ya no se contentó con una simple story, sino que abrió de par en par las ventanas al mundo que se extendía alrededor. A la story se unieron otras stories, episodios, descripciones, observaciones, reflexiones, y así el autor se ha encontrado frente a una materia muy compleja, muy heterogénea, a la que, al igual que un arquitecto, ha tenido que dar una forma; y la composición (la arquitectura) adquirió para el arte de la novela, desde el principio de su existencia, una importancia primordial.

Esta importancia excepcional de la composición es uno de signos genéticos del arte de la novela; la distingue de las demás artes literarias, de las obras de teatro (su libertad arquitectónica está estrictamente limitada por la duración de una representación y por la necesidad de captar sin descanso la atención del espectador) y de la poesía. Por cierto, ¿no sorprende acaso que Baudelaire, el incomparable Baudelaire, haya podido utilizar los mismos alejandrinos y la misma forma de soneto que la incontable multitud de poetas antes y después de él? Así es el arte del poeta: su originalidad se manifiesta mediante la fuerza de la imaginación, no mediante la arquitectura del conjunto; por el contrario, la belleza de una novela es inseparable de su arquitectura; digo bien la belleza, ya que la composición no es una simple habilidad técnica; lleva en sí la originalidad del estilo del autor (todas las novelas de Dostoievski se fundamentan en el mismo principio de composición); y es la seña de identidad de cada novela en particular (en el interior de ese principio común cada novela de Dostoievski tiene su arquitectura inimitable). La importancia de la composición es tal vez aún más sorprendente en las grandes novelas del siglo XX: Ulises, con su abanico de estilos diferentes; Ferdydurke, cuya historia «picaresca» se divide en tres partes mediante dos intermedios bufos sin relación alguna con la acción de la novela; el tercer volumen de Los sonámbulos, que integra en un único conjunto cinco «géneros» distintos (novela, relato breve, reportaje, poesía, ensayo); Las palmeras salvajes, de Faulkner, compuesta de dos historias totalmente autónomas que jamás se cruzan; etcétera.

Cuando algún día la Historia de la novela termine, ¿qué suerte les espera a las grandes novelas que permanecerán después de ella? Algunas no pueden ser contadas y, por tanto, son inadaptables (como Pantagruel, como Tristram Shandy, como Jacques el fatalista, como Ulises). Sobrevivirán o desaparecerán tal como son. Otras, gracias a la story que contienen, parecen poder ser contadas (como Ana Karenina, como El idiota, como El proceso) y, por tanto, son adaptables al cine, a la televisión, al teatro, a los cómics. ¡Pero esa «inmortalidad» es una quimera! Porque, para hacer de una novela una obra de teatro o una película, ante todo hay que descomponer su composición; reducirla a su simple story; renunciar a su forma. Pero ¿qué queda de una obra de arte si se la priva de su forma? Creemos prolongar la vida de una gran novela mediante una adaptación, y no se hace sino construir un mausoleo en el que sólo una pequeña inscripción en el mármol recuerda el nombre de quien no está ahí.

Un nacimiento olvidado

¿Quién recuerda todavía hoy la invasión de Checoslovaquia por el ejército ruso en agosto de 1968? En mi vida, fue un incendio. Sin embargo, si redactara mis recuerdos de ese tiempo, el resultado sería paupérrimo, seguramente estaría lleno de errores, de mentiras involuntarias. Pero, al lado de la memoria fáctica, hay otra: mi pequeño país se me apareció como privado del último resto de su independencia, devorado para siempre por un inmenso mundo ajeno; creí asistir al comienzo de su agonía; por supuesto, mi evaluación de la situación era falsa; pero, a pesar de mi error (o, mejor dicho, gracias a él), quedó grabada en mi memoria existencial una gran experiencia: sé desde entonces algo que ningún francés, ningún estadounidense puede saber; sé lo que es para un hombre vivir la muerte de su nación.

