LA HIJA
A pesar de haber sido escogido como tutor por haber sido el primero que había ayudado a la huérfana, Silja no permaneció mucho tiempo en casa de Mikkola. Después que hubo hecho su primera comunión y después de haber pasado apenas una semana en casa de sus vecinos, las comadres contaban que Mikkola había tenido suerte al encargarse de su pupila, pues tenía una sirvienta gratuita y cobraba además los subsidios de la tutela. En aquellas bocas de dientes amarillentos, la herencia de Silja se hacía considerable, y poco a poco la prosperidad de Mikkola acabó por depender exclusivamente de la habilidad que había demostrado para apoderarse del dinero de Silja.
En vista de estas habladurías, Mikkola buscó una colocación para la muchacha, a la que envió a «Nukari», pequeña granja a la moda antigua, donde sería la única sirvienta. No había mozo de labranza en la casa, y el dueño contrataba a un jornalero que era en aquel entonces un palurdo llamado Vaino, al que nombraban todos con el apodo de el Inspector. La cama de Vaino estaba junto a la puerta y la de Silja detrás de la estufa. Por la noche, cuando los dos servidores estaban acostados, entablaban a veces curiosas conversaciones. Vaino desarrollaba sus teorías sobre el mundo, y su pensamiento no dejaba de remontarse con amplitud. Luego hacía a Silja numerosas preguntas sobre su vida, que comparaba con la suya. Y en el momento en que lo mejor hubiese sido dormir, se ponía a hablar de boda y preguntaba a la muchacha si consentiría en casarse con él, cuando hubiese ahorrado algún dinero. Silja carecía del aplomo de una persona adulta, pero sabía dejar estas preguntas sin respuesta.
—Entonces, ¿aceptas? —insistía el muchacho.
—Ya te lo diré mañana —decía ella, dando a entender que quería dormir.
El ama abría la puerta y entraba, en camisa.
—A ver si te callas, Vaino; si no, vas a mojar la cama, lo que nunca falla cuando te agitas. Y tú, Silja, no respondas a ese necio.
Luego salía, y los criados guardaban silencio.
Silja se alegraba en su corazón al verse tratada como persona razonable; pero pensaba también en el pobre Vaino. Y en ella misma; en los años pasados, en las clases de catecismo y en su padre, cuyas facciones reales empezaban ya a desvanecerse y cuya imagen no podía ya evocar bajo sus párpados mientras esperaba el sueño. Una actitud, un gesto, he aquí todo lo que su mirada interior llegaba a percibir. Y entonces un doloroso escalofrío cruzaba por su alma, pues su padre ya no era el genio tutelar de la habitación en que descansaba y donde tenía que arriesgarse a dormir. Se sobresaltaba exhalando un débil suspiro; oía la respiración acompasada de Vaino; recordaba en donde estaba y acababa por dormirse.
Una tarde de otoño, sombría y tempestuosa, Silja volvía sola de la aldea vecina. Se había retrasado y, cuando se puso en camino, se apoderó de ella un miedo indecible por la oscuridad; era la misma sensación que había experimentado antaño, al encontrarse sobre el banco de hielo de donde su padre la había salvado. Entre las dos aldeas, el camino se hundía en un barranco y atravesaba un bosque donde silbaba furiosamente el viento al rozar las copas de los árboles. Las tinieblas eran como un pájaro descomunal que agitara unas alas temibles.
Silja tuvo la impresión de que su padre se encontraba presente. En los lugares más sombríos, apresuraba el paso, presa del miedo. A medida que el bosque se fue aclarando, aquella impresión vaga se cambió en una alegría no menos imprecisa, que se iba apoderando de ella lentamente. Para dominar el ruido que hacía el viento en los árboles, se puso a cantar.
Su visita había sido un éxito, pues le habían ofrecido café y le habían hablado como a una persona mayor. Un vecino joven, llamado Oskari Tonttila, le había dirigido incluso la palabra con el tono de los muchachos que hacen la corte a las chicas. «Tengo diecisiete años», pensaba Silja mientras se acercaba a la granja canturreando.
A su regreso a «Nukari» encontró a todo el mundo de buen humor y hablando alegremente en el gran amasador. Su llegada fue un acontecimiento y le costó trabajo dar razón del encargo que le había hecho la dueña, pues todos charlaban y bromeaban. Había allí un hombre grueso y de constitución sanguínea, que llevaba una sortija con una piedra preciosa y una gruesa cadena de reloj. Era el hermano del dueño, que había regresado de América y que partía de nuevo para allá. Hacía su visita de despedida.
Se llamaba Ville, y supo animar muy bien la velada en la sala inhospitalaria. Tenía una voz chillona y, cuando cantaba, daba notas más altas que las de las mujeres. Cantó varias canciones y supo incluso incitar a Vaino para que cantara chocarrerías que éste sabía de su padre y que nadie conocía. Todo el mundo reía a carcajadas, debido en parte a la manera de cantar de Vaino. El dueño acompañó durante unos momentos a su criado y éste se mostró ofendido de que hubiese alguien que conociese sus canciones.
Ville Nukari había corrido el mundo y había adquirido cierta experiencia para juzgar a las personas. Según su parecer, Silja era una muchacha bastante bonita, pero demasiado joven todavía y un poco infantil. Se mostró amable con ella y se las arregló para hacérselo notar. Vaino se había puesto a cantar una tonada de baile, y Ville invitó a Silja y bailó con ella mientras los demás miraban. Silja se dio cuenta de que sabía bailar la polka; cuando Vaino aceleró el ritmo de su tonada, los bailarines no dieron ni un paso en falso, girando como peonzas sobre el suelo. Al terminar el baile, Ville levantó a su pareja y la llevó en vilo a la cama, en donde se sentó a su lado, abandonando durante un momento su mano en la cintura de la muchacha.
El americano no se propasó con Silja, y cuando se despidió de ella, al día siguiente, le pidió permiso para escribirle, y ella se lo dio. Recibió, en efecto, varias cartas muy divertidas, a las que la muchacha respondió. Una de ellas contenía un bonito pañuelo de seda, como no se había visto todavía ninguno tan bello en el pueblo. Todo el mundo lo supo, pues la muchacha no lo ocultó, y esto dio lugar a muchos comentarios, pues no era natural que un hombre de más de treinta años se insinuara de aquel modo con una chiquilla que acababa de hacer su primera comunión.
Aquella aventura con Ville tuvo consecuencias desagradables para Silja. Sus relaciones con él no eran las que imaginaban las comadres después de la llegada del hermoso pañuelo; para ella, Ville era un pariente amable y atento. Así pues, cuando Oskari Tonttila empezó a cortejar a Silja, ésta no comprendió que su correspondencia con Ville explicaba el atrevimiento del joven. Éste no hizo por su parte ninguna alusión a dichas circunstancias. Sacaba a bailar a Silja en los bailes y la acompañaba luego a su casa, cogiéndola por la cintura.
Cada ser tiene en su juventud acontecimientos particulares y períodos cuyo recuerdo suscita más tarde un sentimiento de repulsión. No se trata siempre de malas acciones ni de hurtos secretos —salvo quizás algunas picardías infantiles, o el mantenimiento obstinado de una mentira evidente—; sólo se trata de ordinario de una opresión desagradable. Y no es raro que estas heridas se relacionen con el despertar del instinto sexual, que se concentra a veces en objetos extraños y hasta ridículos. En la mayoría de los casos, resulta difícil precisar cuál ha sido el objeto del primer amor de un ser.
Durante su estancia en «Nukari», Silja Salmelus tuvo, pues, como novio a Oskari Tonttila, que era algo mayor que ella, pues iba a cumplir los veinte años. Era un muchacho alto, rubio y poco hablador, excepto cuando tenía unas copas de más, en cuyo caso se convertía en bullicioso y pendenciero. Su familia vivía en las afueras del pueblo; el padre era brusco y enérgico, y la madre una mujer robusta que había tenido una docena de hijos. Éstos abandonaban la casa en cuanto podían, pues el viejo Jussi no ganaba bastante para alimentarles durante mucho tiempo. Volvían a veces a la casa, cuando se quedaban sin colocación. Actualmente, Oskari vivía en casa de sus padres, pues se habían contratado para un largo trabajo en la vecindad.
Oskari tenía buen carácter, pero, al igual que su padre, a quien se parecía mucho, podía ser grosero en alguna ocasión. Una noche, a la salida de un baile, acompañó a Silja como lo había hecho otras veces con otras muchachas. Como todas sus compañeras tenían su novio y se mostraban por ello muy satisfechas —incluso se apretaban muy fuerte con ellos—, Silja no se atrevió a rechazar a Oskari. Éste, por otra parte, no hablaba mucho, caminando silencioso a su lado y cogiéndola a veces del brazo…
Los grupos se desparramaron por los senderos, y por último la pareja se encontró sola cerca de «Nukari». Entonces, Oskari se volvió locuaz. Con voz curiosamente familiar y dulce interrogó a Silja por su vida cotidiana y contó varios chismes del pueblo. Encendió un cigarrillo y, en la esquina de la granja, Silja se detuvo para despedirse.
—¿No puedo entrar en la casa contigo? —le preguntó Oskari como si fuera algo muy natural.
—No, pues Nukari duerme cerca de la puerta y su mujer tiene el oído muy fino.
La pretensión de Oskari divertía a Silja. «¿Qué querrá hacer en la casa en plena noche?», se preguntaba.
Oskari permanecía inmóvil, chupando su cigarrillo y balanceándose ora sobre una pierna ora sobre la otra. Parecía esperar que pasara alguien para que se enterara de su presencia allí. La noche era tranquila y no se oía siquiera el relincho del caballo en la cuadra. Entonces Oskari tomó el camino de regreso y Silja entró en la casa.
Así fue como trabaron conocimiento, y las gentes se habituaron a verles regresar juntos. Oskari se atrevía a colocar su mano en la cadera de su compañera y la pareja se alejaba lentamente, como las demás. Una comadre dirigió ciertas alusiones a la dueña de «Nukari», pero ésta aseguró que ni Oskari ni ningún otro hombre iban a reunirse con Silja en la habitación de ésta por la noche, y mucho menos durante el día.
—Silja es tan dulce e inocente (salta a la vista), que lo ignora todo todavía…
—No se sabe nunca, con esas muchachas… —dijo la comadre.
Como Oskari no se ocupaba en aquel momento de otras muchachas, éstas, según el carácter de cada una, formularon suposiciones y habladurías. Ningún joven se atrevía a acercarse a Silja, que vivía en una inocencia virginal completa, mientras los hermosos años de la juventud se sumaban a su edad. Por las noches, los discursos de Vaino se habían hecho amargos, y pronunciaba a veces algunas palabras que aludían evidentemente a Oskari. Pero sólo hablaba de las aventuras femeninas anteriores de su rival, lo cual, lejos de irritar a Silja, más bien la divertía. La joven se sentía orgullosa por tener un novio que había tenido relaciones con otras muchachas antes que con ella.
Los años pasaron y no sucedió nada. Silja permitía a Oskari que la cogiera por el talle durante sus paseos nocturnos. Se encontraban a veces en el pueblo, y, cuando había gente delante, Oskari se mostraba locuaz y bullicioso. Gastaba unas bromas un poco libres, que las demás muchachas podían oír perfectamente. Pero en cuanto se quedaba solo con Silja, tanto sus palabras como sus actos eran dulces. Un día en que estaba borracho, o fingía estarlo, se enfadó por causa de Silja. A la salida del baile se había quedado un poco atrás, y un muchacho aprovechó la ocasión para lanzar a Silja su acostumbrada broma: «¡Toma! ¡He aquí la madre de mis hijos!». Acudió Oskari y replicó con viveza: «No, monín. Tú eres el hijo de tu mamá y no debes separarte mucho de sus faldas, pues de lo contrario te van a zurrar». El muchacho respondió con un gruñido, al que Oskari replicó a su vez con un empellón que hizo rodar al osado por la nieve. Pero el regreso de Silja y Oskari fue turbado por los compañeros del bromista, que les persiguieron durante un rato con sus gritos y cuchufletas. Cerca de «Nukari», Oskari dijo a Silja que le esperara, mientras iba a ahuyentar a aquellos aguafiestas; pero la muchacha le dio las buenas noches y entró en la casa.
Aquél fue su último paseo nocturno, pues a la semana siguiente Oskari partió para la Finlandia del sur, donde los rusos construían fortificaciones y pagaban a los peones, según se decía, jornales fabulosos; los que no eran tontos podían recoger allí mucho dinero. Oskari fue con dos o tres vagabundos. Estaban de muy buen humor, como si se marcharan a la guerra, y aseguraban a los que se quedaban que iban a ganar mucho. Habían bebido, y Vaino, que se encontraba con ellos, había tomado parte en la francachela. Luego Oskari se dirigió atrevidamente a «Nukari», en donde nadie se había acostado aún. Los dos muchachos entraron en el amasador hablando en voz alta; Oskari tenía la voz un poco ronca y declaró que venía a despedirse de «la prometida de Vaino», y éste añadió que podía verla, pero no tocarla.
Aquella visita importunó a Silja; pero era el último encuentro con Oskari antes de una separación de un año. El joven partió al día siguiente por la mañana, y cuando volvió, mucho tiempo después, no pudo reanudar las antiguas relaciones, debido a que, durante su ausencia, Ville había regresado de América y prestaba servicio en un aserradero como encargado de las compras de madera. En calidad de tal, reapareció un buen día en «Nukari» y pasó allí la noche. Por desdicha, su hermano se encontraba ausente y Ville se portó indignamente.
En apariencia, la velada transcurrió como el día de la despedida. Pero había novedades. Silja había prosperado y embellecido, y su ama hizo alusión a sus relaciones con Oskari. Esto impresionó al americano, que trató por todos los medios de demostrar su superioridad sobre los jóvenes del lugar. Sacó una botella de su maleta e invitó a beber. Cuando todos estuvieron un tanto excitados, Ville habló de América y de sus dólares, y hasta sacó su cartera para enseñar unos billetes. Silja se acercó como los demás para verlos; Ville tomó uno de ellos, que tenía una forma alargada y llevaba impresa una cabeza de hombre parecida a la de una mujer, y lo tendió a Silja, diciendo: «¿Quieres aceptar este pequeño recuerdo?». La muchacha enrojeció confusa, no osando aceptar ni rehusar. «Tómalo, ya que te lo ofrecen», dijo el ama con voz un tanto irritada. «¿Qué voy a hacer con eso?», dijo Silja riendo de buena gana; y como Ville no quería volver a coger el billete, ella lo depositó en un ángulo de la mesa. «Pues bien, será para mí», dijo Vaino alargando el brazo. Pero Ville anduvo más ligero que él, y volvió a meter el billete en su cartera.
Luego invitó de nuevo a beber. El ama no quiso aceptar, y prohibió a su hermano político que «emborrachara a aquel botarate de Vaino». «¿Qué puede importarle, si esto no perjudica al trabajo?», protestó Vaino con voz que traicionaba la influencia del alcohol. «Ya lo creo que me importa. Tanto, que todo el mundo se va a ir ahora mismo a dormir, y Ville igual que los demás».
Ville tomó aún un trago, antes de dirigirse al otro extremo de la casa, donde se le había preparado una cama. Vaino y Silja se acostaron como de costumbre, y se apagó la lámpara. En la habitación grande, las voces del ama y de sus hijos callaron muy pronto; toda la granja parecía dormir.
Pero tan sólo dormían los niños. La velada había estado muy animada; el alcohol alejaba el sueño, y los pensamientos volaban con agilidad. Por otra parte, el dueño no se encontraba en la casa. Si ocurría algo extraordinario, habría que recurrir a su hermano, aquel rechoncho burgués…
La puerta interior del amasador gimió… Andando a tientas, un intruso explicó que se le había olvidado algo, y que no había dado las buenas noches a Silja. Se dirigió hacia la cama, se sentó, y luego se tendió al lado de la muchacha. Vaino oyó murmullos y ruidos y, sobre todo, las protestas de Silja. Era un bendito, lo sabía bien; pero el otro estaba abusando de verdad. Se puso a respirar fuerte y acompasadamente, para que creyeran que dormía. Pero escuchaba y seguía todo lo que pasaba en la otra cama, pensando aterrado en las palabras que había dicho a Silja tiempo atrás; si la joven fuese ahora su novia se le impondría a él un deber muy desagradable: echar de allí al galanteador. Pero Silja no le había tomado nunca en serio y se había aficionado a Oskari, que vagaba ahora por el mundo. «Que luche sola o sucumba», se dijo Vaino tendiendo el oído.
El visitante permaneció cerca de una hora en la cama de Silja. Vaino tuvo tiempo de acordarse del hermoso pañuelo enviado en una carta. Luego oyó sollozar a Silja, que hablaba al mismo tiempo; algunas de sus palabras eran pronunciadas en voz alta.
En aquel momento, la puerta se volvió a abrir y entró la dueña, en camisa, con una lámpara en la mano. Sin titubear, fue directamente hacia la cama de Silja y apostrofó con acritud a su cuñado; Silja trató de disculparse, sollozando, pero el ama le dijo: «Cállate, lo sé todo». Aquella frase atormentó durante mucho tiempo a Silja, pues no decía si el ama sabía, verdaderamente, lo que había pasado. Dada la forma con que la trató después, Silja comprendió que lo había oído todo o que lo había adivinado. El seductor era un pariente, y la mujer había tenido que tratarle con mayor consideración que a una vulgar criada. Así, pues, la muchacha no conservó un mal recuerdo del ama de «Nukari».
Al comenzar la primavera, Silja dejó aquella granja. Pero ocurrieron antes ciertos hechos dignos de figurar en esta historia.
Corría el mes de abril. Había llovido y, algunos días, se sentía calor. Piaban los primeros estorninos; algunos pretendían haber visto ya un aguzanieves, y otros afirmaban haber oído a una golondrina. Pero los hielos permanecían sólidos. Sobre los lagos, la nieve se había derretido, y se veían charcos de agua que rizaba el viento.
Una tarde, iba Silja por el camino de la iglesia hacia el Norte. El sol se ponía en una entalladura del horizonte; pero se encontraba aún a tres dedos de los árboles. Silja recordaba aquella vieja medida, que le había enseñado su padre, y levantó tres dedos finos y transparentes, lo mismo que había hecho padre antaño, en la pradera… Caminaba a buen paso y, como no había nadie sobre el hielo, pudo abandonarse a sí misma. Avanzaba alegremente; su cuerpo parecía bailar al son de la melodía que musitaban sus labios. El sol enrojeció e hizo llamear el cielo. La muchacha levantó la cabeza, como para recoger los últimos rayos con su rostro. Sus ojos parecieron participar entonces del arrebol que subía de las mejillas. Y los labios continuaron musitando la melodía que acompañaba el movimiento de sus pies.
El alma de la joven conservaba ya gran número de recuerdos vividos que, en momentos como aquél, se expresaban con un delicado éxtasis, pues los reflejos del cielo primaveral sobre el rostro correspondían a las disposiciones íntimas. Como millares de jóvenes de su edad, que vivían en aquellas y otras aldeas, había vivido otoños y primaveras, inviernos y veranos, y se había dado cuenta de cómo los hombres, los animales y las plantas viven en cada estación, cómo subsisten y se reproducen, y todo lo que les sucede sin que puedan evitarlo: lo bello, lo feo, lo espantoso, lo que reconforta y lo que repugna a la conciencia. Había visto los ojos de una joven en la tarde en que se leían sus amonestaciones matrimoniales; había visto amamantar a un recién nacido cuya existencia sólo se manifestaba, ocho días antes, por la corpulencia de una mujer; había visto a unos hombres pelearse, y brotar la sangre de los animales degollados. En las profundidades secretas de su propio cuerpo, había percibido fenómenos, unos lentos y otros rápidos, que afectaban asimismo al alma y ocupaban el pensamiento. Ella misma había luchado con el hombre, y lo había vencido. El resultado de todo aquel pasado era su alma abrasada por el sol de abril. El camino recto y duro se alargaba.
Se acercaba un trineo. Silja estaba tan absorta que no se fijó en él hasta el último momento. Se separó; era un carretero de la aldea vecina, que la saludó. El trineo llevaba detrás un remolque en el que había un hombre sentado: Oskari Tonttila.
Aquel encuentro inesperado sobresaltó a Silja, que olvidó por un instante el esplendor del sol de poniente y no se atrevió a volverse. Sus grandes ojos claros estaban abiertos, pero no veían; su mirada se dirigía hacia su interior, donde se había roto algo de repente. Había cesado de canturrear.
No había nada de extraño en que se sintiese sorprendida por lo que pasaba en ella. Cuando se había marchado, Oskari era tan sólo para ella un amigo, y sus relaciones tendían a enfriarse. Pero ¿qué sucedía ahora? ¿Por qué aquel temor angustioso? ¿Por qué le parecía imposible —esta idea cruzó por su mente como un relámpago— que aquel joven la acompañara de nuevo, como antes, si la encontraba en el baile? Si hubiese sido de noche y si se hubiese encontrado en un bosque agitado por el viento, el miedo la habría hecho apresurar el paso. Le parecía incluso poco seguro recorrer las llanuras del pueblo, y, al regresar, temía verdaderamente alguna cosa. El cielo había tomado el color azul de los atardeceres de primavera y se veían en él algunas estrellas, y hasta muchas de ellas si se miraba bien. Podía descubrirse también, sobre una vasta extensión helada, que las estrellas conocidas tenían una posición diferente que hacia Navidad… Otra cosa había cambiado también, era evidente. Silja, después de su inquieto paseo por el hielo, no deseaba ser acogida en el amasador de Nukari por la alegría de una fiesta, no. A su llegada, la granja se encontraba silenciosa. Silja dio cuenta del resultado de su diligencia, y luego se metió en la cama más lentamente que de costumbre.
