Llegar al alma de las cosas

«Lo que le reprocho a ese libro es que el bien está demasiado ausente», dice Sainte-Beuve en su crítica a Madame Bovary. ¿Por qué, pregunta, no hay en esa novela «ni un solo personaje cuya naturaleza pueda consolar, tranquilizar al lector mediante un buen espectáculo?». Luego le enseña al joven autor el camino a seguir: «Conozco, en la provincia de la Francia central, a una mujer todavía joven, de inteligencia superior, de corazón ardiente, que se aburre: casada sin ser madre, al no tener hijos a quienes educar, a quienes querer, ¿qué hizo ella para ocupar el espacio sobrante de su espíritu y de su alma? (…) Se empeñó en ser una benefactora activa (…). Enseñaba a leer e inculcaba la cultura moral a los niños aldeanos, muchas veces dispersos en grandes distancias. (…) Hay almas como éstas en la vida de provincia y de campo: ¿por qué no mostrarlo también? Esto enaltece, esto consuela, y la visión de la humanidad se vuelve aún más completa» (las cursivas en las palabras clave son mías).

Me siento tentado a juguetear con esta lección de moral que irresistiblemente me recuerda las exhortaciones educadoras del «realismo socialista» de antaño. Pero, dejando de lado los recuerdos, ¿quedaba, a fin de cuentas, realmente desfasado el más prestigioso crítico francés de su época al exhortar a un joven autor a «enaltecer» y «consolar» mediante un «buen espectáculo» a sus lectores, que merecen, como todos nosotros, algo de simpatía y estímulo? George Sand, por su parte, casi veinte años después, le dice a Flaubert en una carta más o menos lo mismo: ¿por qué oculta el «sentimiento» que siente por sus personajes?, ¿por qué no muestra en su novela su «doctrina personal»?, ¿por qué brinda él a los lectores «desolación» mientras que ella, Sand, prefiere «consolarlos»? Y le regaña amistosamente: «El arte no es sólo crítica y sátira».

Flaubert le contesta que nunca quiso hacer crítica ni sátira. No escribe sus novelas para manifestar sus opiniones a los lectores. Algo muy distinto lo alienta: «Siempre me he esforzado por llegar al alma de las cosas…». Su respuesta lo muestra con claridad: el verdadero tema de este malentendido no es el carácter de Flaubert (¿será bueno o malo, frío o compasivo?), sino la pregunta acerca de qué es la novela.

Durante siglos, la pintura y la música estuvieron al servicio de la Iglesia, lo cual no las ha privado en absoluto de belleza. Pero sería imposible para un verdadero novelista poner una novela al servicio de una autoridad, por noble que fuera. ¡Sería un sinsentido querer glorificar un Estado, incluso un ejército, mediante una novela! Y, sin embargo, Vladimir Holan, hechizado por quienes en 1945 liberaron su país, escribió bellísimos, inolvidables poemas en Los soldados del Ejército Rojo. Puedo imaginar un magnífico cuadro de Frans Hals mostrando a una campesina «benefactora activa» rodeada de niños a los que enseña «cultura moral», pero sólo un novelista muy ridículo habría podido convertir a esa buena señora en una heroína con el fin de «enaltecer», con su ejemplo, el espíritu de los lectores. Porque nunca hay que olvidarlo: las artes no son todas iguales; cada una de ellas accede al mundo por una puerta distinta. De entre esas puertas, una de ellas está reservada en exclusiva a la novela.

He dicho en exclusiva, porque la novela no es para mí un «género literario», una rama entre otras ramas de un único árbol. No se entendería nada de la novela si se le cuestiona su propia Musa, si no se ve en ella un arte sui géneris, un arte autónomo. Tiene su propia génesis (situada en un momento que sólo le pertenece a ella); tiene su propia historia, marcada por períodos que le son propios (el paso tan importante del verso a la prosa en la evolución de la literatura dramática no tiene equivalente en la evolución de la novela; las historias de esas dos artes no son sincrónicas); tiene su propia moral (lo dijo Hermann Broch: la única moral de la novela es el conocimiento; es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta entonces desconocida; así pues: «llegar al alma de las cosas» y dar buen ejemplo son dos intenciones distintas e irreconciliables); tiene su relación específica con el «yo» del autor (para poder entender la voz secreta, apenas audible, del «alma de las cosas», el novelista, contrariamente al poeta y al músico, debe saber acallar los gritos de su propia alma); tiene su propio tiempo de creación (la escritura de una novela ocupa toda una época en la vida del autor, quien, al terminar el trabajo, ya no es el mismo que al empezarlo); se abre al mundo más allá de su lengua nacional (desde que, en poesía, en Europa se añadió la rima al ritmo, ya no se pudo transplantar la belleza de un verso a otro en otra lengua; por el contrario, la traducción fiel de una obra en prosa es posible; en el mundo de las novelas no hay fronteras de estados; los grandes novelistas que apelan a Rabelais lo han leído casi todos en traducciones).