Hipnotizado por la imagen de su muerte, pensé en su nacimiento, más exactamente en su segundo nacimiento, su renacimiento después de los siglos XVII y XVIII, durante los cuales la lengua checa (antaño la gran lengua de Jan Hus y de Comenio), que había ya desaparecido de los libros, de las escuelas, de las administraciones, subsistía al lado del alemán como idioma doméstico; pensé en los escritores y artistas checos del siglo XIX, que, en un tiempo milagrosamente breve, despertaron a una nación durmiente; pensé en Bedrich Smetana, que no sabía siquiera escribir correctamente en checo, que escribía sus diarios personales en alemán y era no obstante la personalidad más emblemática de la nación. Situación única: los checos, todos ellos bilingües, tuvieron entonces la ocasión de elegir: nacer o no nacer; ser o no ser. Uno de ellos, Hubert Gordon Schauer, tuvo el valor de formular sin rodeos la esencia de lo que estaba en juego: «¿No seríamos más útiles a la humanidad si uniéramos nuestra energía espiritual a la cultura de una gran nación que se encuentra a un nivel mucho más elevado que la naciente cultura checa?». Sin embargo, acabaron por preferir una «cultura naciente» a la cultura ya madura de los alemanes.

Intenté comprenderlos. ¿En qué consistía la magia de la seducción patriótica? ¿Era el encanto de un viaje hacia lo desconocido? ¿La nostalgia de un gran pasado ya superado? ¿Una noble generosidad al preferir al débil frente al poderoso? ¿O bien era el placer de pertenecer a un grupo de amigos ansiosos por crear ex nihilo un mundo nuevo? ¿Por crear no sólo un poema, un teatro, un partido político, sino toda una nación, incluso con su lengua medio desaparecida? Al separarme de esa época tan sólo tres o cuatro generaciones, me sorprendió mi incapacidad para ponerme en la piel de mis antepasados, para volver a crear en mi imaginación la situación concreta que habían vivido.

Por las calles deambulaban los soldados rusos, y yo estaba aterrado por la idea de que una fuerza aplastante fuera a impedirnos ser lo que éramos y, al mismo tiempo, comprobaba, atónito, que no sabía ni cómo ni por qué nos habíamos convertido en lo que éramos; no estaba siquiera seguro de que, un siglo antes, hubiera elegido ser checo. Y no eran conocimientos acerca de los acontecimientos históricos lo que me faltaba. Necesitaba otro tipo de conocimiento, un conocimiento que, como habría dicho Flaubert, llega «al alma» de una situación histórica y capta su contenido humano. Tal vez una novela, una gran novela, me habría hecho comprender cómo los checos de entonces habían vivido su decisión. Pero nadie escribió una novela semejante. Hay casos en que la ausencia de una gran novela es irremediable.

El olvido inolvidable

Pocos meses después de dejar para siempre mi pequeño país secuestrado, fui a parar a Martinica. Tal vez quería olvidar por algún tiempo mi condición de emigrado. Pero fue imposible: hipersensible como estaba ante el destino de los países pequeños, todo allí me recordaba a mi Bohemia; y aún más porque mi encuentro con Martinica tuvo lugar en el momento en que su cultura andaba apasionadamente en busca de su propia personalidad.

¿Qué sabía yo entonces de aquella isla? Nada. Salvo el nombre de Aimé Césaire, cuya poesía había leído, a los diecisiete años, traducida poco después de la guerra en una revista checa de vanguardia. Martinica era para mí la isla de Aimé Césaire. Y, en efecto, así es como se me apareció cuando la pisé por primera vez. Césaire era entonces el alcalde de Fort-de-France. Vi todos los días, cerca del ayuntamiento, las multitudes que lo esperaban para hablarle, confiarse a él, pedirle consejo. Sin duda, nunca volveré a ver semejante contacto íntimo, carnal, entre la población y su representante.

Ya había conocido muy bien en mi Europa central semejante situación: el poeta como fundador de una cultura, de una nación; así habían sido Adam Mickiewicz en Polonia, Sandor Petófi en Hungría, Karel Hynek Macha en Bohemia. Pero Macha era un poeta maldito; Mickiewicz, un emigrado; Petófi, un joven revolucionario muerto en 1849 en una batalla. No les fue dado conocer lo que conoció Césaire: el afecto abiertamente declarado de los suyos. Además, Césaire no es un romántico del siglo XIX, es un poeta moderno, heredero de Rimbaud, amigo de los surrealistas. Así como la literatura de los pequeños países centroeuropeos arraiga en la cultura del romanticismo, la de Martinica (y la de todas las Antillas) nació (¡y esto me maravillaba!) ¡de la estética del arte moderno!

