La estética y la existencia
¿Dónde buscar los motivos más profundos por los que los hombres sienten simpatía o antipatía los unos por los otros, y pueden o no ser amigos? En El hombre sin atributos, Clarisa y Walter son viejos conocidos de Ulrich. Aparecen por primera vez en la escena de la novela en que Ulrich entra en la casa de ellos y los ve tocar a cuatro manos el piano. «Ese ídolo corto de patas, de morro prominente, cruce de buldog y pachón», ese terrible «megáfono por el cual el alma grita al Todo como un ciervo en celo»; el piano representa para Ulrich todo lo que más detesta.
Esta metáfora aclara la insuperable falta de entendimiento entre él y la pareja; una falta de entendimiento que parece arbitraria e injustificable, ya que no proviene de ningún conflicto de intereses y no es ni política, ni ideológica, ni religiosa; es hasta tal punto inasible que sus raíces ahondan muy profundamente, hasta los fundamentos estéticos de sus personas; la música, recordemos lo que dice Hegel, es la más lírica de las artes; más lírica que la propia poesía lírica. Ulrich se topará a lo largo de la novela con el lirismo de sus amigos.
Más tarde, Clarisa comienza a hacer suya la causa de Moosbrugger, un asesino condenado a la pena de muerte al que la sociedad mundana quiere salvar intentando demostrar que está loco y que, por lo tanto, es inocente. «Moosbrugger es como la música», va repitiendo Clarisa por todas partes, y mediante esta sentencia ilógica (intencionadamente ilógica porque le corresponde al espíritu lírico presentarse mediante frases ilógicas) su alma grita al universo su compasión. Ulrich permanece frío ante ese grito. No porque desee la pena de muerte para un alienado, sino porque no soporta la histeria lírica de sus defensores.
Los conceptos estéticos sólo empezaron a interesarme cuando percibí sus raíces existenciales; cuando los comprendí como conceptos existenciales; porque tanto la gente sencilla como la refinada, inteligente o tonta, se enfrenta constantemente en su vida con lo bello, lo feo, lo sublime, lo cómico, lo trágico, lo lírico, lo dramático, la acción, las peripecias, la catarsis o, por hablar de conceptos menos filosóficos, con la agelastia, con el kitsch, con lo vulgar; todos estos conceptos son pistas que conducen a distintos aspectos de la existencia inaccesibles por cualquier otro medio.
La acción
El arte épico tiene sus raíces en la acción, y la sociedad ejemplar en la que la acción podía manifestarse con plena libertad era la de la época heroica griega; lo dice Hegel y lo demuestra con la Ilíada: aunque Agamenón es el rey de reyes, otros reyes y príncipes se han agrupado libremente a su alrededor y son libres, a semejanza de Aquiles, de alejarse de la batalla. También la población siguió voluntariamente a sus príncipes; no había leyes que la obligaran a ello; sólo los impulsos personales, el sentido del honor, el respeto, la humildad ante el más fuerte, la fascinación que ejercía el coraje de un héroe, etcétera, determinaban el comportamiento de la gente. Tanto la libertad de participar en la lucha como la libertad de desertar garantizaban a cada cual su independencia. Así pues, la acción conservó un carácter personal y, por tanto, su forma poética.
Hegel opone a ese mundo arcaico, cuna de la epopeya, la sociedad de su propio tiempo, organizada en Estado, dotada de una constitución, de leyes, de justicia, de una administración omnipotente, de ministerios, de una policía, etcétera; esta sociedad impone sus principios morales al individuo, cuyo comportamiento queda así determinado mucho más por voluntades anónimas externas que por su propia personalidad. La novela nació en este mundo. Al igual que antaño la epopeya, ella también tiene sus raíces en la acción. Pero, en una novela, la acción se torna más problemática, aparece como una pregunta múltiple: ¿es todavía acción cuando resulta de la obediencia?, ¿cómo distinguir la acción de los gestos repetitivos de la rutina?, y ¿qué quiere decir in concreto la palabra «libertad» en el mundo moderno burocratizado, en el que son ínfimas las posibilidades de actuar?
