Pobre Alonso Quijano
Un pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha decidido ser un caballero andante y se ha dado por nombre Don Quijote de la Mancha. ¿Cómo definir su identidad? Es el que no es.
Le roba a un barbero la bacía de cobre, que toma por un yelmo. Más tarde, el barbero llega por casualidad a la venta donde se encuentra Don Quijote rodeado de gente; ve su bacía y quiere llevársela. Pero Don Quijote, lleno de orgullo, se niega a tomar un yelmo por una bacía. De pronto un objeto aparentemente tan sencillo se convierte en pregunta. ¿Cómo probar, por otra parte, que una bacía en la cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos, para divertirse, dan con la única manera objetiva de demostrar la verdad: el voto secreto. Todos los presentes participan, y el resultado es inequívoco: el objeto es reconocido como un yelmo. ¡Admirable broma ontológica!
Don Quijote está enamorado de Dulcinea. Sólo la ha visto furtivamente, o tal vez nunca. Está enamorado, pero, como dice él mismo, sólo «porque tan propio y natural es de los caballeros ser enamorados como al cielo tener estrellas». Infidelidades, traiciones, decepciones amorosas, cualquier literatura narrativa las conoce desde siempre. Pero en Cervantes lo que se cuestiona no son los amantes, sino el amor, la noción misma de amor. Porque ¿qué es el amor si se ama a una mujer sin conocerla? ¿Una simple decisión de amar? O incluso ¿una imitación? El asunto nos concierne a todos: si, desde la infancia, los ejemplos de amor no nos incitaran a seguirlos, ¿sabríamos qué quiere decir amar?
Un pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha inaugurado para nosotros la historia del arte de la novela mediante tres preguntas sobre la existencia: ¿qué es la identidad de un individuo?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es el amor?
El telón rasgado
Otra visita a Praga después de 1989. De la biblioteca de un amigo saco al azar un libro de Jaromir John, un novelista checo de entreguerras. La novela ha quedado desde hace mucho tiempo olvidada; se titula El monstruo de explosión, y la leo aquel día por primera vez. Escrita en 1932, cuenta una historia que ocurre unos diez años antes, durante los primeros años de la República checoslovaca, proclamada en 1918. El señor Engelbert, consejero forestal en tiempos del antiguo régimen de la monarquía habsburguesa, al jubilarse se traslada a vivir a Praga; pero, al toparse con la agresiva modernidad del joven Estado, va de una decepción a otra. Situación archiconocida. Pero algo es inédito: el horror a ese mundo moderno, la maldición del señor Engelbert, no es el poder del dinero ni la arrogancia de los arribistas, es el ruido; no el antiguo ruido de una tormenta o de un martillo, sino el nuevo ruido de los motores, en particular de los coches y las motocicletas: «monstruos de explosión».
Pobre señor Engelbert: primero se instala en una casa en un barrio residencial; allí, los coches le descubren por primera vez el mal que convertirá su vida en una huida sin fin. Se traslada a otro barrio, encantado de que, en su calle, hayan prohibido el paso a los coches. Ignorando que la prohibición es temporal, se exaspera la noche en que oye los «monstruos de explosión» tronar de nuevo bajo su ventana. A partir de entonces, sólo se va a la cama con tapones en los oídos y comprende que «dormir es el deseo humano más fundamental y que la muerte causada por la imposibilidad de dormir debe de ser la peor de las muertes». Busca (en vano) el silencio en hoteles rurales, lo busca (en vano) en ciudades de provincia, en casas de antiguos colegas, y termina por pasar la noche en los trenes, que, con su ruido suave y arcaico, le brindan un sueño relativamente apacible en medio de su vida de hombre acorralado.
Cuando John escribía su novela, es probable que sólo uno de cada cien o, qué sé yo, uno de cada mil praguenses tuviera coche. La sorprendente novedad apareció en toda su magnitud precisamente cuando el fenómeno del ruido (el ruido de los motores) era todavía raro. Deduzcamos de ello una regla general: el alcance existencial de un fenómeno social no es perceptible con mayor acuidad en el momento de su expansión, sino en sus comienzos, cuando es incomparablemente más frágil que lo que será en el futuro. Nietzsche señala que en el siglo XVI Alemania era el lugar donde la Iglesia estaba menos corrompida y que por eso se dio la Reforma precisamente allí, porque sólo en «sus comienzos la corrupción se dejó sentir como intolerable». La burocracia en la época de Kafka era un niño inocente al lado de lo que es hoy y, sin embargo, fue Kafka quien puso al descubierto su monstruosidad, que desde entonces ha pasado a ser trivial y ya no interesa a nadie. En los años sesenta del siglo XX, brillantes filósofos sometieron «la sociedad de consumo» a una crítica que, a lo largo de los años, se ha visto tan caricaturescamente superada por la realidad que ya no nos molestamos en proclamarla. Porque hay que recordar otra regla general: mientras que la realidad no se avergüenza de repetirse, el pensamiento, ante la repetición de la realidad, termina siempre por callar.