Un poema del Césaire joven lo desencadenó todo: «Cahier d’un retour au pays natal» (1939); el regreso de un negro a una isla antillana de negros; sin asomo de romanticismo, sin idealización alguna (Césaire dice intencionadamente négres, o sea, emplea la palabra francesa despectiva para noirs), el poema se pregunta, brutalmente: ¿quiénes somos? Dios mío, en efecto, ¿quiénes son esos negros de las Antillas? Fueron deportados de África en el siglo XVII; pero ¿desde dónde exactamente?, ¿a qué tribu pertenecían?, ¿cuál había sido su lengua? El pasado cayó en el olvido. Fue guillotinado. Guillotinado por un largo viaje en las sentinas de los barcos, entre cadáveres, gritos, llantos, sangre, suicidios, asesinatos; nada quedó tras ese paso por el infierno; nada sino el olvido: el olvido fundamental y fundador.

El inolvidable conflicto del olvido transformó la isla de los esclavos en teatro de los sueños; porque sólo gracias a los sueños pudieron los martiniqueses imaginar su propia existencia, crear su memoria existencial; el inolvidable conflicto del olvido elevó a los cuentistas populares al rango de poetas de la identidad (Solibo magnifique es el homenaje que les rinde Patrick Chamoiseau) y legaría más tarde a los novelistas su sublime herencia oral, con sus fantasías y locuras. Me gustaban mucho esos novelistas; los sentía extrañamente cercanos (no sólo los martiniqueses, sino también los haitianos: René Depestre, emigrado como yo, Jacques Stephen Alexis, ejecutado en 1961 al igual que Vladislav Vancura, mi primer amor literario, veinte años antes en Praga); sus novelas eran muy originales (el sueño, la magia, la fantasía desempeñaban en ellas un papel de excepción) e importantes no sólo para sus islas, sino (algo muy poco frecuente, y que señalo aquí) para el arte moderno de la novela, para la Weltliteratur.

Una Europa olvidada

Y nosotros, en Europa, ¿quiénes somos?

Me viene a la memoria la frase que Friedrich Schlegel escribió en los últimos años del siglo XVIII: «La Revolución francesa, Wilhelm Meister, de Goethe, y Wissenschaftslehre, de Fichte, son las más grandes tendencias de nuestra época» («die grossen Tendenzen des Zeitalier»). Situar una novela y un libro de filosofía en el mismo plano que un inmenso acontecimiento político, eso era Europa; la que nació con Cervantes y Descartes: la Europa de los Tiempos Modernos.

Es difícil imaginar que hace treinta años alguien hubiera escrito, por ejemplo, que la descolonización, la crítica de la técnica de Heidegger y las películas de Fellini encarnan las grandes tendencias de nuestra época. Esta manera de pensar ya no respondía al espíritu de los tiempos.

¿Y hoy en día? ¿Quién se atrevería a conceder la misma importancia a una obra de cultura (de arte, de filosofía…) que (por ejemplo) a la desaparición del comunismo en Europa?

¿Ya no existe una obra de semejante importancia?

¿O es que hemos perdido la capacidad de reconocerla?

Estas preguntas no tienen sentido. La Europa de los Tiempos Modernos ya no está ahí. La Europa en que vivimos ya no busca su identidad en el espejo de su filosofía o de sus artes.

¿Y dónde está el espejo? ¿Adónde ir a buscar nuestro rostro?

La novela como un viaje a través de los siglos y los continentes

El arpa y la sombra (1979), novela de Alejo Carpentier, se compone de tres partes. La primera se sitúa al principio del siglo XIX en Chile, donde reside durante un tiempo el futuro papa Pío IX; convencido de que el descubrimiento del nuevo continente fue el acontecimiento más glorioso de la cristiandad moderna decide dedicar su vida a la beatificación de Cristóbal Colón. La segunda parte nos remite a tres siglos antes: Cristóbal Colón cuenta él mismo la increíble aventura de su descubrimiento de América. En la tercera parte, unos cuatro siglos después de su muerte, Cristóbal Colón asiste, invisible, a la sesión del tribunal eclesiástico que, tras un debate tan erudito como fantasioso (nos encontrarnos en la época posterior a Kafka, cuando la frontera de lo inverosímil ya no está vigilada), le niega la beatificación.