El inextirpable error

Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, un círculo de brillantes intelectuales franceses hizo célebre la palabra «existencialismo», bautizando así una nueva orientación no sólo de la filosofía, sino también del teatro y de la novela. Sartre, teórico de sus propias obras de teatro, opone, con su gran sentido de la fórmula, el «teatro de situaciones» al «teatro de caracteres». Nuestro objetivo, sostiene en un texto de 1946, es el de «explorar todas las situaciones más comunes a la experiencia humana (…) y que aclaran los principales aspectos de la condición humana…».

¿Quién no se ha preguntado un día: si hubiera nacido en otro lugar, en otro país, en otro tiempo, cuál habría sido mi vida? Esta pregunta conlleva una de las ilusiones humanas más extendidas, la ilusión que nos hace considerar la situación de nuestra vida como un simple decorado, una circunstancia contingente e intercambiable por la que transita nuestro «yo», independiente y constante. ¡Ah, es tan hermoso imaginarnos nuestras otras vidas, una decena de otras vidas nuestras posibles! ¡Pero basta de ensoñaciones! Estamos todos desesperadamente clavados a la fecha y al lugar de nuestro nacimiento. Nuestro «yo» es inconcebible fuera de la situación concreta y única de nuestra vida, no es comprensible más que dentro y debido a esa situación. Si dos desconocidos no hubieran ido a buscarlo una mañana para anunciarle que estaba acusado, Joseph K. sería alguien totalmente distinto del que conocernos.

La personalidad irradiadora de Sartre, su doble estatuto de filósofo y escritor, corroboró la idea según la cual la orientación existencial del teatro y de la novela del siglo XX se debía a la influencia de una filosofía. He aquí otra vez el mismo inextirpable error, el error de los errores, pensar que la relación entre filosofía y literatura tiene lugar en sentido único, que los «profesionales de la narración», mientras estén obligados a tener ideas, no pueden sino tomarlas de los «profesionales del pensamiento». Ahora bien, el giro que discretamente desvió el arte de la novela de su fascinación psicológica (el examen de los caracteres) y la orientó hacia el análisis existencial (el análisis «de las situaciones que iluminan los principales aspectos de la condición hurnana») tuvo lugar veinte o treinta años antes de que la moda del existencialismo se apoderara de Europa; y no lo inspiraron los filósofos, sino la lógica de la evolución del arte de la novela en sí.

Situaciones

Las tres novelas de Franz Kafka son tres variantes de la misma situación: el hombre entra en conflicto no con otro hombre, sino con un mundo transformado en una inmensa administración. En la primera novela (escrita en 1912), el hombre se llama Karl Rossmann y el mundo es América. En la segunda (1917), el hombre se llama Joseph K. y el mundo es un enorme tribunal que le acusa. En la tercera (1922), el hombre se llama K. y el mundo es una aldea dominada por un castillo.

Si Kafka se desvía de la psicología para concentrarse en el examen de una situación, ello no quiere decir que sus personajes no sean psicológicamente convincentes, sino que la problemática psicológica ha pasado a un segundo plano: que K. haya tenido una infancia feliz o triste, que haya sido mimado por su madre o educado en un orfanato, que a sus espaldas tuviera un gran amor o no, nada cambiaría ni en su destino ni en su comportamiento. Mediante esta inversión de la problemática, mediante esa otra manera de interrogar la vida humana, mediante esa otra manera de concebir la identidad de un individuo Kafka se distingue no sólo de la literatura anterior, sino también de sus grandes contemporáneos, Proust y Joyce.

«La novela gnoseológica en lugar de la novela psicológica», escribe Broch en una carta donde explica la poética de Los sonámbulos (escrita entre 1929 y 1932); las novelas de esa trilogía —1888. Pasenow o el romanticismo; 1903. Esch o la anarquía y 1918. Huguenau o el realismo (las fechas forman parte de los títulos)— transcurren, en otro ambiente y con otro protagonista, quince años después de la precedente. Esto hace que esas tres novelas (¡jamás las publican por separado!) sean una única obra, una misma situación, la situación sobre-individual del proceso histórico al que Broch llama la «degradación de valores», frente al que cada uno de los protagonistas encuentra su propia actitud: primero, Pasenow, fiel a los valores que, según él, están a punto de desaparecer; más tarde, Esch, obsesionado por la necesidad de valores pero sin saber cómo reconocerlos; y, por fin, Huguenau, que se acomoda perfectamente a un mundo ya falto de valores.

Me siento algo incómodo al situar a Jaroslav Hasek entre estos novelistas a los que, en mi «historia personal de la novela», considero los fundadores de la modernidad novelesca; porque a Hasek le importó un comino ser moderno o no; era un escritor popular en una acepción que ya no se lleva, un escritor-vagabundo, un escritor-aventurero, que despreciaba el ambiente literario y era despreciado por él, autor de una sola novela que enseguida encontró un amplio público por todas partes. Dicho esto, me parece aún más notable que su obra Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (escrita entre 1920 y 1923) refleje la misma tendencia estética que las novelas de Kafka (los dos escritores vivieron durante años en la misma ciudad) o de Broch.