Silja no volvió a ver a Oskari hasta el domingo siguiente. No había hecho más que pensar en él, mientras trabajaba, al acostarse por la noche y por la mañana al levantarse, y esto la admiraba. ¿Por qué había tomado tanta importancia aquel hombre durante la ausencia?
Llegó el domingo, y fue una cálida jornada primaveral. No se podía circular por los lagos, pues el agua había aparecido en diversos lugares y los grandes bancos de hielo se habían puesto en movimiento. Un fragmento del camino de invierno había sido empujado hacia la orilla, en la que se recalaba una faja de estiércol, cajetillas de cigarrillos vacías y otros despojos que despertaban en todos el deseo de la primavera.
El invierno había pasado. Durante todo el día, el agua no cesó de caer de las goteras haciendo pequeños agujeros en el hielo. Pero por la noche el tiempo refrescó, las gotas cesaron de perforar sus agujeros y se formaron caprichosos carámbanos en los aleros de las casas. Al día siguiente, el aire olía a tierra helada, y el sol brillaba alegremente sobre los carámbanos azulinos, en los botones rojos de los abedules y en la superficie de las paredes grises.
Pero antes del alba hubo la noche del domingo. Oskari Tonttila vivía con sus padres, a cuya casa había llegado trayendo mucho dinero. El viejo Jussi estaba tendido en la cama, que resultaba un poco corta para él, por lo que su cabeza se apoyaba en la madera. Estaba allí escuchando y mirando, y sólo intervenía en la conversación cuando ésta amenazaba agriarse. Oskari y Miina discutían hablando de dos muchachas; una de ellas acababa de tener un hijo, mientras la segunda esperaba otro. También hablaron de Silja; entonces Jussi intervino en la conversación, con algo de retraso: «Sí, hay que ser muy prudente con esas prójimas; si no, se expone uno a tener que educar hijos ajenos».
Oskari se encontraba en el centro de la habitación del piso bajo, por la que se paseaba haciendo crujir sus botas. Fue a la ventana para echar una mirada sobre el lago en deshielo, apoyando el codo en el marco. Las palabras de su padre resonaban en su alma. Formuló una pregunta sobre el particular, y el viejo le respondió con una frase más grosera aún, que se refería directamente a Silja.
—Y, entonces… ¿con quién? —preguntó Oskari, con voz un tanto irritada.
Su madre le expuso el caso con frases entrecortadas mientras preparaba el café.
—Dicen que ese gordinflón de Ville ha pasado una noche con ella… Parece que es el jefe de los almadieros…, o que compra madera para el aserradero… desde que regresó de América.
—¿Quién ha hablado de eso?
—Fue Vaino, que duerme en la misma habitación. Y es verdad, pues la dueña les sorprendió hacia la mañana.
Oskari fue a acodarse a la otra ventana. Luego erró por la pieza silbando, lo que indicaba que iba a salir. Miina sabía por experiencia que su hijo no volvería a casa hasta muy tarde… Otros jóvenes salían a la misma hora de sus chozas, y se les veía por los caminos formando grupos, dirigiéndose al sitio en donde tenía lugar la reunión aquella noche. Todos ellos regresaban por la mañana, después de haber bailado y batallado, para cortar la monotonía de los días con la diversión del domingo por la noche. Una o dos veces al año solía suceder que un hombre, que había salido de su casa el domingo, no regresara a su casa. A veces había dos: uno, tendido en la mesa de operaciones, esperando la llegada del médico y su ayudante, y el otro, encerrado en el calabozo de la comisaría. De este modo, un lánguido atardecer de abril puede ver nacer o terminar historias que todos han visto y oído desarrollarse en todas partes, asomados a una ventana, como una sirvienta sentimental, o paseándose por el pueblo. En las tardes de primavera, cuando ya no es invierno, pero tampoco verano, la región entera parece sumergida en la muda espera de los mil incidentes que al final del claro domingo van a ocupar apresuradamente su lugar para encadenarse y realizarse, bajo la égida del crepúsculo y de la noche.
Hacia fines de semana, un rumor salido no se sabía de dónde, había anunciado que se bailaría en determinada granja. A menudo los interesados se enteraban de la noticia con sorpresa, y se preguntaban quién podía ser el que había anunciado que se celebraría el domingo un baile en su casa. «Nadie ha venido a pedirme la sala», decía el dueño con sequedad.
Pero, sin embargo, el domingo por la tarde empezaba a llegar gente conocida, a la que no era posible despedir, máxime cuando se habían instalado en seguida cómodamente. Luego llegaban otros, e incluso uno con un acordeón, que ensayaba un poco, sólo para divertirse. Después se iniciaba suavemente una polka. Dos muchachas se ponían atrevidamente a bailar, el músico se animaba y el baile había empezado… Al cabo de una o dos horas llegaba alguien a quien miraban todos con desconfianza. «¡Ah!, ¡es él!, está un poco borracho, será preciso no perderle de vista».
El baile es un acontecimiento vivo cuyo curso no pueden determinar los bailadores. Trastorna o precipita a veces los modestos destinos de la juventud.
Durante toda la semana, Silja había vivido bajo la impresión del inesperado encuentro sobre el hielo. Inconscientemente esperaba volver a ver a Oskari una tarde, y acudía a los sitios donde creía poder encontrarle. El domingo supo que había baile en casa de Pietila, y se mostró durante todo el día tan bulliciosa que incluso su ama se enfadó y la amenazó con no dejarla salir. Silja no dijo nada, pero realizó su trabajo lo más rápidamente posible.
—¡Vamos!, te permito ir, pues no me gusta ver la cara que pones —dijo el ama con benevolencia.
Las dos mujeres sonrieron y Silja se sintió de nuevo feliz.
Pero había que esperar todavía unas horas, y Silja no tenía ninguna compañera en la vecindad. De hecho sólo pensaba en una persona. Esperaba tanto encontrarse con Oskari antes del anochecer que terminó por creer que sucedería así, como si ambos se hubiesen dado cita. Empezó a vestirse en el amasador, un poco molesta por la presencia de otras personas. Sus mejillas estaban coloradas y sus ojos brillaban. El ama estuvo mirando durante unos momentos, cómo se arreglaba su sirvienta; observó la expresión del rostro y los movimientos del cuerpo juvenil que traicionaban el estado de ánimo de la muchacha. Había en su voz algo de piedad y repugnancia cuando dijo:
—No te entusiasmes tanto, hija mía; esto no es buena señal. Ten cuidado…, eres todavía tan niña…
Silja no escuchó aquella advertencia, y partió. Sin pensarlo, se dirigió con decisión hacia «Tonttila», como si fuera a un mandado. Atravesó los campos y subió luego a un bosque poco tupido; parecían concentrarse en él todos los matices del atardecer de abril. Al Noroeste, el cielo resplandecía, pero visto desde el bosque no era tan inmenso como en los días pasados en el lago; la luz se filtraba por entre los álamos desnudos. Las ramillas y los zarzales se dibujaban en el cielo y parecían admirar también el resplandor crepuscular. Las innumerables cimas permanecían inmóviles, pero decían a la joven, cuyas miradas se posaban sobre ellas, que comprendían sus sentimientos íntimos. Era un hermoso atardecer dominical, rico en acaecimientos, que se sucederían hasta el final de la primavera. Por aquel camino, Silja sentía que una alegría nueva invadía su alma.
Los matorrales se hicieron raros, y el camino atravesaba de nuevo unos campos estrechos y vallados. Silja percibió la casa de Tonttila, cuya ventana más alta parecía darle la bienvenida. Era la casa de Oskari, en la que vivían su padre y su madre, los cuales conocían seguramente las relaciones de su hija antes de su marcha para el Sur. Silja había encontrado algunas veces a Miina en el pueblo, y sólo había observado en su mirada un poco de curiosidad. El ama de Nukari había dicho incluso que Silja sería aceptada por Miina, pues la muchacha tenía dinero. Aludía a la pequeña herencia, cuya importancia parecían conocer los habitantes del pueblo mejor que Silja.
El camino dejó al fin a Silja junto a una ventana de Tonttila. La joven tuvo la impresión de que le era imprescindible entrar en la casa, pues había avanzado demasiado para retroceder. Pero nacía en su espíritu una inquietud que iba en aumento. Caminó lentamente, esperando que la verían desde la casa y que alguien saldría a su encuentro. Pero nadie parecía haber visto a la angustiada visitante. Con todo, alguien observaba a escondidas en la vecindad los pasos de Silja: «¡Vaya!, ¡vaya!, ¡es ella…!».
Silja se detuvo en el patio, mas luego avanzó resueltamente y penetró en el vestíbulo, donde percibió el olor particular de la casa. Puso la mano en el pasador usado por los dedos de los moradores y entró en la sala, cuyo orden y costumbres habían sido establecidos por la colaboración entre la enérgica dueña y los años.
El marido y la mujer ocupaban sus sitios habituales. Jussi conservaba la misma actitud que al lanzar sus groseras acusaciones contra la joven que acababa de entrar; Miina acababa de preparar el café y enjuagaba la panza de la cafetera; el viejo permaneció silencioso, tendido en la cama; podía verlo todo sin necesidad de volver la cabeza, y su mirada tenía cierto de aire de desprecio, pues recorría las mejillas y la nariz. El hombre aquel tenía unas ganas locas de reír.
Silja se sentía algo molesta. Miina le dirigió una nueva mirada y le dijo, con tono adusto:
—Siéntate. ¿Por qué no te sientas?
—¿Está en casa Oskari?
—Ya ves que no.
Y la cafetera pasó del fogón a la mesa.
—¿Ha ido a Pietila?
—Podría ser, a menos que haya ido a ver unos bosques o a comprar madera.
Silja comprendió la alusión a Ville y —cosa extraña— sintió de pronto desaparecer su angustia. De repente, tuvo la impresión de que Oskari se encontraba muy lejos de ella, y que él y Ville se dirigían a alguna parte como buenos amigos. «¿Qué hago en esta casa?, ¿por qué he entrado aquí? Corro detrás de un hombre que me ha tenido cogida por la cintura».
—Sírvete —dijo Miina. Y como Silja no hiciera ningún movimiento, insistió—: Sírvete. ¿O es que no quieres café?
Ninguna mirada acompañaba estas palabras.
Así como hay que responder siempre a un saludo, aunque parta de un vagabundo, hay que ofrecer café a toda persona que se encuentre en la casa en el momento en que éste se sirve. Silja se acercó a la mesa; su vestido, su sombrero, sus zapatos, todo su ser se desplazaron en la sala de «Tonttila», instalándose en una vieja silla. Miina y Jussi no dejaron de observarlo… Silja tomó el café, cuyos gusto y olor recordaban la atmósfera de la casa.
La presencia de Silja en la casa equivalía en suma a una gran osadía.
Los esposos, que rara vez estaban de acuerdo, experimentaban ahora una idéntica sorpresa. Se trataba, sin embargo, de una muchacha seria, limpia y bien vestida; ¡pero qué atrevimiento había en el hecho de ir de aquel modo al encuentro de un joven!
—No hay nada de extraño en que les nazcan hijos, pues no siempre los hombres tienen la culpa —declaró Miina cuando Silja se hubo marchado.
Jussi no dijo una palabra, pero su silencio era una aprobación. Los Tonttila se sintieron muy satisfechos de su granja, de sus hijos y de sus costumbres. Oskari podía regresar al alba…
Aunque se había producido un gran cambio en ella, Silja partió tranquila, aunque un poco fría, y emprendió el regreso con la misma inconsciencia que a la ida.
Apenas se encontró de nuevo en el camino, oyó unos gritos ahogados tras ella. Pero no se volvió; lo que ocurría era muy natural, pues la habían espiado a la salida. Luego oyó unas palabras que le hicieron acordarse bruscamente de los incidentes de cierta noche. El instinto le había dicho entonces con toda seguridad que, durante su lucha nocturna en la cama de Nukari, había alcanzado una victoria preciosa, y que después de aquella noche era una adulta que conocía la vida y podía lanzarse por sus caminos. A medida que se concretaban las impresiones que había experimentado en «Tonttila», aquel acontecimiento se le hacía más presente, y crecía y se desarrollaba, pero tomando la forma que los demás le habían dado a su antojo. Silja veía ahora las cosas con los mismos ojos que los demás, pero esto no la turbaba. El sentimiento de victoria que hasta entonces había sido semiinconsciente se consolidaba y fortalecía. Su inteligencia se despertaba cada vez más, y se sentía animosa. Empezaba a presentir cómo le precisaba vivir su vida.
Oskari no se encontraba efectivamente en la casa. Silja no había hablado aún a solas con él. Pero aquello era sólo un detalle. Ahora, a pesar de todo, creía haber escapado de las asechanzas del «americano».
Se volvió y reconoció a dos muchachas que se acercaban: Lempi e Iita. Trabajaban en el pueblo vecino, y se dirigían al baile. Después de cierta vacilación, Silja se unió a ellas.
—¿Has ido a visitar a la vieja Miina? —le preguntó una de las jóvenes con aire inocente, pero cierta ironía en sus palabras.
Silja respondió:
—Estaba también Jussi.
—Es verdad, y Oskari también —añadió la sirvienta guiñando un ojo.
—Le hemos cruzado cerca de Siltas —dijo sencillamente la otra.
Cuando llegaron, la velada estaba en su punto máximo. Era verdaderamente una fiesta, con entrada de pago; entre los bailes había algunos números de diversión. En el fondo de la sala se vendían papel y sobres para el correo jocoso, y había colgada del techo una mochila para recibir las cartas. Todo estaba tranquilo, pues los jóvenes más aventajados no habían llegado todavía; a lo mejor estaban borrachos, ya que tardaban tanto.
Oskari no se encontraba presente. Unos jóvenes invitaron a Silja a bailar, pero no lo hacía bien aquella noche; a cada paso, sus pies parecían preguntar lo que tenían que hacer. Poco a poco iba llegando más gente. Hacia las diez, Silja vio por fin a Oskari en el umbral. Había llegado hacía un momento y charlaba con Lempi e Iita, que soltaban a menudo la risa inclinando el cuerpo hacia atrás y doblando las rodillas.
Silja se sintió un poco molesta cuando, al terminar el baile, se encontró cerca del grupo. Lanzó una mirada a Oskari, que contaba un chascarrillo… «No tiene nada de extraño…, iba a pedir a Jussi que le vendiera madera. Ya sabes que está al servicio del aserradero de Ahlstrom…, a Rosenlev… ¡Eh, Silja!, ¿en qué aserradero trabajabas?».
Las dos muchachas se volvieron hacia Silja, cuyos ojos se habían ensombrecido, pero jugaba en sus labios una hermosa sonrisa. Luego se alejó tranquilamente, y el delicioso resplandor de su rostro le atrajo muy pronto nuevos bailadores. Pero ella buscaba tan sólo una ocasión para esconderse.
Ésta se le ofreció cuando se estaba distribuyendo el correo jocoso; todas las miradas convergían en el mismo sitio y todos prestaban atención a los nombres que pronunciaba el cartero. Silja se encontraba fuera sin que nadie la hubiese seguido.
Al final de la distribución quedaron algunas cartas que se vendieron al mejor postor. Un mozo de labranza puso precio a una de ellas, dirigida a Silja Salmelus. Después de habérsela leído a sus compañeros, la clavó con un alfiler en una de las paredes de la sala, donde permaneció hasta la mañana, seguida de numerosas adiciones. He aquí lo que decía: «¿Qué precio paga Rosenlev por la madera que se corta en la cama del amasador de “Nukari”? Sería divertido hacer compañía a la señora, pero tengo que ir a cortar madera durante el resto de la noche, pues no tengo dólares americanos para comprarla. Conque, adiós y hasta la vista. Uno; pero no un amigo».
Aquella noche de abril había tenido, pues, sus chismes. Para los hombres, éstos tocaban a su fin, pues la aurora se acercaba; era una aurora de abril extraordinariamente fría, y tan rica en colores como lo había sido el atardecer, pero más alegre y resplandeciente. Al dejar el polvo de la sala caldeada, resultaba delicioso aspirar el olor del hielo. Cuando Silja regresó a la granja, el madrugador aguzanieves saltaba ya sobre el tejadillo de la pocilga; no tenía miedo y demostraba una alegre confianza; no levantó el vuelo hasta que sus ocupaciones, sin duda importantes, le llamaron a otra parte.
Silja se sentía libre y ágil. Oskari y Ville se encontraban lejos de su pensamiento; no llegaba a comprender su extraña visita a «Tonttila» que alejó de su memoria, y que no volvió a ella hasta mucho más tarde, en otras circunstancias, pero en forma alterada, una noche.
Se sentía ahora feliz como el alba; el sol expulsaba al sueño, así como también el recuerdo de lo que había sucedido en aquella habitación, en la sombra. Vaino no se encontraba en su cama; probablemente habría pasado la noche en casa de sus padres. El ardor del sol aumentaba y sus rayos, que caían ya sobre la mesa, no tardarían en llegar a la cama. Silja había vivido a veces momentos semejantes, antaño, en los días lejanos de su infancia, después de un acontecimiento feliz. Su vida había sido tejida con instantes parecidos, de los cuales había salido mejorada. Sentía ahora que se había enriquecido y que tenía más confianza en sí misma, como si su difunto padre, cuyos rasgos no recordaba ya, viviese aún con ella, y como si hubiesen convenido juntos de qué manera había que conducirse con la gente.
Silja no tenía ganas de dormir y se tendió vestida en la cama, para disfrutar mejor de aquel instante. Soñó que su vida iba a tomar un curso diferente. Se iría lejos y todo se ensancharía… Llegarían la primavera y el verano llevando sus costumbres a las granjas, caminos y pueblos… La gente sería más fuerte y mejor que la de aquí… El sol brillaría.
Brillaba ya sobre los párpados cerrados de la muchacha, y su rojo resplandor penetraba en la conciencia que vivía su vida propia. Hasta el momento en que el ama fue a despertar a Silja golpeándola en el hombro, cosa que no había tenido que hacer nunca.
—¡En pie!, ¡en pie!, y cámbiate de ropa… Se ve que te diste un atracón, ya que dormías tan fuerte —añadió.
—¿Un atracón de qué? —preguntó Silja con voz torpe y abriendo los ojos.
—De lo que fuiste a buscar a mediodía.
El sol estaba ya alto y su luz aniquilaba todo el mal que alcanzaba directamente. Las insinuaciones del ama no conmovieron a la muchacha que, feliz, cambió sus vestidos. Al hacerlo, dirigió casualmente una mirada a través de la ventana y vio a un hombre que se acercaba. Era Oskari. El pensamiento de Silja recorrió en un instante el trayecto que había recorrido Oskari en dos horas. El camino por el que venía llevaba a una choza cuya puerta se abría con facilidad a los jóvenes… Silja había oído hablar de ello más de una vez y se había reído mucho… Aquella muchacha hospitalaria estaba en el baile la noche anterior, y hasta había contado una historia dulzona. Oskari parecía fatigado e importunado; al pasar, no dirigió ni una mirada a la granja. No era jactancia; parecía haber olvidado todo lo que se relacionaba con aquel sitio.
Así fue como Silja vio pasar por última vez a su primer novio, cuya compañía había primero aceptado y luego deseado, sobre todo por hacer como los demás. El brusco encuentro en el hielo, en circunstancias extraordinariamente propicias, la había impulsado a unos actos irrazonables, los cuales la atormentaban a veces. La base de la emoción que se había apoderado de ella era, quizá, la resistencia nocturna que había opuesto en su cama, en silencio y con éxito, a los deseos de Ville. Como Oskari se había mostrado antaño con ella un tanto brusco y quisquilloso, y hasta algunas veces celoso, Silja se había alegrado inconscientemente de poderle anunciar su victoria y de compartir su alegría con él. Pero Oskari no era digno de ello, y Silja estaba satisfecha de haberse guardado para ella sola su victoria.
La dueña de «Nukari», que en general había sido buena para Silja, así como la mayoría de los habitantes de la granja, le demostró aquella mañana cierta aversión. Miraba sus vestidos como si se preguntara por dónde se habrían arrastrado durante la noche, y, aunque nada notara, su encono no disminuyó. Se encontraba aún en pleno vigor; si bien, a decir verdad, se le notaba cuando se reía la falta de algunos molares; además, el color de sus cabellos había palidecido, pero las formas del cuerpo y los movimientos revelaban una vitalidad intacta; cuando se encontraba con un hombre agradable había cierta frescura y chisporroteo en sus palabras y en su risa. Pero aquel día la actitud de su sirvienta la irritaba.