Integrar así distintas épocas históricas en una única composición es una de las nuevas posibilidades, antaño inconcebibles, que se le ofrecieron al arte de la novela en el siglo XX a partir del momento en que supo superar los límites de su fascinación por las psicologías individuales e inclinarse hacia la problemática existencial en el sentido amplio, general, sobreindividual de la palabra; me refiero una vez más a Los sonámbulos, donde Hermann Broch, para mostrar la existencia europea arrastrada por el torrente de la «degradación de los valores», se detiene en tres épocas históricas separadas, tres escalones por los que Europa descendía hacia el derrumbe final de su cultura y de su razón de ser.

Broch inauguró un nuevo camino para la forma novelesca. ¿Se encuentra en ese camino la obra de Carpentier? Claro que sí. Ningún gran novelista puede salirse de la historia de la novela. Pero, detrás de la forma similar, se ocultan distintas intenciones. Mediante la confrontación de diferentes épocas históricas, Carpentier no intenta resolver el misterio de una Gran Agonía; él no es europeo; en su reloj (el reloj de las Antillas y de toda América Latina), las agujas están todavía lejos de la medianoche; no se pregunta «¿por qué debemos desaparecer?», sino «¿por qué tuvimos que nacer?».

¿Por qué tuvimos que nacer? Y ¿qué somos? Y ¿cuál es nuestra tierra, la terra nostra? Se comprenderá muy poca cosa si nos contentamos con sondear el enigma de la identidad con la ayuda de una memoria puramente introspectiva; para comprender hay que comparar, decía Broch; hay que someter la identidad a la prueba de las confrontaciones; hay que confrontar (como Carpentier en El siglo de las luces, 1958) la Revolución francesa con sus réplicas antillanas (la guillotina parisiense con la de Guadalupe); un colono mexicano del siglo XVIII (en Concierto barroco, también de Carpentier, 1974) tiene que confraternizar en Italia con Haendel, Vivaldi, Scarlatti (¡incluso con Stravinski y Armstrong en las horas tardías de una borrachera!) para que asistamos a una fantástica confrontación de América Latina con Europa; el amor de un obrero y de una prostituta, en En un abrir y cerrar de ojos (1959), de Jacques Stephen Alexis, tiene que darse en un burdel haitiano, con el telón de fondo de un mundo totalmente ajeno, representado por la clientela de marinos estadounidenses; porque la confrontación de las conquistas inglesa y española en América está en el aire por todas partes: «Ahora abre bien los ojos, miss Harriet, y recuerda que matamos a nuestros Pieles Rojas y nunca tuvimos el valor de fornicar con las mujeres indias y tener por lo menos una nación de mitad y mitad»[4], dice el protagonista de la novela de Carlos Fuentes (Gringo viejo, 1983), un viejo estadounidense perdido en la Revolución mexicana; con estas palabras, Fuentes capta la diferencia entre las dos Américas y, a la vez, dos arquetipos opuestos de la crueldad: la que está anclada en el desprecio (que prefiere matar a distancia, sin tocar al enemigo, sin siquiera verlo) y la que se alimenta de un permanente contacto íntimo (que desea matar mirando a los ojos al enemigo) …

La pasión por la confrontación en todos estos novelistas es a la vez el deseo de un aire, de un espacio, de un respiro: el deseo de formas nuevas; pienso en Terra nostra (1975), también de Fuentes, ese inmenso viaje a través de los siglos y los continentes; nos encontrarnos siempre con los mismos personajes que, gracias a la fantasía embriagada del autor, se reencarnan bajo el mismo nombre en distintas épocas; su presencia garantiza la unidad de composición, que, dentro de la historia de las formas novelescas, se alza, increíble, en la frontera extrema de lo posible.

El teatro de la memoria

Hay en Terra nostra el personaje de un sabio enloquecido que posee un curioso laboratorio, un «teatro de la memoria», donde un fantástico mecanismo medieval le permite proyectar sobre una pantalla no sólo todos los acontecimientos que se han producido, sino todos los que habrían podido producirse; según él, al lado de la «memoria científica» está la «memoria del poeta», que, al añadir a la historia real todos los acontecimientos que eran posibles, contiene el «conocimiento total de un pasado total».

Como si se inspirara en su sabio enloquecido, Fuentes pone en escena en Terra nostra a personajes históricos de España, reyes y reinas, cuyas aventuras no se parecen a lo que ocurrió de verdad; lo que Fuentes proyecta sobre la pantalla de su propio «teatro de la memoria» no es la historia de España; es una variación fantástica sobre el tema de la historia de España.

