Conciencia de la continuidad

Contaban una anécdota de mi padre, que era músico. Se encuentra entre amigos en algún lugar donde, desde una radio o un fonógrafo, suenan los acordes de una sinfonía. Los amigos, todos músicos o melómanos, reconocen enseguida la Novena de Beethoven. Preguntan a mi padre:

—¿Qué es esa música?

Tras una larga reflexión, éste dice:

—Parece Beethoven.

Todos contienen la risa: ¡mi padre no ha reconocido la Novena sinfonía!

—¿Estás seguro?

—Sí —dice mi padre—, un Beethoven tardío.

—¿Cómo puedes saber que es tardío?

Mi padre les llama entonces la atención sobre cierta ligadura armónica que Beethoven jamás habría utilizado en su juventud.

Sin duda, la anécdota es sólo una maliciosa invención, pero ilustra bien lo que es la conciencia de la continuidad histórica, uno de los signos por los que se distingue al hombre que pertenece a la civilización que es (o era) la nuestra. Para nosotros, todo adquiría el cariz de una historia, nos parecía una sucesión más o menos lógica de acontecimientos, actitudes, obras. En tiempos de mi primera juventud conocía, de un modo natural, sin esforzarme, la cronología exacta de las obras de mis autores predilectos. Imposible pensar que Apollinaire hubiera escrito Alcoholes después de Caligramas, ya que, en ese caso, habría sido otro poeta, ¡su obra tendría otro sentido! Me gusta cada uno de los cuadros de Picasso por sí mismo, pero también toda la obra de Picasso concebida como un largo camino del que conozco a la perfección cada uno de los períodos. Las célebres preguntas metafísicas, ¿de dónde venirnos? y ¿adónde vamos?, tienen en el arte un sentido concreto y claro, y no carecen de respuestas.

Historia y valor

Imaginemos a un compositor contemporáneo que hubiera escrito una sonata que, por su forma, sus armonías, sus melodías, se pareciera a las de Beethoven. Imaginemos incluso que esta sonata haya sido tan magistralmente compuesta que, si hubiera sido realmente de Beethoven, habría figurado entre sus obras maestras. Sin embargo, por magnífica que fuera, al firmarla un compositor contemporáneo, daría risa.

Como mucho, se le felicitaría por ser un virtuoso del pastiche.

¡Cómo! ¿Sentimos un placer estético al escuchar una sonata de Beethoven y no lo sentimos con otra del mismo estilo y con el mismo encanto si la firma un contemporáneo nuestro? ¿Acaso no es el colmo de la hipocresía? ¿La sensación de belleza es, pues, cerebral, está condicionada por el conocimiento de una fecha?, ¿no es espontánea, dictada por nuestra sensibilidad?

¡Qué remedio! La conciencia histórica es hasta tal punto inherente a nuestra percepción del arte que sentiríamos espontáneamente (o sea, sin hipocresía alguna) este anacronismo (una obra de Beethoven fechada hoy) como ridículo, falso, incongruente, incluso monstruoso. Nuestra conciencia de la continuidad es tan fuerte que interviene en la percepción de toda obra de arte.

Jan Mukarovsky, el fundador de la estética estructuralista, escribió en Praga en 1932: «Sólo suponiendo un valor estético objetivo, la evolución histórica del arte adquiere sentido». Dicho de otra manera: si el valor estético no existiera, la historia del arte no sería más que un inmenso depósito de obras cuya sucesión cronológica carecería de sentido. Y a la inversa: sólo se percibe el valor estético en el contexto de la evolución histórica de un arte.

Pero ¿de qué valor estético objetivo puede hablarse si cada nación, cada período histórico, cada grupo social, tiene sus propios gustos? Desde el punto de vista sociológico, la historia de un arte no tiene sentido por sí misma, forma parte de la historia de una sociedad, del mismo modo que la ropa, los ritos funerarios y nupciales, los deportes o las fiestas. Más o menos así es como trata la novela el artículo que le dedica la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert (1751-1772). El autor de ese texto, el señor de Jaucourt, dice de la novela que tiene una gran difusión («casi todo el mundo lee novelas»), una influencia moral (a veces útil, a veces nociva), pero que carece de valor específico por sí misma; de hecho, no menciona a casi ningún novelista que admiremos hoy: ni a Rabelais ni a Cervantes ni a Quevedo ni a Grimmelshausen ni a Defoe ni a Swift ni a Smollett ni a Lesage ni al abate Prévost; para el señor de Jaucourt la novela no representa ni un arte ni una historia autónomos.

Rabelais y Cervantes. No es en absoluto escandaloso que el enciclopedista no los haya nombrado; a Rabelais poco le importaba ser novelista o no, y Cervantes creía haber escrito un epílogo sarcástico a la literatura fantástica de la época anterior; ni el uno ni el otro se consideraban «fundadores». Sólo a posteriori, progresivamente, la práctica del arte de la novela les ha atribuido semejante estatuto. Y se lo atribuyó no porque fueran los primeros en escribir novelas (hay muchos otros novelistas antes de Cervantes), sino porque sus obras hacían comprender, mejor que las demás, la razón de ser de ese nuevo arte épico; porque representaban para sus sucesores los primeros grandes valores novelescos; y porque sólo a partir del momento en que empezamos a encontrar un valor en una novela, un valor específico, un valor estético, las novelas pudieron aparecer, en su sucesión, como una historia.