A partir de entonces, Silja acudió a todos los bailes, y regresaba a la casa tarde y con compañía. Después de la velada de Pietila se había apoderado de ella una especie de furia por divertirse, y gozaba indeciblemente cuando los aldeanos la invitaban y la acompañaban. Pero ninguno de ellos le hacía verdaderamente la corte, limitándose a hacerle compañía. Como no se podía entrar de noche en «Nukari», nadie trató de hacerlo.
En el fondo, Silja deseaba abandonar la comarca. Llevaba en la sangre la necesidad de cambiar de medio en cuanto le había ocurrido algo extraordinario. A menudo el azar le fue propicio, como en esta ocasión. La dueña de «Nukari» no podía desembarazarse de la aversión que su femineidad le había inspirado por Silja, tanto más cuanto su marido salía a veces en defensa de la sirvienta, diciendo que hacía su trabajo tan bien o mejor que antes. El dueño, que era robusto y estaba fuerte aún, se hacía viejo y le seducía tal vez la floreciente juventud de la joven. En cuanto intervenía a su favor, su mujer lanzaba estas palabras, aludiendo a Ville: «Los hermanos de “Nukari” parecen tener los mismos gustos».
Todo ello fue causa de que el ama se las arreglara para llevar a la casa como «ayudante», según se decía, a su hermana menor, que acababa de hacer la primera comunión. Anunció esta novedad a Silja en tiempo oportuno, y en cuanto las comadres estuvieron al corriente ofrecieron a Silja buscarle otra colocación. No le preocupaba mucho a la joven el saber adonde iría, y aceptó colocarse en «Siiveri», en la aldea vecina. Era una casa de campo mucho mayor y más importante que el modesto y destartalado «Nukari».
En cierto modo, Silja Salmelus se encontraba en favorables disposiciones cuando llegó a «Siiveri». Había vivido ya bastante y lo que sabía de la clase de vida que llevaba entonces una sirvienta del campo, sobre todo si era huérfana, le permitía adoptar una actitud segura y precisa. Con todo, su experiencia no era mucha y no bastaba para hacer frente a lo que le esperaba en aquella granja tan grande y situada en una parroquia nueva. En «Siiveri» había tres sirvientas que se alojaban en una habitación adyacente a la cocina, junto al corral. Los mozos de labranza tenían su habitación en la esquina de la cuadra y los dueños habitaban el cuerpo del edificio.
La hija de un aparcero, después de su primera comunión, suele hacerse muchas ilusiones sobre el oficio de sirvienta de campo. En su casa sólo hay una vaca, la cual, por razones naturales, se encuentra sin leche durante determinados períodos. Si esto sucede en el momento en que el jornal del padre escasea como la leche de la vaca, los hijos tienen como único alimento un pedazo de arenque ahumado y unas salazones. Los padres refunfuñan y los pequeños no se atreven a meter ruido porque esto aumenta su apetito; de hecho no tienen nada que hacer, y su única distracción, en la monotonía de los días, consiste en ir a hacer sus necesidades detrás del corral y mirar los gusanillos blancos que hormiguean en los excrementos… Luego el chiquillo regresa corriendo; sus pantuflas de fieltro golpetean el suelo, y el calor de la sala es entonces la mejor de las delicias. Así es como crecen. Frecuentan la escuela ambulante, después las clases primarias —sólo algunos— y finalmente la de catecismo, lo que constituye el momento más feliz, pues trae aparejada la libertad… así como la obligación de contratarse como sirviente. Si una muchacha consigue entonces entrar en una casa de campo como «Siiveri», puede decirse que realiza el colmo de su dicha. Preparando su marcha, canta las tonadas y estribillos que ha podido aprender en la casa.
Empieza su servicio como ayudante de dos compañeras de más edad. El alimento no es mucho mejor que el de su casa, pero es abundante, que es lo principal. Cuando traen del establo la leche desnatada puede llenarse la barriga, lo mismo que el ternero y el lechón. En la casa paterna todo estaba racionado, pero aquí bebe tanta leche como quiere, y engorda. Las caderas, los brazos y el pecho se hacen macizos y redondos. El salario basta para comprar un vestido nuevo en casa de la costurera de la aldea, como una persona mayor, que sirve para salir los domingos por la tarde con las compañeras que la admiten en su compañía… Ya encontrará a alguien en el pueblo. Y tiene razón, pues la muchacha que se va desarrollando bien, físicamente, encuentra un galanteador, que no es ni un mozo de labranza ni un jornalero, sino un muchacho muy listo que está al corriente de los salarios y de las horas en que se juega a las cartas; tiene el cuerpo flexible y la cara graciosa y casi blanca. Sus padres tienen una casa, no una aparcería o una choza, sino una casa de verdad. Se sienta junto a la novata en el césped y le hace compañía, contándole chismes y chascarrillos con tanta gracia que ella, acostumbrada a un lenguaje rudo, descubre apenas su sentido. Pero se divierte, ya que, al fin y al cabo, tiene un novio como las demás. El muchacho le dirige cumplidos sobre sus pies, sus zapatos y sus medias, que admira con locura… Luego quiere ver el color de las ligas. «Son moteadas», dice la muchacha, riendo; mas el buen mozo declara que no cree a las mujeres y quiere verlas. «Hay que creerme», dice ella; pero entonces él trata de levantar la falda; la muchacha resiste, el galán no consigue sus fines, pero el juego está bien entablado.
Luego, un día, hay una fiesta en casa del joven, el cual está un poco achispado, lo suficiente para que los pensamientos, las palabras y los actos sean más ágiles. Invita a bailar a la sirvienta de las ligas moteadas; pero ella rehúsa, alegando que no conoce aquel baile. Wiljo —así se llama el joven—, sin escucharla, la arrastra a la fuerza. Al poco rato la muchacha no sabe qué hacer con sus pies, y su pareja la deja para invitar a otra. La joven Saima —así se llama ella— sale de la sala quedamente, regresa a su casa y se mete en la cama. Durante unos momentos sus pensamientos vagan al azar; siente no saber bailar, pero se consuela diciéndose que aprenderá con Sanni, en la cocina… Al alba, se despierta. Su compañera de cama la empuja contra la pared, y entonces se da cuenta por primera vez que es para dejar sitio a un tercero, a un galán que se mete en la cama. «¡Cuidado!, no se vaya a despertar la chiquilla», dice el hombre, que no es otro que Vaino. Los amantes se instalan, respiran con fuerza y después se duermen estrechamente enlazados.
La vida es muy diferente de lo que era en la choza del aparcero. Saima aprende poco a poco las danzas y lo que sigue a los bailes. En verano duerme en el viejo granero; si se cierra la puerta, la oscuridad es completa, y entonces una novata se siente menos cohibida…, aunque un atrevido almadiero no hace muchas ceremonias, y se coge a todo lo que le cae en las manos. Saima es sirvienta; más tarde será la mujer de un aparcero que no la interrogará sobre sus antecedentes. Mientras cuide de los chiquillos y de la vaca y se ocupe de los quehaceres domésticos, no dejará de recibir su merecido.
«Siiveri» era una casa de campo en la que una sirvienta joven podía experimentar todo esto. Pero Silja no tuvo allí aventuras particulares. A menudo tuvo que arrimarse a la pared, cuando su compañera recibía a un galanteador. A veces se presentaba de improviso el amo y echaba al intruso. «Haced el amor, si os gusta; pero que yo no lo sepa», decía a las sirvientas, que, de pie y en camisa, protestaban de su inocencia.
La compañera de cama de Silja fue Manta, que tenía cerca de treinta años. Era una verdadera sirvienta, orgullosa de su condición; cuando se terciaba, sabía incluso jurar y cerrar el pico a los muchachos más groseros. En el fondo tenía buen corazón. Sus ojos casi negros, que clavaba en quienquiera que fuese, tenían un resplandor ardiente, cuando la cólera o la alegría excitaban su alma. Tenía la voz recia y gritaba a veces: «La urraca no es un pájaro ni la sirvienta un ser humano»; o, si se trataba de la calidad de un manjar: «Lo que un hombre no puede comer se lo traga un cerdo, y si el cerdo no lo quiere es bastante bueno para la sirvienta». Aceptaba con alegre impudor el estado de inferioridad que va unido a la condición de sirvienta de casa de campo.
Pero no renunciaba por esto a los placeres de la vida, aunque su condición la obligara a gozarlos en forma más grosera que sus compañeras más afortunadas. En su aspecto y en su manera de ser había algo que le dificultaba el que pudiera encontrar un marido; pero, sin embargo, muchos hombres consentían acariciarla por las noches, sobre todo mozos de labranza que se tomaban la vida poco más o menos como ella. Era sirvienta desde hacía quince años, y en la región nada se sabía de su pasado, del cual, por otra parte, todos se preocupaban muy poco. A veces, Manta hacía confidencias a Silja, a la que juzgaba aún inexperta, y le hablaba como a una niña incapaz de comprenderlo todo. En la vida de una sirvienta, existen a veces unos momentos de tranquilidad propicia, y entonces los grandes ojos de vaca de Manta se perdían en el crepúsculo inmenso; cantaba Las olas sobre el estanque y El único amor, mientras su compañera, milagrosamente virgen todavía, la escuchaba y la seguía, peinándose a medio vestir.
«Nukari» había sido una buena escuela para Silja, pues, aunque en «Siiveri» todo era mayor, la vida era en líneas generales la misma que en la pequeña granja. Como había obtenido la victoria en su primera lucha nocturna, y como había prosperado a continuación en todos los conceptos, no le costó mucho trabajo seguir adelante. Había en la vecindad una familia cuya hija tenía la misma edad que Silja; era costurera y hacía versos, que publicaba una revista de edificación moral. Silja la conoció cuando fue a encargar un vestido, y las dos jóvenes se hicieron amigas.
En aquella época los criados no frecuentaban mucho la iglesia. La mayoría se abandonaban a las corrientes del tiempo, cuyas tendencias les eran muy accesibles. No era, pues corriente el ver a una sirvienta de «Siiveri» ir a comulgar. Sin embargo, se produjo el milagro, pues la costurera llevó a Silja. Después de su primera comunión, no había vuelto a la iglesia; pero como esta nueva visita no le produjo ninguna impresión fuerte, su segunda comunión fue la última.
No obstante, el acto tuvo consecuencias al ser conocido; la juventud de la comarca creyó que Silja era devota, y los muchachos más atrevidos la dejaron en paz. Todo lo más se hicieron a veces alusiones a la amistad con la costurera: «Silja y Selma Rantanen parecen ser demasiado amigas». Un día, un borracho que había sido rechazado por Silja, dijo a un compañero suyo que hacía la corte a la joven: «Pierdes el tiempo, no será para ti». El resultado fue que Silja, fiel a su modo de ser, empezó a desear un cambio de colocación y de comarca.
Al principio del verano, las sirvientas de «Siiveri» se instalaron en uno de los graneros de la casa, que resultaba más fresco que la habitación cercana al corral. Silja compartía su cama con Manta, que recibía con regularidad la visita de un mozo. En una granja vecina vivía un artesano, a quien le gustaba vagabundear los domingos por la noche; como era agraciado, se había convertido en el favorito de todas las muchachas del pueblo. Un día, después de haber bebido cerveza con el amante de Manta, decidieron los dos compinches ir a visitar hacia medianoche a las sirvientas de «Siiveri» —el artesano se ocuparía de Silja—. «Es un poco presumida, pero ya sabrás arreglártelas», dijo el guía a su compañero. «Conozco el paño…». Vaciaron algunos vasos más y luego se dirigieron con paso vacilante a «Siiveri». Ahora bien, Manta estaba ausente aquella noche, y Silja se lo explicó a los visitantes de lengua pastosa. Pero el mozo de cuadra se negó a creerla y entró, seguido de su compañero. Viendo que su amiga se encontraba efectivamente ausente, se fue; pero el artesano se tendió en la cama de Silja. Su amigo había apelado a aquella estratagema para obligar a Silja a recibir al gallito del pueblo.
El joven se quedó en el granero, donde se durmió en seguida. Silja apeló a todos los medios para hacerle marchar, pero él continuó roncando, durante todo el tiempo en que los efectos del alcohol se dejaron sentir. Hacia las cinco de la mañana se despertó, chasqueó la lengua, trató de abrazar sin convicción a Silja y acabó por marcharse.
Era una aventura vulgar y sin importancia, pero tuvo, no obstante, consecuencias para Silja. Alguien había visto al artesano salir del granero por la mañana, y esto dejó de ser muy pronto un secreto. Incluso el propietario se enteró de lo ocurrido; pero el artesano había sido algunas veces su huésped, pues era un tipo que le divertía, y no sintió rencor por los favores que creía le había concedido Silja, y nada dijo a la sirvienta. Vio un día al artesano en un baile, y éste le confesó francamente que había estado en el granero con Silja; pero que no conservaba ningún recuerdo de cómo había entrado en él ni de lo que había hecho allí. Lo único que sabía es que se había despertado en el lecho de Silja. Preguntó luego a Siiveri quién era aquella sirvienta, si recibía muchos galanes, si había que temer algún contagio… «Resulta tan fastidioso no acordarse de nada…». Siiveri pudo, sin embargo, tranquilizar al joven.
La juiciosa costurera había oído hablar también del caso, cuya sencillez garantizaba la verdad. El hecho era que el artesano había sido visto saliendo del granero de Silja hacia las cinco de la mañana, y aquella noche la joven estaba sola, pues Manta no había regresado hasta las nueve. Aquello bastaba.
Selma Rantanen, que amaba a Silja y la trataba como a una amiga, sabía, pues, la noticia. Quien se la dijo añadió una alusión mortificante a la visita a la iglesia y la pretendida moralidad de Silja. «En las aguas dormidas viven las larvas más espantosas». Selma rompió sus relaciones con Silja. Algún tiempo después, en invierno, escribió un cuento edificante sobre el mal paso de una sirvienta, que leyó a sus compañeras de costura y envió a una revista religiosa, que lo publicó en la primavera.
Silja estaba disgustada de «Siiveri» y de toda la vecindad. Cayó de nuevo en una especie de letargo, que la hacía indiferente a los que la rodeaban. Cuidaba con ahínco de sus vestidos, y como su ajuar aumentaba más de lo necesario, las malas lenguas pretendieron que estaba preparando unos pañales. Se preocupaba también más que antes de la limpieza de su cuerpo; la costumbre de la casa era bañarse los domingos por la noche, pero ella, además, calentaba agua todos los miércoles en el caldero del ganado y se lavaba a puerta cerrada. Una vez el dueño pasó por delante de la ventana mientras Silja hacía sus abluciones. Para divertirse, miró por el intersticio de las cortinas y apercibió el cuerpo blanco de la joven bajo el resplandor rojo del hogar; al cabo de un instante se alejó sin hacer ruido, con un acuciante sentimiento de pureza en el alma.
Silja pasó todo el invierno en «Siiveri» y no hubo ocasión de volver a hablar de ella como después de lo sucedido con el artesano. En el corazón del invierno, la vida se hizo más tranquila en la habitación de las sirvientas. Manta estaba, encinta, y cuando su preñez fue visible su galán la abandonó. Las compañeras de Manta, a quienes la suerte de ésta había hecho reflexionar, se mostraron menos dispuestas que antes a abrir la puerta. Además, habían sobrevenido en el mundo unos acontecimientos muy graves que repercutieron también en «Siiveri».
Silja pudo, pues, vivir en paz y dormir el sueño de su vida, que era a veces más profundo de día que durante la noche. Después, fue apoderándose de nuevo poco a poco de ella la nostalgia, y muy pronto sus votos se realizaron.
Era a fines de mayo, un lunes por la mañana, soleado, tranquilo y caluroso. Todas las señales de la Naturaleza indicaban la época propicia para la siembra. El diente de león estaba florido, el sarjo ponía sus huevos y la golondrina chillaba con pasión al remontarse hacia el cielo. La tierra de los campos fermentaba y se estremecía al ser hollada por los pies. La gleba esperaba la reja del arado, como una hembra en celo se prepara para la deliciosa violencia del macho que se acerca; esperaba las semillas para hacerlas germinar y para desarrollar el germen en tallo.
Las puertas de los establos estaban abiertas, y el ganado se agitaba y prorrumpía en largos mugidos.
Los hombres se iban al campo con el amo, y las sirvientas trabajaban en el establo con la dueña. Aquella mañana, el trabajo se efectuaba en un ambiente curioso. En efecto, mientras todo parecía normal en la Naturaleza, las disposiciones de los humanos eran extrañas y nuevas. Esto había durado toda la primavera, a partir del momento en que el zar había sido destronado; se desarrollaban acontecimientos importantes «para la felicidad de la patria». Pero el pueblo finlandés sufría otros males, además de los derivados de la opresión rusa, y estos males no habían disminuido con la revolución que, por esta causa, había de continuar, y continuaba en efecto.
A últimos de la semana anterior había habido algaradas en las grandes propiedades del pueblo vecino; los campesinos que volvían del mercado parecían preocupados al desenganchar sus caballos. Pensaban en la aldea cercana, donde los obreros habían celebrado una reunión, en la que se oyeron gritos y cantos; pensaban en los exaltados de los alrededores, o en algún jornalero al que habían tratado con cierta rudeza. En los caminos, junto a las granjas, la noche del sábado había sido más tranquila que de costumbre; había mucha gente y, sin embargo, cuando una sirvienta ligera de cascos soltó la risa, su voz pareció desgarrar los oídos, tan tranquila estaba la noche.
Artturi Siiveri se encontraba en la flor de la edad; su obesa mujer, que pertenecía a una conocida familia de la vecina parroquia, tenía siempre a punto la respuesta. Oír a los esposos disputar resultaba algo divertido. Los Siiveri eran unos buenos campesinos, que cuidaban de sus tierras y de su ganado con ahínco y con método. Él conocía las justas proporciones entre los abonos artificiales y el estiércol, pues tenía estudios de agricultura y selvicultura, y su mujer sabía dosificar los piensos según el volumen de la leche ordeñada. Conocían también las fluctuaciones de los salarios agrícolas, y el ama entendía en materia de alimentar a los servidores con poco gasto, pero suficientemente. Las sirvientas, que ordinariamente pasaban mucho tiempo en la casa, recibían de vez en cuando un buen bocado; pero los jornaleros tenían que contentarse y se contentaban, además del pan y las patatas, con arenques y leche desnatada. «Esta leche se emplea para engordar a los cerdos», decía el ama cuando algún jornalero de paso se quejaba de la comida. Aquella pareja de campesinos acomodados sabía sacar el mayor provecho posible de los dos centros de producción, que eran el establo y la habitación de la servidumbre, y gozaba de una sana felicidad egoísta, producto de una fortuna visible y apreciable.
Para aquella clase de campesinos, la primavera de 1917 fue muy desagradable e inquieta. Como eran gente orgullosa, sufrieron indeciblemente a causa de las vejaciones que hubieron de soportar. Al partir aquella mañana con su gente, Siiveri estaba más colorado que de costumbre; en tiempo ordinario no les hubiese acompañado, pero aquella mañana lo hacía llevando una pistola cargada en el bolsillo. Uno de sus mozos de labranza, que había ido de la Ceca a la Meca el domingo, faltaba a la cita.
Una pandilla de «rojos» se había apostado en las inmediaciones de la granja. «Hacemos huelga hoy», gritaron a Siiveri, que pasó junto a ellos con sus hombres y aperos. El trabajo empezó. Los que estaban en el camino enarbolaron una bandera roja y empezaron a cantar, tomando algunos de ellos una actitud amenazadora… Siiveri se cebaba con su caballo.
Entretanto, la tranquilidad se había alterado también en el establo. Mientras se sacaba el estiércol, llegaron unos hombres con brazaletes rojos, que habían estado ya en la lechería para hacer cesar el trabajo y que recorrían ahora los establos para dar instrucciones sobre lo que había que hacer. El jefe de la banda, que llevaba sus vestidos de fiesta, pidió al ama que leyera las órdenes, pero ésta declaró que en su establo no regían más órdenes que las que imponían ella y su toro. Manta se encontraba presente y, aunque era capaz de soltar la carcajada en un entierro, tenía sus grandes ojos húmedos. Arrancó el papel de manos del presidente, diciendo: «Espera, ¡te voy a dar un recibo!». Antes que nadie pudiera intervenir, se metió el papel por debajo de las faldas, y luego lo devolvió al jefe: «Toma, ya lleva el sello, y ahora lárgate». A continuación cogió su horquilla y la cargó de estiércol, y su ama hizo otro tanto. El comité consideró prudente batirse en retirada.
Un espectáculo inesperado atrajo entonces la atención general. Acababa de regresar del campo una bulliciosa cuadrilla, y el ama vio a su marido en medio de un grupo de hombres excitados. Avanzó, sin miedo, gritando: «¿Le habéis matado, canallas?».
El pálido rostro de Siiveri estaba cubierto de sangre. «Se lo ha hecho él mismo, con su revólver; he aquí el arma», lanzó un hombre mostrando la pistola.
Después de este incidente, Silja hubo de dejar la granja… Siiveri estaba como borracho, yendo de un lado para otro y sin permitir que su mujer le curara y le limpiara las trazas de los golpes que había recibido. El hombre salió al portal y gritó a los domésticos: «Ya que hay huelga, ¡idos todos al diablo!». Los hombres de los brazaletes se habían marchado ya. En vano trató el ama de calmar a su marido, pues la ofensa había hecho perder los estribos a aquel altivo labrador. Al percibir a las sirvientas, les intimó la misma orden, y como éstas no le hacían caso y miraban a su ama, cogió una silla y las amenazó.