En 1920, el señor Engelbert se extrañaba aún del ruido de los «monstruos de explosión»; las siguientes generaciones lo encontraron natural; tras horrorizarle y enfermarle, el ruido remodeló poco a poco al hombre; por su omnipresencia y su permanencia terminó por inculcarle la necesidad del ruido y, con ello, acabó con cualquier relación con la naturaleza, con el descanso, la alegría, la belleza, la música (que, al convertirse en un fondo sonoro ininterrumpido, perdió su carácter de arte) e incluso con la palabra (que, en el mundo de los sonidos, ya no ocupa como antaño el lugar privilegiado). En la historia de la existencia, ha sido un cambio tan profundo, tan duradero, que ninguna guerra, ninguna revolución han sido capaces de producir otros similares; un cambio cuyo comienzo Jaromir John señaló y describió modestamente.
Digo «modestamente» porque John era uno de esos novelistas que llamamos menores; sin embargo, grande o pequeño, era un verdadero novelista: no reproducía las verdades bordadas en el telón de la preinterpretación; tuvo el valor cervantesco de rasgar el telón. Saquemos al señor Engelbert de la novela e imaginémoslo como un hombre real que se pone a escribir su autobiografía; ¡no, no se parece en absoluto a la novela de John! Porque, como cualquiera de sus semejantes, el señor Engelbert se ha acostumbrado a juzgar la vida según el telón colgado ante el mundo; sabe que el fenómeno del ruido, por desagradable que sea para él, no es digno de interés. Por el contrario, la libertad, la independencia, la democracia o, vistos desde el ángulo opuesto, el capitalismo, la explotación, la desigualdad, ¡sí, cien veces sí, son nociones graves, capaces de dar sentido a un destino, de ennoblecer un desastre! De modo que en su autobiografía, que le veo escribir con los tapones puestos, él concede una mayor importancia a la independencia reencontrada de su patria y fustiga el egoísmo de los arribistas; en cuanto a los «monstruos de explosión», los relega a un pie de página, como una simple mención a una molestia anodina que, a fin de cuentas, no induce más que a la risa.
El telón rasgado de lo trágico
Quiero una vez más rescatar la silueta de Alonso Quijano; quiero verlo montar a Rocinante y partir en busca de grandes batallas. Está dispuesto a sacrificar su vida por una noble causa, pero la tragedia no quiere saber nada de él. Porque, desde su nacimiento, la novela desconfía de la tragedia: de su culto a la grandeza; de sus orígenes teatrales; de su ceguera con respecto a la prosa de la vida. Pobre Alonso Quijano. En la proximidad de su triste figura, todo se convierte en comedia.
Probablemente ningún novelista se ha dejado seducir más por el pathos de lo trágico que Victor Hugo en El Noventa y tres (1874), su novela sobre la Gran Revolución francesa. Sus tres protagonistas, maquillados y disfrazados, dan la impresión de haber pasado directamente de las tablas a la novela: el marqués de Lantenac, apasionadamente entregado a la monarquía; Cimourdain, el gran personaje de la Revolución, asimismo convencido de su verdad; y, por fin, el sobrino de Lantenac, Gauvain, un aristócrata convertido por influencia de Cimourdain en gran general de la Revolución.
He aquí el final de esta historia: en medio de una batalla de una crueldad atroz en un castillo asediado por el ejército de la Revolución, Lantenac consigue evadirse por un pasadizo secreto. Luego, ya al abrigo de los asediadores, y en plena naturaleza, ve el castillo en llamas y oye los sollozos desesperados de una madre. En ese momento él recuerda que tres hijos de una familia republicana siguen retenidos como rehenes detrás de una puerta de hierro cuya llave él lleva en el bolsillo. Ha visto ya, sin inmutarse, a centenares de muertos, hombres, mujeres y ancianos. Pero la muerte de un niño, ¡no!, ¡jamás de los jamases, él no puede permitir eso! Regresa, pues, por el mismo pasadizo subterráneo y, ante sus enemigos estupefactos, salva a los niños de las llamas. Lo detienen y lo condenan a muerte. Cuando Gauvain se entera del acto heroico de su tío, siente tambalearse sus certezas morales: ¿acaso no merece ser perdonado quien se ha sacrificado para salvar la vida de unos niños? Ayuda a Lantenac a evadirse, a sabiendas de que con ello se condena él mismo. En efecto, fiel a la moral intransigente de la Revolución, Cimourdain envía a Gauvain a la guillotina aunque lo quiera como a un hijo. Para Gauvain, el veredicto de la muerte es justo, lo acepta con serenidad. En el momento en que la cuchilla empieza a bajar, Cimourdain, el gran revolucionario, se pega un tiro en el corazón.
Lo que convierte a esos personajes en actores de una tragedia es su total identificación con las convicciones por las que están dispuestos a morir, y mueren. La educación sentimental, escrita cinco años antes (1869) y que también trata de una revolución (la de 1848), tiene lugar en un universo situado enteramente al otro lado de la tragedia: los personajes opinan, pero sus opiniones son frágiles, sin peso, sin necesidad; cambian fácilmente, como si cambiaran de corbata porque ya no les gusta el color, y no mediante un profundo examen intelectual. Cuando Frédéric le niega a Deslauriers los quince mil francos que le ha prometido para su revista, «muere inmediatamente su amistad por Frédéric. (…) Le invadió el odio por los ricos. Se inclinó por las opiniones de Sénécal y decidió ponerse a su servicio». Después de que Madame Arnoux decepcionara a Frédéric por su castidad, éste «deseaba, al igual que Deslauriers, una conmoción universal…».