Teoría de la novela

Fielding fue uno de los primeros novelistas capaces de pensar una poética de la novela; cada una de las dieciocho partes de Tom Jones empieza con un capítulo dedicado a una especie de teoría de la novela (teoría ágil y placentera; porque así es como teoriza un novelista: conservando celosamente su propio lenguaje, huyendo como de la peste de la jerga de los eruditos).

Fielding escribió su novela en 1749, por tanto, dos siglos después de Gargantúa y Pantagruel y un siglo y medio después del Quijote; sin embargo, a pesar de que apele a Rabelais y a Cervantes, para él la novela es siempre un arte nuevo, aunque se erija él mismo en «fundador de una nueva provincia literaria…». ¡Esta «nueva provincia» es hasta tal punto nueva que todavía no tiene nombre! Más exactamente, en inglés tiene dos nombres, novel y romance, pero Fielding se niega a emplearlos porque, apenas descubierta, ya invade la «nueva provincia un enjambre de novelas estúpidas y monstruosas» («a swarm of foolish novels and monstruous romances»). Para que no le metan en el mismo saco que a aquellos a quienes desprecia, «evita con todo cuidado el término de novela» y designa este arte nuevo con una fórmula bastante alambicada, pero notablemente exacta: un «texto prosai-comi-épico» («prosai-comi-epic writing»).

Intenta definir ese arte, o sea, determinar su razón de ser; delimitar el terreno de la realidad que debe alumbrar, explorar, captar: «El alimento que proponemos aquí (…) a nuestro lector (…) no es otro que la naturaleza humana». La trivialidad de esta afirmación es sólo aparente; entonces aparecían en la novela historias divertidas, edificantes, entretenidas, pero sin más; nadie le habría concedido un objetivo tan general, por tanto tan exigente, tan serio como el examen de la «naturaleza humana»; nadie habría elevado la novela al rango de una reflexión sobre el hombre como tal.

En Tom Jones, Fielding se detiene de pronto en medio de la narración para declarar que uno de los personajes le deja estupefacto; su comportamiento le parece «el más inexplicable de los absurdos que jamás se le haya metido en la mente a esa extraña y prodigiosa criatura que es el hombre»; en efecto, el asombro ante lo «inexplicable» en «esa extraña criatura que es el hombre» es lo primero que incita a Fielding a escribir una novela, la razón de inventarla. La «invención» (en inglés también se dice «invention») es la palabra clave para Fielding; apela a su origen latino, inventio, que quiere decir «descubrimiento» (discovery, finding out): al inventar su novela, el novelista descubre un aspecto hasta entonces desconocido, oculto, de «la naturaleza humana»; una invención novelesca es, pues, un acto de conocimiento que Fielding define como «penetrar rápida y sagazmente en la verdadera esencia de todo lo que es objeto de nuestra contemplación» («a quick and sagacious penetration into the true essence of all the objects of our contemplation»). (Frase notable; el adjetivo «rápido» —quick— da a entender que se trata del acto de captar un conocimiento específico en el que la intuición desempeña un papel fundamental.)

¿Y la forma de ese «texto prosai-comi-épico»? «Como fundador de una nueva provincia literaria, tengo plena libertad para dictar las leyes de esta jurisdicción», proclama Fielding, y se defiende por adelantado contra todas las normas que quisieran imponerle esos «funcionarios de la literatura» que para él son los críticos; él define la novela, y eso me parece capital, por su razón de ser; por el terreno de realidad que debe «descubrir»; su forma, en cambio, apela a una libertad que nadie puede limitar y cuya evolución será una perpetua sorpresa.

Pobre Alonso Quijano

El pobre Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante. De cara a la historia de la literatura, Cervantes consiguió todo lo contrario: situó un personaje legendario a ras de suelo: en el mundo de la prosa. La prosa: esta palabra no sólo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal, de la vida. Decir que la novela es el arte de la prosa no es, pues, una perogrullada; esta palabra define el sentido profundo de esa arte. A Homero no se le ocurre preguntarse si Aquiles o Áyax, después de sus muchos combates cuerpo a cuerpo, aún conservan sus dientes. Para Don Quijote y para Sancho, por el contrario, los dientes son una constante preocupación, dientes que duelen, dientes que faltan. «Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.»[1]

Pero la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también una belleza hasta entonces menospreciada: la belleza de los sentimientos modestos, por ejemplo el de esa amistad impregnada de familiaridad que siente Sancho por Don Quijote. Éste le regaña por su desenvoltura parlanchina alegando que en ningún libro de caballería un escudero se atreve a hablarle a su amo en ese tono.