Silja embaló sus cosas y las depositó en casa de una vecina. Manta hizo lo mismo, y las dos sirvientas se dirigieron hacia el Sur, por el camino caldeado. Silja no volvió a ver a su amo. Algún tiempo después, un jornalero le llevó sus cosas, y en el invierno siguiente los rojos asesinaron cobardemente a Siiveri. Silja supo la noticia en «Kierikka», donde se había colocado entonces.
Al dejar «Siiveri», ni ella ni Manta tenían un objetivo preciso, pues su impresión era que se trataba tan sólo de un incidente sin importancia, consecuencia imprevista de la huelga. En la primera aldea donde llegaron, Manta fue a llamar a una casa que conocía y que gozaba de mala fama, pues su dueño había tenido cuentas con la justicia. Manta aludió a ello al empujar el portón, y Silja la siguió, contrariada. La conversación dio resultados: Manta podía quedarse. «Que los huelguistas digan lo que quieran; si traen papeles ya sabré sellárselos». Silja continuó su camino en dirección al Sur. Se cruzaba a veces en la carretera y en los alrededores de las granjas con grupos de hombres cuyo aire era amenazador.
Se preguntaba con sorpresa qué fuerza misteriosa la arrastraba de aquel modo hacia el Mediodía, a pesar de que conocía mejor el Norte de aquella comarca de donde era oriunda. Pero el lugar más familiar, la heredad de su padre, se encontraba ocupado por desconocidos. Su tutor debía de tener dinero suyo, del cual le había prometido darle cuenta cuando fuera mayor de edad, y lo era ya ahora. Pero Silja no se había preocupado nunca de su pequeña herencia, en la que, hasta cierto punto, veía un dinero sacado a hurtadillas del bolsillo de su padre o cogido de encima la mesa.
Poco después del mediodía, Silja llegó a la parroquia, que era el punto más lejano que conocía de aquella región. Entró en la panadería para comprar pan. La mujer del panadero quedó impresionada por la belleza de la muchacha, y le preguntó: «¿De dónde viene usted, joven?». Las dos mujeres entablaron conversación, y la panadera estuvo muy pronto al corriente de todo, y contó que también allí los campesinos habían sido expulsados de sus tierras y que los que no habían querido dejarlas habían sufrido malos tratos. Después se lamentó de haber tomado no hacía mucho una sirvienta, pues hubiese preferido quedarse con Silja… «En este oficio hay que estar siempre con los parroquianos, y vale más una muchacha con buenas maneras que otra que no haya hecho otra cosa que guardar vacas… El trabajo de sirvienta de casa de campo no es para usted, pues es demasiado bonita… Pero, a propósito…, el profesor de Rantoo me dijo que buscaba alguien para… Sí, eso es… Voy a telefonearle… ¿Cuánto quiere ganar?». La muchacha le dijo lo que ganaba en casa de Siiveri.
Silja no tardó en oír a la panadera explicar por teléfono que «el labrador, furioso, con la cara ensangrentada… Sí, sí, el campesino, no la sirvienta… No… Es muy bonita… ¿Cuánto quiere ganar…? Sí, sí, bonita y muy limpia… Tenga cuidado si se queda con ella… hihihi». La risa de la panadera divirtió a Silja.
—A pesar de sus sesenta años, este profesor es un bromista —dijo la panadera al entrar de nuevo en la tienda—. Está retirado de la Universidad, es viudo y vive, no muy lejos de aquí, todo el año en su villa. En verano recibe muchas visitas de sus parientes y toma una sirvienta… Vive a unos seis kilómetros de aquí, pero manda todos los días a alguien para recoger el correo… Si esperara un poco no tendría necesidad de ir a pie… El profesor me ha dicho que se fiaba de mis palabras.
Apenas comprendió Silja la mitad de lo que le decía la buena mujer; pensaba ya en su próximo viaje por el lago. Salió de la panadería y se dirigió al embarcadero desde donde se divisaba, en dirección Sur, un espléndido paisaje lacustre. Iría, pues, hacia allí. Avizoró a lo lejos, sobre la superficie lisa, un punto sombrío que se acercaba y aumentaba de tamaño lentamente. Unos chiquillos le dijeron que era la barca de Rantoo.
—¿Atraca junto a la casa del profesor?
—¡Claro que sí!
Una tarde de verano, cuando el sol se encontraba todavía alto, Silja Salmelus, que acababa de dejar «Siiveri», se encontraba sentada en la proa de una embarcación, frente al cartero silencioso, y se dirigía hacia nuevos lugares. Se sentía completamente feliz, lo mismo que en los lejanos días de su infancia, cuando regresaba a su casa el sábado por la tarde. No hay nada más delicioso que un paseo en barca en esa época del año. Las orillas están floridas y la transparencia de la verdura da al aire un matiz exquisito. Y el camino que se sigue aparece fresco y virgen para el que lo sigue, pues nada lo mancha. No hay polvo que levanten otros, ni inoportunos que vengan a hacernos compañía; durante el trayecto, los pasajeros se muestran amables, mientras la barca se desliza por el elemento misterioso. Se siente uno lejos de la gleba.
Durante un tiempo, Silja olvidó incluso el objeto de su viaje; pero, de pronto, el cartero abrió la boca, por primera vez y por propia iniciativa anunciando que se percibían ya los tejados de «Rantoo» y que la silueta del profesor no tardaría en aparecer en el sendero. La joven viajera temblaba de impaciencia. El título de su nuevo amo la preocupaba, y pensó de nuevo, después de un largo intervalo, que ella llevaba un nombre de familia, Salmelus. Durante su viaje por las aguas tranquilas, en aquel suave atardecer, su imaginación se detuvo un instante reconstruyendo la imagen de la granja natal, de la que no conservaba ya ningún recuerdo. Se hubiese dicho que buscaba un apoyo al sumergirse en la vida para la cual sabía que había nacido.
La villa se llamaba «Rantoo» y se encontraba cerca de la orilla. La barca atracó en el embarcadero, donde un anciano, que era seguramente el profesor, esperaba el correo. Miró con atención a la muchacha. Llevaba un vestido de campesino y parecía algo huraño, pero se adivinaba fácilmente que no era un hombre del campo.
—Eso es; tú eres la sirvienta que envía la señora Pietinen, que observo me ha dicho la verdad. Vayamos a cerrar el trato en la villa. En mi casa, el servicio te será fácil en cuanto conozcas mis costumbres. Yo también he salido del pueblo y soy oriundo de este país. Conque, ya lo sabes, soy un hombre chapado a la antigua y me gusta tutear a las muchachas como tú, y hasta a las viejas cuando me enfado… Hoy quisiera saltar hasta la luna y tutear a Finlandia entera… Primero comerás un bocado y cuando hayas terminado te enseñaré la casa. ¿Recibes galanteadores por las noches?
—Nadie lo ha intentado por ahora —dijo Silja mirando sonriente al viejo gruñón.
—¡A mí con ésas! ¿Crees que no tengo ojos en la cara aunque sea ya un poco viejo…? Has de saber que no permito eso, pues quiero, ser el único gallo en mi gallinero. Si te sale un novio decente, seré yo quien pagará la boda…, pero no quiero vagabundeo nocturno… Pero está tranquila, todo marchará bien, puedes estar segura.
Silja se encontraba, pues, al servicio del profesor, y los conflictos agrícolas en nada la afectaron. Al día siguiente se ocupó de enviar a buscar sus bártulos y de trasladar de «Siiveri» a «Rantoo» su documentación. El profesor se encargó del cobro de la pequeña herencia y se divirtió fastidiando al viejo Mikkola. «No tiene la conciencia muy limpia tu excelente tutor —dijo una vez a la muchacha—. Conozco muy a fondo a esta clase de campesinos marrulleros; no se hacen ningún empacho enredando incluso a una huérfana».
Para la muchacha solitaria, aquella primera noche en «Rantoo» fue maravillosa. Se iba adentrando en la vida; florecía su belleza, y su existencia podía ensancharse y remontarse aún, avivando su llama. Iba a llegar el verano y el sol brillaría más tiempo y con mayor fuerza que nunca… Reinaba en aquel lugar, sobre el profesor y sobre la comarca entera, una fuerza temible y cautivadora a la vez. Silja no se daba cuenta, y si alguien se lo hubiese explicado no lo habría creído; pero en todo lo que decía su nuevo amo reconocía a su padre, como si éste le expresara por boca del profesor lo que no había sabido decirle en vida. Las palabras del viejo profesor dieron a Silja lo que le faltaba para que su vida pudiera florecer, aunque no fuera más que brevemente. ¿Vivía de nuevo en el ambiente de la granja paterna, aunque aquí fuese todo infinitamente mayor? Lo mismo que allá abajo, un sendero se desprendía aquí del camino, pero más ancho, más recto y más uniforme. Al final del sendero había una casita de dos pisos pintada de blanco, pero las ventanas eran iguales que las de la granja. En su nueva casa, Silja tuvo conciencia de que había encontrado el apoyo y la protección que perdió bruscamente al morir su padre; rememoró la opresión fatídica de cierto domingo…
—Ve a dar una vuelta por los alrededores —le dijo el profesor al anochecer—, te sentirás bien al estar sola.
Silja salió y llegó hasta un promontorio cubierto de álamos, deteniéndose en la punta, para mirar el lago en cuyas aguas se reflejaban las orillas en sentido inverso. Cantó un cuclillo, y las copas de los árboles lejanos parecían un refugio hecho a propósito.
¿En dónde se encontraba, pues, la pequeña Silja? Su soledad, ¿había terminado acaso? ¿Era verdad que su vida se había consolidado, ensanchado y purificado de pronto, hasta el punto de que sus miembros temblaban como después de la realización de un violento esfuerzo? ¿O se trataba, quizá, de que todo el mal que había esquivado durante sus cinco años de orfandad había tomado aquella forma para seducirla definitivamente?
Silja regresó paso a paso, mientras el profesor, de pie junto a la ventana, contemplaba la hermosa noche. Al acercársele la muchacha, le habló en voz baja y contenida, y sus frases no tenían nada de su desenfado reciente. Silja pasó por debajo de la ventana y se detuvo un momento. Se encontraba frente al rostro de la noche… Cuando entró en la casa, el profesor se le acercó quedamente, y le enseñó su habitación, alejándose inmediatamente, pero luego volvió, y dijo: «Todavía no te he preguntado tu nombre». Desde hacía mucho tiempo, nadie había hecho esta pregunta a la muchacha, que pareció cuchichear su nombre a la extraña noche de verano que se abría ante ella. «Muy bien, ¡buenas noches, Silja!».
El profesor subió al primer piso.
Silja se había encontrado sola, después de la muerte de su padre, cuando descansaba en casa de Mikkola al lado de Tyyne; pero conocía la habitación, así como a su compañera de cama. Desde entonces había estado casi siempre sola: sola en el camino durante la tempestad otoñal; sola al pasearse con Oskari Tonttila, y sola al resistir a Ville Nukari. Había recorrido sola el camino hasta aquel lugar maravilloso. Pero se encontraba más sola que nunca en aquella habitación limpia, después que el anciano se hubo retirado y cuando todo permanecía silencioso en la casa.
El sentimiento de soledad era más fuerte que otras veces, porque su vida anterior se agolpaba a las puertas de su conciencia, y porque había a su alrededor muchas cosas nuevas e imprevistas. En «Siiveri», su existencia flotaba en la superficie de su conciencia, con todo lo que había oído y comprendido, mientras fingía dormir; la vida robusta y cálida que se llevaba en el trabajo, en los bailes y después de los bailes…, todo, todo, hasta la cara ensangrentada del amo aquella mañana…
Su padre había sido también campesino… Y el alma de Silja se puso a vagabundear. Creyó incluso evocar un recuerdo de «Salmelus», que la oprimió y la atormentó, en el que aparecía su padre. Cerró los ojos; la superficie de su conciencia se distendió, pero en lo más hondo la presión continuaba: Silja descubrió allí una imagen en la que su padre luchaba con unos hombres que llevaban un brazal rojo, desarrollándose un drama terrible, en comparación con el cual la sangre vertida por Siiveri no era más que una bagatela.
Aquella pesadilla sacudió sus nervios, el cuerpo se sobresaltó, los ojos se abrieron y la conciencia, al despertar, chocó con la luz de la noche estival. La novedad del lugar la había dulcificado y la calmaba. Silja se dijo que en el piso superior reposaba un hombre que dirigía aquella casa y todo lo que tenía relación con ella…, como un padre poderoso. Se sentía bien, la habitación, después que sus ojos se hubieron cerrado en ella unos instantes, le era más familiar. Pensó en la alegre charla de la panadera… Extendió sus miembros, se pasó las manos por los cabellos y las dejó detrás de la nuca. El sueño no llegaba y la soledad intensa la incitaba a mirar en sí misma de una manera ilícita, a pensar en las partes del cuerpo y en su forma, a decirse que era ya mujer y que otras a su edad habían tenido ya un hijo… Para esto se necesitaba un hombre, pues era el resultado del consentimiento de dos seres… ¡Qué inconcebible milagro era el que pudiese consentirse…! Instintivamente, los brazos se separaron de la nuca y se desplegaron mientras la cabeza se volcaba hacia atrás…, y el pensamiento evocó al fin algo que la asustaba, pero que ahora hechizaba casi: un hombre alto y robusto, tal como lo había visto muchas veces, incluso sin velos…, y con el cual no le importaría consentir…
Saltó de la cama y corrió a la ventana, desde la que se veía al través de los álamos una parte del lago que había ido a ver por la tarde, contempló el cielo, los campos y el grupo indistinto de las granjas de la aldea en la lejanía… Luego su mirada volvió hacia el promontorio y el lago, mientras su alma se llenaba de una deliciosa melancolía que no había conocido hasta entonces. El mundo que la rodeaba parecía retirarse directamente. ¿Volvería al extremo del cabo? ¿Dormía padre de nuevo en la casita? ¿Qué había pasado hacía un instante detrás del promontorio? ¿Había aparecido en el lago una barca, cesando de remar un joven al que ya había visto antes? Sí, había sucedido de verdad… hacía cinco años. Silja recordaba en aquel momento la escena que unos graves acontecimientos habían borrado de su memoria. Padre había muerto antes de finalizar el día siguiente, pero ahora revivía; y la noche inspiraba tal confianza que nada le costaría a ella llamar al joven desde la cima del promontorio; el remero entablaría una animada conversación y acudiría con ella a sentarse a su lado…
La noche parecía simpatizar con Silja y conocer todos sus pensamientos. Los grandes ojos castaños de la muchacha brillaban bajo sus pestañas alargadas, como las últimas estrellas de la primavera, cuando se las contempla largamente.
Las lágrimas aparecieron por primera vez en sus ojos por aquellos motivos.
Silja comenzó su servicio al día siguiente. Se despertó al oír los pasos del profesor que bajaba la escalera, más rápidamente que la había subido la noche anterior. Creyendo haber dormido demasiado tiempo, Silja se apresuró a levantarse y a vestirse. Cuando entró en la cocina, el reloj tocaba las cinco.
El profesor entreabrió la puerta y exclamó:
—¡Toma!, ¿levantada ya? Hubieses podido quedarte en la cama todavía… para crecer. Voy a sacar mis redes, lo que me ocupará más de una hora. No tienes necesidad de levantarte antes de las seis. Pero, ya que estás en pie, prepara un poco de café; yo lo tomaré al regresar. No tardará en venir una mujer, que es la dueña del «Kulmala», una prima mía. Ella te dirá lo que tienes que hacer, pues cuida de la casa cuando estoy solo. Conque, ¡hasta la vista! Prepara el café.
Silja no vaciló en asomarse a la ventana para ver alejarse al profesor, tanto la había cautivado. Al ver a aquel anciano robusto bajar por el sendero cubierto de rocío, Silja se llevó instintivamente la mano al corazón, pues de su alma virgen desbordaba el agradecimiento, incluso por el sendero que se llevaba a su amo. «¡Ojalá sepa trabajar a su gusto y que nada cambie cuando vengan visitas!».
En aquel momento llegó una mujer vestida con limpieza, ya de alguna edad, pero ágil todavía. «¡Vamos!, ¡veo que mi primo ha alquilado una sirvienta!», dijo con voz cordial, dirigiendo una mirada benévola a Silja. La muchacha dijo su nombre y su origen, y luego ambas tomaron café. Silja no sabía cómo arreglárselas, pero Sofía fue a buscar las tazas. Después que hubieron trabado conocimiento fueron a ver la casa. El tiempo pasó tan aprisa que el profesor regresó antes de que se sirviera el café. Mientras recorrían la casa y sus alrededores, las dos mujeres se habían olvidado del dueño.
—¡Malditas mujeres! —gritó el profesor, y Silja estuvo a punto de llorar.
Pero el anciano añadió, señalando a Sofía con el dedo:
—No te dejes apartar del buen camino por esta mujer; procura conocer mis costumbres y obedecer mis órdenes.
Silja comprendió que las relaciones entre los dos primos eran cordiales y muy íntimas. Corrió hacia la cocina para preparar el café, mientras escuchaba cómo hablaban a media voz en la habitación vecina.
—Y Silja podrá venir a casa esta tarde cuando haya terminado su trabajo —dijo Sofía en el umbral de la puerta.
—Desde luego, esto es ya una tradición. Nuestra buena Sofía es una viuda alegre que reúne en su casa a todos los muchachos de la comarca, y no deja de sobrarle alguno para que haga compañía a las chicas que van a verla.
—Un buen pastor habla siempre bien de sus feligreses —respondió Sofía, riendo y guiñando el ojo.
Cuando se hubo marchado, el profesor habló de ella a su sirvienta:
—En su juventud era muy bonita, y se colocó en Tampere, en casa de un rico solterón que se enamoró de esa brizna de muchacha, y ella de él, naturalmente. En verano, él se fue a los baños y murió allí, de repente. Pero como había promesa de casamiento, el tribunal señaló a Sofía una pensión alimenticia para el niño que iba a nacer. Más tarde se casó, y hasta estuvo en América, y ahora vive en su casa paterna con una hija de quince años, un piano que se trajo de América, una vaca, unas gallinas y un pedazo de tierra. Conque ya estás informada; te permito que vayas a su casa; yo también voy allí de cuando en cuando. Invita a menudo a sus vecinos, para que le den una mano, y a continuación se baila… Pero quién sabe si bailarán este verano… Y, vamos a ver, ¿cómo está ese café?
El día transcurrió bien. El profesor tenía ciertamente «sus costumbres», pero era tan poco exigente que, a veces, Silja se sentía molesta, pues su amo hacía multitud de pequeños trabajos que habría podido confiar a su sirvienta. Se esperaban visitas, pero sólo vio a la señorita Laura, la hija del profesor, con una amiga silenciosa que se marchó al cabo de pocos días. En cuanto a la familia del yerno, no se presentó; se hablaba de ella en la casa con cierto misterio.
No lejos de «Rantoo» se encontraba «Rauhala», que era una gran casa de campo gris cuyo propietario, después de haber vendido las tierras de la heredad, albergaba veraneantes a pensión. Aquel año habían acudido cinco o seis, todos ellos de distinta procedencia. La vieja ama de «Rauhala» iba a menudo a «Rantoo», y cuando organizaba una velada invitaba siempre al profesor y a los suyos, lo que permitía a la señorita Laura alternar con los pensionistas.
Una tarde se dirigió a «Kulmala» para llevar un recado. El camino, después de atravesar el patio de la granja de Kamraatti, bajaba hasta cerca de un cerezo silvestre, y surgían entonces la chimenea y el tejado de «Kulmala», coronados siempre por un hermoso penacho de humo. Después de recorrer una rambla bordeada de setos, se llegaba a un portón, junto al cual florecía un cerezo retorcido, delante de un enorme matorral de grosellas. Frente a la casa había tres graciosos senderos, que atravesaban un prado de manzanilla y maíz silvestre; uno de ellos llevaba al establo, el otro al granero y el tercero al camino del pueblo. Silja empujó la puerta del vestíbulo, donde Sofía salió a su encuentro. Por primera vez, la mirada de la muchacha brilló en aquella casa en la que más tarde habían de sucederle unas aventuras soberbias y capitales.
Reinaba ahora en ella una agradable penumbra. Al lado de la sala había la cocina y una pequeña habitación, en la que Sofía recibía a sus visitantes. El piano se encontraba en la sala; la pequeña Laini, pálida y linda, tocaba en él de memoria diversos bailes y canciones populares. A veces salía del horno una bocanada de humo. Se abría la ventana; por el camino pasaba un vecino que detenía el paso, para escuchar el vals que tocaba la chiquilla.
Sentada en un sillón de báscula, Silja gozaba de la existencia y saboreaba la cordialidad de cuanto la rodeaba. Su vestido de color de rosa, sus cabellos rubios y sus grandes ojos castaños encantaban a Sofía, que conocía exactamente el origen de la muchacha. La conversación era alegre, y aparecían y desaparecían unos hoyuelos en las mejillas de Silja a medida que iban surgiendo palabras y sonrisas. Cómodamente instalado en el sillón, su cuerpo joven se distendía en él como una flor que se abre. Como no había otras visitas, podía hablar a su capricho sin temor a las confidencias.
