La máxima diversidad en el mínimo espacio
Sea nacionalista o cosmopolita, arraigado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; es probable que la problemática nacional sea en Europa más compleja, más grave que en otros lugares, en todo caso es distinta. A esto se añade otra particularidad: al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido (o reencontrado) su independencia política en el curso de los dos últimos siglos. En la época en que el mundo ruso quiso remodelar a su imagen mi pequeño país, formulé así mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio; los rusos ya no gobiernan en mi país natal, pero ese ideal peligra aún más.
Todas las naciones de Europa viven el mismo destino común, pero cada una lo vive de un modo distinto a partir de sus propias experiencias particulares. He aquí por qué la historia de cada arte europeo (pintura, novela, música, etcétera) parece una carrera de relevos en la que las diferentes naciones se pasan de una a otra el mismo testigo. La polifonía conoce sus comienzos en Francia, continúa su evolución en Italia y España, alcanza una increíble complejidad en los Países Bajos y encuentra su culminación en Alemania, en la obra de Bach; al desarrollo de la novela inglesa en el siglo XVIII le siguen la época de la novela francesa, luego la de la novela rusa, después la de la novela escandinava, etcétera. El dinamismo y el largo aliento de la historia de las artes europeas son inconcebibles sin la existencia de las naciones, cuyas distintas experiencias constituyen una inagotable reserva de inspiración.
Pienso en Islandia. En los siglos XIII y XIV nació allí una obra literaria de muchos miles de páginas: las sagas. ¡Ni los franceses ni los ingleses crearon en esa época una obra en prosa semejante en su lengua nacional! Medítenlo bien, hasta el fondo: el primer gran tesoro de la prosa europea se creó en su país más pequeño, que, incluso hoy, cuenta con menos de trescientos mil habitantes.
La irreparable desigualdad
El nombre de Múnich se ha convertido en el símbolo de la capitulación ante Hitler. Pero seamos más concretos: en Múnich, en otoño de 1938, los cuatro grandes, Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, negociaron el destino de un pequeño país al que negaron hasta su derecho a la palabra. En una estancia aparte, los dos diplomáticos checos aguardaron toda la noche a que se les condujera, a la mañana siguiente, por largos pasillos, a una sala donde Chamberlain y Daladier, cansados, demacrados, entre bostezos, les anunciaron el veredicto de muerte.
«Un país lejano del que poco sabernos» («a far away country of which we know little»). Estas célebres palabras con las que Chamberlain quería justificar el sacrificio de Checoslovaquia eran acertadas. En Europa hay, por un lado, los grandes países y, por otro, los pequeños; las naciones instaladas en las salas de negociación y las que esperan toda la noche en la antecámara.
Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que se da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo; están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, que no las toma en consideración, que ni siquiera las percibe. («Sólo oponiéndonos a la Historia como tal podemos oponernos a la de hoy», escribió Witold Gombrowicz.)
Hay tantos polacos como españoles. Pero España es una vieja potencia cuya existencia nunca estuvo amenazada, mientras que la Historia ha enseñado a los polacos lo que quiere decir no ser. Privados de su Estado, vivieron durante más de un siglo en el corredor de la muerte. «Polonia todavía no ha perecido» es el primer y patético verso de su himno nacional y, hace unos cincuenta años, Gombrowicz, en una carta a Czeslaw Milosz, escribía una frase que no se le habría ocurrido a ningún español: «Si, dentro de cien años, nuestra lengua todavía existe…».
Tratemos de imaginar que las sagas islandesas hubieran sido escritas en inglés. Los nombres de sus protagonistas nos resultarían hoy tan familiares como los de Tristán o Don Quijote; su carácter estético singular, que oscila entre la crónica y la ficción, habría provocado un montón de teorías; habría habido debates para decidir si se podía o no considerarlas las primeras novelas europeas. No digo que se las haya olvidado; tras siglos de indiferencia, están siendo estudiadas en las universidades del mundo entero; pero pertenecen a «la arqueología de las letras», no influyen en la literatura viva.
Como los franceses no están acostumbrados a distinguir entre nación y Estado, oigo con frecuencia calificar a Kafka como escritor checo (en efecto, desde 1918 fue ciudadano checo). Por supuesto, es un sinsentido. Kafka sólo escribía en alemán —¿hace falta decirlo?— y se consideraba, sin equívoco alguno, escritor alemán. Sin embargo, supongamos por un momento que hubiera escrito sus libros en checo. ¿Quién los conocería hoy? Antes de conseguir imponer a Kafka en la conciencia mundial, Max Brod tuvo que hacer durante veinte años esfuerzos gigantescos, ¡y eso con el apoyo de los más destacados escritores alemanes! Incluso si un editor de Praga hubiera logrado publicar los libros de un hipotético Kafka checo, ninguno de sus compatriotas (o sea, ningún checo) habría tenido la autoridad necesaria para dar a conocer al mundo esos textos extravagantes, escritos en la lengua de un país lejano «of which we know little». No, créanme, nadie, absolutamente nadie conocería a Kafka hoy si hubiera sido checo.