Por supuesto que no: la amistad de Sancho es uno de los descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica: «… no puedo más, seguirle tengo; somos del mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y el azadón», dice Sancho.

La muerte de Don Quijote es aún más conmovedora por ser prosaica, o sea, desprovista de todo pathos. Tras dictar su testamento, agoniza durante tres días, rodeado de la gente que le quiere: sin embargo, «comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto».

Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían a los personajes «como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes». Ahora bien, el propio Don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es algo totalmente distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esta irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Ésta es la razón de ser del arte de la novela.

El despotismo de la story

Tom Jones es un niño expósito; vive en el castillo rural en el que Lord Allworthy lo protege y lo educa; ya de joven, se enamora de Sophia, hija de un vecino rico, y, cuando estalla su amor (al final de la sexta parte), sus enemigos lo calumnian con tal saña que Allworthy, furioso, lo repudia; dan comienzo entonces sus largas andanzas (que recuerdan la composición de la novela picaresca, en la que un único protagonista, un «pícaro», vive una sucesión de aventuras y se encuentra cada vez con nuevos personajes), y sólo hacia el final (en las partes diecisiete y dieciocho) vuelve la novela a la intriga principal: tras un torbellino de sorprendentes revelaciones, se explica el enigma del origen de Tom: es hijo natural de la hermana de Allworthy, a la que tanto quería, y fallecida hace mucho tiempo; Tom triunfa y se casa, en el último capítulo de la novela, con su amada Sophia.

Cuando Fielding proclama su total libertad para con la forma novelesca, piensa ante todo en su rechazo a dejar que la novela se reduzca a ese encadenamiento causal de actos, gestos, palabras, que los ingleses llaman story y que pretende ser constitutivo del sentido y de la esencia de una novela; contra ese poder absolutista de la story reivindica específicamente el derecho a interrumpir la narración, «donde quiera y cuando quiera», con la intervención de sus propios comentarios y reflexiones, o sea, dicho de otro modo, con digresiones. No obstante, él también utiliza la story como si fuera la única base posible para garantizar la unidad de una composición, para atar el principio al final. Así pues, terminó Tom Jones (incluso, tal vez, con una secreta sonrisa irónica) mediante el golpe de gong de un happy end con boda.

Vista en esta perspectiva, Tristram Shandy, escrita unos quince años más tarde, aparece como la primera destitución radical y completa de la story. Mientras que Fielding, para no quedar sofocado en el largo pasillo de un encadenamiento causal de acontecimientos, abrió de par en par las ventanas a las digresiones y a los episodios, Sterne renuncia completamente a la story; su novela no es más que una única digresión multiplicada, un único baile alegrado por episodios cuya unidad, deliberadamente frágil, singularmente frágil, está tan sólo hilvanada por algunos personajes originales y sus acciones microscópicas, cuya futilidad hace reír.

Gusta comparar a Sterne con los grandes revolucionarios de la forma novelesca del siglo XX: con razón, salvo que Sterne no era un «poeta maldito»; era aclamado por un amplio público; efectuó sonriendo, riendo y bromeando su grandioso acto de destitución. Nadie, por otra parte, le reprochaba ser difícil e incomprensible; si molestaba, era por su descaro, su frivolidad, y aún más por la chocante insignificancia de los temas que trataba.

Los que le reprochaban esta insignificancia habían elegido la palabra acertada. Pero recordemos lo que decía Fielding: «El alimento que proponernos aquí a nuestro lector (…) no es otro que la naturaleza humana». Ahora bien, ¿son realmente las grandes acciones dramáticas la mejor clave para comprender «la naturaleza humana»? ¿No se alzan más bien como una barrera que disimula la vida tal como es? ¿No es precisamente la insignificancia uno de nuestros grandes problemas? ¿No es éste nuestro sino? Y, si lo es, ¿es ese sino nuestra dicha o nuestra desgracia? ¿Nuestra humillación o, por el contrario, nuestro alivio, nuestra evasión, nuestro idilio, nuestro refugio?

Estas preguntas eran inesperadas y provocadoras. El juego formal de Tristram Shandy es el que ha permitido plantearlas. En el arte de la novela, los descubrimientos existenciales y la transformación de la forma son inseparables.

En busca del tiempo presente

Don Quijote se moría y, sin embargo, «comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto». Por un instante, esta frase entreabre el telón que disimulaba la prosa de la vida. ¿Y si quisiéramos examinar esta prosa aún más de cerca, en detalle, o en un segundo? ¿Cómo se manifiesta el buen humor de Sancho? ¿Se muestra parlanchín? ¿Habla con las dos mujeres? ¿Permanece todo el tiempo a la cabecera del amo?

Por definición, el narrador cuenta lo que ha pasado. Pero cada pequeño acontecimiento, en cuanto se convierte en pasado, pierde su carácter concreto y se vuelve silueta. La narración es un recuerdo, por tanto un resumen, una simplificación, una abstracción. El verdadero rostro de la vida, de la prosa de la vida, sólo se muestra en el tiempo presente. Pero ¿cómo contar los acontecimientos pasados y restituirles el tiempo presente que han perdido? El arte de la novela ha encontrado la respuesta: presentando el pasado en escenas. La escena, incluso contada en pasado gramatical, es, ontológicamente, el presente: la vemos y la oímos; tiene lugar delante de nosotros, aquí y ahora.