Esto me hace pensar en un pasaje muy divertido de El tercer Enrique (1974), de Kazimierz Brandys: un emigrado polaco enseña historia de la literatura de su país en una universidad estadounidense; a sabiendas de que nadie sabe nada del tema, se pone a inventar, para divertirse, una literatura ficticia, formada por escritores y obras que jamás vieron la luz. Al final del curso universitario, comprueba, extrañamente decepcionado, que esa historia imaginaria no se distingue de la verdadera en nada esencial; que no ha inventado nada que no hubiera podido ocurrir y que sus mistificaciones reflejan fielmente el sentido y la esencia de la literatura polaca.

Robert Musil también tenía su «teatro de la memoria»; observaba en él la actividad de una poderosa institución vienesa, Acción Paralela, que preparaba para 1914 la celebración del aniversario de su emperador con la intención de convertirla en una gran fiesta pan europea de la Paz (sí, ¡una enorme broma negra más!); toda la acción de El hombre sin atributos, que se extiende a lo largo de dos mil páginas, se desarrolla en torno a esta poderosa institución intelectual, política, diplomática, mundana, que nunca existió.

Fascinado por los secretos de la existencia del hombre moderno, Musil consideraba que los acontecimientos históricos eran (lo cito) vertauschbar (intercambiables, permutables); porque las fechas de las guerras, los nombres de los vencedores y de los vencidos, las diversas iniciativas políticas resultan de un juego de variaciones y permutaciones cuyos límites están matemáticamente determinados por fuerzas profundas y ocultas. Estas fuerzas se manifiestan con frecuencia de un modo mucho más revelador en otra variación de la Historia que aquella que, por casualidad, tuvo lugar.

Conciencia de la continuidad

¿Me dices que ellos te odian? Pero ¿qué quieres decir con «ellos»? Cada uno te odia de un modo distinto y puedes estar seguro de que algunos de entre ellos te quieren. Por arte de magia, la gramática sabe transformar una multitud de individuos en una única entidad, un único sujeto, un único subjectum, que se llama «nosotros» o «ellos», pero que no existe como realidad concreta. La vieja Addie muere rodeada de su gran familia. Faulkner (en su novela Mientras agonizo, 1930) cuenta su largo viaje en el ataúd hasta el cementerio de un rincón perdido de Estados Unidos. El protagonista del relato es un colectivo, una familia; es su cadáver, su viaje. Pero, mediante la forma de la novela, Faulkner desbarata la mistificación del plural: porque no es un único narrador, sino los propios personajes (son quince) los que (en sesenta breves capítulos) cuentan, cada uno a su manera, esta anábasis.

La tendencia a destruir el engaño gramatical del plural y, con él, el poder del narrador único, tendencia tan sorprendente en esta novela de Faulkner, está, en germen, como posibilidad, presente en el arte de la novela desde sus comienzos y, de un modo casi programático, bajo la forma de «novela epistolar», tan extendida en el siglo XVIII. Esta forma le dio la vuelta de golpe a la relación de fuerzas entre la story y los personajes: la lógica de una story ya no decidía por sí sola qué personaje ni en qué momento entraría en la escena de la novela, esta vez los personajes se emancipaban, se apropiaban de toda la libertad de la palabra, pasaban a ser ellos mismos los dueños del juego; porque una carta es, por definición, la confesión de un corresponsal que habla de lo que quiere, que es libre de divagar, de pasar de un tema a otro.

Me deslumbra pensar en la forma de la novela epistolar y en sus inmensas posibilidades; y cuanto más pienso en ella, más fallidas me parecen esas posibilidades: ¡ah, con cuánta naturalidad podría haber metido el autor en un sorprendente conjunto toda suerte de digresiones, episodios, reflexiones, recuerdos, confrontar diferentes versiones e interpretaciones del mismo acontecimiento! Pero ¡ay!, la novela epistolar tuvo a su Richardson y a su Rousseau, pero a ningún Laurence Sterne; renunció a sus libertades, hipnotizada como estaba por la despótica autoridad de la story. Y recuerdo al sabio loco de Fuentes y me digo que la historia de un arte (el «pasado total» de un arte) está hecha no sólo de lo que este arte ha creado, sino también de lo que habría podido crear, tanto de todas sus obras realizadas como de sus obras posibles y no realizadas; pero dejémoslo; de entre todas las novelas epistolares ha quedado un grandísimo libro que resistió el paso del tiempo: Las amistades peligrosas (1782), de Choderlos de Lados; pienso en esta novela cuando leo Mientras agonizo.