Sénécal, el más encarnizado revolucionario, «el demócrata», «el amigo del pueblo», se convierte en director de una fábrica y trata al personal con arrogancia. Frédéric: «¡Pues, para ser un demócrata, es usted muy duro!». Y Sénécal: «La Democracia no es el desenfreno del individualismo. ¡Es el nivel común sometido a la ley, a la división del trabajo, al orden!». Durante las jornadas de 1848, vuelve a ser revolucionario y luego se alista en la policía para reprimir esa misma revolución. Sin embargo, no sería justo ver en él a un oportunista acostumbrado a chaquetear. Revolucionario o contrarrevolucionario, sigue siendo el mismo. Porque —y éste es un inmenso descubrimiento de Flaubert— una actitud política no se apoya sobre una opinión (¡algo tan frágil, tan vaporoso!), sino sobre algo menos racional y más sólido: por ejemplo, en Sénécal, un apego arquetípico al orden, un odio arquetípico al individuo (al «desenfreno del individualismo», como dice él mismo).
Nada es más ajeno a Flaubert que juzgar moralmente a sus personajes; la falta de convicciones no convierte a Frédéric ni a Deslauriers en condenables o antipáticos; por otra parte, están lejos de ser cobardes o, cínicos y sienten muchas veces la necesidad de una acción valiente; el día de la revolución, en medio de la multitud, Frédéric «se abalanza hacia delante, furioso…», al ver a su lado a un hombre que ha recibido una bala en los riñones. Pero éstas no son sino pulsiones pasajeras, que no se convierten en una actitud duradera.
Sólo el más inocente de todos, Dussardier, se deja matar por su ideal. Pero su lugar en la novela es secundario. En una tragedia, el destino trágico ocupa el proscenio. En la novela de Flaubert, sólo se entrevé su paso fugaz en un segundo plano, como un fulgor que se diluye.
El hada
Lord Allworthy contrata a dos preceptores para que se ocupen del joven Tom Jones: Square es un hombre moderno, abierto a pensamientos liberales, a la ciencia, a los filósofos; el pastor Thwackum es un conservador para quien la religión es la única autoridad; esos dos hombres tienen formación, pero a la vez son malvados y necios. Prefiguran perfectamente al siniestro dúo de Madame Bovary: el farmacéutico Homais, apasionado por la ciencia y el progreso, y, a su lado, el cura Bournisien, un mojigato.
Por muy sensible que fuera al papel de la necedad en la vida, Fielding la consideraba una excepción, una casualidad, un defecto (detestable o cómico) que no podía modificar en profundidad su visión del mundo. En Flaubert, la necedad es distinta; no es una excepción, una casualidad, un defecto; no es un fenómeno, por decirlo así, cuantitativo, la falta de unas cuantas moléculas de inteligencia que podría rectificarse mediante la instrucción; es incurable; está presente en todas partes, en el pensamiento tanto de los necios como de los genios, forma parte indisociable de la «naturaleza humana».
Recordemos lo que Sainte-Beuve le reprochaba a Flaubert: en Madame Bovary, «el bien está demasiado ausente». ¡Cómo! ¿Y Charles Bovary? Dedicado a su mujer, a sus pacientes, desprovisto de egoísmo, ¿acaso no es un héroe, un mártir de bondad? ¿Cómo olvidarlo, a él, que, después de la muerte de Emma, tras enterarse de todas sus infidelidades, no siente rabia, sino sólo una infinita tristeza? ¿Cómo olvidar la intervención quirúrgica que improvisó en el patizambo de Hipólito, un simple mozo de cuadra? ¡Todos los ángeles planearon por encima de su cabeza, la caridad, la generosidad, la pasión por el progreso! ¡Todo el mundo lo felicitó, incluida Emma, quien, bajo el encanto del Bien, lo besó emocionada! Pocos días después, la operación resulta haber sido absurda, y a Hipólito, tras indecibles sufrimientos, le amputan una pierna. Charles queda abatido y patéticamente abandonado por todos. Personaje inverosímilmente bueno, y no obstante real, es sin duda mucho más digno de compasión que la provinciana «bienhechora activa» que tanto enterneció a Sainte-Beuve.
No, no es verdad que «el bien está demasiado ausente» en Madame Bovary; la cuestión está en otra parte: la necedad está demasiado presente; por eso Charles no puede ser utilizado para el «buen espectáculo» que habría deseado Sainte-Beuve. Pero Flaubert no quiere escribir «buenos espectáculos»; quiere llegar «al alma de las cosas». Y, en el alma de las cosas, en el alma de todas las cosas humanas, por todas partes él ve bailar el hada tierna de la necedad. Esta hada discreta se acomoda de maravilla tanto al bien como al mal, y tanto al saber como a la ignorancia, tanto a Emma como a Charles, tanto a usted como a mí. Flaubert la introdujo en el baile de los grandes enigmas de la existencia.
El descenso hacia el fondo negro de una broma
Cuando Flaubert contó a Turguéniev el proyecto de Bouvard y Pécuchet, éste le recomendó vivamente que lo tratara con mucha brevedad. Perfecto consejo de un profesional. Porque semejante historia sólo puede mantener su eficacia cómica en forma de un relato breve; la extensión la volvería monótona y aburrida, cuando no totalmente absurda. Pero Flaubert persiste; explica a Turguéniev: «Si trato [este tema] con brevedad, de una manera concisa y ligera, será una fantasía con más o menos esprit, pero sin alcance ni verosimilitud, mientras que, si la detallo y la desarrollo, parecerá que creo en mi historia, y puede ser algo serio e incluso pavoroso».