James Joyce y Kafka fueron hasta el límite extremo de estas preguntas. El gigantesco microscopio joyciano agranda desmesuradamente cada minúsculo gesto cotidiano y transforma así un único día architrivial de Bloom en una gran odisea moderna. Contratado como agrimensor, K llega a una aldea dispuesto a luchar por su derecho a vivir allí; pero el resultado de su lucha será desastroso: después de infinitos tropiezos, sólo conseguirá entregar sus reclamaciones a un impotente alcalde de pueblo y luego a un soñoliento funcionario subalterno; nada más; al lado de la odisea moderna de Joyce, El castillo, de Kafka, es una ilíada moderna. Una odisea y una ilíada soñadas sobre el envés del mundo épico, cuyo lugar era ya inaccesible.
Ciento cincuenta años antes, Laurence Sterne ya había captado este carácter problemático y paradójico de la acción; en Tristram Shandy, sólo hay acciones infinitesimales; a lo largo de varios capítulos, el padre de Shandy intenta, con la mano izquierda, sacarse el pañuelo de su bolsillo derecho mientras, a la vez, con la mano derecha, trata de quitarse la peluca de la cabeza; durante varios capítulos, el doctor Slop se afana por deshacer los nudos, demasiados y demasiado apretados, de la bolsa donde están los instrumentos quirúrgicos destinados a traer al mundo a Tristram. Esta ausencia de acción (o esta miniaturización de la acción) está tratada con una sonrisa idílica (sonrisa que no comparten ni Joyce ni Kafka y que permanecerá sin igual en toda la historia de la novela). Creo ver en esta sonrisa una radical melancolía: quien actúa quiere vencer; quien vence trae sufrimientos al otro; la renuncia a la acción es el único camino hacia la felicidad y la paz.
Los agelastos
Mientras que los que afectan «gran seriedad» la ostentan por todas partes a su alrededor, el pastor Yorick, un personaje de Tristram Shandy, no ve en ello sino engaño, «un manto que encubre la ignorancia o la sandez». La rebate cuanto puede con comentarios «ingeniosos, llenos de humor». Esta «imprudente manera de mostrarse ingenioso» es peligrosa; «por cada diez chascarrillos se gana un centenar de enemigos», hasta tal punto que un día, ya sin ánimos de resistir a la venganza de los agelastos, «arroja la espada» y acaba muriendo «traspasado de dolor». Sí, así es como, mientras cuenta la historia de su Yorick, Laurence Sterne emplea la palabra «agelastos». Es el neologismo que creó Rabelais a partir del griego para designar a los que no saben reír. A Rabelais le horrorizaban los agelastos, por cuya culpa, según sus propias palabras, estuvo a punto «de no escribir ni jota». La historia de Yorick es un guiño fraternal que Sterne hace a través de los siglos a su maestro.
Hay personas a quienes admiro por su inteligencia, a las que estimo por su honestidad, pero con quienes no me siento a gusto: censuro mis comentarios para no ser mal interpretado, para no parecer cínico, para no herirlas con una palabra demasiado atrevida. Ellas no viven en paz con lo cómico. No se lo reprocho: su agelastia está profundamente anclada en ellas y no lo pueden remediar. Pero yo tampoco puedo remediarlo y, aun sin odiarlas, las evito de lejos. No quiero acabar como el pastor Yorick.
Todo concepto estético (y la agelastia lo es) plantea una problemática sin fin. A aquellos que antaño lanzaban contra Rabelais anatemas ideológicos (teológicos) los incitaba algo todavía más profundo que la fidelidad a un dogma abstracto. Los sacaba de quicio un desacuerdo estético: el desacuerdo visceral con lo no serio; la indignación contra el escándalo de una risa desplazada. Si los agelastos tienden a ver en toda broma un sacrilegio es porque, en efecto, toda broma es un sacrilegio. Hay una incompatibilidad irremediable entre lo cómico y lo sagrado, y sólo nos queda preguntarnos dónde empieza y dónde acaba lo sagrado. ¿Estará confinado sólo en el Templo o, al extender más allá su dominio, también hace suyos los llamados grandes valores laicos, la maternidad, el amor, el patriotismo, la dignidad humana? Aquellos para quienes la vida es, por entero, sin restricciones, sagrada reaccionan ante cualquier broma con irritación, encubierta o no, porque en toda broma aparece lo cómico, que, en sí, es un ultraje al carácter sagrado de la vida.