Más tarde, fueron a sentarse en aquel sillón los pensionistas de «Rauhala», que entraban a menudo en «Kulmala». A veces cuando pasaban por delante de la casa, Sofía les llamaba. Uno de ellos, que sabía tocar el piano, daba consejos a Laini. Otros miraban a Sofía ordeñar la vaca o abrevar al toro. En julio, cuando el claro de luna iluminó de nuevo las noches más sombrías, era algo delicioso permanecer largo rato en el patio de «Kulmala». Al campesino de Kamraatti le gustaba entonces recordar los buenos tiempos pasados. «Te acuerdas, ¿no es verdad, Matti?», decía al profesor sentado junto a él en el banco.
Al principio de junio llegó a «Rauhala» un joven llamado Armas, cuyo apellido no conoció nunca Silja, aunque este estudiante estuviese llamado a representar en su vida un papel más importante que ninguna otra persona de la región, ni aún del mundo entero.
La señorita Laura era una muchacha alta y rubia, cuya mirada tenía una expresión indefinible. Nunca se enfadaba; sus cabellos, de color rubio pálido y un poco rizados en las sienes, indicaban que para ella todas las emociones habían sido ya vividas por sus antepasados. Nadie había podido observar que suspirara por alguien. Con todo, sucedió que Armas retuvo manifiestamente su atención, y Silja oyó a menudo a Laura hablar en la mesa de cuanto hacía y decía el pensionista de «Rauhala». Un poco después, el joven estuvo de visita en «Rantoo»; era vivaracho y alegre, y le gustaba al profesor discutir con él.
Allí fue en donde lo vio Silja por primera vez, mientras servía el café. Estaba sentado al piano, y Laura cantaba en pie junto a él. Al entrar Silja, ambos se interrumpieron; el hombre se volvió y miró a la sirvienta, que le hizo una pequeña reverencia, tal como le habían enseñado. Llevaba el vestido de color de rosa, del cual le habían dicho que le estaba mejor de lo que convenía a una sirvienta.
Cuando volvió Silja a la cocina estaba muy pensativa. Sofía, que se encontraba allí, pudo observarlo. Hablaba de una manera tan aturdida que la viuda, gracias a su experiencia, pudo adivinar los motivos de su turbación. Así que hubo dejado la bandeja, corrió a echar los brazos al cuello de Sofía de una manera inopinada. Luego continuó sus quehaceres. «Se está tan bien aquí», dijo a continuación, como para dar a entender que su gesto había tenido por causa la alegría. Mientras Silja lavaba las tazas, Sofía contó lo que sabía del pensionista de «Rauhala». «Este Armas es apuesto, simpático y alegre, ¿has visto cómo brillan sus dientes cuando habla o sonríe? Me parece que le gusta a Laura».
Las visitas se marcharon y, a ruegos de Laura, Sofía ayudó a Silja a arreglar la casa; no se marchó hasta después de la comida, y Silja, habiendo terminado su trabajo, la acompañó sin haber pedido permiso para ello, tan aturdida estaba. Sofía, llena de comprensión, le permitió que se apoyara en su brazo; pero se prometió advertirla, en cuanto se presentara una ocasión, de ponerse en guardia contra aquel entusiasmo.
A partir de aquella tarde, Silja tuvo un solo deseo. Se dedicaba a sus quehaceres habituales con mayor cuidado que nunca y sin reparar en acostarse tarde, para facilitar el trabajo del día siguiente. Trataba, sobre todo, de contentar a la señorita Laura, a la que miraba con insistencia y gravedad; pero tampoco transcurría un minuto sin que mirara en dirección a «Rauhala». Quería estar segura de que nadie pudiese dirigirse a «Kulmala» sin que ella lo supiera. A veces vio a Armas dirigirse allí, solo o en compañía de unas muchachas. También le vio en alguna ocasión acompañar a Laura hasta el portón y volverse. En estos casos, Silja sentía aversión por su trabajo, que no podía aplazar para más tarde. Aunque hubiese visto al joven regresar a la pensión, salía en cuanto quedaba libre y tomaba el camino no de «Rauhala», sino de «Kulmala».
Un día tuvo que ir Silja a llevar un recado a Sofía. A su llegada, la viuda estaba colocando unas tazas sobre una bandeja cubierta con un tapetito blanco, lo que indicaba que se encontraba en la casa algún visitante de cumplido. Invitó a Silja a entrar en la sala. «Hay una visita», dijo al abrir la puerta. Silja entró creyendo encontrar una vecina. Pero vio sentado en el sillón al joven cuyo nombre de pila sabía y que había ido a «Kulmala» sin que ella lo hubiese observado.
Silja le vio muy de cerca, el joven esbozó una sonrisa, y la muchacha se volvió de prisa a la cocina. Sofía aprovechó la ocasión para lanzar una broma y para invitar al joven a que fuera a buscar a Silja. Éste se levantó, se fue a la cocina y no viendo en ella a la muchacha trató de entrar en la habitación contigua; al querer abrir la puerta, notó que alguien la retenía desde el interior; pero no tuvo que hacer un gran esfuerzo para abrirla. En un principio no vio a nadie, pero oyó una respiración débil en el pequeño reducto, y muy pronto la muchacha se encontró más cerca de él que nunca. Sofía estaba ocupada en la cocina y parecía no saber nada de aquel juego mudo. Armas tuvo tiempo de conocer el perfume de los cabellos, los brazos, el pecho, los hombros y las corvas de la joven, de ver su mirada… Y en todo esto hubo apenas la violencia necesaria para satisfacer en cada uno de ellos los restos de los antiguos instintos.
Silja y Armas habían estado uno junto a otro, y sólo la muerte pudo borrar las consecuencias y las huellas de aquel breve instante.
Muy pronto Silja se encontró de nuevo en la cocina, donde hubo de pedir a Sofía que la remplazara aquella tarde, mientras iba ella a casa de la modista… Sus ojos brillaban y había en su voz unas notas de risa. Armas se había sentado al piano; no tocaba ninguna composición precisa, sino que sus manos descargaban sobre las teclas su violencia instintiva. Silja oprimió el brazo de su amiga y salió corriendo.
A partir de este momento, resulta inútil hablar de fases exteriores en la vida de Silja y de Armas, en todo caso en la de la muchacha.
Sin embargo… Una iglesia pueblerina aparece muy hermosa un domingo por la mañana en pleno verano, cuando se ve el cielo tranquilo y límpido y cuando todas las plantas de la tierra parecen esperar que el hombre afile sus herramientas para cortarlas. Durante uno de esos domingos, la iglesia se llenó de gente que durante la semana no se había ocupado mucho de las cosas de la fe.
El amo se pasea en mangas de camisa por delante de la cuadra; da órdenes al mozo para que saque el carruaje, y goza por anticipado de que éste esté nuevo y brillante. Con la soltura de costumbre, enjaeza él mismo su caballo, mientras da órdenes a sus criados. Luego entra en la casa con su vestido de seda y su sombrero, y llevando en la mano el devocionario y el paraguas; llama a la vaquera que la mira embobada desde la puerta del establo, y luego sube torpemente al carricoche con un poco de desconfianza, pues se trata de algo que depende exclusivamente de su marido. El campesino se instala a la izquierda, y la pareja se aleja, llevada por el trote corto del caballo al través de los campos, por montes y valles, hacia la aldea.
Cerca de la encrucijada divisan, en la tenue bruma matinal y por encima del centeno uniforme, un carruaje que ha salido de otra granja. Reconocen al caballo y a las personas, pero no se llaman alegremente, ni cuando los carruajes se acercan al subir una cuesta. La iglesia aparece en una colina, sobre los campos. Llegan numerosos coches y carretas y las campanas empiezan a tocar.
El barco ha traído gente de fuera; son veraneantes que desean ver la iglesia de la parroquia y la muchedumbre de los fieles; han venido todos ellos en el barco, pero han decidido regresar a pie por el hermoso camino que bordea la orilla… Suenan las campanas; el cambio del ritmo indica que el pastor ha subido al púlpito… Los fieles se aproximan. Se ve salir del cementerio a los que han llevado allí a alguien, y que parecen ocupar una situación diferente. Los mozos de labranza de la vecindad y los lampiños que tratan de unirse a ellos circulan, formando grupos, y entran a su vez un momento en la iglesia… Pero el zapatero de bigotes colgantes, de quien se sabe que es de ideas avanzadas y que ha tomado una parte activa en las huelgas recientes, pasa por delante de la iglesia con afectada indiferencia. Regresa del correo.
Florecen las rosas sobre las viejas tumbas, y el sol asaetea con sus rayos los pañuelos de seda de las campesinas, cuyas mejillas se encienden; tratan de descubrirse la cabeza tanto como lo permite la solemnidad del momento.
En la iglesia, el aire es fresco y puro; a los olfatos delicados no les cuesta mucho trabajo percibir el olor humano particular del pueblo que, a través de las generaciones, ha impregnado el interior del templo. La gente no hace ruido; en verano no se tose tanto como en invierno. De tiempo se tiempo se oye la prolongada tos de un anciano, la cual no depende de las estaciones, sino que anuncia a todos que la llama de la vida se apaga y que chisporroteará muy pronto antes de extinguirse.
Resuena de pronto el órgano; toca al principio para él, pero después, tras una pausa corta, estalla con fuerza el salmo del día y los fieles entonan el cántico; los jóvenes que conocen las notas, tienen unas voces claras y precisas, y los viejos tratan de seguirlos lo mejor que pueden. El salmo se desarrolla, versículo tras versículo; después del último, el órgano no se detiene, sino que emite unos sones dulces, como si quisiera volver a llamar a él el fluido que ha derramado sobre los fieles. El pastor se encuentra delante del altar.
La iglesia tiene forma de cruz; las mujeres están sentadas a la izquierda del corredor principal y los hombres a la derecha, todos de cara al altar; pero los que se encuentran a los lados se vuelven hacia el centro del templo.
La misa ante el altar prepara el espíritu de los fieles. Un joven desconocido, que no es de la parroquia, observa curiosamente a los feligreses. Desde el lado opuesto al corredor, ve de perfil a las mujeres que siguen los gestos del pastor y dan las respuestas… Sus miradas se pasean al azar, pero no necesita volver la cabeza ni estorbar a nadie. Desde el principio ha reconocido a una mujer y ha sentido una oleada de calor invadir totalmente su cuerpo… Lo esperaba… Ella lleva un sencillo pañuelo blanco anudado a la nuca, cuyos extremos colgaban sobre sus hombros. Bajo el pañuelo y a lo largo de la frente y de las sienes, percibe unos cabellos que no le son desconocidos; visto de perfil, el rostro aparece puro y recogido; el rojo de los labios y el arco de la boca se asemejan a los de un niño.
Se inclina ahora para la confesión de los pecados… «Para mí que soy un pobre pecador…», recita el pastor con voz solemne. Se ven cabezas y hombros inclinados, cuerpos rudos y envarados que pasan fatigas para doblegarse, y unos hombres en cuyo semblante, después de levantarse, aparece la misma gravedad y firmeza que antes de recogerse para la confesión. Pero uno de los hombres continúa mirando a una mujer desde uno de los lados del templo, y le parece que los rasgos de la muchacha se han purificado después de la confesión, como si el pecado, al retirarse, hubiera aumentado su belleza… «Engendrado por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María…».
El alma del joven se abandona al encanto soleado de la iglesia. El ritmo solemne de las palabras, los cánticos acompañados por la música del órgano. Las plegarias, todo contribuye a precisar en su conciencia una imagen en la cual los sentidos afinados no descubren ningún defecto. Las miradas cambiadas días atrás y el delicioso juego mudo constituyen para siempre una preciosa ofrenda de la vida, una miel única librada en la más querida flor encerrada a la sombra de aquellas pestañas, y en el fondo de aquel ancho pecho lozano.
Para un joven alegre, las horas van cayendo una a una como perlas de la mano generosa de la vida. Caen hasta lo más profundo del alma para formar en él un tesoro eterno donde, más tarde, será bueno admirar para sí aquellas que han permanecido puras. Pero hay muchas maneras de conservar esa pureza o de mancillarla, y una de esas maneras puede una vez preservar su pureza y otra aniquilarla…
Tal era la iglesia construida y cuidada por los hombres en una mañana radiante de verano. Hacia la tarde el recogimiento de la mañana se desvanece, al mismo tiempo que el día de fiesta. Se derrama la frescura de la noche y los hombres se mueven por otros caminos.
Para Silja y Armas el verano continuaba…
Había una fuente en la que se iba a buscar el agua para el profesor, quien decía que se allanaba a aquella superstición por respeto a las prácticas mágicas de sus antepasados, de las que su largo contacto con la ciencia le había separado. Declaraba asimismo que era una excelente cura de alma para una sirvienta, de los quehaceres del día, el seguir con la jarra al brazo el hermoso sendero del bosque de álamos. Podía vagabundear a sus anchas con tal que trajera el agua antes de medianoche, y podía a su antojo trenzar hierbas sola o hablar con su amigo.
Silja aprendió a conocer aquel sendero; la primera vez, Sofía se había limitado a indicarle dónde se encontraba. Desde Rauhala podía verse a los que iban por aquel caminito que apartándose de la carretera, bajaba hacia un puentecillo de madera, bajo el que corría un arroyo. Allí fue en donde se detuvo Silja la primera vez —había oído ya la opinión de su amo sobre el objeto de este paseo vespertino—. Pasado el puente, había un pequeño desnivel donde el agua se deslizaba espumeante por un tupido breñal de matorrales y plantas acuáticas. Divertida, Silja apartó las ramas, y de pronto la verdura tierna se abrió sobre un prado en el que se veían las ruinas de un molino. El prado estaba cerrado por todas partes; al otro extremo, el follaje de los árboles obstruía la vista; sólo se oían allí las mil vocecitas de la cascada. Silja tenía una tela de araña en una manga y una mancha blanca y resbaladiza en la otra, pero esto no hacía más que aumentar el misterio… Después de haber soñado unos momentos en aquel misterioso escondite, se dirigió hacia la fuente, prometiéndose volver.
Y volvió; una vez, poco después de la visita a la iglesia, dejó la jarra en unos matorrales al borde del sendero. Pero el utensilio era visible; un joven que acababa de ver pasar a la joven con él lo reconoció y, tras ocultarlo cuidadosamente, se puso a esperar tendiendo todos sus sentidos. La noche próxima parecía exigir parte de su atención; delante de sus ojos se abrían las abundantes flores de las espireas cuyo perfume violento, al mezclarse con el olor del musgo, creaba un ambiente sorprendente. Al oír el murmullo del arroyo, creyó percibir las innumerables voces de la Naturaleza que aportaban cada una su melodía a aquella canción.
Los matorrales habían conservado, quizá, algunas huellas en el sitio en que la joven había desaparecido en la verdura… Un ojo avezado supo descubrirlas… La muchacha estaba allí; su vestido era sencillo, pero esto le daba un aire más íntimo; como aquel principio de noche de verano. Él se acercó quedamente, por detrás, y ella oyó quizás unas pisadas, pero no se volvió. Su corazón latía, anunciándole que él llegaba los ojos del joven —cuando ella lo vio al fin— brillaban con intenso ardor; se hubiese dicho que se había rejuvenecido. Aquella mirada y aquellos rasgos, Silja los había visto ya, hacía mucho tiempo, un verano.
Este recuerdo acudió a su memoria como si la noche de verano le hubiese dado a beber un néctar delicioso y embriagador. El joven recordó también, cuando osaron al fin cambiar unas palabras.
—¡Dios mío… el agua…! ¿Es ya medianoche?
—Todavía no.
La mano generosa de la vida había desgranado para ellos muchas perlas dignas de ser conservadas.
Fueron juntos a la fuente a través de los álamos. A cada lado del sendero, Silja apercibió altas flores blancas como no las había visto nunca. El sendero que corría por el flanco de la cuesta le pareció encantado, y se preguntaba, miedosa, cómo no había visto aquellas flores. «Acaban de salir del capullo para nosotros… ¡He aquí una que se abre!».
Ella se inclinó para mirar la flor, sin cogerla. Armas fue a buscar una lejos del sendero, la puso al lado del rostro de Silja y miró. El delicado perfume de la viola nocturna correspondía a la expresión de la joven, que demostraba ahora, después de los primeros besos de la vida, una traviesa tranquilidad. Cogió la flor y la llevó delante de ella, como se ve a veces en los cuadros antiguos.
Era más de medianoche cuando Silja, sola de nuevo, se desnudó en su cuartito limpio. Se asomó a la ventana y miró hacia los álamos del promontorio, como en la noche de su llegada, cuando los pasos del profesor se hubieron apagado y cuando, por primera vez en su vida, se había quedado sola. No tenía sueño, y los ojos que miraban en la noche tenían un brillo diferente que entonces. Su mirada no se perdía en la lejanía, y el pensamiento no volvía tampoco a la casita ni al remero nocturno. Deseos y pensamientos iban hacia el amado, hacia Armas. No existía más que él. No pensó en el profesor que dormía en el piso de encima, y la señorita Laura era tan sólo para ella una muchacha insignificante a la que conocía un poco. No; todo se había esfumado y vivía sola aquella hermosa noche de verano, enojada con su amigo, sí, pero no mucho, pues sabía que iba a volver muy pronto… «Se encuentra aquí, en esta casa, en esta habitación, y soy suya».
Una vez en la cama, Silja tuvo pensamientos atrevidos, más locos aún. Oprimió su brazo contra sus labios para reanimar el recuerdo de recientes besos. Al recordar ciertos acontecimientos pasados todo su ser se removió… Oskari Tonttila… la visita a los padres del joven… el baile… y sobre todo una escena de la que huía el espíritu en cuanto trataba ella de aproximarse… Su pensamiento se refugiaba entonces en una delicada viola blanca, que había colocado bajo la almohada y que era más hermosa que todas las flores que había visto hasta entonces en los jardines; no podía haber perfume más exquisito en el mundo.
¡Qué hermoso es despertarse así!, despertarse a la vida y a todas las flores que da la vida, despertarse cuando los demás duermen y después de haber dormido uno toda su vida.
Como la primera noche que había pasado allí, a la cual ésta se parecía mucho, Silja se despertó con sobresalto después de un breve paseo por las tierras del sueño. Se levantó y volvió a la ventana. Pero el sol se levantaba ya y el pensamiento podía decir de nuevo: «ayer». Esta vez, esta palabra ejercía una acción calmante. Era el alba y sólo los pájaros estaban despiertos, así como el aire herido por los rayos del sol; empezaba un nuevo día lleno de sol, al menos en su comienzo.
Silja volvió a la cama. De debajo la almohada cogió la flor, que estaba un poco marchita y que la luz matutina teñía de amarillo. Acortó el tallo y metió la flor en un libro. Luego vino de nuevo el sueño.
Así transcurrió el principio del verano. Durante algún tiempo, la noche casi no existe, y se diría que la inmensidad contiene su aliento, unos instantes, al pasar del anochecer al alba. Los jóvenes felices sólo aspiraban al sueño como una corta pausa y no se preocupaban mucho de las comidas. Para muchas personas, aquel verano fue el último; pero este año tenía un sabor particular. Todos lo sentían oscuramente.
Después llegó San Juan. Los hombres trataban de persuadirse de que las noches eran verdaderamente claras; una mujer leía a medianoche, junto a la ventana, una carta que acababa de recibir; y cogía incluso la pluma para redactar la respuesta; la luz era aún suficiente, a pesar de que julio se acercaba. Pero la iluminación nocturna era tan elocuente que no lograba pasar del principio de la carta. «Te escribo en una noche espléndida…». Y olvidaba continuar, pensando en su amigo lejano, imaginando que paseaba a su lado, como la noche en que… y ya el sol se enrojecía al Sudoeste. Se encuentra de vacaciones aquí y había esperado más aventuras que las que le han ocurrido, y, en intención, ha engañado a su amigo. Pero los deseos no se han realizado, y trata ahora de redactar una hermosa epístola. El remordimiento la araña, sin embargo.
El alba se acerca; ha transcurrido un hermoso día de verano y de juventud.
Una semana más tarde, mientras lee una nueva carta, la insinuante oscuridad la sorprende ya, y no le es posible responder en la misma noche. El verde se ha hecho más intenso con la noche; el murciélago vuela en derredor de la casa.
En «Rantoo», el verano transcurría tranquilo y apacible y llegaban noticias tranquilizadoras del centro de la región. En los campos de las pequeñas propiedades en que los obreros eran antiguos conocidos de los dueños, los trabajos agrícolas se encontraban en pleno desarrollo. El dueño se mostraba más cordial que anteriormente, como si se propusiera desviar sus pensamientos y los de su gente de las dificultades del momento presente. El verano avanzaba; el centeno amarilleaba y se veían ya las gavillas en los declives expuestos al mediodía. La cosecha era buena y, en todo caso, habría pan.