Cuando leían a Fielding, sus lectores pasaban a ser oyentes fascinados por un hombre brillante que los mantenía en vilo con lo que les contaba. Balzac, unos ochenta años más tarde, transformó a los lectores en espectadores que miraban una pantalla (una pantalla de cine antes de tiempo) en la que su magia de novelista les mostraba escenas de las que no podían apartar los ojos.

Fielding no inventaba historias imposibles o increíbles; aun así, la verosimilitud de lo que contaba era su última preocupación; no queda deslumbrar a sus oyentes mediante la ilusión de la realidad, sino por el sortilegio de su fabulación, de sus observaciones inesperadas, de las situaciones sorprendentes que él creaba. Por el contrario, cuando la magia de la novela consistió en la evocación visual y acústica de las escenas, la verosimilitud pasó a ser la regla de las reglas: la condición sine qua non para que el lector crea en lo que ve.

Fielding se interesaba poco por la vida cotidiana (no hubiera creído que un día la trivialidad se convertiría en un gran tema de novela); no simulaba escuchar, con micrófonos secretos, las reflexiones que cruzaban por la cabeza de sus personajes (los miraba desde el exterior y adelantaba hipótesis lúcidas y con frecuencia curiosas sobre su psicología); le aburrían las descripciones y no se detenía en la apariencia física de sus protagonistas (no nos enteramos de qué color eran los ojos de Tom) ni en el trasfondo histórico de la novela; su narración planeaba alegremente por encima de las escenas, de las que no evocaba más que fragmentos que le parecían indispensables para la claridad de la intriga y para la reflexión; el Londres donde se resuelve el destino de Tom se parece más a un punto impreso en un mapa que a una metrópolis real: no se describen, ni siquiera se nombran, las calles, las plazas, los palacios.

El siglo XIX nació durante los decenios de deflagraciones que, en varias ocasiones y de cabo a rabo, transfiguraron toda Europa. En la existencia del hombre algo esencial cambió entonces, y de un modo duradero: la Historia se convierte en la experiencia de cada individuo; el hombre empezó a comprender que no moriría en el mismo mundo que lo vio nacer; el reloj de la Historia se puso a dar la hora en voz alta, por todas partes, incluso en el interior de las novelas, cuyo tiempo quedó inmediatamente medido y fechado. La forma de cada pequeño objeto, de cada silla, de cada falda, quedó marcada por la proximidad de su desaparición (transformación). Entramos en la era de las descripciones.

(Descripción: compasión por lo efímero; rescate de lo perecedero.) El París de Balzac no se parece al Londres de Fielding; sus plazas tienen nombre; sus casas tienen sus colores; sus calles, olores y ruidos; es el París de un momento preciso, un París tal como no era antes y tal como ya no será nunca más. Y cada escena de la novela queda marcada (aunque sólo sea por la forma de una silla o el corte de un traje) por la Historia, que, una vez salida de la sombra, modela y vuelve incesantemente a modelar el rostro del mundo.

Una nueva constelación se ha iluminado en el cielo por encima del caminar de la novela, que entró en su gran siglo, el siglo de su popularidad, de su poderío; se estableció entonces una «idea de lo que es la novela», que reinará sobre el arte de la novela hasta Flaubert, hasta Tolstói, hasta Proust; sumirá en un semiolvido las novelas de los siglos precedentes (detalle increíble: ¡Zola jamás leyó Las amistades peligrosas!) y dificultará la futura transformación de la novela.

Los múltiples significados de la palabra «historia»

«La historia de Alemania», «la historia de Francia»: en estas dos fórmulas el complemento es distinto, pero la noción de historia conserva el mismo sentido. «La historia de la humanidad», «la historia de la técnica», «la historia de la ciencia», «la historia de tal o cual arte»: no sólo es distinto el complemento, sino que la palabra «historia» significa en cada caso otra cosa.

El gran médico A inventa un método genial para curar una enfermedad. Pero, diez años después, el médico B elabora otro método, más eficaz, de tal manera que el método anterior (aunque genial) queda abandonado y olvidado. La historia de la ciencia tiene el carácter del progreso.

Aplicada al arte, la noción de historia nada tiene que ver con el progreso; no supone un perfeccionamiento, una mejora, un avance; parece más bien un viaje con el fin de explorar tierras desconocidas y de inscribirlas en un mapa. La ambición del novelista no es la de hacerlo mejor que sus predecesores, sino la de ver lo que no han visto, la de decir lo que no han dicho. La poética de Flaubert no desmerece la de Balzac, al igual que el descubrimiento del Polo Norte no erradica el de América.

