Para comprender hay que comparar

Cuando Hermann Broch quiere centrarse en un personaje, capta ante todo su actitud esencial, para luego acercarse, progresivamente, a sus rasgos más particulares. De lo abstracto pasa a lo concreto. Esch es el protagonista de la segunda novela de Los sonámbulos. Por su esencia, dice Broch, es un rebelde. ¿Qué es un rebelde? La mejor manera de comprender un fenómeno, dice también Broch, es la de comparar. Broch compara al rebelde con el criminal. ¿Qué es un criminal? Es un conservador que cuenta con el orden tal como es y quiere instalarse en él, pues considera sus robos y fraudes una profesión que lo convierte en un ciudadano como todos los demás. El rebelde, por el contrario, lucha contra el orden establecido para someterlo a su propio dominio. Esch no es un criminal. Esch es un rebelde. Rebelde, dice Broch, como lo era Lutero. Pero ¿por qué hablo de Esch? ¡El que me interesa es el novelista! Y a éste ¿con quién compararlo?

El poeta y el novelista

¿Con quién comparar al novelista? Con el poeta lírico. El contenido de la poesía lírica, dice Hegel, es el propio poeta; otorga la palabra a su mundo interior para despertar así en sus oyentes los sentimientos, los estados de ánimo que están en él. E incluso si el poema trata de temas «objetivos», exteriores a su vida, «el gran poeta lírico se alejará rápidamente de, ellos y terminará por hacer su propio retrato» («stellt sich selber dar»).

La música y la poesía tienen una ventaja sobre la pintura: el lirismo (das Lyrische), dice Hegel. Y, en el lirismo, prosigue, la música puede ir aún más lejos que la poesía, ya que es capaz de captar los más secretos movimientos del mundo interior, inaccesibles a la palabra. Hay, pues, un arte, en este caso la música, que es más lírico que la propia poesía lírica. Podemos deducir por tanto que la noción de lirismo no se limita a una rama de la literatura (la poesía lírica), sino que designa cierta manera de ser, y que, desde este punto de vista, el poeta lírico es sólo la más ejemplar encarnación del hombre deslumbrado por su propia alma y por el deseo de que sea escuchada.

Desde hace tiempo, la juventud es para mí la edad lírica, o sea, la edad en la que el individuo, concentrado casi exclusivamente en sí mismo, es incapaz de ver, comprender, enjuiciar lúcidamente el mundo a su alrededor. Si partimos de esta hipótesis (necesariamente esquemática, pero que, como esquema, me parece acertada), el paso de la inmadurez a la madurez es la superación de la actitud lírica.

Si imagino la génesis de un novelista en forma de relato ejemplar, de «mito», esta génesis se me aparece como la historia de una conversión; Saulo se convierte en Pablo; el novelista nace sobre las ruinas de su mundo lírico.

Historia de una conversión

Busco en mi biblioteca Madame Bovary, en la edición de bolsillo de 1972. Hay dos prefacios, el de un escritor, Henry de Montherlant, y el de un crítico literario, Maurice Bardeche. Los dos creyeron de buen gusto distanciarse del libro, del que sólo otean la antecámara. Montherlant: «Ni esprit (…) ni novedad de pensamiento (…) ni vivacidad en la escritura, ni agudezas imprevistas, ni raza, ni singularidades: Flaubert carece de genio hasta un punto que parece poco creíble». Sin duda alguna, sigue diciendo, puede aprenderse algo de él, pero a condición de que no se le conceda más valor del que tiene y de que se sepa que no está hecho «de la misma pasta que un Racine, un Saint-Simon, un Chateaubriand, un Michelet».