No se entenderá lo cómico sin entender a los agelastos. Su existencia otorga a lo cómico su plena dimensión, lo señala como un desafio, un riesgo, revela su esencia dramática.
El humor
En el Quijote se oye una risa que parece salida de las farsas medievales: uno se ríe del caballero que lleva una bacía a modo de yelmo, se ríe del escudero que recibe una paliza. Pero, además de este tipo de comicidad, muchas veces estereotipada, muchas veces cruel, Cervantes nos hace saborear una comicidad muy diferente, mucho más sutil:
Un amable hidalgo aldeano invita a Don Quijote a su morada, donde vive con su hijo, que es poeta. El hijo, más lúcido que su padre, percibe enseguida que el invitado está loco y se recrea guardando ostensiblemente cierta distancia. Luego Don Quijote incita al joven a que le recite su poesía; éste se apresura a hacerle caso, y Don Quijote hace un elogio grandilocuente de su talento; feliz, halagado, el hijo queda deslumbrado por la inteligencia del invitado y olvida en el acto su locura. ¿Quién es, pues, el loco? ¿El loco que elogia al lúcido o el lúcido que cree en el elogio del loco? Entramos aquí en el ámbito de otra comicidad, más refinada e infinitamente valiosa. No nos reímos porque alguien queda en ridículo, porque es motivo de burla o es incluso humillado, sino porque se descubre, súbitamente, una realidad en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente, el hombre que está frente a nosotros no es lo que cree ser. He aquí el humor (el humor que, para Octavio Paz, es el «gran invento» de los tiempos modernos que debemos a Cervantes).
El humor no es una chispa efímera que salta cuando una situación tiene un desenlace cómico o cuando un relato quiere hacernos reír. Su luz discreta abarca todo el entero paisaje de la vida. Intentemos ver por segunda vez, como si rebobináramos una película, la escena que acabo de contar: el amable hidalgo lleva a Don Quijote a su morada y lo presenta a su hijo, que de entrada manifiesta su reserva y su superioridad al extravagante invitado. Pero esta vez, ya estamos advertidos: ya hemos presenciado la felicidad narcisista del joven en el momento en que Don Quijote elogia sus poemas; cuando volvernos a ver ahora el comienzo de la escena, el comportamiento del hijo nos parece enseguida pretencioso, inapropiado para su edad, o sea, cómico desde el inicio. Así es como ve el mundo un hombre adulto que tiene tras de sí mucha experiencia de la «naturaleza humana» (que mira la vida con la impresión de volver a ver películas ya vistas) y que, desde hace mucho tiempo, ha dejado de tomar en serio la seriedad de los hombres.
¿Y si lo trágico nos hubiera abandonado?
Tras dolorosas experiencias, Creonte comprendió que los responsables de la ciudad tienen el deber de domar sus pasiones personales; con esta convicción se enfrenta a Antígona, que defiende contra él los derechos, no menos legítimos, del individuo. Él se muestra intransigente, ella muere, y él, destrozado por su culpabilidad, desea «no volver a ver nunca más un amanecer». Antígona inspiró a Hegel su magistral meditación sobre lo trágico: dos antagonistas se enfrentan, cada uno inseparablemente atado a una verdad que es parcial, relativa, pero que, considerada en sí misma, queda totalmente justificada. Cada uno está dispuesto a sacrificar su vida por ella, pero no puede hacer que triunfe sino al precio de la completa derrota del adversario. De modo que los dos son a la vez justos y culpables. Ser culpables honra a los grandes personajes trágicos, dijo Hegel. La conciencia profunda de la culpabilidad hace posible una futura reconciliación.
Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha del bien y del mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero la vitalidad del maniqueísmo moral es invencible: recuerdo una adaptación de Antígona que vi en Praga, inmediatamente después de la guerra; al liquidar lo trágico en la tragedia, el autor de la adaptación había convertido a Creonte en un malvado fascista enfrentado a la joven heroína de la libertad.