La historia de la técnica depende poco del hombre y de su libertad; al obedecer a su propia lógica, no puede ser distinta de la que ha sido ni de la que será; en este sentido, es inhumana; si Edison no hubiera inventado la bombilla, la habría inventado otro. Pero si Laurence Sterne no hubiera tenido la idea loca de escribir una novela sin ninguna story, nadie lo hubiera hecho en su lugar, y la historia de la novela no habría sido la que conocernos.

«Una historia de la literatura, contrariamente a la historia a secas, debería consistir sólo en nombres de victorias, ya que en ella las derrotas no son una victoria para nadie.» La luminosa frase de Julien Gracq saca todas las consecuencias del hecho de que la historia de la literatura, «contrariamente a la historia a secas», no es una historia de los acontecimientos, sino la historia de los valores. Sin Waterloo, la historia de Francia sería incomprensible. Pero los Waterloo de los escritores menores, e incluso los de los grandes, no tienen otro lugar que el olvido.

La historia «a secas», la de la humanidad, es la historia de las cosas que ya no son y que no participan directamente en nuestra vida. La historia del arte, puesto que es la historia de los valores, por tanto de las cosas que nos son necesarias, está siempre presente, siempre con nosotros; podemos escuchar a Monteverdi y a Stravinski en un mismo concierto.

Y, como están siempre con nosotros, los valores de las obras de arte son constantemente cuestionados, defendidos, juzgados, vueltos a juzgar. Pero ¿cómo juzgarlos? En el terreno del arte no hay para ello medidas exactas. Todo juicio estético es una apuesta personal; pero una apuesta que no se encierra en su subjetividad, que se enfrenta a otros juicios, tiende a ser reconocida, aspira a la objetividad. En la conciencia colectiva, la historia de la novela, que se extiende desde Rabelais hasta nuestros días, se encuentra así en una perpetua transformación en la que participan competencia e incompetencia, inteligencia y estupidez y, por encima de todo, el olvido que no termina de extender su inmenso cementerio donde, al lado de los no valores, yacen valores subestimados, desconocidos u olvidados. Esta inevitable injusticia hace que la historia del arte sea profundamente humana.

La belleza de una repentina densidad de la vida

En las novelas de Dostoievski, el reloj no para de dar la hora: «Eran cerca de las nueve de la mañana» es la primera frase de El idiota; en ese momento, por pura coincidencia (sí, ¡la novela empieza con una enorme coincidencia!), se encuentran en un compartimento de tren tres personajes que jamás se han visto: Mishkin, Rogozhin, Lebedev; en su conversación aparece pronto la protagonista de la novela, Nastasia Filípovna. Son las once, Mishkin llama al timbre en casa del general Yepanchin; son las doce y media, Mishkin almuerza con la mujer del general y sus tres hijas; en la conversación vuelve a aparecer Nastasia Filípovna: nos enteramos de que un tal Totski, que la mantiene, se esfuerza a cualquier precio por casarla con Gania, secretario de Yepanchin, y de que esa misma noche, durante una fiesta organizada para celebrar sus veinticinco años, ella deberá anunciar su decisión. Terminado el almuerzo, Gania lleva a Mishkin a la residencia de su familia, adonde acuden, cuando nadie la espera, Nastasia Filípovna y, poco después, de un modo igualmente inopinado (las llegadas inopinadas marcan el ritmo a cada escena en Dostoievski), Rogozhin, ebrio, en compañía de otros borrachos. La noche en casa de Nastasia transcurre llena de excitación: Totski espera, impaciente, el anuncio de la boda, Mishkin y Rogozhin declaran ambos su amor a Nastasia, y Rogozhin le entrega un fajo de cien mil rublos, que ella arroja a la chimenea. La fiesta termina tarde por la noche y, con ella, la primera de las cuatro partes de la novela: en unas doscientas cincuenta páginas, quince horas de una jornada y no más de cuatro escenarios: el tren, la casa de Yepanchin, el hogar de Gania y el de Nastasia.

Hasta entonces, tal concentración de acontecimientos en un tiempo y un espacio tan apretados sólo podía verse en el teatro. Detrás de una dramatización extrema de acciones (Gania abofetea a Mishkin, Varia le escupe a Gania a la cara, Rogozhin y Mishkin declaran en el mismo momento su amor a la misma mujer) desaparece todo lo que conforma la vida cotidiana. Ésta es la poética de la novela en Scott, en Balzac, en Dostoievski; el novelista quiere decirlo todo en escenas; pero la descripción de una escena ocupa demasiado espacio; la necesidad de mantener el suspense exige una extrema densidad de acciones; de ahí la paradoja: el novelista quiere mantener toda la verosimilitud de la prosa de la vida, pero la escena pasa a ser tan rica en acontecimientos, tan desbordante de coincidencias, que pierde tanto su carácter prosaico como su verosimilitud.