Bardeche confirma ese veredicto y cuenta la génesis del Flaubert novelista: en septiembre de 1848, con veintisiete años, lee a un pequeño círculo de amigos el manuscrito de La tentación de san Antonio, su «gran prosa romántica», en la que (sigo citando a Bardeche) «depositó todo su corazón, todas sus ambiciones», todo su «gran pensamiento». La condena es unánime, y sus amigos le aconsejan deshacerse de sus «vuelos románticos», de sus «grandes movimientos líricos». Flaubert obedece y, tres años después, en septiembre de 1851, emprende Madame Bovary. Lo hace «sin placer», dice Bardeche, como «un castigo» contra el que «no deja de echar pestes y quejarse» en sus cartas: «Bovary me amodorra, Bovary me aburre, la vulgaridad del tema me da náuseas», etcétera.

Me parece inverosímil que Flaubert haya asfixiado «todo su corazón, todas sus ambiciones» sólo para seguir, de mala gana, la voluntad de sus amigos. No, lo que cuenta Bardeche no es la historia de una autodestrucción. Es la historia de una conversión. Flaubert tiene treinta años, el momento indicado para romper su crisálida lírica. Que luego se queje de que sus personajes son mediocres es el tributo que debe pagar por la pasión en que para él se ha convertido el arte de la novela y su campo de exploración, que es la prosa de la vida.

El grato fulgor de lo cómico

Después de una velada mundana en compañía de Madame Arnoux, de la que está enamorado, Frédéric, en La educación sentimental; embriagado por su porvenir, vuelve a casa y se detiene ante un espejo. Cito: «Se encontró bello y siguió mirándose por un minuto».

«Un minuto.» En esta medida precisa del tiempo está toda la enormidad de la escena. Se detiene, se mira, se encuentra bello. Durante todo un minuto. Sin moverse. Está enamorado, pero no piensa en la mujer que ama, deslumbrado como está por sí mismo. Se mira en el espejo. Pero no se ve mirándose en el espejo (como lo ve Flaubert). Está encerrado en su yo lírico y no sabe que el grato fulgor de lo cómico le ha iluminado a él y a su amor.

La conversión antilírica es una experiencia fundamental en el currículo de un novelista; alejado de sí mismo, se ve de pronto a distancia, sorprendido de no ser aquel por el que se tomaba. Tras esta experiencia, sabrá que ningún hombre es aquel por el que se toma, que ese malentendido es general, elemental, y que proyecta sobre la gente (por ejemplo sobre Frédéric, plantado ante el espejo) el grato fulgor de lo cómico. (Ese fulgor de lo cómico, descubierto de pronto, es la recompensa, discreta y valiosa, de su conversión.)

Emma Bovary, hacia el final de su historia, tras ser rechazada por los banqueros, abandonada por Léon, sube a la diligencia. Delante de la portezuela abierta, un mendigo «lanzaba una especie de aullido sordo». En este instante, ella «le echó por encima del hombro una moneda de cinco francos. Toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así».

Era realmente toda su fortuna. Había tocado fondo. Pero la última frase, que he puesto en cursiva, revela lo que Flaubert ha visto, pero de lo que Emma no era consciente: no sólo tuvo un gesto de generosidad, sino que se gustó al hacerlo; incluso en ese momento de auténtica desesperación, no dejó pasar la ocasión de exhibir su gesto, inocentemente, para ella misma, queriendo parecer hermosa. Un fulgor de tierna ironía ya no la dejará, incluso durante su caminar hacia la muerte, ya tan próxima.

El telón rasgado

Un telón mágico, tejido de leyendas, colgaba ante el mundo. Cervantes envió de viaje a Don Quijote y rasgó el telón. El mundo se abrió ante el caballero andante en toda la desnudez cómica de su prosa.

Al igual que una mujer que se maquilla antes de correr hacia su primera cita, el mundo, cuando acude a nosotros en el momento en que nacemos, ya está maquillado, enmascarado, preinterpretado. Y los conformistas no serán los únicos en no darse cuenta; los seres rebeldes, ávidos de oponerse a todo y a todos, no se dan cuenta de hasta qué punto ellos mismos son obedientes; sólo se rebelarán contra lo que ha sido interpretado (preinterpretado) como motivo digno de rebelión.