Ferdydurke, de Gombrowicz, se publicó en polaco en 1938. Tuvo que esperar quince años para que por fin un editor francés lo leyera y lo rechazara. E hicieron falta otros tantos años más para que los franceses pudieran encontrarlo en las librerías.
Die Weltliteratur
Son dos los contextos elementales en los que podemos situar una obra de arte: o bien el de la historia de la propia nación (llamémoslo el pequeño contexto), o bien el de la historia supranacional de su arte (llamémoslo el gran contexto). Nos hemos acostumbrado con toda naturalidad a considerar la música en el gran contexto: saber cuál era la lengua natal de Orlando di Lasso o de Bach no tiene mucha importancia para un musicólogo; por el contrario, al estar vinculada a su lengua, se estudia una novela en todas las universidades del mundo casi exclusivamente en el pequeño contexto nacional. Europa no ha conseguido pensar su literatura como una unidad histórica y no cesaré de repetir que éste es un irreparable fracaso intelectual. Porque, si permanecemos en la historia de la novela, Sterne reacciona ante Rabelais, Sterne inspira a Diderot, Fielding apela constantemente a Cervantes, Stendhal se mide siempre con Fielding, la tradición de Flaubert se prolonga en la obra de Joyce, a partir de su reflexión sobre Joyce desarrolla Broch su propia poética de la novela, Kafka le hace comprender a García Márquez que es posible salirse de la tradición y «escribir de otra manera».
Goethe fue quien formuló por primera vez lo que acabo de decir: «La literatura nacional ya no representa mucho hoy en día, entramos en la era de la literatura mundial (die Weltliteratur) y nos compete a cada uno de nosotros acelerar esta evolución». Éste es, por decirlo así, el testamento de Goethe. Un testamento traicionado más. Porque abrid cualquier manual, cualquier antología: la literatura universal es presentada como yuxtaposición de las literaturas nacionales. ¡Como una historia de las literaturas! ¡Literaturas, en plural!
Sin embargo, siempre subestimado por sus compatriotas, nadie comprendió mejor a Rabelais que un ruso: Bajtín; a Dostoievski, que un francés: André Gide; a Ibsen, que un irlandés: G. B. Shaw; a James Joyce, que un austriaco: Herman Broch; los escritores franceses fueron los primeros en destacar la importancia universal de la generación de los grandes norteamericanos, Hemingway, Faulkner, Dos Passos («En Francia, soy el padre de un movimiento literario», escribió Faulkner en 1946 quejándose de la sordera con la que se topaba en su país). Estos pocos ejemplos no son extrañas excepciones a la regla; no, son la regla: el alejamiento geográfico distancia al observador del contexto local y le permite abarcar el gran contexto de la Weltliteratur, el único capaz de hacer aflorar el valor estético de una novela, es decir: los aspectos hasta entonces desconocidos de la existencia que esa novela ha sabido iluminar; la novedad de la forma que ha sabido encontrar.
¿Quiero decir con eso que, para juzgar una novela, podemos prescindir del conocimiento de su lengua original? Pues sí, ¡es exactamente lo que quiero decir! Gide no sabía ruso, G. B. Shaw no sabía noruego, Sartre no leyó a Dos Passos en su lengua original. Si los libros de Witold Gombrowicz y de Danilo Kis hubieran dependido únicamente del juicio de los que saben polaco o serbio, nunca se habría descubierto su radical novedad estética.
(¿Y los profesores de literaturas extranjeras? ¿No es su misión natural la de estudiar las obras en el contexto de la Weltliteratur? Es demasiado desear. Para demostrar su competencia como expertos, se identifican ostensiblemente con el pequeño contexto nacional de las literaturas que enseñan. Adoptan sus opiniones, sus gustos, sus prejuicios. Es demasiado desear: precisamente en las universidades en el extranjero es donde hunden una obra de arte en el más profundo atolladero de su provincia natal.)
El provincianismo de los pequeños
¿Cómo definir el provincianismo? Como la incapacidad de (o el rechazo a) considerar su cultura en el gran contexto. Hay dos tipos de provincianismo: el de las naciones grandes y el de las pequeñas. Las naciones grandes se resisten a la idea goetheana de literatura mundial porque su propia literatura les parece tan rica que no tienen que interesarse por lo que se escribe en otros lugares. Kazimierz Brandys lo dice en sus Carnets. París 1985-1987: «El estudiante francés tiene mayores lagunas en el conocimiento de la cultura mundial que el estudiante polaco, pero puede permitírselo porque su propia cultura contiene más o menos todos los aspectos, todas las posibilidades y las fases de la evolución mundial».