Sin embargo, no veo en esta teatralización de la escena una simple necesidad técnica y mucho menos un defecto. Pues esta acumulación de acontecimientos, con lo que puede tener de excepcional y apenas creíble, ¡es ante todo fascinante! Cuando ocurre en nuestra propia vida, ¿quién podría negarlo?, ¡nos maravilla! ¡Nos encanta! ¡Se vuelve inolvidable! Las escenas en Balzac o en Dostoievski (el último gran balzaquiano de la forma novelesca) reflejan una belleza muy particular, una belleza muy rara, es cierto, pero real, y que todos hemos conocido (o al menos rozado) durante nuestra propia vida.

Surge la Bohemia libertina de mi juventud: mis amigos proclamaban que no hay experiencia más hermosa para un hombre que la de tener sucesivamente a tres mujeres en un solo día. No como resultado mecánico de una orgía, sino como aventura individual gracias a un cúmulo inopinado de ocasiones, sorpresas, seducciones relámpago. Ese «día de tres mujeres», extremadamente raro, que roza el sueño, tenía un encanto deslumbrante que, tal como hoy lo veo, no consistía en un deportivo alarde sexual, sino en la belleza épica de una rápida sucesión de encuentros en los que cada mujer, en la huella de la que la había precedido, parecía todavía más única, y sus tres cuerpos semejaban tres largas notas, cada una en un instrumento distinto, unidas en un único acorde. Era una belleza muy particular, la belleza de una repentina densidad de la vida.

El poder de lo fútil

En 1879, para la segunda edición de La educación sentimental (la primera era de 1869), Flaubert hizo cambios en la disposición de los puntos y aparte: nunca dividió uno en varios, pero con frecuencia los unió en párrafos más largos. Me parece percibir en ello su profunda intención estética: desteatralizar la novela; desdramatizarla («desbalzacar»); incluir una acción, un gesto, una réplica, en un conjunto más amplio; disolverlos en el agua corriente de lo cotidiano.

Lo cotidiano. No sólo es aburrimiento, futilidad, repetición, mediocridad; también es belleza; por ejemplo, el sortilegio de las atmósferas; cada cual lo conoce a partir de su propia vida: una música que proviene del apartamento de al lado y se oye a lo lejos; el viento que hace vibrar la ventana; la voz monótona de un profesor al que una alumna con mal de amores oye sin escuchar; estas circunstancias fútiles imprimen una impronta de inimitable singularidad a un acontecimiento íntimo que, así, queda fechado y pasa a ser inolvidable.

Pero Flaubert ha ido aún más lejos en su examen de la trivialidad cotidiana. Son las once de la mañana y Emma acude a la cita en la catedral; sin decir palabra, entrega a Léon, su amante hasta entonces platónico, la carta en la que le anuncia que ya no quiere esos encuentros. Luego se aleja, se arrodilla y se pone a rezar; cuando se levanta, aparece un guía que les propone visitar la iglesia. Para sabotear la cita, Emma acepta, y la pareja se ve forzada a detenerse ante cuadros y figuras de santos de piedra, a alzar la cabeza hacia un fresco en el techo y a escuchar las explicaciones del guía, que Flaubert reproduce en toda su estupidez y extensión. Furioso, sin aguantarlo más, Léon interrumpe la visita, arrastra a Emma hasta el pórtico, llama a un carruaje y empieza la célebre escena de la que no vemos ni oímos nada, salvo, de tanto en tanto, una voz de hombre en el interior del carruaje que ordena al cochero que tome cada vez una dirección distinta para que siga el viaje y para que la sesión amorosa no acabe nunca.

Una absoluta trivialidad como la puñetera intervención del guía y su obstinada palabrería ha dado lugar a una de las más famosas escenas eróticas. En el teatro, una gran acción sólo puede nacer de otra gran acción. Sólo la novela supo descubrir el inmenso y misterioso poder de lo fútil.

La belleza de una muerte

¿Por qué se suicida Ana Karenina? En apariencia, la razón es clara: desde hace años la gente de su entorno se aparta de ella; ella sufre por estar separada de su hijo Serguéi; aun cuando Vronski todavía la quiere, ella teme por su amor; está ya cansada de todo eso, sobreexcitada, enfermiza (e injustamente) celosa; siente que ha caído en una trampa. Sí, todo esto está claro: pero ¿se está destinado al suicidio por caer en una trampa? ¡Cuánta gente se acostumbra a vivir en una trampa! Aun comprendiendo la profundidad de su tristeza, el suicidio de Ana sigue siendo un enigma.

Cuando se entera de la terrible verdad de su identidad, cuando ve a Yocasta ahorcada, Edipo se revienta los ojos; desde su nacimiento, una necesidad causal lo ha conducido, con una certeza matemática, hacia el trágico desenlace. Pero Ana piensa por primera vez en su posible muerte sólo en la séptima parte de la novela, sin necesidad de acontecimiento excepcional alguno; es viernes, dos días antes del suicidio; atormentada después de una discusión con Vronski, recuerda de repente la frase que dijo, en plena excitación, poco tiempo después de dar a luz: «¿Por qué no me habré muerto?», y se detiene largamente en ella. (Notemos: no es ella quien, al buscar una salida a la trampa en que ha caído, llega con toda lógica a la idea de la muerte; es un recuerdo el que, suavemente, la incita.)