El proceso, de Kafka, partió de un desafío artístico muy similar. El primer capítulo (el que Kafka leyó a sus amigos, quienes se lo pasaron muy bien) podría entenderse (por otra parte con razón) como una simple historia divertida, una broma: un tal K. es sorprendido una mañana en su cama por dos señores muy corrientes que le anuncian, sin motivo alguno, que está arrestado, aprovechan para desayunar y se comportan en su habitación con una arrogancia tan natural que K., en camisa de dormir, tímido y torpe, no sabe qué hacer. Si, más tarde, Kafka no hubiera sabido darle a éste continuidad en otros capítulos, cada vez más negros, nadie se extrañaría hoy de que sus amigos se lo hubieran pasado tan bien. Pero Kafka no quería escribir (retomo los términos de Flaubert) «una fantasía con más o menos esprit», quería dar a esa situación divertida un «alcance» mayor, quería «detallarla y desarrollarla», insistir sobre su «verosimilitud» para poder «creerse esa historia» y convertirla así en «algo serio e incluso pavoroso». Quería descender hasta el fondo negro de una broma.
Bouvard y Pécuchet, dos jubilados decididos a apropiarse de todos los saberes, son personajes de una broma, pero al mismo tiempo son personajes de un misterio; tienen conocimientos mucho más ricos no sólo que los de las personas que los rodean, sino que de los de todos los lectores que lean esa historia. Conocen hechos, teorías que les conciernen, incluso la argumentación contraria a esas teorías. ¿Tienen por ello una mente de loro y no hacen más que repetir lo que han aprendido? Ni siquiera eso es cierto; manifiestan con frecuencia un sorprendente sentido común y les damos enteramente la razón cuando se sienten superiores a las personas a quienes frecuentan, cuando se indignan por su necedad y se niegan a tolerarla. Sin embargo, nadie duda de que son necios. Pero ¿por qué nos parecen necios? ¡Intenten definir su necedad! ¡Intenten, por otra parte, definir la necedad en sí! ¿Qyé es a fin de cuentas la necedad? La razón es capaz de desenmascarar el mal que se oculta pérfidamente tras una hermosa mentira. Pero, ante la necedad, la razón se muestra impotente. No hay nada que desenmascarar. La necedad no lleva máscaras. Está ahí, inocente. Sincera. Al desnudo. Es indefinible.
Veo ante mí al gran trío hugoniano, Lantenac, Cimourdain, Gauvain, tres héroes íntegros a quienes ningún interés personal podía desviar de la recta línea, y me pregunto: ¿no será la necedad la que les da la fuerza de persistir en su opinión, sin la menor duda, sin la menor vacilación? ¿Una orgullosa, digna necedad, como tallada en mármol? ¿Una necedad que acompaña a los tres, fielmente, como antaño una diosa del Olimpo acompañaba a sus héroes a la muerte?
Sí, es lo que pienso. La necedad no rebaja en absoluto la grandeza de un héroe trágico. Inseparable de la «naturaleza humana», está con el hombre constantemente y por todas partes: en la penumbra de los dormitorios y en las tribunas iluminadas de la Historia.
La burocracia según Stifter
Me pregunto quién fue el primero que descubrió el significado existencial de la burocracia. Probablemente, Adalbert Stifter. Si, en determinado momento de mi vida, Europa central no se hubiera convertido en mi obsesión, quién sabe si habría leído atentamente a ese viejo autor austriaco, quien, de entrada, me era más bien ajeno por su extensión, su didactismo, su moralismo, su castidad. No obstante, es el escritor clave de la Europa central del siglo XIX, ¡fruto eximio de esa época y de ese espíritu idílico y virtuoso que llamamos Biedermeier! La novela más importante de Stifter, El otoño de la vida (1857), es tan voluminosa como simple su historia: un joven, Heinrich, durante una excursión por la montaña, es sorprendido por unos nubarrones que anuncian tormenta. Busca refugio en una mansión cuyo propietario, un viejo aristócrata llamado Risach, lo acoge con hospitalidad y le brinda su amistad. Ese pequeño castillo lleva el hermoso nombre de Rosenhaus, la «casa de las rosas», y en adelante Heinrich volverá allí con regularidad, a razón de una o dos estancias al año; en el noveno año se casa con la ahijada de Risach y, con ello, se termina la novela.
El libro sólo desvela su sentido profundo hacia el final, cuando Risach toma aparte a Heinrich y, durante una larga conversación en privado, le cuenta la historia de su vida. Consiste en dos conflictos: uno, privado; el otro, social. Me detendré en el segundo:
Risach había sido en otros tiempos un alto funcionario. Un día, al comprobar que el trabajo en la administración iba en contra de su naturaleza, de sus gustos e inclinaciones, abandonó su puesto y se instaló en el campo, en su «casa de las rosas», para vivir en armonía con la naturaleza y los aldeanos, lejos de la política, lejos de la Historia.