«¡A Belgrado!», grita Schwejk, quien, al ser convocado por la oficina de reclutamiento, se hace empujar, ante la mirada divertida de los praguenses, en un sillón de ruedas por las calles de Praga enarbolando dos muletas prestadas. Es el día en que el Imperio austrohúngaro ha declarado la guerra a Serbia, con lo que ha desatado la Gran Guerra de 1914 (la que representará para Broch el desmoronamiento de todos los valores y el tiempo final de su trilogía). Para poder vivir sin peligro en ese mundo, Schwejk exagera hasta tal punto su adhesión al Ejército, a la Patria, al Emperador, que nadie puede ya decir a ciencia cierta si es un cretino o un payaso. Hasek tampoco nos lo dice; nunca sabremos lo que Schwejk piensa cuando suelta su retahíla de idioteces conformistas, y precisamente porque no lo sabernos es por lo que nos intriga. En los carteles publicitarios de las cervecerías praguenses, se le ve siempre pequeño y rechoncho, pero es el célebre ilustrador del libro el que se lo imaginaba así, porque Hasek nunca dijo una sola palabra sobre el aspecto físico de Schwejk. No sabernos de qué familia proviene. No se le conoce mujer alguna. ¿Prescinde de ellas? ¿Las guarda en secreto? Ni una respuesta. Pero lo que es aún más interesante: ¡tampoco ninguna pregunta! Quiero decir: ¡nos da completamente igual que Schwejk ame o no las mujeres!

He aquí un giro estético tan discreto como radical: para que un personaje sea «vivo», «fuerte», artísticamente «logrado», no es necesario dar de él toda la información posible; es inútil hacer creer que es tan real como usted y yo; para que sea fuerte e inolvidable, basta que llene todo el espacio de la situación que el novelista ha creado para él. (En este nuevo clima estético, el novelista se complace incluso en recordar de vez en cuando que nada de lo que cuenta es real, que todo es de su invención, como Fellini, quien, al final de Y la nave va, nos muestra todos los bastidores y todos los mecanismos de su teatro de ilusiones.)

Lo que sólo la novela puede decir

La acción de El hombre sin atributos transcurre en Viena, pero, si lo recuerdo bien, este nombre no se pronuncia más que dos o tres veces en toda la novela. Al igual que antaño la del Londres de Fielding, no se menciona, ni aún menos se describe, la topografía vienesa. ¿Y cuál es esa ciudad anónima donde se da, el encuentro, tan importante, de Ulrich con su hermana Ágata? Usted no podrá saberlo; la ciudad se llama en checo Brno, en alemán Brünn; yo la reconocí fácilmente gracias a unos pocos detalles porque nací allí; en cuanto he dicho esto me reprocho por haber actuado en contra de la intención de Musil; ¿intención?, ¿qué intención?, ¿tendría algo que ocultar?, pues no; su intención era puramente estética: concentrarse tan sólo en lo esencial; no desviar la atención del lector hacia inútiles consideraciones geográficas.

Vemos con frecuencia el sentido de lo moderno en el esfuerzo de cada una de las artes para acercarse lo más posible a su especificidad, a su esencia. Así, la poesía lírica ha rechazado todo lo que era retórico, didáctico, embellecedor, para dejar brotar la fuente pura de la fantasía poética. La pintura renunció a su función documental, mimética, a todo lo que podía expresarse por otro medio (por ejemplo, la fotografía). ¿Y la novela? Ella también se niega a aparecer como ilustración de un período histórico, como descripción de una sociedad, como defensa de una ideología, y se pone al servicio exclusivo de «lo que sólo la novela puede decir».

Recuerdo la novela corta de Kenzaburo Oé Tribu balante (escrita en 1958). De noche, un grupo de soldados borrachos, que pertenecen a un ejército extranjero, sube a un autobús lleno de japoneses y empieza a acorralar a un pasajero, un estudiante. Le obligan a quitarse los pantalones y enseñar el trasero. El estudiante percibe a su alrededor una risa contenida. Pero, no contentos con esa única víctima, los soldados obligan a la mitad de los pasajeros a quitarse los pantalones. El autobús se detiene, los soldados bajan y los pasajeros vuelven a vestirse. Los demás, abandonando al fin su pasividad, obligan a los humillados a ir a la policía y denunciar a los soldados extranjeros. Uno de ellos, un profesor de instituto, se ensaña con el estudiante: baja con él, lo acompaña hasta su casa, quiere saber su nombre para hacer pública su humillación y acusar a los extranjeros. Todo termina en un estallido de odio entre ellos. Magnífica historia de cobardía, vergüenza, sádica indiscreción que quiere pasar por amor a la justicia. Cuento esta historia sólo con el fin de preguntar quiénes son esos soldados extranjeros. Son sin duda estadounidenses que después de la guerra ocupaban Japón. Si el autor menciona, explícitamente, a los pasajeros «japoneses», ¿por qué no señala la nacionalidad de los soldados? ¿Censura política? ¿Efecto de estilo? No. ¡Imaginen que, a lo largo de todo el relato, los viajeros japoneses se enfrentaran a soldados norteamericanos! Hipnotizado por esta única palabra, claramente pronunciada, el relato se reduciría a un texto político de acusación dirigido a los ocupantes. Basta con renunciar a este adjetivo para que el aspecto político se cubra de una ligera penumbra y el foco ilumine el principal enigma que interesa al novelista, el enigma existencial.