Delacroix copió la escena de su célebre cuadro La Libertad guiando al pueblo a partir del telón de la preinterpretación; una joven en una barricada, el rostro severo, los pechos desnudos que dan miedo; a su lado, un chiquillo con una pistola. Por mucho que no me guste ese cuadro, sería absurdo excluirlo de la gran pintura.

Pero una novela que ensalce semejantes poses convenidas, semejantes símbolos ya manidos, se excluye a sí misma de la historia de la novela. Porque, al rasgar el telón de la preinterpretación, Cervantes puso en marcha ese arte nuevo; su gesto destructor se refleja y se prolonga en cualquier novela digna de ese nombre; es la seña de identidad del arte de la novela.

La gloria

En Hugoliada, un panfleto contra Victor Hugo, Ionesco, a sus veintiséis años y todavía en Rumania, escribe: «La característica de la biografía de los hombres célebres es que han querido ser célebres. La característica de la biografía de todos los hombres es que no han querido o no han pensado en ser hombres célebres. (…) Un hombre célebre es asqueroso…».

Intentemos precisar los términos: el hombre pasa a ser célebre cuando el número de quienes lo conocen supera claramente el número de los que él mismo conoce. El reconocimiento del que goza un cirujano no es gloria: es admirado por sus pacientes, sus colegas, no por el público. Vive en equilibrio. La gloria es un desequilibrio. Hay profesiones que la llevan consigo fatal e inevitablemente: la de los políticos, las modelos, los deportistas, los artistas.

La gloria de los artistas es la más monstruosa de todas, porque implica la idea de inmortalidad. Es una trampa diabólica, porque la pretensión grotescamente megalómana de sobrevivir a la propia muerte está inseparablemente relacionada con la probidad del artista. Toda novela creada con auténtica pasión aspira de un modo natural al valor estético duradero, lo cual quiere decir que aspira al valor capaz de sobrevivir a su autor. Escribir sin esta ambición es puro cinismo: porque, mientras que un fontanero mediano es útil a la gente, un novelista mediano, que produce a conciencia libros efímeros, corrientes, convencionales, por tanto inútiles, nocivos y que estorban, sólo es digno de desprecio. Es la maldición del novelista: su honestidad está atada al potro infame de su megalomanía.

Han matado a mi Albertine

Ivan Blatny (muerto desde hace tiempo) es el poeta de la generación diez años mayor que yo al que más he admirado desde los catorce. En una de sus obras, un verso con nombre de mujer me volvía siempre a la memoria: «Albertinko, ty», que quiere decir: «Albertina, tú». Naturalmente, aludía a la Albertine de Proust. Este nombre pasó a ser en mi adolescencia el más hechizante de todos los nombres femeninos.

Entonces, no conocía de Proust más que el lomo de los cerca de veinte volúmenes de En busca del tiempo perdido en la traducción checa, alineados en la biblioteca de un amigo. Gracias a Blatny, gracias a su «Albertinko, ty», un día me sumergí en esa obra. Cuando llegué a Las muchachas en flor, la Albertine de Proust se confundió, imperceptiblemente, con la Albertina de mi poeta.

Los poetas checos adoraban la obra de Proust, pero desconocían su biografía. Ivan Blatny tampoco la conocía. Y sólo bastante tarde yo mismo perdí el privilegio de esta hermosa ignorancia al oír que Proust se había inspirado, para Albertine, en un hombre, un amor de Proust.

¡Pero qué más me da! Inspirada o no por él o ella, Albertine es Albertine, ¡y basta![2] ¡Una novela es producto de una alquimia que transforma a una mujer en hombre, a un hombre en una mujer, el lodo en oro, una anécdota en drama! ¡Esa alquimia divina es la que conforma la fuerza del novelista, el secreto, el esplendor de su arte!