Semejantes actualizaciones políticas de Antígona estuvieron muy de moda después de la segunda guerra mundial. Hitler no sólo trajo indecibles horrores a Europa, sino que la expolió de su sentido trágico. Al igual que la lucha contra el nazismo, toda la historia política contemporánea fue, a partir de entonces, vista y vivida como una lucha del bien contra el mal. Las guerras, las guerras civiles, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo. ¿Es acaso una regresión? ¿Una recaída en la fase pretrágica de la humanidad? Pero, en tal caso, ¿quién ha hecho esta regresión? ¿La Historia misma, usurpada por unos criminales? ¿O nuestra manera de entender la Historia? Me digo con frecuencia: lo trágico nos ha abandonado; y éste es, tal vez, nuestro verdadero castigo.
El desertor
Homero no pone en duda los motivos que llevaron a los griegos a asediar la ciudad de Troya. Pero cuando Eurípides, a varios siglos de distancia, echa una mirada sobre esa misma guerra, ya está lejos de admirar a Helena y pone en evidencia la desproporción entre el valor de esa mujer y los miles de vidas sacrificadas en su nombre. En Orestes, le hace decir a Apolo: «Los dioses dispusieron que Helena fuera tan bella sólo para crear un conflicto entre griegos y troyanos, y, con esa carnicería, aliviar la tierra del exceso de mortales que la entorpecían». De repente, todo queda claro: el sentido de la guerra más célebre no tenía nada que ver con una gran causa cualquiera; su única meta era la matanza. Pero, en tal caso, ¿podemos hablar todavía de lo trágico?
Pregunten a la gente cuál fue el verdadero motivo de la guerra del 14. Nadie sabrá responder, aunque tan gigantesca carnicería está en el origen de todo el siglo que acaba de terminar y de todo su mal. ¡Si al menos pudiéramos decir que los europeos se mataron entre sí para salvar el honor de un cornudo!
Eurípides no llegó al punto de encontrar cómica la guerra de Troya. Ese paso lo dio una novela. El soldado Schwejk, de Hasek, se siente tan poco vinculado a los objetivos de la guerra que ni siquiera los cuestiona; no los conoce; no intenta conocerlos. La guerra es atroz, pero no la toma en serio. Lo que carece de sentido no se toma en serio.
Hay momentos en que la Historia, sus grandes causas, sus héroes pueden parecer irrisorios e incluso cómicos, pero es difícil, inhumano, incluso sobrehumano, verlos así de un modo duradero. Tal vez sean capaces de ello los desertores. Schwejk es un desertor. No en el sentido jurídico del término (el que deja ilegalmente el ejército), sino en el sentido de su total indiferencia hacia el gran conflicto colectivo. Desde todos los puntos de vista, político, jurídico, moral, el desertor se vuelve poco grato, condenable, emparentado con los cobardes y los traidores. La mirada del novelista lo ve de otro modo; el desertor es aquel que se niega a conceder un sentido a las luchas de sus contemporáneos. Que se niega a encontrar grandeza trágica en las masacres. Aquel a quien le repugna participar como un bufón en la comedia de la Historia. Su visión de las cosas es muchas veces lúcida, muy lúcida, pero hace que su posición sea difícil de sostener; lo desolidariza de los suyos; lo aleja de la humanidad.
(Durante la guerra del 14, todos los checos se sentían ajenos a los objetivos por los que el Imperio habsburgués los enviaba al combate; Schwejk, rodeado de desertores, era, pues, un desertor de excepción: un desertor feliz. Cuando pienso en la enorme popularidad de la que goza todavía en su país, me viene la idea de que semejantes grandes situaciones colectivas, escasas, casi secretas, no compartidas por los demás, pueden llegar a otorgar su razón de ser a la existencia de una nación.)