Su ruptura con la burocracia no resulta de sus convicciones políticas o filosóficas, sino del conocimiento que tiene de sí mismo y de su incapacidad para ser funcionario. ¿Qué es un funcionario? Risach se lo explica a Heinrich, y, que yo sepa, es la primera (y magistral) descripción «fenomenológica» de la burocracia.
A medida que se ampliaba y aumentaba la administración, ésta tenía que contratar a un número cada vez mayor de empleados y, entre ellos, inevitablemente, a algunos incompetentes o muy incompetentes. Pasó, pues, a ser urgente la creación de un sistema que permitiera que las operaciones necesarias pudieran realizarse sin que la desigual competencia de los funcionarios las pervirtieran o las debilitaran. «Para aclararle mi pensamiento», sigue Risach, «diría que el reloj ideal debería construirse de tal manera que siguiera funcionando incluso si le cambiáramos las piezas, reemplazando las malas por buenas y las buenas por malas. Semejante reloj es, por supuesto, inconcebible. Pero la administración sólo puede existir precisamente de esta forma, y si no, en vista de la evolución que ha seguido, tiene que desaparecer,» No se le exige, pues, a un funcionario que comprenda la problemática de la que se ocupa su administración, sino que ejerza con el mayor celo distintas operaciones sin entenderlas, e incluso sin tratar de entender lo que ocurre en los despachos de al lado.
Risach no critica la burocracia, sólo explica por qué, tal como es él, no pudo dedicarle su vida. Le impidió ser funcionario su incapacidad de obedecer y trabajar por objetivos que se encontraban más allá de su horizonte. Y también «su respeto por las cosas tal como son en sí mismas» (die Ehifurcht vor den Dingen wie sie an sich sind), un respeto tan profundo que, durante unas negociaciones, ya no defendía lo que exigían sus superiores, sino lo que «las cosas exigían por sí mismas».
Y es que Risach es el hombre de lo concreto; ansía una vida en la que sólo hiciera trabajos cuya utilidad él pudiera comprender; en la que sólo frecuentaría a las personas de quienes conociera el nombre, la profesión, la casa, los hijos; en la que incluso percibiera y saboreara el tiempo bajo su aspecto más concreto: la mañana, el mediodía, el sol, la lluvia, la tormenta, la noche.
Su ruptura con la burocracia es una de las grandes rupturas del hombre con el mundo moderno. Una ruptura a la vez radical y apacible, como corresponde a la atmósfera idílica de esa extraña obra novelesca del Biedermeier.
El mundo violado del castillo y de la aldea
Max Weber fue el primer sociólogo para quien «el capitalismo y la sociedad moderna en general» se caracterizan ante todo por la «racionalización burocrática». No le parece que la revolución socialista (que, en la época, apenas era un proyecto) sea peligrosa ni saludable, le parece simplemente inútil por ser incapaz de resolver el principal problema de la modernidad, o sea, la «burocratización» (Bürokratisierung) de la vida social, que, según él, se prolongará inexorablemente cualquiera que sea el sistema de propiedad de los medios de producción.
Weber formula sus ideas sobre la burocracia entre 1905 y su muerte, en 1920. No me resisto a señalar que un novelista, en este caso Adalbert Stifter, fue conciente de la importancia fundamental de la burocracia cincuenta años antes que el gran sociólogo. Pero me niego a entrar en la controversia entre el arte y la ciencia sobre la prioridad de sus descubrimientos, ya que una y otra no apuntan hacia lo mismo. Weber hizo un análisis sociológico, histórico, político del fenómeno de la burocracia. Stifter se planteaba otra pregunta: ¿qué significa en concreto para un hombre vivir en un mundo burocratizado?, ¿cómo se transforma por ello su existencia?
Unos sesenta años después de El otoño de la vida, Kafka, también centroeuropeo, escribió El castillo. Para Stifter, el mundo del castillo y de la aldea representaba el oasis donde el viejo Risach se había refugiado para huir de su carrera de alto funcionario y vivir por fin feliz entre vecinos, animales, árboles, con las «cosas tal como son en sí mismas». Ese mundo, en el que se sitúan otras muchas prosas de Stifter (y de sus discípulos), pasó a ser para Europa central el símbolo de una vida idílica e ideal. ¡Es ese mundo precisamente, un castillo con su apacible aldea, el que Kafka, lector de Stifter, invade con oficinas, con un ejército de funcionarios, con una avalancha de expedientes! Con crueldad, viola el símbolo sagrado de la idílica antiburocracia imponiéndole precisamente un significado opuesto: el de la victoria total de la burocratización total.
El sentido existencial del mundo burocratizado
Hace mucho tiempo que la rebelión de Risach, su ruptura con la vida de funcionario, es ya imposible. La burocracia ha pasado a ser omnipresente y en ninguna parte se la puede ya eludir; en ninguna parte encontraremos una «casa de las rosas» para vivir en ella en íntimo contacto con las «cosas tal como son en sí mismas». Hemos pasado del mundo de Stifter al mundo de Kafka.
Antaño, cuando mis padres salían de vacaciones, compraban los billetes en la estación diez minutos antes de la salida del tren; se alojaban en un hotel rural, donde, el último día, pagaban la factura al contado. Todavía vivían en el mundo de Stifter.