Porque la Historia, con sus movimientos, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, sus humillaciones nacionales, etcétera, no interesa al novelista como objeto para ser descrito, contado, explicado; el novelista no es un lacayo de los historiadores; si la Historia lo fascina es porque para él es como un foco que gira alrededor de la existencia humana y que ilumina las desconocidas e inesperadas posibilidades que, cuando la Historia está inmóvil, no se realizan, permanecen invisibles y desconocidas.

Las novelas que piensan

El imperativo que incita al novelista a «concentrarse en lo esencial» (en lo que «sólo la novela puede decir») ¿acaso no da la razón a quienes rechazan las reflexiones del autor como elemento ajeno a la forma de la novela? En efecto, el que un novelista recurra a medios que no son los suyos, que pertenecen más bien a los del sabio o el filósofo, ¿no es señal de su incapacidad para ser plenamente novelista, y nada más que novelista?, ¿no es señal de su carencia artística? Además, ¿no corren el riesgo los incisos meditativos de transformar la acción de los personajes en una simple ilustración de las tesis del autor? Y aun: ¿no exige el arte de la novela, con su sentido de la relatividad de las verdades humanas, que la opinión del autor quede oculta y que toda reflexión sea del uso exclusivo del lector?

La respuesta de Broch y de Musil no pudo ser más nítida: abriendo una gran puerta de par en par, introdujeron el pensamiento en la novela como jamás nadie había hecho antes de ellos. El ensayo titulado «La degradación de los valores», inserto en Los sonámbulos (ocupa diez capítulos dispersos en la tercera novela de la trilogía), es una secuencia de análisis, meditaciones, aforismos sobre la situación espiritual de Europa durante tres decenios; es imposible afirmar que este ensayo no es propio de la forma de la novela, ya que ilumina el muro sobre el que se estrellan los destinos de los tres protagonistas, y une así las tres novelas en una sola. Jamás podré subrayarlo lo suficiente: integrar en una novela una reflexión intelectualmente tan exigente y convertirla, de manera tan bella y musical, en parte indisociable de la composición es una de las innovaciones más ambiciosas a las que un novelista se haya atrevido en la época del arte moderno.

Pero para mí hay algo todavía más importante: en esos dos vieneses la reflexión ya no se siente como un elemento excepcional, una interrupción; es difícil llamarla «digresión» porque, en esas novelas que piensan, está sin cesar presente, incluso cuando el novelista cuenta una acción o cuando describe un rostro. Tolstói y Joyce nos han hecho oír las frases que se les cruzaban por la cabeza a Ana Karenina y a Molly Bloom; Musil nos dice lo que él piensa cuando pasea su larga mirada sobre Leon Fischel y sus hazañas nocturnas:

«Cuando no hay luz, las alcobas conyugales ponen al hombre en la situación de un actor que debe interpretar ante una platea invisible el papel estelar, aun así un poco demasiado visto, de un héroe que parece un león rugiente. Ahora bien, desde hace años, el oscuro auditorio de Leon, ante semejante ejercicio, no le había dedicado el más tímido aplauso, ni tampoco la menor señal de desaprobación, y puede decirse que era como para trastornar los nervios más templados. Por la mañana, durante el desayuno, (…) Clementina estaba rígida como un cadáver congelado, y Leon, con la sensibilidad a flor de piel. Incluso su hija lo percibía cada vez, y a partir de entonces, con horror y un gusto amargo, se imaginó la vida conyugal como una lucha entre gatos en la oscuridad de la noche». Así es como Musil llega «al alma de las cosas», es decir, «al alma del coito» de los esposos Fischel. Mediante el chispazo de una única metáfora, una metáfora que piensa, ilumina su vida sexual, presente y pasada, y hasta la vida futura de su hija.

Subrayemos: la reflexión novelesca, tal como la introdujeron Broch y Musil en la estética de la novela moderna, no tiene nada que ver con la de un científico o un filósofo; diría incluso que es intencionadamente afilosófica, incluso antifilosófica, es decir, ferozmente independiente de todo sistema de ideas preconcebidas; no juzga; no proclama verdades; se interroga, se sorprende, sondea; adquiere las más diversas formas: metafórica, irónica, hipotética, hiperbólica, aforística, cómica, provocadora, fantasiosa; y sobre todo: jamás abandona el círculo mágico de la vida de los personajes; se nutre y se justifica por la vida de los personajes.