Las naciones pequeñas se muestran reticentes al gran contexto por razones precisamente inversas: tienen la cultura mundial en alta estima, pero les parece ajena, como un cielo lejano, inaccesible, por encima de sus cabezas, una realidad ideal con la que su literatura nacional poco tiene que ver. La nación pequeña ha inculcado a su escritor la convicción de que él sólo le pertenece a ella. Fijar la mirada más allá de la frontera de la patria, unirse a sus colegas en el territorio supranacional del arte, es considerado pretencioso, despreciativo para con los suyos. Y como las naciones pequeñas atraviesan con frecuencia situaciones en las que corre peligro su supervivencia, consiguen con facilidad presentar su actitud como moralmente justificada.
Franz Kafka habla de ello en su Diario: observa la literatura yídish y la literatura checa desde el punto de vista de una «gran» literatura, a saber, la alemana; una nación pequeña, dice, manifiesta un gran respeto por sus escritores porque le brindan orgullo «frente al mundo hostil que la rodea»; para una nación pequeña, la literatura es más «cosa del pueblo» que «cosa de la historia de la literatura»; y es esta ósmosis excepcional entre la literatura y su pueblo la que facilita «la difusión de la literatura en el país, donde ésta se agarra a los eslóganes políticos». Más adelante llega a esta sorprendente observación: «Lo que, en el seno de las grandes literaturas, se desarrolla abajo y constituye un sótano del que el edificio puede prescindir aquí ocurre a plena luz; lo que allá provoca una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
Estas últimas palabras me recuerdan un coro de Smetana (escrito en 1864) cuyos versos dicen: «Alégrate, alégrate, cuervo voraz, te preparamos una golosina: vas a saborear a un traidor a la patria…». ¿Cómo podía un músico tan grande proferir semejante sanguinaria tontería? ¿Un pecado de juventud? No es excusa: tenía entonces cuarenta años. Además, ¿qué quiere decir, en aquella época, ser «traidor a la patria»? ¿Alistarse en comandos que degollaban a sus compatriotas? Pues no: era traidor cualquier checo que hubiera preferido dejar Praga por Viena y que se entregaba allá, apaciblemente, a la vida alemana. Como decía Kafka, lo que en otra parte provoca «una aglomeración pasajera acarrea aquí una decisión que podría costarle nada menos que la vida».
La pulsión posesiva de la nación con respecto a sus artistas se manifiesta como un terrorismo del pequeño contexto que reduce todo el sentido de una obra al papel que desempeña en su propio país. Abro el viejo curso ciclostilado de composición musical de Vincent d’Indy, en la Scola Cantorum de París, donde, hacia principios del siglo XX, se formó toda una generación de músicos franceses. Hay en él un párrafo sobre Smetana y Dvorak, en particular sobre los dos cuartetos para cuerda de Smetana. ¿De qué nos informa? De un único dato, repetido muchas veces de formas variadas: esta música «de aspecto popular» se ha inspirado «en canciones y bailes nacionales». ¿Nada más? Nada. Una simpleza y un contrasentido. Simpleza, porque encontramos trazas de cantos populares en Haydn, Chopin, Liszt, Brahms; contrasentido, porque precisamente los dos cuartetos de Smetana son una confesión musical de lo más íntimo, escrita bajo el golpe de una tragedia: Smetana acababa de perder el oído; sus cuartetos (¡espléndidos!) son, como dijo él mismo, «el torbellino de la música en la cabeza de un hombre que se ha quedado sordo». ¿Cómo pudo Vincent d’Indy equivocarse hasta tal punto? Al no conocer esa música, muy probablemente repitió lo que había oído decir. Su juicio respondía a la idea que se hacía la sociedad checa de esos dos compositores; para explotar políticamente su gloria (para poder mostrar su orgullo «ante el mundo hostil que la rodea»), había juntado los jirones del folclore encontrados en su música y los había cosido en una bandera nacional que izaba por encima de su obra. El mundo no hacía sino aceptar educada (o maliciosamente) la interpretación que se le ofrecía.
El provincianismo de los grandes
¿Y el provincianismo de los grandes? La definición sigue siendo la misma: la incapacidad de (o el rechazo a) considerar su cultura en el gran contexto. Hace unos años, antes del final del siglo pasado, un periódico parisiense hizo una encuesta a treinta personalidades que pertenecían a una especie de establishment intelectual del momento, periodistas, historiadores, sociólogos, editores y algunos escritores. Cada uno debía citar, por orden de importancia, los diez libros más notables de toda la historia de Francia; de esas treinta listas de diez libros se extrajo una lista final de cien libros; aun cuando la pregunta («¿Cuáles son los libros que han conformado Francia?») podía dar lugar a varias interpretaciones, el resultado proporciona, no obstante, una idea bastante ajustada de lo que una elite intelectual francesa considera hoy importante en la literatura de su país.