Mis vacaciones transcurren en un mundo muy distinto: compro los billetes con dos meses de antelación haciendo cola en la agencia de viajes; allí, una burócrata se ocupa de mí y llama a Air France, donde otros burócratas, con quienes nunca estableceré contacto, me adjudican una plaza en un avión y registran mi nombre con un número en una lista de pasajeros; reservo por anticipado una habitación llamando por teléfono a un recepcionista que inscribe mi petición en un ordenador e informa de ella a su propia pequeña administración; el día de mi partida, los burócratas de un sindicato, después de muchos debates con los burócratas de Air France, declaran una huelga. Tras innumerables llamadas telefónicas, que corren de mi cuenta, sin excusarse (nadie se excusaba nunca ante K.; la administración está más allá de la cortesía), Air France me devuelve el dinero y compro un billete de tren; durante mis vacaciones, lo pago todo con una tarjeta de crédito y cada una de mis cenas queda registrada en el banco en París; de ese modo quedo expuesto a otros burócratas, por ejemplo los del fisco, o, en caso de ser sospechoso de algún crimen, de la policía. Para mis cortas vacaciones, se pone en movimiento toda una brigada de burócratas de mi propia vida (rellenando cuestionarios, enviando reclamaciones, ordenando documentos en mis propios archivos).
La diferencia entre la vida de mis padres y la mía es llamativa; la burocracia se ha infiltrado en todo el tejido de la vida. «Nunca antes K. había visto en ninguna parte la administración y la vida hasta tal punto imbricadas, tan imbricadas estaban que a veces se tenía la sensación de que la administración y la vida habían tomado el lugar la una de la otra» (El castillo). De golpe, todos los conceptos de la existencia cambiaron de sentido:
El concepto de libertad: ninguna institución prohíbe al agrimensor K. hacer lo que quiera; pero, con toda su libertad, ¿qué puede hacer realmente? ¿Qué puede un ciudadano, con todos sus derechos, cambiar en su entorno más cercano, en el aparcamiento que le han construido debajo de su casa, ante el altavoz ululante que le instalan bajo sus ventanas? Su libertad es tan ilimitada como impotente.
El concepto de vida privada: nadie tiene la intención de impedir que K. se acueste con Frieda, aunque ésta sea la amante del omnipotente Klamm; no obstante, a todas partes lo siguen los ojos del castillo, y sus coitos son perfectamente observados y anotados; los dos ayudantes que le han asignado están ahí para eso. Cuando K. se queja de que son inoportunos, Frieda protesta: «Querido, ¿qué tienes contra tus ayudantes? No tenernos nada que ocultarles». Nadie cuestionará nuestro derecho a la vida privada, pero ésta ya no es lo que era: ningún secreto la protege; dondequiera que estemos, nuestro rastro permanece en los ordenadores; «no tenernos nada que ocultar», dice Frieda; ya ni siquiera exigimos el secreto; la vida privada ya no exige ser privada.
El concepto de tiempo: cuando un hombre se opone a otro, dos tiempos iguales se oponen: dos tiempos limitados de vida perecedera. Ahora bien, hoy ya no nos enfrentamos unos a otros, sino a administraciones cuya existencia nada sabe de la juventud, la vejez, el cansancio, la muerte, y que transcurre fuera del tiempo humano; el hombre y la administración viven dos tiempos distintos. Leo en un periódico la historia trivial de un pequeño industrial francés en quiebra porque su deudor no le ha pagado sus deudas. Se siente inocente, quiere defenderse apelando a la justicia, pero enseguida renuncia: su caso no podría fallarse antes de cuatro años; el procedimiento es largo, su vida es corta. Lo cual me remite al negociante Block de El proceso, de Kafka: la instrucción de su caso languidece desde hace cinco años y medio sin ningún juicio; entretanto, ha tenido que abandonar sus negocios porque «en cuanto quieres hacer algo por tu proceso, ya no puedes ocuparte de nada más». No es la crueldad lo que aplasta al agrimensor K., sino el tiempo no humano del castillo; el hombre pide audiencias, el castillo las aplaza; el litigio se prolonga, la vida se acaba.
Y está la aventura: antaño, esta palabra expresaba la exaltación de la vida concebida como libertad; una valiente decisión individual desataba una sorprendente cadena de acciones, todas libres y deliberadas. Pero ese concepto de aventura no corresponde al que vive K. Éste llega a la aldea porque, por una serie de malentendidos entre dos oficinas del castillo, se le envió por error una citación. Es un error administrativo, y no su voluntad, la que desató su aventura, que no tiene nada que ver, ontológicamente, con la de un Don Quijote o un Rastignac. Por culpa de la inmensidad del aparato administrativo, los errores se hacen estadísticamente inevitables; la utilización de ordenadores los hace aún más indetectables y aún más irreparables. En nuestras vidas, donde todo está planificado, determinado, el único imprevisto posible es un error de la máquina administrativa, con sus consecuencias inesperadas. El error burocrático pasa a ser la única poesía (poesía negra) de nuestra época.