Nada que hacer; por mucho que considere a Albertine una mujer inolvidable donde las haya, en cuanto me soplaron que su modelo era un hombre, este dato inútil se instaló en mi cabeza como un virus instalado en el software de un ordenador. Entre Albertine y yo se ha entrometido un varón, confunde su imagen, sabotea su feminidad, tan pronto la veo con un hermoso pecho, como con el pecho plano, y un bigote aparece por momentos en la suave piel de su cara.

Han matado a mi Albertine. Y pienso en las palabras de Flaubert: «El artista debe hacer creer a la posteridad que no ha vivido». Hay que entender muy bien el sentido de esta frase: el novelista quiere proteger ante todo a Albertine y a Madame Arnoux, no a sí mismo.

El veredicto de Marcel Proust

En En busca del tiempo perdido, Proust lo dice con claridad meridiana: «En esta novela (…) no hay un solo hecho que no sea ficción, (…) no hay un solo personaje “en clave”». Por más estrechamente que esté vinculada a la vida del autor, la novela de Proust se sitúa, sin equívocos, al otro lado de la autobiografía; no hay en ella ninguna intención autobiográfica; el autor no escribió esta obra para hablar de su propia vida, sino para iluminar en los lectores la vida de ellos: «Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podría ver de sí mismo. El hecho de que el lector reconozca en sí mismo lo que dice el libro es la prueba de la verdad de éste…», Estas líneas de Proust no definen tan sólo el sentido de la novela proustiana; definen el sentido del arte de la novela a secas.

La moral de lo esencial

Bardeche resume su veredicto sobre Madame Bovary: «¡Flaubert ha faltado a su destino de escritor! ¿No es ésa en el fondo la opinión de tantos admiradores de Flaubert, que acaban diciéndonos: ¡Ah, si leyera su correspondencia, qué obra de arte, qué hombre apasionante nos revela!»?

Yo también releo con frecuencia la correspondencia de Flaubert, deseoso de saber lo que pensaba de su arte y del de los demás. Pero por muy fascinante que sea la correspondencia, ésta no es ni obra de arte, ni obra a secas. Porque la obra no es en absoluto todo lo que ha escrito un novelista, cartas, anotaciones, diarios, artículos. La obra es la consecución de un largo trabajo sobre un proyecto estético.

Iré aún más lejos: la obra es lo que el novelista aprobará a la hora de hacer el balance. Porque la vida es corta, la lectura es larga y la literatura se está suicidando debido a una proliferación insensata. ¡Y cada novelista, empezando por sí mismo, debería eliminar todo lo que es secundario, clamar para sí y para los demás la moral de lo esencial!

Pero no sólo son los autores, los centenares, miles de autores, están también los investigadores, el ejército de investigadores, quienes, guiados por una moral opuesta, acumulan todo lo que pueden encontrar para abarcar el Todo, objetivo supremo. El Todo, o sea, un montón de borradores, de párrafos tachados, de capítulos rechazados por el autor pero publicados por los investigadores en ediciones llamadas «críticas» con el pérfido nombre de «variantes», lo cual quiere decir, si las palabras tienen todavía algún sentido, que todo lo que el autor ha escrito es válido por igual, y por igual ha sido aprobado por él.

La moral de lo esencial ha dejado lugar a la moral del archivo. (El ideal del archivo: la grata igualdad que reina en una inmensa fosa común.)

La lectura es larga, la vida es corta

Hablo con un amigo, un escritor francés; insisto en que lea a Gombrowicz. Cuando vuelvo a encontrármelo, está molesto:

—Te he hecho caso, pero, sinceramente, no entiendo tu entusiasmo.

—¿Qué has leído de él?

Los hechizados.

—¡Vaya! ¿Y por qué Los hechizados?