Del parentesco entre estas dos novelas no se desprende que una influyera en la otra, sino que las dos pertenecen a la misma historia del mismo arte y que se indinan las dos sobre un gran problema que esta historia les brinda: el problema del poder abusivo de un único narrador; separadas por un larguísimo período de tiempo, estas dos obras han sido presa de un mismo deseo de romper ese poder, de destronar al narrador (y su rebelión no apunta sólo al narrador en el sentido de la teoría literaria, también se las tiene contra el atroz poder de ese Narrador que, desde tiempos inmemoriales, cuenta a la humanidad una única versión aprobada e impuesta de todo lo que es). Vista sobre el telón de fondo de Las amistades peligrosas, la forma poco habitual de la novela de Faulkner revela todo su sentido profundo, al igual que, inversamente, Mientras agonizo hace perceptible la enorme audacia artística de Laclos, que supo iluminar una única story desde múltiples ángulos y convertir su novela en un carnaval de verdades individuales y de su irreductible relatividad.

Puede decirse de todas las novelas: su historia común las pone en múltiples relaciones mutuas que iluminan su sentido, prolongan su alcance y las protege del olvido. ¿Qué quedaría de François Rabelais si Sterne, Diderot, Grass, Gombrowicz, Vancura, Gadda, Fuentes, García Márquez, Kis, Juan Goytisolo, Chamoiseau, Rushdie no hubieran emitido el eco de sus locuras en sus novelas? A la luz de Terra nostra (1975) vemos en Los sonámbulos (1929-1932) todo el alcance de su novedad estética, que cuando apareció apenas era perceptible, y en la cercanía de esas dos novelas Los versos satánicos (1991), de Salman Rushdie, deja de ser una actualidad política efímera y se convierte en una gran obra que, con sus oníricas confrontaciones de épocas y continentes, desarrolla las más audaces posibilidades de la novela moderna. ¡Y Ulises! Sólo puede comprenderla quien se haya familiarizado con la vieja pasión del arte de la novela por el misterio del momento presente, por la riqueza contenida en un único segundo de vida, por el escándalo existencial de la insignificancia. Situado fuera del contexto de la historia de la novela, Ulises no sería sino un capricho, la incomprensible extravagancia de un loco.

Arrancadas de la historia de sus artes, poco queda de las obras de arte.

Eternidad

Hubo largos períodos en los que el arte no buscaba lo nuevo, sino que se enorgullecía de embellecer la repetición, de reforzar la tradición y de asegurar la estabilidad de una vida colectiva; la música y la danza sólo existían entonces en el marco de los ritos sociales, de las misas y fiestas. Luego, un día, en el siglo XII, un músico de iglesia tuvo en París la idea de añadir una voz en contrapunto a la melodía de un canto gregoriano, intacto desde hacía siglos. La melodía fundamental seguía siendo la misma, inmemorial, pero la voz en contrapunto era una novedad que daba acceso a otras novedades, al contrapunto a tres, cuatro, seis voces, a formas polifónicas cada vez más complejas e inesperadas. Como ya no imitaban lo que se había hecho antes, los compositores perdieron el anonimato, y sus nombres se iluminaron como lámparas que jalonaban un recorrido hacia la lejanía. Al tomar vuelo, la música se convirtió, para varios siglos, en historia de la música.

Todas las artes europeas, cada una a su hora, levantaron el vuelo de la misma manera, transformadas todas en su propia historia. Éste fue el gran milagro de Europa: no su arte, sino su arte convertido en historia.

¡Ay!, los milagros son poco duraderos. Quien levanta el vuelo un día aterrizará. Presa de la angustia, imagino el día en que el arte dejará de buscar lo nunca dicho y volverá, dócilmente, a ponerse al servicio de la vida colectiva, que exigirá de él que embellezca la repetición y ayude al individuo a confundirse, alegre y en paz, con la uniformidad del ser.

Pues la historia del arte es perecedera. La palabrería del arte es eterna.