Ulrich se encuentra en la oficina ministerial del conde Leinsdorf el día de una gran manifestación. ¿Manifestación? ¿Contra qué? Se da esta información, pero es del todo secundaria; lo que importa es el fenómeno de la manifestación en sí: ¿qué quiere decir manifestarse en la calle?, ¿qué significa esa actividad colectiva tan sintomática del siglo XX? Ulrich, atónito, mira por la ventana a los manifestantes; cuando éstos llegan al pie del palacio, sus caras se alzan, se cubren de ira, los hombres enarbolan sus bastones, «pero más alejados, en una esquina, allí donde la manifestación parecía perderse entre bastidores, la mayoría se quitaba ya el maquillaje; habría sido absurdo seguir con esos aires amenazadores ante ningún espectador». A la luz de esta metáfora, los manifestantes dejan de ser hombres iracundos; ¡son comediantes de la ira! ¡En cuanto termina la representación, tienen prisa por «desmaquillarse»! Mucho antes de que los politólogos la convirtieran en su tema predilecto, la «sociedad del espectáculo» ya había sido radiografiada gracias a un novelista, a su «rápida y sagaz penetración» (Fielding) en la esencia de una situación.

El hombre sin atributos es una incomparable enciclopedia existencial de todo su siglo; cuando quiero releer ese libro, acostumbro hacerlo al azar, abriéndolo en cualquier página, sin preocuparme por lo que precede o lo que sigue; aunque la story sigue ahí, avanza con lentitud, discretamente, sin querer llamar la atención; cada capítulo es de por sí una sorpresa, un descubrimiento. La omnipresencia del pensamiento no le ha quitado a la novela su carácter de novela; ha enriquecido su forma y ampliado inmensamente el terreno de lo que sólo puede descubrir y decir la novela.

La frontera de lo inverosímil ya no está vigilada

Dos grandes constelaciones hasta entonces desconocidas iluminaron el cielo por encima de la novela del siglo XX: el surrealismo, con su hechizante llamada a la fusión del sueño y la realidad, y el existencialismo. Kafka murió demasiado pronto para poder conocer a sus autores y sus programas. Sin embargo, es significativo que las novelas que escribió anticiparon esas dos tendencias estéticas y es doblemente significativo que las hubieran unido una a la otra, que las pusieran en una única perspectiva.

Cuando Balzac o Flaubert o Proust quieren describir el comportamiento de un individuo en un ambiente social concreto, cualquier transgresión de la verosimilitud queda desplazada y es estéticamente incoherente; pero cuando el novelista enfoca su objetivo sobre una problemática existencial, ya no se impone como regla o necesidad la obligación de crear para el lector un mundo verosímil.

El autor puede permitirse mostrarse mucho más negligente hacia ese aparato informativo de descripciones o motivaciones que deben dar a lo que cuenta la apariencia de realidad. Y, en esos casos límite, puede incluso encontrar ventajoso situar a sus personajes en un mundo francamente inverosímil.

Después de que Kafka la hubiera superado, la frontera de lo inverosímil quedó sin policías, sin aduaneros, abierta para siempre. Fue un gran momento en la historia de la novela y, para que no nos equivoquemos sobre su sentido, advierto que los románticos alemanes del siglo XIX no fueron sus precursores. Su imaginación fantástica tenía otro significado; desviándose de la vida real, buscaba otra vida; poco tenía que ver con el arte de la novela. Kafka no era un romántico. Novalis, Tieck, Arnim, E. T. A. Hoffmann no fueron autores de su devoción. Breton, sí, adoraba a Arnim, él no. En su juventud, con su amigo Brod, Kafka leyó en francés, apasionadamente, a Flaubert. Lo estudió. Flaubert, el gran observador, sí fue su maestro.

Cuanto más se observa atenta, obstinadamente, una realidad, más se entiende que no responda a la idea que todo el mundo se hace de ella; bajo una larga mirada de Kafka, se revela cada vez menos racional, por tanto irracional, por tanto inverosímil. Esa mirada ávida que sobrevuela largamente el mundo real es la que condujo a Kafka, y a otros grandes novelistas después de él, más allá de la frontera de lo verosímil.

Einstein y Karl Rossmann

Chistes, anécdotas, chanzas, no sé qué palabra elegir para ese tipo de relato cómico extremadamente breve del que antaño me beneficié con profusión, porque Praga era su metrópolis. Chistes políticos. Chistes sobre judíos. Chistes sobre campesinos. Y sobre médicos. Y también un curioso tipo de chistes sobre profesores, siempre chiflados y siempre armados de paraguas, no sé por qué.

Einstein acaba de terminar una clase en la Universidad de Praga (sí, allí enseñó durante un tiempo) y se dispone a salir.

—¡Señor profesor, llévese el paraguas, está lloviendo!