De esta encuesta salió ganador Los miserables, de Victor Hugo. Un escritor extranjero podría sorprenderse. Al no considerar este libro importante ni para él ni para la historia de la literatura, comprenderá enseguida que la literatura francesa que a él le gusta no es la que gusta en Francia. En el undécimo lugar, Memorias de guerra, del general De Gaulle. Sería difícil fuera de Francia otorgar semejante importancia a un libro de un hombre de Estado, de un militar. Sin embargo, lo que desconcierta no es eso, sino ¡el hecho de que las más grandes obras maestras sólo vengan a continuación! ¡No se cita a Rabelais hasta el décimo cuarto lugar! ¡Rabelais después de De Gaulle! Sobre este asunto, leo el texto de un gran universitario francés que declara que a la literatura de su país le falta un fundador, como Dante para los italianos, Shakespeare para los ingleses, etcétera. Veamos, ¡para los suyos, Rabelais está desprovisto del aura del fundador! No obstante, para todos los grandes novelistas de nuestro tiempo, es, junto con Cervantes, el fundador de todo un arte, el de la novela.
¿Y la novela de los siglos XVIII y XIX, la gloria de Francia? Rojo y negro, en el vigésimo segundo lugar; Madame Bovary, en el vigésimo quinto; Germinal en el trigésimo segundo; La comedia humana, sólo en el trigésimo cuarto (¿será posible? ¡La comedia humana, sin la cual la literatura europea es inconcebible!); Las amistades peligrosas, en el quincuagésimo lugar; los pobres Bouvard y Pécuchet, como dos inútiles sin aliento, corren en último lugar. Y hay obras maestras de la novela que no encontrarnos entre los cien libros elegidos: La cartuja de Parma; La educación sentimental; Jacques el fatalista (en efecto, sólo en el gran contexto de la Weltliteratur puede apreciarse la incomparable novedad de esta novela).
¿Y el siglo XX? En busca del tiempo perdido, en séptimo lugar. El extranjero, de Camus, también en el vigésimo segundo. ¿Y después? Casi nada. Casi nada de lo que llamamos la literatura moderna, nada de la poesía moderna. ¡Como si la inmensa influencia de Francia sobre el arte moderno jamás hubiera existido! ¡Como si, por ejemplo, Apollinaire (¡ausente en esta lista!) no hubiera inspirado toda una época de la poesía europea!
Y algo aún más sorprendente: la ausencia de Beckett y de Ionesco. ¿Cuántos dramaturgos del siglo pasado los igualaron en fuerza y proyección? ¿Uno? ¿Dos? No más. Un recuerdo: la emancipación de la vida cultural en la Checoslovaquia comunista estuvo vinculada a los pequeños teatros nacidos muy al principio de los años sesenta. Allí vi por primera vez una obra de Ionesco. Fue inolvidable: la explosión de una imaginación, la irrupción de un espíritu irrespetuoso. Yo decía con frecuencia: la Primavera de Praga empezó ocho años antes de 1968, con las obras de teatro de Ionesco puestas en escena en el pequeño teatro En la Balaustrada.
Se me podría objetar que la citada lista da más fe de la reciente orientación intelectual, que quiere que los criterios estéticos pesen cada vez menos, que de un provincianismo: los que votaron por Los miserables no pensaban en la importancia de ese libro en la historia de la novela, sino en su gran eco social en Francia. Es evidente, pero eso sólo demuestra que la indiferencia hacia el valor estético relega fatalmente en el provincianismo a toda la cultura. Francia no es sólo el país donde viven los franceses, es también aquel al que miran los demás y en el que se inspiran. Y es por los valores (estéticos, filosóficos) por lo que un extranjero aprecia los libros nacidos fuera de su país. Una vez más se confirma la regla: estos valores se perciben mal desde el punto de vista del pequeño contexto, aunque éste sea el pequeño contexto orgulloso de una gran nación.
El hombre del Este
En los años setenta, dejé mi país por Francia, donde, asombrado, descubrí que era un «exiliado de Europa del Este». En efecto, para los franceses mi país formaba parte del Oriente europeo. Me apresuraba a explicar por todas partes el verdadero escándalo de nuestra situación: privados de la soberanía nacional, no sólo nos había anexionado otro país, sino otro mundo, el mundo del Este europeo, que, arraigado en el antiguo pasado de Bizancio, tiene su propia problemática histórica, su propio rostro arquitectónico, su propia religión (ortodoxa), su alfabeto (el cirílico, que proviene de la escritura griega) y también su propio comunismo (nadie sabe, ni sabrá, lo que habría sido el comunismo centroeuropeo sin la dominación rusa, pero en todo caso no se habría parecido a aquel en el que hemos vivido).
Poco a poco entendí que venía de un «far away country of which we know little». Las personas que me rodeaban prestaban gran atención a la política, pero tenían un paupérrimo conocimiento geográfico: nos veían «comunistizados», no «anexionados». Por otra parte, ¿no pertenecen los checos desde siempre al mismo «mundo eslavo» que los rusos? Yo explicaba que, si bien existe una unidad lingüística de las naciones eslavas, no hay ninguna cultura eslava, ningún mundo eslavo: la historia de los checos, al igual que la de los polacos, eslovacos, croatas o eslovenos (y, por supuesto, de los húngaros, que no son en absoluto eslavos), es simplemente occidental: Gótico; Renacimiento; Barroco; estrecho contacto con el mundo germánico; lucha del catolicismo contra la Reforma. Nada que ver con Rusia, que se encontraba lejos, como otro mundo. Sólo los polacos vivían en directa vecindad con ella, aunque ésta pareciera una lucha a muerte.