Al deslizar su hoz por la paja dorada, el segador experimentaba un sentimiento de tranquilizadora seguridad. A veces, obreros jóvenes, en cuyos ojos brillaba un extraño relámpago, se negaban a segar un minuto más del tiempo fijado, aun en el caso de que un cuarto de hora bastara para terminar un campo. La negativa lastimaba a la mayoría de los segadores en el hermoso atardecer, sobre el antiguo campo…
La pequeña cocina de «Kulmala» daba al norte, y a causa de ello, Sofía, un domingo al atardecer, había encendido la lámpara para preparar el café. Unos hombres segaban alegremente el centeno de su campo. De cuando en cuando, entraba una mujer para cambiar algunas palabras con Sofía; ¿se había encontrado ya un músico para el baile que había de seguir a la siega? La gruesa cafetera runrunea en la penumbra, pero Sofía sigue su ebullición con tanto cuidado que no se derrama ni una sola gota; el aroma del café se expande en la luz de la lámpara. Una muchacha ayuda a poner la mesa y saca las tazas del aparador. La ventana está abierta y se oyen las voces de los segadores. Sofía dirige una mirada a la ventana y ve llegar al profesor en compañía del joven pensionista de «Rauhala»; lleva un extraño gorro rojo. «¿Te has vuelto turco?», le pregunta al recibir a los visitantes en la puerta de la casa. «¿Hay aún trabajo para nosotros?», responde él, dirigiéndose hacia el campo, donde los segadores trabajaban con ahínco en el hermoso atardecer.
El profesor no tenía hoz, y, como quiera que un jovenzuelo expresara sus dudas sobre su habilidad, cogió la hoz de un vecino y se puso a manejarla con ardor y destreza. Al cabo de unos momentos, cuando todos habían interrumpido sus trabajos para mirarle, se detuvo. Un viejo campesino, de la misma edad que él, recordó que antaño habían segado centeno juntos durante todo un día, en el año en que el profesor acababa de terminar sus estudios.
«¡Toma, se diría que tú entiendes también!», dijo a Armas, que ataba una gavilla para llevarla al sitio donde se levantaba la hacina. Esto era tanto más sorprendente cuanto que el joven era de familia ciudadana. «Y a ti, Silja, ¿quién te ha dado permiso para venir aquí?», le dijo cuando la muchacha fue a dejar una gavilla a sus pies, pues se había puesto muy en serio a levantar una hacina. Silja le respondió con una sonrisa; se sentía muy feliz. Un segador se detuvo un momento para mirar a Eemeli Kukkola, que llegaba con su acordeón. La señorita Laura se paseaba por el camino con una amiga. Sofía atravesó el patio para pedir a los segadores que fueran a tomar café; algunos dejaron el campo, pero otros decidieron terminar. «Trabajaremos unos momentos más, antes que se haga de noche».
Bajo el pórtico, el músico ensayaba su instrumento; los sones del acordeón excitaron a los jóvenes, a los que se hizo cuesta arriba continuar trabajando. Sofía se paseaba por el campo, espigando y enderezando una que otra gavilla, mientras en la sala y bajo el pórtico se tomaba alegremente café. El acordeón tocaba melodías alegres. Al acercarse a la casa, Sofía oyó un ruido regular que seguía el compás de un vals. Dirigió una última mirada al campo y a las hacinas que acababan de ser levantadas casi en un santiamén, exhaló un ligero suspiro y entró.
Todas las puertas estaban abiertas. Los tímidos que no bailaban se divertían charlando en el vestíbulo oscuro, y Sofía les dirigió una sonrisa alentadora al pasar. En el banco del fondo de la sala se habían sentado el profesor y el dueño de una granja vecina. Armas bailaba con la señorita Laura, y la viuda preguntó si había algo entre ellos, como solía decirse. Si era verdad, el trato debía de haber sido cerrado ya, pues casi no se hablaban y cambiaban muy pocas miradas… Pero he aquí que el joven invita a Silja… Es, verdaderamente, una linda muchacha; bajo aquella luz sus ojos eran encantadores.
Silja estaba muy hermosa aquella noche y ella lo sabía; era la velada más radiante de su vida. No le cabía ninguna duda y se lo hacía sentir el brazo que rodeaba su talle y que acariciaba su espalda y su cintura.
El joven, que había estado atando gavillas, llevaba una espiga en el ojal de su chaqueta y su piel despedía un suave perfume viril. Los enamorados bailaban muy bien juntos, y se apretaban uno contra otro en la multitud; los latidos del pecho de Silja recordaban que existía… La música cesó y salieron ambos al patio cogidos de la mano.
La luna, redonda y roja, parecía estar acechando al emerger por encima del bosque. Al levantarse era enorme, pero se volvió más pequeña y palideció al subir. El sombrío verdor de la tierra mezclaba sus matices a la luz de la luna, y la atmósfera era cálida y excitante. Silja Salmelus miraba con sus ojos oscuros, y los rayos de la luna se deslizaban por sus pestañas y se reflejaban en sus pupilas. Habían traído cerveza; la animación iba en aumento; nadie se ocupaba más que de su pareja. Éstas podían desaparecer fácilmente unos instantes. Hubo un descanso, mientras el músico se refrescaba. Luego continuó el baile.
El profesor estaba de excelente humor. Después de haber escuchado durante un rato la música, arrugó el ceño y se dirigió al músico: «¡Préstame tu instrumento!», le dijo, tomándolo como había hecho con la hoz. «¡Ah!, ¡ah!, eso es música», declaró un campesino. El profesor tocaba con entusiasmo, y cuando Armas pasó junto a él con Silja, le guiñó el ojo y canturreó las palabras suecas de la melodía.
La sala se llenó de gente que quería bailar el vals del profesor; el anciano se había puesto a cantar en voz alta, y tocó durante tanto rato que sólo quedó un pareja en la casa.
Silja y Armas no habían cambiado una sola palabra durante aquel baile; pero se estrechaban fuertemente. «Salgamos», le dijo él al oído.
No había nadie bajo el pórtico ni en el patio cuando pasaron por allí —sólo la luna que les observaba—. No hacía ya tanto calor; subía un débil perfume de la arcilla seca del camino; un ratón o una lagartija se movían bajo la hierba. Junto a un altozano había un henil. Nadie vio a la pareja entrar allí. El profesor había cesado probablemente de tocar, pues se oía a unos jóvenes salir de la casa riendo, con unas muchachas que no hacían ruido, y dirigirse todos hacia la fuente.
Durante las semanas transcurridas, el sol había dado a la juventud todo el vigor del verano; la sangre latía en las arterias y despertaba en los órganos los instintos que ha colocado en ellos la Naturaleza, entre el dolor y la alegría. La frescura de la noche concentraba el ardor del día. Se formaban parejas de novios, y aquellos cuyas miradas acababan de inflamarse desaparecían por caminos apartados evitando a los agrios y celosos que pudieran calumniarles: las mujeres viejas y los hombres maduros que luchaban a brazo partido con la vida. Centenares y millares de parejas retozan así sin saber lo que hacen. Pues al cumplir la orden brutal de la Naturaleza quedan sumergidos en un semisueño puro e infantil. En estos rápidos instantes, el mozo de labranza grosero y rudo que ha conquistado al fin los favores de la vaquera, hace el mismo experimento que el joven de la ciudad de corazón puro, bajo cuyos besos se abre una flor humana noble e inocente. En aquel momento, ninguno de los dos piensa en el fin hacia el cual la Naturaleza los guía. Para ellos se trata simplemente de la vida y del más delicado perfume de la juventud. Pero después, la Naturaleza parece retirarse, indiferente a las consecuencias. La pareja se duerme un instante, estrechamente abrazada, para correr un velo entre lo que acaba de pasar y la vida cotidiana que se reanuda con el nuevo día.
—Volvamos a bailar —dijo Silja oprimiendo el brazo de su bienamado.
—El baile debe de haber terminado ya —respondió el joven con voz más sosegada.
Llegaron al patio. Un segador, embriagado por la cerveza, bajó por la escalera con la cara sombría, y luego desapareció. Sofía fue a decir a Silja y a su compañero en dónde se encontraba el barril de cerveza que no había querido dejar sobre la mesa, pues había algunos que abusaban.
Los dos enamorados, encantados por guardar juntos un pequeño secreto, fueron a servirse del barril. Sin que se diera cuenta, Silja continuaba cogida del brazo de Armas, como si no quisiera dejarle nunca más; el joven tampoco quería separarse de ella, pues aquello resultaba delicioso. Por lo demás, tampoco quedaba ya en la casa nadie cuya presencia pudiera molestarles. El profesor, Laura y los pensionistas de «Rauhala» se habían marchado ya; al irse habían buscado a Armas, pero, al no encontrarle, se dijeron que se habría marchado.
Silja se regaló bebiendo cerveza; su entusiasmo iba en aumento. Cuando alargó el vaso a Armas, el brillo de sus ojos era tan resplandeciente que el joven se sintió pequeño. En la sala resonaban los acordes de una polka. Volvieron a ella. El resplandor del alba doraba el polvillo; los dedos del músico se hinchaban y equivocaban las notas. Un joven que había permanecido sobrio durante toda la noche bailaba todavía, pero en su cuello brillaba el sudor. Invitaba una después de otra a todas las mujeres, y se dirigió también cortésmente a Sofía, y después a Silja. Armas le miró bailar y se emocionó; aquel mozo de labranza era muy bien educado y su conducta era irreprochable.
Después de aquel baile, Armas deseó volver a beber cerveza, y Silja le acompañó. Luego volvieron a la sala más exuberantes que antes.
—Tócanos el vals del profesor —pidió el joven al músico con despreocupada decisión.
Todo el mundo lo bailó. Dos sirvientas un poco maduras, que no tenían pareja, bailaron juntas; bastaba a su alegría velar durante toda la noche; al alba, sin haber pegado los ojos, se pondrían a ordeñar, y cuando el sol estuviese alto en el cielo, empujarían al ganado hacia el cercado familiar, por el portón conocido…
Después del vals dieron la señal de marcha poniéndose su sombrero. Se fueron acompañados por el mozo irreprochable. El baile había terminado; Kukkola se restregó los ojos e hizo ademán de irse. Sofía le ofreció aún un vaso de cerveza. Empezaba a clarear; sobre el suelo de la sala podían descubrirse manchas de polvo.
Al salir se percibía mejor aún el día, o más propiamente el alba matutina, que es una noción más fuerte. Hacía mucho tiempo ya que el profesor, su hija y los pensionistas de «Rauhala» habían estado allí, y no pertenecían al universo, que al achicarse parecía más íntimo, de los alrededores de «Kulmala». Armas fue, sobre todo, quien se dio cuenta de esto, cuando su amiga se cogió de su brazo con una confianza que iba en aumento.
A decir verdad, los dos enamorados no habían vivido aún nada parecido. Anteriormente y en otras circunstancias, Armas había bailado con muchas jóvenes, que incluso se habían apoyado a veces en su brazo; pero esto era diferente. Aquella noche, Silja no reflexionaba, sino que se deslizaba por el camino florido de la vida, cuya cima acababa de alcanzar. Su alma se abrasaba, y su cuerpo había pasado por una prueba desconocida, exquisita y dolorosa a la vez, un acto irremediable del que no deseaba renegar, y que no era una vergüenza ni un ultraje, mientras se apoyara en aquel brazo y mientras pudiese tener plena confianza en su amado.
Su ascensión continuaba. Silja aspiraba a poder reposar en paz en los brazos de su amigo, en alguna parte. Este acontecimiento nuevo y maravilloso la atraía. En nada se parecía a lo que hubiese podido imaginar anteriormente, ni a lo que había oído decir muy a menudo, sin reflexionar en el sentido de las palabras, que habían resbalado en ella como el agua en el cuello de un pájaro que sale a la superficie después de sumergirse. Sus experiencias de la noche que acababa de transcurrir no despertaban ningún eco en su conciencia; no tenían relación con el pasado ni con el porvenir, y eran únicamente el contenido de aquella noche extraña, punto de llegada de todo lo pasado, término después del cual no le era posible imaginar nada.
—Paseemos por aquí; hay una hermosa peña.
Caminaban a lo largo de una granja dormida. Silja conocía el camino. Siguieron la empalizada del huerto, subieron por una cuesta pedregosa y, ayudándose uno a otro, atravesaron unos matorrales y desembocaron, finalmente, en una peña que caía a pique sobre el lago. Desde lo alto de la peña podían tocarse casi las copas de los árboles de la orilla. Enfrente se dibujaba un pequeño golfo, y el sol subía en el cielo. El paisaje acercó todavía más a aquellos dos juguetes del destino. Silja conocía aquel paraje y había llevado a él a su amigo en aquella hora matutina en la que su vida anterior había terminado pasara lo que pasara.
Reinaba una paz absoluta; nadie iría allí a aquella hora. Unicamente el sol lo veía todo. Los dos jóvenes sabían ahora lo que les iba a suceder allí. No experimentaban incertidumbre ni temor; reinaba tan sólo en sus almas el misterio de dos vidas fundidas en una.
No supieron nunca si alguien les había visto regresar juntos. La señorita Laura —que los había visto realmente— era demasiado buena para decírselo.
Pero al alba, la atmósfera antes tan pura de «Rantoo», se había hecho más densa. El profesor renqueaba, como suele decirse; había perdido la costumbre de acostarse tarde y de beber cerveza, que aleja el sueño. Durante el almuerzo, en el momento en que Silja llevaba un plato a la mesa, la señorita Laura refirió con maliciosa insistencia que Armas se marchaba en el barco de la tarde. La mano de Silja temblaba, pero tan poco que nadie hubiese podido adivinar que hubiese visto a Armas. Aunque, quizá, cuando volvió a la cocina, apresuró el paso más que de costumbre; pero la puerta no se cerró con ruido, y continuó reinando el silencio allí dentro.
Lo más extraño era, precisamente, este silencio, pues el servicio de la mesa requería aún preparativos. Cuando llamaron, Silja entró en el comedor como una sonámbula, con las manos vacías, aunque tenía que llevar un plato.
—Veo que estás atontada aún por el baile, como yo —dijo el profesor.
—Nada tiene de extraño, pues ha regresado a las cuatro —comentó Laura.
Silja oyó estas palabras.
—Si no se tratara de la primera escapada me enfadaría casi; pero por esta vez no digamos nada —añadió el profesor.
Laura no respondió.
Silja se dio perfecta cuenta de que su existencia en «Rantoo» no podía volver a ser lo que había sido hasta entonces. Aun suponiendo que continuara en la casa, no sería como antes. Sentía deseos de quedarse sola, lo que ocurrió cuando hubo lavado la vajilla.
Mientras trabajaba, pudo sumergirse en una apatía que invadía todo su ser, hasta el punto de que no sabía ni percibía nada; existía tan sólo. Le parecía que una voz desconocida le hablaba: «¿No lo ves?, tu aventura en nada se diferencia de las de las sirvientas de quienes oíste hablar antaño… Has corrido la misma suerte, y el hombre se ha marchado… Tu amigo se marcha a su vez, y no quiere volver a verte; quizá tiene miedo… Las consecuencias…». ¡Cielos!, ¿cuáles serían? Es claro, es claro, parecía decir el tintineo de las cucharas. La voz crecía, cada vez más fuerte, y recordaba unas cosas banales. ¿Cuánto tiempo había que esperar para poder estar segura…? Inmóvil y anonadada, Silja se apoyaba en la fregadera y escuchaba el ruido de las cucharas que despertaba en ella nuevos pensamientos… ¡Armas! ¡Armas!, ¡acude en mi ayuda para que no sucumba!
Pero Armas había dicho que se marchaba hoy; dentro de algunas horas partiría… ¿Adónde? Silja no lo sabía ni había querido preguntarlo. ¿Cómo era posible que le hubiese ocultado su marcha en la peña tapizada de musgo?
Veía a Armas acercarse a la villa y franquear el umbral. No podía pasar por la cocina y entró por la puerta principal. Silja entrevió su bello perfil por la ventana. Estaba muy pálido y llevaba una gorra de viaje y un vestido nuevo; su ademán era serio, pero sus facciones continuaban siendo puras.
Fue recibido en la sala grande, y Silja pudo oír la conversación. Al regresar a su casa, Armas se había encontrado con una carta que le informaba que su madre había caído enferma. El barco pasaba dentro de una hora.
—¿Volveremos a verte por aquí? —preguntó el profesor.
—Habrá que ver lo que pasa —respondió.
Luego se despidió de todos y, de pronto, pareció acordarse de algo.
—¡Ah, sí!, tengo que despedirme de Silja —dijo, dirigiéndose a la cocina.
Tuvo tiempo de ver unos ojos húmedos y un cuerpo grácil y entrañable que salió de la cocina y desapareció en la cueva. Regresó muy pronto al salón y dijo que no había encontrado a Silja. ¿Querría la señorita Laura saludarla de su parte? Una ligera sonrisa pasó por el rostro de la joven, que no respondió nada.
Así fue como Armas dejó «Rantoo», y desde entonces no volvieron a recibirse noticias suyas —hasta la primavera siguiente—. La señorita Laura conjeturó que, en virtud de lo que había previsto por la noche, la enfermedad de la madre no era más que un pretexto y que Armas había querido alejarse. Cuando supo, mucho más tarde, que la madre del joven había muerto tres semanas después de aquella partida, se avergonzó de sus sospechas, aunque no las había comunicado a nadie.
La pobre Silja, que había de llevar en su cuerpo y en su alma todo el peso de los acontecimientos, salvó su dicha con su rápida huida. El joven bien educado que había ido a despedirse era tan sólo la sombra del muchacho con quien se había paseado, mientras se abrían las flores de la noche, y que la había abrazado en el lecho de musgo bajo los rojizos rayos del sol. Cuando le oyó hablar en el salón sintió miedo. Su alma pareció agrandarse y recoger todos sus tesoros, para huir de cualquier proximidad. Aquella villa, que hasta entonces había sido para Silja como un nuevo hogar y más aún, se había convertido ahora en una granja cualquiera, donde el dueño jura y el ama refunfuña y en la que los criados se acuestan con las sirvientas. La decepción era tanto mayor por cuanto había tenido por escenario la villa que la joven sirvienta consideraba como el mejor lugar del mundo. Silja sintió que tendría que dejarlo muy pronto, pues cada instante que pasaba allí complicaba su existencia y agravaba su desesperación. Ya no era dueña siquiera de sus miradas. Cuando sus amos fueron a acompañar a Armas al barco, Laura pasó por la cocina y vio a Silja, la sirvienta, que no supo privarse de mirarla derechamente a los ojos. Aquella mirada imploraba humildemente ayuda y amparo, pero no por esto dejaba de ser provocadora. Laura dejó escapar una exclamación: «¡Oh!»; y su mirada expresó por una parte una extrañeza admirativa, casi celosa, y por la otra una profunda reprobación. Aquellas dos mujeres, jóvenes y delicadas, entablaron así un conocimiento definitivo e imborrable.
Por fortuna, en el momento en que Silja se encontraba sola en la villa llegó Sofía. Era la misma de siempre, tranquila y amable, y dirigió algunas chanzas a Silja sobre su devaneo nocturno. Cuando supo que el joven tomaba el barco precisamente en aquel instante, experimentó una verdadera sorpresa y cesó en sus bromas. Silja no añadió nada ni habló de la enfermedad de la madre. Adivinaba el curso de los pensamientos de Sofía y sabía que podía contar con sus simpatías.
Silja pudo apenas contener sus lágrimas al pedirle que la remplazara aquella noche; tenía precisión de ir al pueblo para unas diligencias. Sofía se apresuró a aceptar:
—¡Ve, hija mía!, y quédate hasta mañana si es preciso; yo me ocuparé de todo, como lo he hecho ya otras veces…
—Entonces me marcharé en seguida, antes de que vuelvan del embarcadero.
Sofía miró largo rato a la muchacha, como se mira un objeto familiar o un recuerdo de la propia juventud. Sintió despertarse en ella unos sentimientos maternales por la pobre abandonada. Pero no sentía cólera ninguna contra el que se había marchado. No podía imaginar que abandonara así como así a su hermosa amiga; si era preciso, hablaría de ella a su primo, que sabría arreglar el asunto. Estaba también Laura, pero resultaba evidente que entre ella y Armas había algo.
Silja partió. Cuando regresaron sus amos experimentaron cierta sorpresa, mezcla de confusión. Sobre todo el profesor, que era muy perspicaz, supo a qué atenerse. Murmuró unas palabras e hizo un gesto fatigado, como para pedir que no se le dieran explicaciones que de nada habían de informarle. Se dirigió a su habitación del primer piso, y el ritmo de sus pasos indicaba que no quería que le importunaran. Al cabo de un rato, todos le vieron dirigirse al estanque con su maleta y sus redes. Era su refugio habitual, siempre que sobrevenía algo que le disgustaba. Permanecía horas y horas junto al agua, y a su regreso se encerraba durante largo rato en su habitación, para examinar su botín, hasta el momento del baño de vapor, antes de acostarse.
Sofía efectuó sus quehaceres sin que nadie la estorbara. Laura dio a entender a su vieja prima que no quería saber nada de los enredos de una sirvienta, ni oír alusiones sobre los que habían bailado con ella durante la noche pasada. Su cara tenía una expresión satisfecha y displicente de la que no se podía sacar ninguna conclusión. Se hubiese dicho que tenía ideas concretas sobre cada cosa y que todo se realizaba según sus deseos.