Vuelve por segunda vez a pensar en la muerte al día siguiente, sábado: se dice que «la única manera de castigar a Vronski, de reconquistar su amor» sería el suicidio (el suicidio, pues, como venganza amorosa y no como una salida a la trampa); para poder dormir se toma un somnífero y se pierde en una ensoñación sentimental sobre su muerte; imagina el tormento de Vronski, inclinado sobre su cuerpo; luego, al caer en la cuenta de que su muerte no es sino una fantasía, siente una inmensa alegría de vivir: «¡No, no, todo antes que la muerte! Lo amo, él también me ama, ya vivimos otras escenas semejantes y todo acabó por arreglarse».

El día siguiente, domingo, es el de su muerte. Por la mañana, discuten una vez más y, apenas sale Vronski a ver a su madre en su mansión cerca de Moscú, ella le envía un mensaje: «Me he equivocado; vuelve, te debo una explicación. Por Dios, vuelve, tengo miedo». Luego decide ir a ver a Dolly, su cuñada, para confiarle sus penas. Toma su calesa, se sienta y deja que las ideas circulen libremente por su cabeza. No es una reflexión lógica, es una incontrolable actividad de la mente donde todo se embrolla, fragmentos de reflexión, observaciones, recuerdos. La calesa que avanza es el lugar idóneo para semejante monólogo silencioso, porque el mundo exterior que desfila afuera alimenta sin parar esos pensamientos: «Oficina y almacenes. Dentista. Sí, voy a confesárselo a Dolly; (…) será difícil contarle todo, pero lo haré».

(A Stendhal le gusta cortar el sonido en medio de una escena: ya no oímos el diálogo y seguirnos el pensamiento secreto de un personaje; se trata siempre de una reflexión muy lógica y condensada mediante la cual Stendhal nos revela la estrategia de su protagonista, que está ponderando la situación y decidiendo qué actitud tomar. Ahora bien, el monólogo de Ana no es en absoluto lógico, no es siquiera una reflexión, es el flujo de todo lo que, en un momento determinado, habita su cabeza. Tolstói anticipa así lo que, unos cincuenta años después, Joyce, de un modo mucho más sistemático, practicará en su Ulises, y que llamaremos monólogo interior o stream of consciousness. A Tolstói y a Joyce los asediaba la misma obsesión: captar lo que pasa por la cabeza de un hombre durante un momento presente y que, al siguiente instante, se habrá ido para siempre jamás. Pero con una diferencia: con su monólogo interior, Tolstói no examina, como Joyce más tarde, un día cualquiera, cotidiano, trivial, sino, por el contrario, los momentos decisivos de la vida de su protagonista. Y eso es mucho más difícil, porque cuanto más dramática, excepcional y grave es una situación, más tiende el que la cuenta a borrar su carácter concreto, a olvidar su prosa ilógica y a sustituirla por la lógica implacable y simplificada de la tragedia. Por tanto, el examen tolstoiano de la prosa de un suicida es una gran hazaña; un «descubrimiento» que no tiene parangón en la historia de la novela, ni nunca lo tendrá.)

Cuando Ana llega a casa de Dolly, es incapaz de decirle nada. La deja pronto, vuelve a la calesa y se va; sigue el segundo monólogo interior: escenas de la calle, observaciones, asociaciones. De vuelta a su casa, encuentra el telegrama de Vronski que le anuncia que está en el campo, en casa de su madre y que no regresará antes de las diez de la noche. Al grito emotivo de la mañana («¡Por Dios, vuelve, tengo miedo!»), ella esperaba una respuesta también emotiva e, ignorando que Vronski no ha recibido su mensaje, se siente herida; decide tomar el tren e ir adondequiera que él esté; de nuevo está sentada en la calesa, donde se produce el tercer monólogo interior: escenas de la calle, una mendiga que lleva en brazos a un niño, «¿por qué se imagina que inspira piedad? ¿No hemos sido todos arrojados a este mundo para odiarnos y atormentarnos los unos a los otros? (…) Mira, unos colegiales que se divierten (…) ¡Mi pequeño Serguéi!…».

Se apea de la calesa y sube al tren; allí, una nueva fuerza entra en escena: la fealdad; desde la ventana del compartimento ve correr en el andén a una señora «deforme»; «la desnuda en su imaginación para espantarse con su fealdad…». Sigue a la señora una niña que «reía con afectación, (…) haciendo muecas y pretenciosa». Aparece un hombre, «sucio y feo, con un gorro». Por fin una pareja se sienta frente a ella; «le repugnan»; el señor le cuenta «tonterías a su mujer». En su cabeza cualquier reflexión racional ha quedado barrida; su percepción estética se ha hecho hipersensible; media hora antes de que ella misma lo abandone, ve que la belleza abandona este mundo.