Me esforcé en vano: la idea de un «mundo eslavo» sigue siendo un lugar común, inextirpable, de la historiografía mundial. Abro la Historia Universal en la prestigiosa edición de La Pléiade: en el capítulo «El mundo eslavo», Jan Hus, el gran teólogo checo, irremediablemente distanciado del inglés Wyclif (del que era discípulo) y del alemán Lutero (que ve en él a su precursor y maestro), se ve obligado a padecer, tras su muerte en una hoguera de Constanza, una siniestra inmortalidad en compañía de Iván el Terrible, con quien no puede intercambiar la mínima opinión.
De nada vale el argumento de la experiencia personal: hacia el final de los años setenta, recibí el manuscrito del prefacio escrito para una de mis novelas por un eminente eslavista que me comparaba constantemente (de un modo halagador, por supuesto, en aquel entonces nadie me deseaba ningún mal) con Dostoievski, Gogol, Bunin, Pasternak, Mandelstam y con los disidentes rusos. Asustado, me negué a que se publicara. No es que sintiera antipatía por esos grandes rusos, muy al contrario, los admiraba a todos, pero en su compañía me convertía en otro. Recuerdo aún la extraña angustia que me causó ese texto: vivía como una deportación ese desplazamiento a un contexto que no era el mío.
Europa central
Podemos imaginar un camino intermedio entre el gran contexto mundial y el pequeño contexto nacional, digamos un contexto mediano. Entre Suecia y el mundo, este camino intermedio es Escandinavia. Para Colombia, América Latina. ¿Y para Hungría o para Polonia? En mi emigración, intenté formular la respuesta a esta pregunta, resumida en el título de mis textos de entonces: Un Occidente secuestrado o la tragedia de Europa central.
Europa central. ¿Qué es? El conjunto de pequeñas naciones situadas entre dos potencias, Rusia y Alemania. El límite oriental de Occidente. Bueno, pero ¿de qué naciones se trata? ¿Forman parte de él los tres países bálticos? ¿Y Rumania, atraída por la Iglesia ortodoxa hacia el este y por su lengua hacia el oeste? ¿Y Austria, que durante mucho tiempo representó el centro político de ese conjunto? Se estudia a los escritores austriacos exclusivamente en el contexto alemán y no les gustaría (a mí tampoco en su lugar) verse enviados a ese barullo multilingüístico que es Europa central. Por otra parte, ¿han manifestado todas esas naciones una voluntad clara de crear un conjunto común? En absoluto. Durante unos siglos, la mayor parte de ellas perteneció a un gran Estado, el Imperio de los Habsburgo, del que, no obstante, al final sólo deseaban huir.
Todas estas observaciones relativizan el alcance de la noción de Europa central, muestran su carácter vago y aproximativo, pero también la aclaran. ¿Es cierto que es imposible trazar de un modo duradero y con exactitud las fronteras de Europa central? ¡Por supuesto! Estas naciones nunca fueron dueñas ni de su sino ni de sus fronteras. Pocas veces fueron sujetos, casi siempre objetos de la Historia. Su unidad era no intencionada. La cercanía de unas a otras no se debía a su voluntad, a una mutua simpatía, ni a la proximidad lingüística, sino a experiencias similares, a situaciones históricas comunes que las agrupaban, en distintas épocas, en distintas configuraciones y en fronteras móviles, nunca definitivas.
No puede reducirse Europa central a la «Mitteleuropa» (jamás empleo este término), como gustan llamarla, incluso en sus lenguas no germánicas, los que la conocen desde la ventana vienesa; es policéntrica, y aparece bajo otra luz vista desde Varsovia, Budapest o Zagreb. Pero cualquiera que sea la perspectiva desde la que se la mire, se transparenta una Historia común; desde la ventana checa veo, en medio del siglo XIV, la primera universidad centroeuropea en Praga; veo, en el siglo XV, la revolución husita anunciar la Reforma; veo, en el siglo XVI, el Imperio habsburgués constituirse progresivamente en Bohemia, Hungría, Austria; veo las guerras que, a lo largo de dos siglos, defenderán a Occidente de la invasión turca; veo la Contrarreforma con la eclosión del arte barroco, que imprime una unidad arquitectónica en todo ese amplio territorio, hasta en los países bálticos.
El siglo XIX hizo explotar el patriotismo de todas esas poblaciones que se negaban a dejarse asimilar, es decir, germanizar. Ni siquiera los austriacos, pese a su posición dominante en el Imperio, podían escapar a la elección entre su identidad austriaca y la pertenencia a la gran entidad alemana en la que se habrían disuelto. ¡Y cómo olvidar el sionismo, nacido él también en Europa central, del mismo rechazo a la asimilación, de la misma voluntad de los judíos de vivir en tanto que nación, con su propia lengua! Uno de los problemas fundamentales de Europa, el problema de las naciones pequeñas, no se manifestó en ningún otro lugar de una manera tan reveladora, tan concentrada y tan ejemplar.