Einstein contempla pensativamente su paraguas en un rincón de la sala y contesta al estudiante:

—Sepa usted, amigo mío, que olvido muchas veces mi paraguas, por eso tengo dos. Uno en casa y el otro en la universidad. Sí, por supuesto, podría llevármelo ahora, ya que, como usted dice muy acertadamente, llueve. Pero en tal caso acabaría por tener en casa dos paraguas y ninguno aquí. —Con estas palabras, sale bajo la lluvia.

América, de Kafka, empieza con el mismo motivo de un paraguas molesto, que estorba, que se pierde constantemente; Karl Rossmann, cargado con una pesada maleta, entre empujones, desembarca en el puerto de Nueva York. De pronto se acuerda de su paraguas, que olvidó en el fondo del barco. Entrega su maleta al joven que ha conocido durante el viaje y, como el paso detrás de él está bloqueado por la multitud, baja por una escalera que no conoce y se pierde por los pasillos; finalmente, llama a la puerta de una cabina, donde encuentra a un hombre, un pañolero, que enseguida se dirige a él quejándose de sus superiores; como la conversación se prolonga cierto tiempo, invita a Karl a encaramarse a la litera para que esté más cómodo.

La imposibilidad psicológica de semejante situación clama al cielo. ¡En efecto, lo que nos cuenta no es verdad! ¡Es una broma por la que, por supuesto, Karl se quedará al final sin maleta y sin paraguas! Sí, es un chiste; sólo que Kafka no lo cuenta como se cuentan los chistes; lo expone extensamente, con todo detalle, explicando cada gesto con el fin de que parezca psicológicamente creíble; Karl se encarama con dificultad a la litera y, molesto, se ríe de su torpeza; tras conversar largo y tendido sobre las humillaciones padecidas por el pañolero, se dice de pronto que más le hubiera valido «ir a buscar su maleta que quedarse dando consejos…». Kafka le pone a lo inverosímil la máscara de lo verosímil, lo cual le otorga a esta novela (y a todas sus novelas) un inimitable encanto mágico.

Elogio de las bromas

Bromas, anécdotas, chistes; son la mejor prueba de que el agudo sentido de lo real y la imaginación que se aventura en lo inverosímil pueden formar una pareja perfecta. Panurgo no conoce a ninguna mujer con la que le gustaría casarse; pero, siendo él una mente lógica, teórica, sistemática y previsora, decide resolver enseguida, y de una vez por todas, el interrogante fundamental de su vida: ¿debe casarse o no? Va de un experto a otro, de un filósofo a un jurista, de una vidente a un astrólogo, de un poeta a un teólogo, para llegar, tras una larga búsqueda, a la certeza de que no hay solución para ese interrogante de interrogantes. Todo el libro tercero está sólo dedicado a esta inverosímil actividad, a esta broma, que se convierte en un largo viaje bufo por el saber de la época de Rabelais. (Lo cual me hace pensar que, trescientos años después, Bouvard y Pécuchet también es una prolongada broma que viaja por el saber de una época.)

Cervantes escribe la segunda parte del Quijote cuando ya la primera ha sido publicada y es conocida desde hace muchos años. Esto le sugiere una idea espléndida: los personajes que encuentra Don Quijote reconocen en él al héroe viviente del libro que han leído; conversan con él acerca de sus pasadas aventuras y le brindan la ocasión de que él mismo comente su propia imagen literaria. ¡Naturalmente, esto es imposible! ¡Es pura fantasía! ¡Una broma!

Luego, un hecho inesperado sacude a Cervantes: otro escritor, un desconocido, se le adelanta publicando su propia continuación de las aventuras de Don Quijote. Furioso, Cervantes le dirige feroces insultos en las páginas de la segunda parte que está escribiendo. Pero aprovecha enseguida este sucio incidente para crear otra fantasía: después de tantas desventuras, Don Quijote y Sancho, cansados, tristes, ya camino de su aldea, conocen a un tal don Álvaro, un personaje del maldito plagio; Álvaro se sorprende al oír sus nombres ¡ya que conoce íntimamente a otro Don Quijote y a otro Sancho! El encuentro se produce pocas páginas antes del final de la novela; un cara a cara desconcertante de los personajes con sus propios espectros; prueba final de la falsedad de todas las cosas; melancólica luz lunar de la última broma, la broma de las despedidas.

En Ferdydurke, de Gombrowicz, el profesor Pimko decide transformar a Jojo, un treintañero, en un adolescente de dieciséis años obligándole a pasar todos sus días en un banco escolar como un colegial más. La situación burlesca encierra una pregunta de hecho muy profunda: ¿acabará un adulto al que todo el mundo se dirige sistemáticamente como a un adolescente por perder la conciencia de su edad real? En términos más generales: ¿pasará el hombre a ser tal como lo ven y lo tratan los demás, o encontrará la fortaleza para salvaguardar, pese y contra todos, su identidad?

Fundamentar una novela sobre una anécdota, sobre una broma, debía de parecerles a los lectores de Gombrowicz la provocación de un moderno. Con razón: lo era. Sin embargo, tenía sus raíces en un lejano pasado. En la época en que el arte de la novela aún no estaba seguro ni de su identidad ni de su nombre, Fielding ya le había llamado texto prosai-comi-épico; hay que tenerlo siempre presente: lo cómico era una de las tres hadas míticas inclinadas sobre la cuna de la novela.