La cadena trágica
Un acto, por inocente que sea, no expira en soledad. Provoca, como efecto, otro acto y pone en movimiento toda una cadena de acontecimientos. ¿Dónde termina la responsabilidad del hombre en relación con su acto que así se prolonga sin fin en una transformación incalculable y monstruosa? En el gran discurso que pronuncia al final de Edipo rey, Edipo maldice a aquellos que antaño salvaron el cuerpo del niño que era y del que sus padres querían deshacerse; maldice la bondad ciega que desencadenó un indecible mal; maldice esa cadena de actos donde la honestidad de la intención no desempeña ningún papel; maldice esa cadena infinita que ata juntos a todos los seres humanos y los convierte en una única humanidad trágica.
¿Es Edipo culpable? Esta palabra, tomada del vocabulario de los juristas, no tiene aquí sentido alguno. Al final de Edipo rey, él se revienta los ojos con los corchetes de la túnica de Yocasta, que se ha ahorcado. ¿Es por su parte un acto de justicia que él quiere aplicarse a sí mismo? ¿La voluntad de castigarse? ¿O es más bien un grito de desesperación? ¿Acaso el deseo de dejar de ver los horrores de los que ha sido el causante y, a la vez, el blanco? Así pues, ¿el deseo de la nada y no el de justicia? En Edipo en Colono, la última obra de teatro que nos ha quedado de Sófocles, Edipo, ya ciego, se defiende violentamente de las acusaciones de Creonte y proclama su inocencia ante la mirada aprobadora de Antígona, que lo acompaña.
Al haber tenido ocasión de observar antaño a hombres de Estado comunistas, pude comprobar, sorprendido, que eran a veces extremadamente críticos para con la realidad fruto de sus propios actos y que habían visto transformarse ante sus narices en una incontrolable cadena de consecuencias. Si eran de verdad tan lúcidos, me dirán ustedes, ¿por qué no dieron un portazo? ¿Acaso por oportunismo? ¿Por amor al poder? ¿Por miedo? Tal vez. Pero no podemos excluir que al menos a algunos de entre ellos les haya guiado el sentido de su responsabilidad para con un acto que en otro tiempo contribuyeron a soltar por el mundo y de cuya paternidad no querían renegar, siempre con la esperanza de que serían capaces de enmendarlo, de desviarlo, de volver a darle un sentido. Cuanto más ilusoria era esa esperanza, más se ponía en evidencia lo trágico de su existencia.
El infierno
En el décimo capítulo de Por quién doblan las campanas, Hemingway cuenta el día en que los republicanos (y con ellos es con quienes simpatiza como hombre y como autor) conquistaron una pequeña ciudad hasta entonces en manos de los fascistas. Condenan sin juicio a unas veinte personas y las abandonan en la plaza para que un grupo de hombres, previamente reunidos allí, y armados de mayales, horcas y guadañas, maten a los culpables. ¿Culpables? Sólo se les puede reprochar a la mayoría de éstos su pertenencia pasiva al bando fascista, de tal forma que los verdugos, gentes sencillas, que los conocen bien y que no los odian, se muestran al principio tímidos y reticentes; sólo bajo el efecto del alcohol y, luego, de la sangre se excitan hasta que la escena (¡su descripción detallada ocupa casi una décima parte de la novela!) termina con un atroz desencadenamiento de crueldad en el que todo se convierte en un infierno.
Los conceptos estéticos se transforman constantemente en interrogantes; me pregunto: ¿es trágica la Historia? Planteémonoslo de otra manera: ¿tiene la noción de lo trágico un sentido al margen del destino personal? Cuando la Historia pone en movimiento las masas, los ejércitos, los sufrimientos y las venganzas, ya no se pueden distinguir las voluntades individuales; el desbordamiento de las alcantarillas que sumergen el mundo se traga totalmente la tragedia.
Si acaso, podríamos buscar lo trágico sepultado bajo los escombros del horror, en el primer impulso de aquellos que tuvieron el valor de arriesgar sus vidas por su verdad.
Pero hay horrores debajo de los cuales ninguna excavación arqueológica encontraría el menor vestigio de lo trágico; sólo matanzas por dinero; o peor: por una ilusión; o peor aún: por una estupidez.
El infierno (el infierno en la tierra) no es trágico; el infierno es el horror sin ninguna huella de lo trágico.