El concepto de aventura está emparentado con el de lucha: K. emplea con frecuencia esta palabra cuando habla de su pelea con el castillo. Pero ¿en qué consiste su lucha? En algunos encuentros vanos con burócratas yen una larga espera. Ninguna lucha cuerpo a cuerpo; nuestros adversarios no tienen cuerpo: seguros, seguridad social, cámara de comercio, justicia, fisco, policía, gobierno civil, ayuntamiento. Luchamos pasando horas y horas en oficinas, salas de espera, archivos. Al final de la lucha ¿qué nos espera? ¿Una victoria? A veces. Pero ¿qué es una victoria? Según el testimonio de Max Brod, Kafka imaginaba el siguiente final para El castillo: después de todas sus preocupaciones, K. muere de agotamiento; yace en su lecho de muerte cuando (cito a Brod) «llega la decisión del castillo según la cual no tiene realmente derecho de ciudadanía en la aldea, pero que aun así se le autoriza a vivir y trabajar allí en atención a ciertas circunstancias accesorias».
Las edades de la vida disimuladas detrás del telón
Dejo desfilar ante mí las novelas de las que me acuerdo e intento precisar la edad de sus protagonistas. Curiosamente, son todos más jóvenes que en mi memoria. Y eso porque no representaban para sus autores la situación específica de una edad, sino más bien una situación humana en general. Al final de sus aventuras, y después de comprender que ya no queda vivir en el mundo que lo rodea, Fabricio del Dongo se va a la cartuja. Siempre me ha gustado esta conclusión. Salvo que Fabricio es todavía muy joven. ¿Cuánto tiempo soportaría un hombre de su edad vivir en una cartuja, por muy dolorosamente decepcionado que esté? Stendhal eludió este asunto haciendo que Fabricio se muera tras un solo año de reclusión. Mishkin tiene veintiséis años, Rogozhin veintisiete, Nastasia Filípovna veinticinco, Aglaia sólo tiene veinte y es precisamente ella, la más joven, quien al final destruirá, con sus irracionales iniciativas, la vida de todos los demás. Sin embargo, no se examina la inmadurez en sí de estos personajes. Dostoievski nos cuenta el drama de los seres humanos, no el drama de la juventud.
Rumano de nacimiento, Cioran, a sus veintiséis años, se instala en París en 1937; diez años después, publica su primer libro escrito en francés y se convierte en uno de los grandes escritores franceses de su tiempo. En los años noventa, Europa, tan indulgente antaño con el incipiente nazismo, se lanza contra las sombras de éste con valiente combatividad. Llega el tiempo del gran arreglo de cuentas con el pasado, y las opiniones fascistas del joven Cioran de la época en que vivía en Rumania se ponen, de repente, de actualidad. En 1995, muere a los ochenta y cuatro años. Abro un gran periódico parisiense: en dos páginas, un despliegue de artículos necrológicos. Nada sobre su obra; es su juventud rumana lo que dio náuseas, fascinó, indignó e inspiró a sus escribas fúnebres. Revistieron el cadáver de un gran escritor francés con un traje folclórico rumano y lo obligaron, en su ataúd, a levantar el brazo en un saludo fascista.
Poco tiempo después, leí un texto que Cioran había escrito en 1949, cuando tenía treinta y ocho años: «… No podía siquiera imaginarme mi pasado; y, cuando ahora pienso en él, me parece recordar los años de otro. Y reniego de ese otro, todo mi “yo mismo” está en otro lugar, a mil leguas del que fue». Y más adelante: «… cuando vuelvo a pensar (…) en todo el delirio de mi yo de entonces, me deja estupefacto enterarme de que aquel extraño era yo».
Lo que me interesa de ese texto es el asombro del hombre que no logra encontrar vínculo alguno entre su «yo» presente y el de antaño, que se queda estupefacto ante el enigma de la identidad. Pero, me dirán, ¿es este asombro sincero? ¡Claro que sí! En una versión más corriente, todo el mundo sabe eso: ¿cómo pudo usted tomar en serio tal tendencia filosófica (religiosa, artística, política)?, o (más trivialmente): ¿cómo pudo enamorarse de una mujer tan tonta (o de un hombre tan estúpido)? Ahora bien, así como, para la mayoría de las personas, la juventud pasa rápido y sus extravíos no dejan huella, la de Cioran ha quedado petrificada; no puede uno burlarse de un amante ridículo y del fascismo con la misma sonrisa condescendiente.
Estupefacto, Cioran miró atrás en su pasado y tuvo un arrebato (sigo citando el mismo texto de 1949): «La desdicha es cosa de jóvenes. Son ellos los que promueven doctrinas intolerantes y las llevan a la práctica; son ellos quienes necesitan sangre, gritos, tumulto y barbarie. En la época en que era joven, toda Europa creía en la juventud, toda Europa la empujaba a la política, a los asuntos de Estado».
¡Cuántos Fabricios del Dongo, Aglaias, Nastasias, Mishkins veo a mi alrededor! Están todos al principio de un viaje hacia lo desconocido; sin duda alguna, van errabundos; pero ese vagar suyo es singular; vagan sin saber que vagan; porque su inexperiencia es doble: desconocen el mundo y se desconocen a sí mismos; sólo cuando la hayan visto con la distancia de la edad adulta estarán capacitados para comprender la noción misma de vagar. De momento, al ignorar por completo la mirada que el porvenir lanzará un día sobre su pasada juventud, defienden sus convicciones con más agresividad que la que un hombre adulto, que ya pasó por la experiencia de la fragilidad de las certezas humanas, utiliza para defender las suyas.