Reinaba una soberbia jornada de agosto, pero nadie reparó en «Rantoo» en la suprema belleza del día.
Con todo, uno de los habitantes de la casa sintió el hechizo de la jornada, que fue su única compañera desde que dejara los lugares familiares. Silja se paseaba al sol, sin objeto, dirigiéndose hacia una eminencia desde la que podía verse una gran extensión sobre el lago. Más allá de las granjas conocidas, en la ladera de la población, se levantaba una colina cuyo suelo estaba cubierto por un césped corto y amarillento y surcado por las pistas del ganado. Era fácil separarse del camino, pues el suelo era nivelado y descubierto; el aire era ligero al respirarlo. Silja vio alejarse el barco y la gente de «Rantoo». La señorita Laura balanceaba su sombrilla roja que parecía una flor gigantesca al borde del camino. Iba delante de los demás. Y allá abajo, el barco se alejaba como todos los días a la misma hora; pero esta vez su partida tenía un carácter patético, que impedía pensar en los fumadores y leñadores instalados a proa.
Silja se volvió para examinar los alrededores, y luego se tendió sobre la espalda al borde de una cañada, con la cabeza echada hacia atrás, de forma que los rayos del sol herían su rostro por la parte baja.
La paz que la rodeaba parecía invadir su conciencia. Sobre la colina salpicada de míseras hierbas, no había un solo ser susceptible de atraer la atención de la pobre fugitiva. No había ni un nido en las ramas o en las hierbas amarillentas; ningún piar de pájaros revelaba la angustia de una madre; ni había ninguna flor en el suelo para atraer a una mariposa azul. Sólo matorrales de abedules, sombríos por arriba y grises por abajo, que ignoraban completamente su razón de ser; no llegaban nunca a florecer, pues se cortaban sus ramas para alimentar el ganado o para cubrir los montones de estiércol, cuando alcanzaban la altura de un hombre.
A veces iban a pacer a aquella colina vacas y terneros junto con ovejas. Pero hoy no tintineaba ninguna esquila. En la vertiente occidental había fuentes, junto a las cuales crecían copudos álamos; hasta el abedul llegaba allí a formar un tronco, y su follaje se adornaba en verano con unos chatones que se parecían a una vieja cadena de reloj rota… Allí reposaban ahora las vacas, después de ramonear la hierba lozana y de beber el agua sabrosa de la fuente; elaboraban en sus ubres la leche perfumada que las mujeres y los niños batirían en las granjas en donde vivían los robustos reproductores.
El sol calentaba tanto la cara de la joven solitaria que ésta hubo de volverse, aturdida; en el mismo instante sintió escalofríos y se encogió instintivamente. Se oprimió el pecho con ambos brazos, envaró todo su cuerpo y se arqueó, dejando escapar una queja continua… Caía la tarde… ¿Adónde ir?, y ¿con quién? No podía quedarse sola, después de la noche pasada. ¿Adónde ir? No conocía a nadie, y aunque conociera a mucha gente no podía ir a su encuentro, salvo al del que había huido.
Si hubiese acertado a pasar alguien, se habría sobresaltado seguramente al ver a la muchacha. Pero nadie vino, ni tan siquiera una vaca o un carnero. La mujer luchó y libró su batalla hasta el momento en que su pena se derramó en sollozos violentos que fueron calmándose poco a poco. Declinaba el día; Silja se apoyó sobre los codos; había en sus mejillas unas marcas rojas y sus pupilas estaban dilatadas, pero su rostro aparecía tranquilo y casi satisfecho. Todo había pasado, y sentía que había empezado para ella una nueva existencia. Debía tratar ahora de conservar prudentemente y contra nuevas impresiones una posición adquirida a costa de tantos sinsabores.
Nada se había perdido, y aquel atardecer podía ser aún más hermoso que el anterior. Cuando Silja se levantó al fin y continuó su paseo en dirección de poniente, tuvo violentos escalofríos y un ligero vértigo. Dio la vuelta a la colina y llegó a la fuente. Se inclinó para beber, y el agua fresca y ferruginosa acarició su boca seca, pero la hizo tiritar. Sintió que necesitaba meterse en cama. ¿Qué iba a sucederle? No podía regresar a «Rantoo»; era lo mismo que acostarse al pie de aquel árbol. Pero el dolor creciente la forzó a andar y no tardó en ver el tejado de «Kulmala», por primera vez por aquel lado. En todo caso encontraría allí a Laini.
Silja bajó hasta el portón en donde el ganado esperaba la noche. Laini, que se encontraba en el patio, observó el aire extraño de Silja, que pasó por delante de ella sin darle las buenas tardes y entró en la casa. La chiquilla sólo supo hacerle estas preguntas: ¿Por qué llegas por este camino? ¿Dónde has estado? ¿No estás ya en la casa? ¿No has visto a mi madre?
—Sí, la he visto…, dame algo de beber… ¿Tienes leche? Caliéntala; no me siento bien…
Le costó trabajo a Laini ponerse en movimiento; era tan extraño ver a Silja llegar de aquel modo de la colina. Y como intentara interrogarla de nuevo, Silja le dijo con tono fatigado: «¡Déjame!», y se tendió en la cama, en cuyo borde se había sentado la víspera entre dos bailes. Temblando de pies a cabeza, trató de echarse el cobertor encima. Sus ojos estaban cerrados; salía de vez en cuando un gemido de su boca, que ocultaba con sus manos. Laini comprendió al fin la inutilidad de sus preguntas y, abandonando a Silja, corrió en busca de su madre. Al atravesar «Kamraatti» anunció el extraño suceso a la granjera, de forma que Sofía, al regresar, se encontró en su casa a la vecina, que le hizo las siguientes observaciones: «Se diría que se ha vuelto tartamuda, pues no he comprendido una palabra de lo que ha dicho; habla de operación y de envoltura, y dice que el extremo de la venda debe sujetarse por encima de aquélla y no por debajo».
—No, dejadla como está, yo la sujetaré —dijo entonces Silja paseando su mirada sobre Sofía, Laini y la vecina—. No chocheo, pero siento tanto calor…, y tanto frío… —añadió.
—¿Qué hacer, Dios mío? —suspiró Sofía—. En este estado no puede trasladarse a otro sitio.
—Déjame estar aquí, en nombre del cielo… Te daré todo lo que quieras… No puedo volver allá abajo, querida Sofía.
—Quizá siente remordimientos; habría que llamar al pastor. Si muere así, nos condenaremos todos —declaró la vecina.
En aquel momento entró precipitadamente el profesor.
—¡Pícara muchacha!, he aquí el resultado de tanto bailar… Dejadme que la ausculte… ¡Oh!, tiene fiebre… ¿Ha dicho algo?
—Tan sólo palabras sin sentido… La vecina cree que habría que llamar al pastor.
—¡Eso es!, y si viene también el chantre ya no habrá que esperar más que la defunción, dentro de una semana, y pagar el entierro —lanzó el profesor con mayor brusquedad en las palabras que en la intención.
—No todo el mundo puede olvidarse de su alma como usted, que se fía del saber de este mundo.
—Dejad en paz al menos el alma de los demás. Ahora es el cuerpo el que tiene prisa, y caeremos todos en perdición si no enviamos a buscar el médico. Yo lo pagaré.
Con serio ademán y con gran precisión en sus movimientos, el profesor preparó unas compresas que dispuso alrededor del cuerpo de Silja. La enferma pasó confiadamente sus brazos sobre la nuca del anciano cuando éste envolvió el torso con las compresas. Muy pronto quedó terminado todo, con los alfileres puestos y el cobertor en su sitio. Silja se calmó y pudo dormitar un poco.
Las mujeres lo habían observado todo con recogimiento, y el ama de «Kamraatti», pese a sus anteriores palabras, se creyó obligada a dirigir un cumplido al profesor. Éste palpó ligeramente la frente de la enferma y ordenó que la dejaran en paz. Estaba de buen humor e hizo señal a las mujeres de que se retiraran. En el vestíbulo, dijo:
—Óyeme bien, Sofía. No dejes entrar a las comadres, pues el mejor remedio es la tranquilidad. Pon al alcance de su mano agua fresca y leche entera, por si quiere beber cuando se despierte. La compresa puede continuar en su sitio hasta la llegada del doctor, que dispondrá lo que tenga por conveniente.
El profesor regresó a su casa a buen paso. Los que lo conocían podían adivinar en su modo de andar cuáles eran sus disposiciones íntimas. Llevaba ahora la mano izquierda hundida en el bolsillo de la americana y la derecha en la escotadura del chaleco. Estaba satisfecho de sí mismo y experimentaba un dulce bienestar, como si su sangre se hubiese rejuvenecido al poder prestar ayuda a un ser humano, a una muchacha joven, buena, hermosa, abandonada… «Está muy enferma, pero sanará… Mis manos han transmitido al cerebro la orden de resistir», pensaba el anciano sonriéndose de su propia fe.
El espíritu de Silja divagaba por unos parajes extraños; bogaba en un mar infinito y glacial en el que lucían el oro y el azul. Distinguía en la lejanía el puerto de partida. La siega de la víspera y la llegada al baile formaban una unidad. Descansaba luego en el frescor del alba y alguien la oprimía con tanta fuerza que le dolía el costado derecho… «No, no tan fuerte, querido…». Sofía descifró estas palabras cuando despertó a la enferma al llegar el médico. Éste esperaba, esperaba, y Sofía sintió un poco de vergüenza por la muchacha. Pero el doctor no prestó atención y se puso a examinar a la enferma.
Por suerte el profesor volvió para cambiar las compresas. La habitación recordaba la sala paterna, en «Mikkola», y el profesor era como padre… Muy pronto se vería la luz de la luna y se oiría el crujir de los hielos… Pero fuera reinaba el verano. Delante de la casa se extiende el promontorio cubierto de álamos. El atardecer de verano es exquisito. Un joven desconocido rema en el lago… El profesor sintió que Silja le oprimía con sus brazos, cuando la acostó sobre la compresa. Y transmitió de nuevo una orden secreta a los nervios y a lo más profundo de la conciencia de la enferma, mientras la cabeza de Silja se apoyaba en su mano izquierda y cuando la derecha percibía los latidos del corazón.
Ya al día siguiente, el estado de Silja se estabilizó. Al alba, encontrándose completamente desvelada, reconoció la sala de «Kulmala» y trató de regalarse con la leche que le daban. Pero por la tarde y por la noche vivía en el océano de oro y azul; las ideas eran doradas y la superficie del agua azuleaba como si fuera de seda, lo mismo que el cielo. Se alejaba y llegaba a un sitio en donde todos le demostraban respeto; los que la acompañaban eran empujados a segundo lugar por los que la homenajeaban. Ella buscaba a su rey, que le fue mostrado, y le hizo una profunda reverencia; pero cuando quiso mirarlo, sólo vio una mezcla de oro y azul que parecía llamear. Quería quitarse los zapatos, pero alguien que estaba junto a ella le hacía señas de que mirara sus pies, y entonces se percataba de que los llevaba descalzos. Sus pies estaban sanos y blancos, aunque creía tener una lupia en el derecho, lo que le producía cierta confusión. Al ver la belleza de sus pies se recobraba y decía al rey, que no era más que oro y azul incandescente: «Mira, soy tal como me has hecho. ¿Soy un vástago que acaba de salir de un sarmiento? ¿Voy a florecer? ¿Es mío mi amigo? Sujeta fuertemente el tallo que soy yo, y besa la flor que hay en mí. Tu respiración me fortalece, tu aliento permanecerá en el cáliz de la flor…».
Sofía trató de administrar a Silja los remedios prescritos por el médico. La enferma se despertó. «He soñado que estaba en la escuela ambulante…, o quizás en la clase de catecismo…; alguien predicaba…». El rostro de Sofía se ensombreció; aquellas palabras no presagiaban nada bueno. ¿Qué tenía que hacer? Matti había prohibido que se hablara a la joven de las cosas del alma. «Tu alma no es tan pura como la de Silja, ni cuando te encuentras en el coro de la iglesia…», había dicho el profesor. Pero Sofía tuvo una idea: no podía hacerle ningún mal leerle un salmo. Preguntó a Silja qué le parecía. La enferma no respondió, pero cuando vio el libro en las manos de Sofía gritó:
—No, ¡no me leas la horrorosa destrucción de Jerusalén!
—No era esto lo que quería leerte, pequeña.
Silja había vuelto a cerrar los ojos. Tenía una expresión angustiada, por lo que Sofía renunció a la lectura y no volvió a hablar de ella. Pero en su próximo delirio, Silja vio a su padre que, envuelto en el gris azul y con sonrisa forzada y un tanto reprobadora, hablaba de ella; luego, viendo la mirada de su hija, se volvió y la dejó marcharse hacia los parajes por los que acostumbraba circular.
Una noche, después de mirar sus manos diáfanas y de recordar que alguien había encontrado su nombre bonito, y después de haber tomado su medicina, Silja tuvo un momento de tranquilidad. Su oído se había afinado y oía hablar a Sofía, mientras ésta se dedicaba a sus quehaceres. Sus frases eran cortas y precisas, daba instrucciones a su hija… Silja oía también el rodar de los carros por el camino, y su oído discernía que transportaban cereales, cosa muy fácil de reconocer, pues, en este caso, el ruido de las ruedas es uniforme y sordo… El péndulo caminaba; era un lindo péndulo moderno, con unos clavos torneados y pulidos, que caminaba con una lentitud enervante… Silja se preguntaba cuándo se había puesto ella en camino. ¿Era el domingo antes de la muerte de su padre? Sí, fue entonces. Pero ¿había seguido el buen camino, ya que se encontraba allí, y que en nada se parecía a los que se pusieron en marcha lo mismo que ella, ni a Sofía, que cuida de su casa, ni al campesino que acarrea su trigo?
Todo le parecía un error, un fracaso. Había en la habitación unos objetos que databan del tiempo de los abuelos de Sofía… Aquí nacieron los padres del profesor, Silja ha oído decirlo… ¿Tendría una habitación para ella? Tenía un marido, y era su mujer, puesto que… Pero ¿dónde estaba? No, no era el que se había marchado. Había bailado con ella durante toda la noche y la había amado con todo su amor; era alto y robusto, pero el hombre que se había marchado era delgado y pálido.
Una ola inmensa de melancolía se abatió sobre la joven; no sabía a lo que aspiraba con todo su ser; pero había en ella algo que trataba de realizarse. Era espantoso no poder abolir aquella partida. Si fuera posible, no habría pena ni dolor; existiría, sencillamente, y todo se habría realizado.
Aquella misma tarde, Sofía fue a «Rantoo» y declaró a su primo que no se atrevía a continuar cuidando de Silja, que se encontraba de nuevo agitada, y que aquello no podía continuar de aquel modo.
—Espera, espera —dijo el profesor—. ¿Qué día cayó enferma? Tal día…, hace, pues, una semana. Voy a ocuparme de hacerla cuidar. Vuelve en seguida a casa y dale la poción prescrita.
Silja visitó al fin por última vez los lugares en donde resplandecían el oro y el azul. Quiso llegar de nuevo hasta el rey, que no era más que un punto incandescente en aquel mundo maravilloso. Descubrió un poco de rojo en aquellos resplandores, como si fuese sangre coagulada. Y de nuevo sus pies fueron blancos y limpios, como los de un niño que sale del baño. Avanzó hacia el rey… Pero ya no había rey, la llama se extinguió y un murmullo delicioso hirió sus oídos, mientras unos brazos invisibles la abrazaban: «Aquí estoy, es mi alma; vuelve a la tierra para esperarla hasta el día del retorno». Luego todo se disipó en arroyos claros. La representación había terminado; nacía el día.
El día se levantaba, verdaderamente. Cuando Silja abrió los ojos y reconoció la habitación familiar, reinaba una clara y tranquila mañana de agosto. Las rendijas y junturas de los tabiques parecían traerle la salud desde un mundo lejano. Había junto a su cama una mujer robusta, vestida de azul y cubierta su cabeza con una cofia blanca. Silja fue comprendiendo poco a poco que aquella mujer se encontraba allí a causa de ella y para ella; el despertar de la enferma le produjo una gran alegría, que reprimió, pero que permitía adivinar la satisfacción que se dibujaba en sus facciones. Habló a Silja como a una niña: «Descansemos un poco y seamos felices, muy pronto se elevará el sol en el cielo y será un nuevo día».
Medio despierta, el pensamiento de Silja parecía haber vuelto en parte hacia los lugares por los que errara no hacía mucho. No pensó en un principio que hubiese estado enferma; para ella, su enfermedad era como un acontecimiento en el que se había precipitado aquel verano, aunque toda su existencia anterior pareciese haberle llevado a él. Al cerrar los ojos veía aún unos resplandores de oro brillante, que le recordaban el fondo de la iglesia, el cuadro grande que había en el altar y los números de los salmos de la lápida ovalada situada cerca de la puerta de la sacristía, y todo aquello parecía vivir mientras resonaba el órgano. Silja reflexionó con gran atención sobre aquella imagen que no provenía de la iglesia en donde había hecho su primera comunión; era más antigua. Recorría el largo corredor central en compañía de su padre y de una mujer silenciosa que era su madre. Había perdido un hermano y una hermana que habían sido enterrados al son de las campanas; pero Silja recordaba tan sólo el momento en que había atravesado la iglesia… Este verano había estado también en la iglesia, en la de esta parroquia.
El día era tranquilo y brillaba el sol; el aire era tan límpido que se percibía el menor ruido. Varias heladas nocturnas habían ya puesto sordina a los rumores de la Naturaleza estival, a los millares de pequeñas vidas que, consideradas una a una, no son perceptibles, pero cuyo conjunto llena la atmósfera de una cálida jornada de verano. Silja oyó el rítmico batir de los mayales y pidió una explicación a Sofía. Ésta expuso lentamente cuanto sabía sobre el particular, y sus palabras parecían querer animar y acariciar a la convaleciente al ponerla en contacto con la vida. Era una dicha que Silja sanara, ya que tenía que quedarse allí…
Un poco más tarde llegó el profesor, cuya existencia había olvidado Silja completamente. No se acercó a la cama, quedándose en el sillón. Sus palabras fueron francas, como de costumbre, pero pronunciadas con voz tranquila y familiar: «Has estado verdaderamente a las puertas de la tumba, pobre pequeña; más cerca que nunca. Quédate tranquilamente en cama y procura alimentarte».
Luego reinó de nuevo el silencio. Silja se quedó unos momentos sola. Oyó a las gallinas cloquear en el patio, y, de tiempo en tiempo, el canto del gallo. Entró, sudoroso, en la habitación un obrero que buscaba a Sofía; al ver a Silja le dirigió una alegre sonrisa. La convaleciente recordó que aquel hombre había sido uno de los más alegres danzarines entonces… Pero su mente fatigada evitaba instintivamente pensar en aquel baile; prefería refugiarse en las maravillosas correrías por los países de ensueño, cuyo recuerdo se borraba lentamente durante la convalecencia.
Poco a poco Silja acariciaba la idea de una soledad en la que no viera a nada ni a nadie de lo que la había rodeado hasta entonces. Durante la enfermedad, parte del pasado había sido destruido por el fuego, y la vida nueva volvía a empezar apoyándose en parte de lo que había escapado a las llamas. Por esto Silja deseaba partir, para volver a empezar su vida.
Seguía escrupulosamente las instrucciones de la enfermera, mientras esperaba su hora, aunque no sabía adonde iría. Chispeaba en sus ojos una tranquila sonrisa, pero nadie sabía allí que era la misma de su padre. El rostro, los ojos, los cabellos, todo el ser de Silja expresaba ahora una gracia particular que el ligero arrebol de sus mejillas acentuaba más todavía… Si la convalecencia no hubiese sido una cosa cierta, aquellas señales hubieran sido inquietantes; Sofía estuvo por su causa un tanto preocupaba.
Llegó por fin el día en que Silja pudo levantarse y contemplar desde la ventana el paisaje conocido, así el campo de centeno despojado de sus hacinas. Allí era en donde habían segado y hacinado. La otra ventana daba al patio, y Silja vio el portón y el comienzo del sendero que llevaba…, sí, allá abajo. Se sentía débil todavía, y tuvo un ligero vértigo al mirar el cielo sin una nube.
Hubo también días nublados. Una vez, el profesor llegó, vivaracho y activo. Venía a anunciar su partida para el día siguiente; regresaba a Helsinki. Pidió a Sofía que fuese como antes a poner orden en la casa y que se llevara las llaves, por si acaso ocurría algún cambio… «No sé qué cambio puede haber», dijo Sofía. «Claro que no —suspiró el profesor—. En todo caso nuestra enferma ha cambiado mucho, a su favor». Luego se levantó y se despidió de Silja: «¡Hasta la vista, Silja, y gracias! Conservaremos un buen recuerdo de tu paso por nuestra casa; me hubiera gustado llevarte conmigo pero no es posible. Quédate aquí, junto a Sofía, hasta que estés completamente curada; cuentas con los medios suficientes, pues tu enfermedad nada te ha costado. Luego busca una granja tranquila en donde puedas respirar el olor del establo; lo necesitas. ¡Adiós, querida niña!».
El profesor regresó a su casa, seguido de Sofía, que tuvo tiempo, antes de partir, de confirmar a Silja la breve alusión del profesor; éste había pagado todos los gastos ocasionados por la enfermedad.