El tren se detiene, ella desciende al andén. Allí le entregan otro mensaje de Vronski que le confirma que volverá a las diez. Ella sigue caminando entre la muchedumbre, con sus sentidos acorralados desde todas partes por la vulgaridad, la terrible fealdad, la mediocridad. Un tren de mercancías entra en la estación. De repente, ella «se acuerda del hombre aplastado el día de su encuentro con Vronski, y comprende lo que debe hacer». Y sólo en ese preciso instante decide morir.

«El hombre aplastado» al que recuerda era un ferroviario que había caído bajo un tren en el mismo momento en que ella vio a Vronski por primera vez en su vida. ¿Qué quiere decir esa simetría, ese enmarcar toda su historia de amor mediante una doble muerte en la estación? ¿Es una manipulación poética de Tolstói? ¿Su manera de jugar con símbolos?

Recapitulemos la situación: Ana va a la estación para volver al lado de Vronski y no para matarse; una vez en el andén, un recuerdo la avasalla repentinamente y queda seducida por la ocasión inesperada de dar a su historia de amor una forma acabada y bella; de vincular su comienzo a su desenlace en el mismo escenario de la estación y con el mismo tema de la muerte bajo las ruedas de un tren; y es que, sin saberlo, el hombre vive con la seducción de la belleza, y Ana, sofocada por la fealdad del ser, se ha vuelto mucho más sensible a ésta.

Baja unos peldaños y se encuentra junto a los raíles. El tren de mercancías se acerca. «Un sentimiento se apoderó de ella, similar al que había tenido cuando fueron a bañarse un día y ella se disponía a zambullirse en el agua…»

(¡Una frase milagrosa! ¡En un único segundo, el último de su vida, la extrema gravedad se asocia a un recuerdo placentero, corriente, leve! Incluso en el momento patético de su muerte, Ana está lejos de la vía trágica de Sófocles. No abandona la vía misteriosa de la prosa en la que la fealdad se codea con la belleza, en la que lo racional deja lugar a lo ilógico y en la que un enigma sigue siendo un enigma.)

«Hundió la cabeza entre los hombros y, las manos hacia delante, se arrojó bajo el vagón.»

La vergüenza de repetirse

Durante una de mis primeras estancias en Praga después de la implosión del régimen comunista en 1989, un amigo que había vivido todo el tiempo allá me dijo: lo que necesitaríamos es un Balzac. Porque lo que tú ves aquí es la restauración de una sociedad capitalista con toda la crueldad y la estupidez que comporta, con la vulgaridad de los estafadores y los nuevos ricos. La necedad comercial ha reemplazado la necedad ideológica. Pero lo que hace pintoresca esta nueva experiencia es que conserva muy fresca en su memoria la antigua, que las dos experiencias se han fundido y que la Historia, como en la época de Balzac, pone en escena increíbles embrollos. Y me cuenta la historia de un viejo, antiguo alto funcionario del partido, que hace veinticinco años había propiciado el matrimonio de su hija con el hijo de una gran familia burguesa expropiada, y le había facilitado (como regalo de boda) una buena carrera; ahora, el apparátchik terminaba su vida en soledad mientras la familia del yerno había recuperado los bienes que antaño habían sido nacionalizados y la hija se avergüenza del padre comunista, a quien ya sólo se atreve a ver a escondidas. Mi amigo se ríe: ¿Te das cuenta? ¡Es idéntica a la historia de Papá Goriot! El hombre poderoso en la época del Terror consigue casar a sus dos hijas con «enemigos de clase» que, más tarde, en la época de la Restauración, ya no quieren reconocerlo, de tal manera que el pobre padre ya nunca puede encontrarse con ellas en público.

Nos reírnos mucho rato. Hoy, me detengo sobre esa risa. De hecho, ¿por qué nos reíamos? ¿Acaso era tan ridículo el viejo apparátchik? ¿Ridículo por repetir lo que otro había vivido ya? ¡Pero es que no repetía nada en absoluto! La Historia es la que se repetía. Y, para repetirse, hay que carecer de pudor, de inteligencia, de gusto. Es el mal gusto de la Historia lo que nos hizo reír.

Esto me remite a la exhortación de mi amigo. ¿Es cierto que la época que estamos viviendo en Bohemia necesita a su Balzac? Tal vez. Tal vez, para los checos, fuera iluminador leer novelas sobre la recapitalización de su país, un ciclo novelesco largo y rico, con muchos personajes, escrito a la manera de Balzac. Pero ningún novelista digno de ese nombre escribirá semejante novela. Sería ridículo escribir otra Comedia humana. Porque, así como la Historia (la de la humanidad) puede tener el mal gusto de repetirse, la historia del arte no soporta las repeticiones. El arte no está ahí para registrar, al igual que un gran espejo, todas las peripecias, las variaciones, las infinitas repeticiones de la Historia. El arte no es un orfeón que espolea a la Historia en su marcha. Está ahí para crear su propia historia. Lo que quedará un día de Europa no es su historia repetitiva, que, en sí misma, no representa valor alguno. Lo único que tiene alguna posibilidad de quedar es la historia de las artes.