En el siglo XX, después de la guerra del 14, muchos estados independientes habían surgido de las ruinas del Imperio habsburgués, y todos, salvo Austria, se encontraron treinta años después bajo el dominio de Rusia: ¡ésta es una historia completamente inédita en la historia centroeuropea! Siguió un largo período de rebeliones antisoviéticas, en Polonia, en la Hungría ensangrentada, luego en Checoslovaquia y otra vez, larga y poderosamente, en Polonia; no veo nada tan admirable en la Europa de la segunda mitad del siglo XX como esa cadena dorada de rebeliones que durante cuarenta años minaron el imperio del Este, lo hicieron ingobernable y anunciaron el final de su reinado.
Los caminos opuestos de la rebelión de la modernidad
No creo que la historia de Europa central se enseñe en las universidades como una disciplina aparte; en el dormitorio del más allá, Jan Hus seguirá respirando las mismas exhalaciones eslavas que Iván el Terrible. Por otra parte, ¿me habría servido yo mismo de esa noción, y con semejante insistencia, si no me hubiera sacudido el drama político de mi país natal? Seguramente no. Hay palabras adormecidas en la niebla que, en el momento oportuno, acuden en nuestra ayuda. Por su simple definición, el concepto de Europa central desenmascaró la mentira de Yalta, ese mercadeo entre los tres vencedores de la guerra, que desplazaron la frontera milenaria entre el Este y el Oeste europeos a centenares de kilómetros hacia el oeste.
La noción de Europa central acudió en mi ayuda una vez más, y por razones que nada tenían que ver con la política; ocurrió cuando empecé a asombrarme por el hecho de que las palabras «novela», «arte moderno», «novela moderna» significaban algo distinto para mí que para mis amigos franceses. No se trataba de un desacuerdo, se trataba, modestamente, de la comprobación de una diferencia entre las dos tradiciones que nos habían formado. En un breve recorrido histórico, nuestras dos culturas surgieron ante mí como dos antítesis casi simétricas. En Francia: el clasicismo, el racionalismo, el espíritu libertino, luego, en el siglo XIX, la época de la gran novela. En Europa central: el reino de un arte barroco, particularmente extático, y luego, en el siglo XIX, el idilismo moralizador del Biedermeier, la gran poesía romántica y unas pocas grandes novelas. La innegable fuerza de Europa central residía en su música, que, desde Haydn hasta Schonberg, desde Liszt hasta Bartók, abarcó en solitario, durante dos siglos, todas las tendencias esenciales de la música europea; Europa central se cimbreaba con la gloria de su música.
¿Qué fue «el arte moderno», esa fascinante tormenta del primer tercio del siglo XX? Una rebelión radical contra la estética del pasado; es evidente, por supuesto, salvo que los pasados no eran iguales. El arte moderno en Francia, antirracionalista, anticlasicista, antirrealista, antinaturalista, prolongaba la gran rebelión lírica de Baudelaire y de Rimbaud. Encontró su expresión privilegiada en la pintura y, ante todo, en la poesía, su arte predilecto. Por el contrario, anatematizaron (los surrealistas en particular) la novela, la consideraron superada, definitivamente encerrada en su forma convencional. En Europa central la situación era muy distinta; la oposición a la tradición extática, romántica, sentimental, musical, conducía la modernidad de algunos genios, los más originales, hacia el arte que es la esfera privilegiada del análisis, de la lucidez, de la ironía: la novela.
Mi gran pléyade
En El hombre sin atributos (1930-1941), de Robert Musil, Clarisa y Walter, «desencadenados como dos locomotoras que avanzaran una al lado de otra», tocaban el piano a cuatro manos. «Sentados en sus banquetas, no estaban irritados, enamorados o tristes sin razón, o bien cada uno por una razón distinta, (…)» y sólo «los unía la autoridad de la música (…). Se producía allí una fusión similar a la que se da en los momentos de gran pánico, en que centenares de seres, que en el instante anterior eran del todo distintos, hacen los mismos movimientos, lanzan los mismos gritos absurdos, abren de par en par ojos y bocas (…)». Walter consideraba que «esa agitación tumultuosa, esos movimientos emocionales del ser interior, es decir, esa nebulosa turbación de los subsuelos corporales del alma, era el lenguaje eterno que puede unir a todos los hombres».
Esa mirada irónica no se dirige sólo a la música, cala más en profundidad, hacia la esencia lírica de la música, hacia ese arrobamiento que alimenta tanto las fiestas como las masacres y convierte a los individuos en un rebaño extasiado; en esta irritación antilírica, Musil me recuerda a Franz Kafka, quien, en sus novelas, aborrece toda gesticulación emocional (lo que le distingue radicalmente de los expresionistas alemanes) y escribe América, como dice él mismo, en oposición al «estilo desbordante de sentimientos»; de ahí que Kafka me recuerde a Hermann Broch, alérgico al «espíritu de la ópera», en particular a la ópera de Wagner (de ese Wagner tan amado por Baudelaire y Proust), a quien considera el modelo mismo del kitsch (un «kitsch genial», como solía decir); y de ahí también que Broch me recuerde a Witold Gombrowicz, quien, en su célebre texto Contra los poetas, reacciona tanto contra el inextirpable romanticismo de la literatura polaca como contra la poesía en tanto que Diosa intocable de la modernidad occidental.