Los hechizados no salió como libro hasta después de la muerte de Gombrowicz. Se trata de una novela popular que en su juventud había publicado, con seudónimo, por entregas en un periódico polaco de antes de la guerra. Hacia el final de su vida se publicó, con el título de Testamento, una larga conversación con Dominique de Roux. Gombrowicz comenta en ella toda su obra. Toda. Libro tras otro. Ni una sola palabra sobre Los hechizados.

—¡Tienes que leer Ferdydurke! ¡O Pornografía! —le digo.

Me mira con melancolía.

—Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor.

El niño y su abuela

Stravinski rompió para siempre su larga amistad con el director de orquesta Ansermet porque éste quería recortar su ballet Juego de cartas. Más tarde, el propio Stravinski vuelve sobre su Sinfonía para instrumentos de viento e introduce varias correcciones. Al enterarse, Ansermet se indigna; no le gustan las correcciones y cuestiona el derecho de Stravinski a cambiar lo que ha escrito.

Tanto en el primero como en el segundo caso, la respuesta de Stravinski es pertinente: ¡no es asunto suyo, amigo! ¡No se porte usted en mi obra como en su alcoba! Porque lo que ha creado el autor no les pertenece ni a su padre ni a su madre ni a su nación ni a la humanidad, sólo le pertenece a él solito, puede publicarlo cuando quiera y, si quiere, puede cambiarlo, corregirlo, alargarlo, acortarlo, arrojarlo a la taza y tirar de la cadena sin tener la mínima obligación de dar explicaciones a nadie.

Yo tenía diecinueve años cuando, en mi ciudad natal, un joven universitario dio una conferencia en público; eran los primeros meses de la revolución comunista y, obedeciendo al espíritu de la época, habló de la responsabilidad social del arte. Después de la conferencia, hubo un debate; me queda en la memoria el poeta Josef Kainar (de la misma generación que Blatny y fallecido él también hace tiempo), quien, en respuesta al discurso de aquel sabio, contó una anécdota: un niño pasea a su anciana abuela ciega. Caminan por una calle y, de vez en cuando, el niño dice:

—¡Abuela, cuidado, una raíz!

Al creer que se encontraban en un camino del bosque, la anciana da saltos. Los transeúntes recriminan al niño:

—¡Niño, cómo puedes tratar así a tu abuela!

Y el niño contesta:

—¡Es mi abuela, y la trato como quiero!

Y concluye Kainar:

—Éste soy yo, yo y mi poesía.

Jamás olvidaré esta demostración del derecho del autor, proclamado ante la recelosa mirada de la joven revolución.

El veredicto de Cervantes

En su novela, Cervantes hace varias veces largas enumeraciones de libros de caballerías. Menciona los títulos, pero no siempre le parece necesario señalar el nombre de sus autores. En aquella época, el respeto hacia el autor y sus derechos todavía no formaba parte de las costumbres.

Recordemos que, antes de que Cervantes terminara el segundo volumen de su novela, otro escritor, todavía hoy desconocido, se adelantó publicando con seudónimo la continuación de las aventuras de Don Quijote. Cervantes reaccionó como lo habría hecho hoy cualquier novelista: con ira; ataca violentamente al plagiario y proclama con orgullo: «Para mí sola nació Don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno…»[3].

Desde Cervantes, éste es el primer distintivo fundamental de una novela: es una creación única e inimitable, inseparable de la imaginación de un solo autor. Antes de que quedara escrito, nadie podía imaginar a un Don Quijote; era incluso de por sí lo inesperado; y, sin el encanto de lo inesperado, ningún gran personaje novelesco (y ninguna gran novela) fue a partir de entonces concebible.

El nacimiento del arte de la novela quedó atado a la toma de conciencia del derecho del autor y a su defensa feroz. El novelista y su obra son «una misma y única cosa»; el novelista es el único dueño de su obra; es su obra. No siempre fue así. Y no siempre será así. Pero entonces, el arte de la novela, la herencia de Cervantes, habrá dejado de existir.