El arrebato de Cioran contra la juventud traiciona una evidencia: desde cada observatorio levantado sobre la línea trazada entre el nacimiento y la muerte, el mundo aparece distinto y se transforman las actitudes de quienes se detienen allí a observar; ¡nadie comprenderá al otro sin ante todo comprender su edad! Sí, ¡es tan evidente, oh, tan evidente! Pero sólo las pseudoevidencias ideológicas son visibles de entrada. Cuanto más evidente es una evidencia existencial, menos visible es. Las edades de la vida se disimulan tras el telón.
Libertad de la mañana, libertad de la noche
Cuando Picasso pintó su primer cuadro cubista, tenía veintiséis años: en el mundo entero, muchos otros pintores se unieron a él y lo siguieron. Si un sexagenario se hubiera precipitado a imitarle haciendo cubismo, habría aparecido (y con razón) como un personaje grotesco. Porque la libertad de un joven y la libertad de un viejo son dos continentes que nunca se encuentran.
«De joven eres fuerte en grupo; de viejo, en soledad», escribió Goethe (el Goethe viejo) en un epigrama. En efecto, cuando los jóvenes se ponen a atacar ideas establecidas, formas consabidas, les gusta agruparse en bandos; cuando Derain y Matisse, a principios de siglo, pasaban juntos largas semanas en las playas de Collioure, pintaban cuadros que se parecían, marcados por la misma estética fauve; sin embargo, ninguno de los dos se sentía epígono del otro; y, en efecto, no lo era ninguno de los dos.
En alegre solidaridad, los surrealistas saludaron en 1924 la muerte de Anatole France con una necrológica-panfleto memorablemente necia: «¡A tus semejantes, cadáver, no los queremos!», escribía Éluard con veintinueve años de edad. «Con Anatole France se va un poco el servilismo humano. ¡Que sea festivo el día en que enterramos el ardid, el tradicionalismo, el patriotismo, el oportunismo, el escepticismo, el realismo y la falta de corazón!», escribía Breton, con veintiocho años. «¡Que el que acaba de palmarla (…) se pierda a su vez en agua de borrajas! Poca cosa queda de un hombre; y es indignante imaginar que éste, quiérase o no, haya existido», escribía Aragon, con veintisiete años.
Me vuelven las palabras de Cioran a propósito de los jóvenes y de su necesidad «de sangre, gritos, tumulto…»; pero me apresuro a añadir que esos jóvenes poetas que meaban sobre el cadáver de un gran novelista no dejaban por ello de ser auténticos poetas, poetas admirables; su genio y su necedad brotaban de la misma fuente. Eran violentamente (líricamente) agresivos con el pasado, y con la misma violencia (lírica) se entregaban al porvenir, del que se consideraban los mandatarios y que pareda bendecirles su alegre orina colectiva.
Luego llega el momento en que Picasso es viejo. Está solo, abandonado por su grupo, abandonado también por la historia de la pintura, que, entretanto, ha tomado otra dirección. Sin pesar, con un placer hedonista (nunca su pintura desbordó hasta tal punto de buen humor), se instala en la casa de su arte, a sabiendas de que lo nuevo no sólo se encuentra por delante en el gran camino, sino también a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo, detrás, en todas las direcciones posibles de su mundo, inimitable, que no le pertenece sino a él (porque ya nadie lo imitará: los jóvenes imitan a los jóvenes; los viejos no imitan a los viejos).
No es fácil para un joven artista innovador seducir a un público y hacerse querer. Pero cuando, más tarde, inspirado por su libertad otoñal, transforme una vez más su estilo y abandone la imagen que se hacían de él, el público dudará en seguirle. Federico Fellini, relacionado con los jóvenes del cine italiano (aquel gran cine que ya no existe), gozó durante mucho tiempo de unánime admiración; Amarcord (1973) fue la última película suya sobre cuya belleza lírica todo el mundo estaba de acuerdo. Luego, su fantasía se desencadena aún más y su mirada se agudiza; su poesía pasa a ser antilírica; su modernidad, antimoderna; las películas de sus quince últimos años son un retrato implacable del mundo en que vivimos: Casanova (imagen de una sexualidad ostentosa, que alcanza límites grotescos); Ensayo de orquesta; La ciudad de las mujeres; Y la nave va (una despedida de Europa, cuya nave se encamina hacia la nada, acompañada de arias de ópera); Ginger y Fred; Entrevista (gran despedida del cine, del arte moderno, del arte a secas); La voz de la luna (despedida final). Las tertulias, la prensa, el público (e incluso los productores), irritados en esos años por su estética tan exigente y por su visión desencantada del mundo contemporáneo, le dan la espalda; ya sin deber nada a nadie, saborea «la alegre irresponsabilidad» (lo cito a él) de una libertad que no había conocido hasta entonces.
Durante sus diez últimos años, Beethoven ya no espera nada de Viena, de su aristocracia, de sus músicos, que le rinden honores pero que ya no lo escuchan; él tampoco los escucha a ellos, aunque sólo sea porque está sordo; está en la cumbre de su arte; sus sonatas y sus cuartetos no se parecen a nada anterior; están lejos del clasicismo por la complejidad de su construcción sin acercarse por ello a la fácil espontaneidad de los jóvenes románticos; en la evolución de la música, tomó una dirección que nadie había seguido; sin discípulos, sin sucesores, la obra de su libertad otoñal es un milagro, una isla.