Kafka, Musil, Broch, Gombrowicz… ¿Forman acaso un grupo, una escuela, un movimiento? No; eran unos solitarios. En varias ocasiones, les he llamado «la pléyade de los grandes novelistas de Europa central» y, en efecto, como astros de una pléyade, estaban rodeados de vacío, cada uno alejado de los demás. Eso me parecía tanto más notable cuanto que su obra expresa una orientación estética similar: eran todos poetas de la novela, es decir, apasionados por la forma y por su novedad; cuidadosos de la intensidad de cada palabra, de cada frase; seducidos por la imaginación que intenta superar las fronteras del «realismo»; pero a la vez impermeables a toda seducción lírica: hostiles a la transformación de la novela en confesión personal; alérgicos a todo ornamento de la prosa; concentrados por entero en el mundo real. Concibieron todos la novela como una gran poesía antilírica.
Kitsch y vulgaridad
La palabra «kitsch» nació en Múnich a mediados del siglo XIX y designa los desechos almibarados del gran siglo romántico. Pero tal vez Hermann Broch, que veía la relación del romanticismo y del kitsch en proporciones cuantitativamente inversas, se acercara más a la verdad: según él, el estilo dominante del siglo XIX (en Alemania y en Europa central) era el kitsch, por encima del cual destacaban, como fenómenos excepcionales, algunas grandes obras románticas. Los que conocieron la tiranía secular del kitsch (la tiranía de los tenores de ópera) sienten una irritación muy particular contra el velo rosado arrojado sobre lo real, contra la exhibición impúdica del corazón incesantemente emocionado, contra el «pan sobre el que habrían vertido perfume» (Musil); desde hace tiempo, el kitsch se ha convertido en un concepto muy preciso en Europa central, donde representa el mal estético supremo.
No sospecho que los franceses modernos hayan cedido a la tentación del sentimentalismo y de la pompa, pero, faltos de una larga experiencia del kitsch, la aversión hipersensible contra él no tuvo ocasión entre ellos de nacer y desarrollarse. Hasta 1960, cien años después de su aparición en Alemania, no se empleó esta palabra en Francia por primera vez; en 1966, el traductor francés de los ensayos de Broch y luego, en 1974, el de los textos de Hannah Arendt se ven obligados a traducir la palabra «kitsch» por «arte de pacotilla», lo cual hace incomprensible la reflexión de sus autores.
Releo Lucien Leuwen, de Stendhal, las conversaciones mundanas en los salones; me detengo en las palabras clave que captan distintas actitudes de los participantes: vanidad; vulgaridad; esprit («ese ácido vitriólico que lo corroe todo»); ridículo; cortesía («cortesía infinita y sentimiento nulo»); bien-pensance. Y me pregunto: ¿cuál es la palabra que expresa al máximo esa reprobación estética que la noción de kitsch expresa para mí? Al fin la encuentro; es la palabra «vulgar», «vulgaridad». «Monsieur Du Poirier era de la más extrema vulgaridad y parecía orgulloso de sus modales barriobajeros y familiares; así es como se enfanga el cerdo, con una especie de voluptuosidad insolente para el espectador…»
El desprecio por lo vulgar habitaba los salones de antaño al igual que los de hoy. Recordemos la etimología: vulgar viene de vulgus, pueblo; es vulgar lo que gusta al pueblo; un demócrata, un hombre de izquierdas, un luchador por los derechos del hombre está obligado a amar al pueblo; pero es libre de despreciarlo altivamente en todo aquello que le parece vulgar.
Albert Camus se sentía muy incómodo entre los intelectuales parisienses tras el anatema político que Sartre arrojó contra él, y tras el Premio Nobel, que le acarreó celos y odio. Me cuentan que lo que más le hería eran los comentarios que le atribuían vulgaridad: los orígenes pobres; la madre iletrada; la condición de pied-noir simpatizante de otros pieds-noirs, gentes de «modales tan familiares» (tan «barriobajeros»); el diletantismo filosófico de sus ensayos; y así en adelante. Al leer los artículos en los que tuvo lugar este linchamiento, me detengo en estas palabras: Camus es «un campesino endomingado, (…) un hombre de pueblo que, enguantado y sin quitarse el sombrero, entra por primera vez en un salón. Los demás invitados se vuelven, saben de quién se trata». La metáfora es elocuente: no sólo no sabía lo que había que pensar (hablaba mal del progreso y simpatizaba con los franceses de Argelia), sino que, aún más grave, se portaba mal en los salones (en el sentido propio y figurado); era vulgar.