La historia de la novela vista desde el taller de Gombrowicz

Un novelista que habla del arte de la novela no es un profesor que discurre desde su cátedra. Imagínenlo más bien como un pintor que les acoge en su taller, donde, colgados de las paredes, sus cuadros los miran desde todas partes. Les hablará de sí mismo, pero mucho más de los demás, de las novelas que más le gustan de ellos y que secretamente permanecen presentes en su propia obra. Según sus criterios de valor, reconstruirá ante ustedes el pasado de la historia de la novela y, con ello, les inducirá a adivinar su propia poética de la novela, que sólo le pertenece a él y, por tanto, de un modo natural, se opone a la poética de otros escritores. Sorprendidos, tendrán así la impresión de bajar a los sótanos de la historia, allí donde el porvenir de la novela está decidiéndose, elaborándose, haciéndose, entre disputas, conflictos y confrontaciones.

En 1953, Witold Gombrowicz, en el primer año de su Diario (lo escribirá durante los dieciséis años siguientes, hasta su muerte), cita la carta de un lector: «¡Sobre todo no se comente a usted mismo! ¡Tan sólo escriba! ¡Qué lástima que se deje incitar a escribir prefacios a sus obras, prefacios y hasta comentarios!». Gombrowicz le responde que seguirá explicándose «todo lo que pueda y cuanto pueda», ya que un escritor incapaz de hablar de sus libros no es un «escritor completo». Sigamos un poco más en el taller de Gombrowicz. He aquí la lista de sus preferencias y de sus no preferencias, su «versión personal de la historia de la novela»:

Por encima de todo, le gusta Rabelais. (Los libros protagonizados por Gagantúa y Pantagruel fueron escritos en un momento en que la novela europea estaba naciendo, todavía alejada de cualquier norma; desbordan de posibilidades que la futura historia de la novela llevará adelante o dejará de lado, pero que permanecen, todas ellas, con nosotros como inspiraciones: paseos en lo improbable, provocaciones intelectuales, libertad de la forma. Su pasión por Rabelais revela el sentido de la modernidad de Gombrowicz: no rechaza la tradición de la novela, la reivindica; pero la reivindica por entero, poniendo una atención particular en el milagroso momento de su génesis.)

Se muestra más bien indiferente hacia Balzac. (Se defiende contra su poética, erigida mientras tanto en modelo normativo de la novela.)

Le gusta Baudelaire. (Se adhiere a la revolución de la poesía moderna.)

No está fascinado por Proust. (Una encrucijada: Proust llegó hasta el final de un grandioso viaje del que ha agotado todas las posibilidades: poseído por la busca de lo nuevo, Gombrowicz no tiene más remedio que seguir otro camino.)

No encuentra afinidades con casi ningún novelista contemporáneo. (Los novelistas tienen muchas veces lagunas en sus lecturas: Gombrowicz no leyó ni a Broch ni a Musil; irritado por los esnobs que se han apoderado de Kafka, no siente inclinación alguna por él; no se siente afín a la literatura latinoamericana; se burló de Borges, para su gusto, demasiado pretencioso, y vivió aislado en Argentina, donde entre los grandes sólo Ernesto Sábato se interesó por él; y él le devolvió esa simpatía.)

No le gusta la literatura polaca del siglo XIX. (Demasiado romántica para él.)

En general, tiene reservas para con la literatura polaca. (Se sentía poco amado por sus compatriotas; sin embargo, sus reservas no son producto de un resentimiento, expresan el horror de quedar amarrado en la camisa de fuerza del pequeño contexto. Dice del poeta polaco Tuwim: «Puede decirse de cada uno de sus poemas que es “maravilloso”, pero, si nos preguntamos con qué elemento tuwimiano ha enriquecido Tuwim la poesía mundial, no sabríamos qué responder»).

Le gustan las vanguardias de los años veinte y treinta. (Pese a que desconfía de su ideología «progresista», de su «modernidad promoderna», comparte su sed de nuevas formas, su libertad de imaginación. Recomienda a un joven autor que empiece por escribir veinte páginas sin control racional alguno; luego que las relea con agudo espíritu crítico, que conserve lo esencial y siga así. Como si quisiera enganchar al carro de la novela un caballo salvaje llamado Ebriedad al lado de otro caballo domado llamado Lucidez.)

Desprecia la «literatura comprometida». (Algo digno de anotar: no polemiza mucho con autores que subordinan la literatura a la lucha anticapitalista. El paradigma del arte comprometido es para él, que es un autor prohibido en su Polonia comunista, la literatura que marcha bajo la bandera del anticomunismo. Desde el primer año del Diario, le reprocha su maniqueísmo, sus simplificaciones.)