No hay en Francia una reprobación estética más severa. Es una reprobación a veces justificada, pero que atañe también a los mejores: a Rabelais. Y a Flaubert. «El carácter principal de La educación sentimental», escribe Barbey d’Aurevilly, «es ante todo la vulgaridad. A nuestro juicio, en el mundo hay ya demasiadas almas vulgares, espíritus vulgares, cosas vulgares, para que se incremente aún más la aplastante proliferación de esas asquerosas vulgaridades.»
Recuerdo las primeras semanas de mi emigración. Una vez condenado unánimemente el estalinismo, todo el mundo estaba preparado para comprender la tragedia que representaba para mi país la ocupación rusa, y me veía rodeado del aura de una respetable tristeza. Recuerdo estar sentado en un bar frente a un intelectual parisiense que me había apoyado y ayudado mucho. Era nuestro primer encuentro en París y, en el aire por encima de nosotros, planearon grandes palabras: persecución, gulag, libertad, destierro del país natal, coraje, resistencia, totalitarismo, terror policial. Queriendo ahuyentar el kitsch de esos espectros solemnes, empecé a explicar que el hecho de estar perseguido, de tener micrófonos de la policía en casa, nos había enseñado el delicioso arte de la mistificación. Uno de mis amigos y yo habíamos intercambiado nuestros nombres y nuestros apartamentos; él, un gran mujeriego, soberanamente indiferente a los micrófonos, había realizado sus mayores hazañas en mi estudio. Teniendo en cuenta que el momento más difícil de cualquier historia amorosa es la separación, mi emigración le vino a él a pedir de boca. Un día, las señoritas y damas se encontraron cerrado el apartamento, sin mi nombre, mientras yo enviaba desde París, con mi firma, postales de despedida a siete mujeres a las que nunca había visto.
Quería divertir a aquel hombre, que me caía bien, pero su rostro se fue ensombreciendo hasta que me dijo, y fue como la cuchilla de una guillotina: «Esto no me hace ninguna gracia».
Seguimos siendo amigos sin jamás querernos. El recuerdo de nuestro primer encuentro me sirve de clave para comprender nuestro largo e inconfesado malentendido: lo que nos separaba era el choque de dos actitudes estéticas: el hombre alérgico al kitsch topaba con el hombre alérgico a la vulgaridad.
La modernidad antimoderna
«Hay que ser absolutamente moderno», escribió Arthur Rimbaud. Unos sesenta años más tarde, Gombrowicz no estaba tan seguro de que eso fuera necesario. En Ferdydurke (publicado en Polonia en 1938), la familia Lejeune está dominada por la hija, una «colegiala moderna». A la chica le encanta llamar por teléfono; desprecia a los autores clásicos; cuando un señor llega de visita, «se limita a mirarlo y, mientras se mete entre los dientes un destornillador que sostenía en la mano derecha, le alarga la mano izquierda con total desenvoltura».
También su madre es moderna; es miembro del «comité para la protección de los recién nacidos»; milita contra la pena de muerte y a favor de la libertad de costumbres; «ostensiblemente, con aire desenvuelto, se dirige hacia el retrete», del que sale «más altiva de lo que ha entrado»; a medida que envejece, la modernidad se vuelve para ella indispensable como único «sustituto de la juventud».
¿Y su padre? Él también es moderno; no piensa nada, pero hace todo lo posible para gustar a su hija y a su mujer.
Gombrowicz captó en Ferdydurke el giro fundamental que se produjo durante el siglo XX: hasta entonces, la humanidad se dividía en dos, los que defendían el statu quo y los que querían cambiarlo; ahora bien, la aceleración de la Historia tuvo consecuencias: mientras que, antaño, el hombre vivía en el mismo escenario de una sociedad que se transformaba lentamente, llegó el momento en que, de repente, empezó a sentir que la Historia se movía bajo sus pies, como una cinta transportadora: ¡el statu quo se ponía en movimiento! ¡De golpe, estar de acuerdo con el statu quo fue lo mismo que estar de acuerdo con la Historia que se mueve! ¡Al fin, se pudo ser a la vez progresista y conformista, bienpensante y rebelde!
Acusado de reaccionario por Sartre y los suyos, Camus dio la célebre réplica a los que han «colocado su sillón en el sentido de la Historia»; Camus vio acertadamente, sólo que no sabía que ese hermoso sillón tenía ruedas, y que desde hacía ya algún tiempo todo el mundo lo empujaba hacia delante, los colegiales modernos, sus madres, sus padres, así como todos los luchadores contra la pena de muerte y todos los miembros del comité para la protección de los recién nacidos y, por supuesto, todos los políticos que, mientras empujaban el sillón, volvían sus rostros sonrientes al público que corría tras ellos, y que también reía, a sabiendas de que sólo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno.
Fue entonces cuando una parte de los herederos de Rimbaud comprendieron algo inaudito: hoy, la única modernidad digna de ese nombre es la modernidad antimoderna.