No le gustan las vanguardias de los años cincuenta y sesenta en Francia, en particular el «nouveau roman» y la «nouvelle critique» (Roland Barthes). (Del «nouveau roman» dice: «Es pobre. Es monótono… Solipsismo. Onanismo…». De la «nouvelle critique»: «Cuanto más erudita, más tonta». Se irrita por el dilema que planteaban esas nuevas vanguardias a los escritores: o bien la modernidad a su manera (esa modernidad que él encuentra llena de jerigonza, universitaria, doctrinaria, privada de contacto con la realidad), o bien el arte convencional que reproduce hasta el infinito las mismas formas. Para Gombrowicz la modernidad significa: mediante nuevos descubrimientos avanzar en el trayecto heredado. Mientras sea posible. Mientras el trayecto heredado de la novela siga ahí.)

Otro continente

Ocurrió tres meses después de que el ejército ruso ocupara Checoslovaquia; Rusia todavía no era capaz de dominar la sociedad checa, que vivía en la angustia, pero (durante unos meses más) con mucha libertad; la Unión de Escritores, acusada de ser el foco de la contrarrevolución, conservaba aún todas sus dependencias, publicaba revistas, acogía a invitados. Gracias a eso, viajaron a Praga tres novelistas hispanoamericanos, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Llegaron discretamente, como escritores. Para ver. Para comprender. Para animar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Y sólo poco después de su partida pude leer en pruebas la traducción checa de Cien años de soledad.

Pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado contra el arte de la novela, al que había estigmatizado como antipoético y cerrado a todo lo que es imaginación libre. Ahora bien, la novela de García Márquez no es otra cosa que imaginación libre. Una de las más grandes obras de poesía que conozco. Cada frase en particular arroja destellos de fantasía, cada frase es sorpresa, deslumbramiento: una respuesta mordaz al desprecio de la novela proclamado en el Manifiesto surrealista (y, a la vez, un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento, que ha atravesado el siglo).

Es también la prueba de que la poesía y el lirismo no son dos nociones hermanas, sino nociones que hay que procurar mantener a distancia. Porque la poesía de García Márquez no tiene nada que ver con el lirismo, el autor no se confiesa, no abre su alma, sólo lo embriaga el mundo objetivo, al que eleva a una esfera en la que todo es a la vez real, inverosímil y mágico.

Y algo más: toda la gran novela del XIX convirtió la escena en elemento fundamental de la composición. La novela de García Márquez se encuentra en una trayectoria que va en dirección opuesta: en Cien años de soledad, ¡no hay escenas! Se diluyen totalmente en los flujos embriagados de la narración. Como si la novela regresara siglos atrás hacia un narrador que no describe nada, que no hace más que contar, pero que cuenta con una libertad de fantasía que jamás habíamos visto antes.

El puente plateado

Unos años después del encuentro en Praga, me trasladé a Francia, donde el azar quiso que Carlos Fuentes fuera el embajador de México. Yo vivía por entonces en Rennes y, durante mis breves estancias en París, me alojaba en su casa, en la buhardilla de la embajada, y compartía con él los desayunos, que se alargaban en conversaciones sin fin. De pronto, vi mi Europa central inesperadamente cercana a América Latina: dos límites de Occidente situados en extremidades opuestas; dos territorios descuidados, despreciados, abandonados, dos territorios parias; y las dos partes del mundo más profundamente marcadas por la experiencia traumatizante del barroco. Digo traumatizante porque el barroco viajó a América Latina como arte del conquistador, y a mi país natal llegó de la mano de una Contrarreforma particularmente sangrienta, lo cual incitó a Brod a llamar a Praga la «ciudad del mal»; vi dos partes del mundo iniciadas en la misteriosa alianza del mal y de la belleza.

Conversamos y vi un puente plateado, sutil, trémulo, centelleante, alzarse como un arco iris por encima del siglo entre mi pequeña Europa central y la inmensa América Latina; un puente que unía las estatuas extáticas de Matyas Braun en Praga a las delirantes iglesias de México.

Y pensé también en otra afinidad entre nuestras dos tierras natales; ocupaban un lugar clave en la evolución de la novela del siglo XX: primero, los novelistas centroeuropeos de los años veinte y treinta (Carlos me hablaba de Los sonámbulos, de Broch, como de la mayor novela del siglo); luego, veinte, treinta años después, los novelistas latinoamericanos, mis contemporáneos.

Un día, descubrí las novelas de Ernesto Sábato; en Abadón el exterminador (1974), desbordante de reflexiones como antaño las novelas de los dos grandes vieneses, dice textualmente: en el mundo moderno abandonado por la filosofía, fraccionado por centenares de especializaciones científicas, la novela nos queda como el último observatorio desde donde podemos abarcar la vida humana como un todo.

Medio siglo antes que él, al otro lado del planeta (el puente plateado tremolaba sin cesar por encima de mi cabeza), el Broch de Los sonámbulos, el Musil de El hombre sin atributos pensaron lo mismo. En la época en que los surrealistas elevaban la poesía al rango de primer arte, ellos, por su lado, concedían ese lugar supremo a la novela.