Por la tarde, al regresar, Sofía trajo a Silja su soldada, que no había experimentado ninguna reducción. El profesor, dijo, se había olvidado de entregársela durante su visita de despedida. Pero Silja comprendió que había querido tan sólo evitar las protestas. Y, a la verdad, la expresión de agradecimiento de la convaleciente le habría causado una emoción desagradable.
—Rara vez un padre se aflige tanto por una hija como se ha inquietado por ti cuando caíste enferma. Matti es un hombre muy original; aunque sea viejo, tiene todavía la sangre ardiente, y nadie sabe lo que pasa en su interior.
En otoño, el tiempo fue refrescando, y, una mañana, el suelo apareció cubierto de escarcha. Los hombres gozaban de los tesoros acumulados durante el verano; su alimento era sano y substancioso. El pan, la leche, la manteca y hasta la carne y el pescado, todo era fresco. La fuerza del sol estival impregnaba aún los forrajes, y el pan de los hombres olía a centeno nuevo. Todo el mundo se sentía fuerte; las parejas que se habían formado en verano planeaban sus proyectos de boda. También la tierra recobraba su vigor, absorbiendo el estiércol y bebiendo la humedad del aire, para hacer germinar los primeros tallos en la primavera.
Silja tuvo la suerte de encontrar una colocación tal como había recomendado el profesor. Al otro extremo de la parroquia se encontraba la pequeña casa de campo de Kierikka, y una comadre hizo entrar en ella a Silja. Podría comenzar su servicio tan pronto trajeran el ganado.
En la mañana del día de su marcha, Silja fue con Sofía a «Rantoo» para recoger sus cosas. La casa estaba desierta y hacía frío en ella. Las dos mujeres recorrieron todas las habitaciones y dependencias. Sofía charlaba sin parar y Silja sólo respondía con gestos y miradas; le parecía encontrarse en una iglesia vacía y silenciosa. Se despedía ahora del verano que acababa de pasar, y encontraba ya allí la apacible soledad que había ansiado durante su convalecencia y recogía todos sus recuerdos.
En su habitación, lo encontró todo tal como lo había dejado en el momento de su marcha. ¿Cuánto tiempo hacía? Un mes ya. La frescura le ayudaba a rememorar los días y las semanas. Silja pensó incluso en los meses pasados, en el lejano atardecer de principios de verano en que llegó a la casa del profesor solitario, que había contemplado también la noche en silencio, hablando en voz baja. Tuvo la impresión de que el profesor acababa de dejar su villa, lo mismo que ella la dejaría muy pronto.
Una rama de serbal había quedado clavada en el dintel de la puerta; el tallo estaba resquebrajado y amarillento y las flores se habían marchitado. Silja puso aquella rama en su cesto, sobre los vestidos, sin que lo viera Sofía. Cogió el Salterio y la Historia Sagrada; sabía que los había colocado en la repisa, pero no había abierto aquellos libros durante su estancia en «Rantoo». Ya lo hará cuando hayan vuelto el silencio y la soledad… ¿En dónde dormirá allá abajo? No hay allí más sirvienta que ella; pero si no puede encender la lámpara por la noche, no le faltará la luz de la luna, que muy pronto será llena. Ahora es preciso marchar.
Sofía oyó toser a Silja y apresuró la partida, diciendo que no era prudente permanecer por más tiempo en aquella casa tan fría.
—Claro, claro, tengo que estar en «Kierikka» esta misma tarde —replicó Silja.
—Has estado muy bien aquí este verano, y se te hace cuesta arriba marcharte.
—Confiemos en que la estancia en «Kierikka» me sea también agradable —dijo Silja con tono forzado.
—Seguramente no será como aquí, pero esperemos que Dios nos dé otro verano, y entonces podrás volver aquí —añadió Sofía.
La joven permanecía inmóvil, vuelta la espalda junto a la ventana, como si esperara algo. Sofía sintió necesidad de poner su mano sobre el hombro de Silja, que se volvió bruscamente y la abrazó sollozando. La viuda comprendió y nada dijo, dejando que la muchacha obrara a su guisa. Luego le dijo, acariciándole el brazo:
—Cálmate, hija mía. Cada uno en este mundo lleva su carga; tú nunca te encontrarás sola, aunque al principio te lo parezca… Por más que es una suerte estar sola, y son muchas las mujeres que han tenido menos suerte que tú…
—¿Cómo sabes tú lo que es…?
La última palabra se perdió en los pliegues de la blusa de Sofía. La muchacha se parecía a una niña ocultando el rostro en el pecho de su madre.
—No es muy difícil…, y verdaderamente te encuentras ya en la edad de saber por ti misma esas cosas —añadió Sofía con voz grave.
—¡Ah!, no he pensado en ello —dijo Silja, sollozando—. Pero la vida…
—Vale la pena de pensarlo, pequeña. Conoces muy poco el mundo. Lo conocerías si hubieses llevado en tus brazos lo que yo y otras mujeres hemos llevado. Pero tu vida se arreglará por sí misma. Eres joven, hermosa y buena, y te casarás, seguramente, cuando estés restablecida y hayas recobrado tus fuerzas.
Silja trató de expresar su gratitud a Sofía, que tan buena había sido con ella, y que también ahora, cuando nadie…
—Es muy fácil ser bueno con los que son buenos —declaró Sofía.
Se oyó el ruido de una carreta en el patio, y mientras Silja continuaba llorando, apoyada su cabeza en el hombro de Sofía, resonaron unos pasos en la escalera de la cocina. Hubo de interrumpir la despedida. Sofía salió y apercibió al dueño de «Kierikka». Silja vio a un hombre de mediana edad tender la mano a Sofía. El recién llegado explicó que le habían dicho en «Kulmala» que su sirvienta se encontraba en la villa, y por esto había venido con su carreta. «Ahí tiene a Silja Salmelus», dijo Sofía. El campesino no se acercó, y parecía reflexionar: «¿Es la hija de Kustaa, que tuvo que vender su finca? Sí…, a ver…, a Roimala».
Un aire pesado y gris había entrado en la casa junto con aquel campesino con botas; y predominaba, pues Kierikka era el único hombre presente bajo aquel techo. Silja tuvo la impresión de estar cometiendo una indelicadeza con el profesor; una atmósfera vulgar se mezclaba con la frescura de la sala, que no era ya un tranquilo santuario gris. Pero no tardaron en salir; nada había que ofrecer allí, y Sofía propuso tomar una taza de café en su casa. Pero Kierikka declaró que tenía prisa, y que lo mejor sería cargar la ropa de la sirvienta y partir. Así fue hecho. Silja no sentía ganas de volver a ver «Kulmala».
Kierikka era un poco pesado y lento en sus movimientos; se veía que no trabajaba todos los días. Su cabeza se mantenía siempre en la misma posición, aunque levantara o cambiara de sitio alguna cosa, y al menor esfuerzo jadeaba. Su nariz era muy aquilina, con una cicatriz que tenía el aspecto de una excrecencia. Sofía había contado que antaño los Kierikka eran un poco arrogantes; pero que en los tiempos del dueño actual la prosperidad de la granja se había hundido, y que ahora se vegetaba tan sólo en ella.
El campesino se mostraba más diestro teniendo las riendas que cargando los bártulos de Silja. Las bridas eran sencillamente de cáñamo y le faltaban algunas tablas a la carreta; Kierikka guiaba su carricoche como un campesino de posición. Durante el viaje dirigió una que otra mirada curiosa y rápida a la joven sirvienta que estaba sentada a su izquierda.
—¿Tu padre pudo dejarte algo todavía, o lo perdió todo?
—No se lo he preguntado al profesor. Pues fue él quien arregló mis asuntos con mi tutor.
—¡Caramba! Tienes un profesor por cajero, ¡no está mal! Se conserva muy fuerte, aunque sea viejo.
—Ya lo creo.
—¿Lo has podido comprobar? —dijo el campesino subrayando su pregunta con un guiño.
Por suerte, Silja no comprendió el sentido de la frase ni de la mirada; para ella, Kierikka era un campesino como los demás.
Llegaron a las afueras de la aldea. Los relejes eran en algunos sitios tan profundos que los ejes tocaban al suelo. Cerca de una granja, echó a volar un grajo de bello plumaje, con el que un niño se divertía tirándole pedazos de madera. «Ha habido matanza esta mañana, por esto han acudido los grajos», explicó el campesino. Delante de una choza vieron a un anciano que respondió a los buenos días guiñando el ojo y diciendo:
—¡Toma! Kierikka continúa paseando chiquillas; no curará nunca.
—¿Es que no permites a los demás que hagan lo que tú? —replicó Kierikka, que añadió para Silja—: Es un viejo calavera que vive solo con su vaca, sin que los pastores puedan lograr nada con él. Hace chiquillos a las mujeres, y luego el municipio tiene que mantenerlos.
El camino se deslizaba a lo largo de un bosque bajo y raquítico, de unos campos esquilmados y con las acequias obstruidas, y de unas casas grises y destartaladas; a veces se veían en ellas habitaciones sin terminar. Hacía cuarenta años se había querido construir una sala, pero sólo se había podido terminar el comedor, y las ventanas estaban provistas de harapos y tablas en vez de cristales. Silja no había visto aún nada parecido, pues había vivido en unas regiones relativamente prósperas. La casita en que había pasado su infancia estaba mucho mejor conservada que las chozas de aquel rincón solitario, situado al final de un camino cenagoso y malo. Día de cambio de casa… Pero el camino no se parecía en nada al que había recorrido en mayo, sobre el lago, para realizar su destino.
¿Se encontraba en aquellos lugares Kierikka? No, pues el campesino había tomado un atajo a través de las chozas; el camino formaba un gran recodo. Llegaron muy pronto a un camino arenoso, en donde había mojones kilométricos e hilos telegráficos. Se veía de vez en cuando alguna casa destartalada, pero el buen estado de la carretera disminuía la impresión de miseria. Aquellas casas podían ver los mojones kilométricos y oír el zumbido de los hilos del telégrafo.
El bosque se aclaró y las casas se hicieron más numerosas y también más modernas. Ya sólo se veían tablas y pedazos de tela en muy pocas ventanas. No tardó en aparecer un gran edificio rodeado de un huerto. El campesino aflojó las riendas y Silja creyó que habían llegado ya al término del viaje. Pero era la casa vecina. Silja vio después, a la izquierda, al borde del camino, un granero de granito lleno de grietas, pues los cimientos habían cedido. Encima de la puerta había una lápida con unas letras góticas que rezaban: «Kalle Kierikka». Luego vino un establo, también de piedra, en bastante buen estado.
Por vanidad, el amo entró en el patio por el portón grande, a pesar de que había podido hacerlo pasando junto al establo. Entre los postes de piedra del portón había un arco de hierro forjado, en el que se leía la palabra «Kierikka». Al otro extremo del patio se levantaba un edificio con bonitas cortinas blancas en las ventanas. El cuerpo principal y las dependencias anexas de la casa habían sido pintados antaño con colores diferentes, pero el tiempo les había dado el mismo tono. El patio estaba lleno de barro.
El dueño actual era el hermano de Kalle, cuyo nombre estaba grabado en el dintel del granero, el cual, aunque había muerto oficialmente soltero, había sabido conservar la prosperidad de la finca. El actual propietario, llamado Hermanni, no había cuidado nunca de reparar lo que se había destruido después de la muerte de su hermano.
Silja entró en la sala. Las paredes habían sido revocadas antaño con greda, pero en muchos sitios habían caído grandes pedazos de este revoque, quizás a consecuencia del hundimiento de los cimientos. Las camas, que databan probablemente del tiempo de Kalle, servían también de bancos, a cuyo efecto se las cubría durante el día con una tabla. Una de ellas se encontraba junto a la puerta, y la otra detrás de la chimenea, cerca de la entrada de la cocina. Silja comprendió que dormiría en ésta.
La dueña era mucho más bulliciosa y ágil que su marido. Como era ya de noche, ardía una lámpara en la cocina cuando el amo y la nueva sirvienta entraron en la sala; por la puerta abierta se veía al ama dedicarse a sus quehaceres con el vestido arrebujado y calzando unas botas viejas. Había tenido que ocuparse sola del establo, lo que la había puesto dé mal humor, y reprochaba a su marido el que hubiese regresado tan tarde. «Todo necesita su tiempo», alegó éste para excusarse. Pero la mujer hablaba ya a la sirvienta.
—Es la primera vez que nos llega una sirvienta de una casa tan distinguida como la de un profesor. ¿Crees que podrás salir del paso en casa de unos sencillos labradores como nosotros, y sabes ya al menos cómo paren las vacas?
—He trabajado durante cinco años como vaquera —respondió Silja.
—¡Ah!, entonces ya debes conocer el oficio —replicó el ama con el mismo tono, que era el de sus conversaciones cotidianas.
Como Silja había visto ya muchas granjeras, no experimentó ninguna sorpresa. Sabía también que ella producía a primera vista la impresión de una muchacha débil. En cuanto al ama, nada sabía de los momentos que había vivido Silja durante aquel verano, ni que pesaran más que toda su vida anterior.
No tardó en aparecer un mozo alto y delgado, que se quitó las botas junto a la puerta, las colocó frente a la chimenea, hurgó en su armario y encendió su pipa sin pronunciar ninguna palabra. Silja supo por las palabras del ama que aquel hombre se llamaba Aapo y que se encontraba desde hacía dos años en «Kierikka».
Silja entabló conocimiento con las vacas y tuvo tiempo aún de ordeñar dos o tres de ellas. Durante su convalecencia había ayudado varias veces a Sofía a ordeñar, de modo que no había perdido la costumbre.
Por la noche, aunque vio el pálido claro de luna que había esperado durante el día, se encontraba tan fatigada que se durmió en seguida. Cuando la luna llegó en su ascensión al punto desde donde podía ver la cama de Silja por la ventana muy próxima, sus rayos iluminaron de perfil los cabellos y la cara de una muchacha, la nariz delicadamente arqueada, la boca y el mentón y una mejilla pálida. El delgado cobertor dibujaba los contornos de un cuerpo cuyas ágiles líneas parecían reproducir en miniatura los rasgos del rostro. En aquella hora, la luna era el único espectador que había conocido a aquella muchacha durante toda su corta vida. La había visto dormir en la vieja granja de Salmelus, cuando el rostro tenía aún la redondez de la infancia. La había contemplado también más tarde por encima de la nieve endurecida, en el momento en que Silja se encontraba en las puertas de la muerte, de cuyas garras la salvaron los cuidados de su padre. En una pálida noche de verano, había seguido a la joven por nuevos senderos; y no había expresado ninguna censura cuando Silja y su amigo la habían mirado en un instante de silencio dichoso. Una vez, antaño, la luna se ocultó detrás de unas matas, como si volviera la espalda para marcharse. Luego había desaparecido, dejando de ver a Silja durante muchas noches; hasta que un día, fina y de perfil, había aparecido de nuevo, pues quiso saber qué se había hecho de la hija de Kustaa, y había hecho compañía a la convaleciente y visto a un anciano acercarse a la cama de la enferma. Ahora estaba redonda, tal como Silja había imaginado que se encontraría en el momento en que hallaría la soledad deseada. Pero la pobre chiquilla estaba fatigada y dormía, y la luna la pudo contemplar a sus anchas, mientras se mantuvo en la parte de su carrera desde donde podía apercibir la cama. Luego, durante toda la noche, la luna permitió a sus rayos que hicieran compañía a la hija de Kustaa en el espacio de la habitación. Había conocido a Kustaa joven, y también a Hilma, que era hermosa todavía en el patio de «Plihtari». Si la luna hubiese podido respirar, hubiese exhalado un profundo suspiro al mirar a la durmiente y al rememorar el pasado. Pero en el fondo, la luna no posee sentimientos delicados, y se limita tan sólo a transmitir a los que duermen o velan la luz que le envía el sol. Hasta el momento en que éste vuelve a derramar directamente su luz, con más fuerza que ningún fenómeno natural sobre la tierra.
Silja durmió tan bien que ni siquiera oyó los rumores del camino que pasaba a pocos metros de distancia de la pared de la sala. Unos campesinos, enterados de la llegada de la nueva sirvienta, quisieron demostrarle sus simpatías, dándole una serenata. Pero no se trataba de canciones bucólicas, sino que se hablaba en ellas de proletarios y de derramar sangre «si era preciso». El amo velaba todavía y dijo a su mujer que se había encontrado a dos sujetos con escarapela roja, que marcaban el paso como los soldados y que no le habían saludado.
—Deben de ser ellos los que están ladrando afuera.
—No; se trata de Kalle y Vihtori, conozco sus voces; han olido la hembra —respondió la mujer dando media vuelta.
Al poco dormía ya. Su marido se levantó y entró en la sala y, después de haber comprobado que sus dos servidores dormían, se acercó a la ventana y miró al camino iluminado por la luna. Los dos muchachos nombrados por su mujer se alejaban lentamente, pero su canto dejó una impresión desagradable en la conciencia del campesino propietario. Al volverse, miró a sus criados dormidos, y luego regresó a su habitación. Antes de dormirse experimentó un temor indefinible. «Los pobres son tan numerosos que todo irá al diablo si las cosas se complican. No dejarán de quedarse con todo», se dijo suspirando.
Como Silja no había oído nada, nada comprendió tampoco al día siguiente de la brutal alusión que hizo el ama. El sol proyectaba por sí mismo sobre la tierra la luz que la luna había reflejado durante la noche. Silja se puso al corriente de los trabajos de la granja y se familiarizó con la comida. Era muy diferente que en casa del profesor, pero comprendió que podía servirse a discreción; los hombres comían en la sala común y los animales en la cuadra. Y se hablaba al mismo tiempo del alimento de las personas y del de las bestias: ambos procedían de la misma tierra.
Hubo una pequeña disputa sobre los vestidos de Silja. «Ninguna de nuestras sirvientas ha traído tantos trapos», declaró brutalmente el ama. Pero luego no pudo menos que admirar los vestidos de Silja y su abundante ropa blanca, en cuanto le era posible admirar algo. Se guardó el ajuar de Silja en el granero de los propietarios. El ama, después de reflexionar un momento, consintió en ello de buena gana. Silja no tardó en observar las consecuencias: aunque fuese un poco más gruesa que ella, la mayor parte de los vestidos de Silja le iban bien.
A veces, durante el primer mes de su estancia en «Kierikka», Silja permanecía despierta en su cama, tal como había deseado en la tarde de su llegada. La noche era sombría, pero después de mirar durante una hora la oscuridad, tendida sobre la espalda, Silja apercibía al borde del horizonte desconocido un curioso resplandor rojo, y muy pronto aparecía la luna, redonda y amarilla. Como si hubiese adivinado los pensamientos de la joven, parecía un poco molesta y volvía su rostro hacia la derecha. Miraba de soslayo… «Sí, ya sé, pero no puedo ayudarte…».
A pesar del tamaño de la luna, su luz era tan tenue que Silja no experimentaba ningún deseo de levantarse para ir a mirar por la ventana. Cesó incluso de contemplar la luna. Con la cabeza echada hacia atrás, permanecía inmóvil en la misma posición y con las mismas disposiciones íntimas que en la colonia de «Kulmala», en la tarde en que el joven se había marchado y en que ella había caído enferma. Descansaba oprimiendo sobre su pecho lo que había encontrado en el país de las sombras, entre el oro y el azul, bajo el matorral ardiente, y que le había dicho palabras que le era imposible recordar.
Reinó luego noviembre en el ancho mundo cotidiano. Hubo apacibles jornadas brumosas, en las cuales las urracas permanecían en los tejados al acecho de los despojos de carnicería; el grajo, tímido primo de la urraca, revoloteaba cerca de la granja, graznando y mostrando las abigarradas plumas de sus alas. En las casas de campo, los trabajos agrícolas habían cesado casi; un mozo guiaba una carreta cargada de forraje; un campesino iba al granero. Los domésticos tenían su tradicional semana de vacaciones… Todo se desarrollaba según las costumbres más seculares.
Pero había, sin embargo, algo nuevo. En «Kierikka» nadie lo notaba mucho, pues la granja estaba muy alejada; pero en el centro de la parroquia todo el mundo lo veía. El pueblo se agitaba de nuevo, como en la primavera, cuando las labores; pero ahora los labradores demostraban mayor actividad; habían creado guardias y hacían ejercicios militares. Un vecino de «Kierikka» había entrado en uno de esos cuerpos de voluntarios; procedía de otro Ayuntamiento y demostraba más energía que los demás. Hermanni Kierikka no tenía ningún deseo de ir a hacer la instrucción, y se limitaba a pronunciar frases vacías y banales, en las que había una buena dosis de sabiduría campesina y una ligera irritación contra los obreros en general, sobre todo contra los que iban a las reuniones; así como también lugares comunes, como el siguiente: «En nuestro país la agricultura puede rivalizar con la industria». Respecto a esto, los campesinos sentados en el banco nada tenían que objetar.
Un día, en la aldea, la guardia roja desarmó a la de los campesinos, a los que trataba de «carniceros»; detuvo a sus miembros y les obligó a jurar que no se opondrían en adelante a las reivindicaciones de la clase obrera. Pálidos y abrumados, los ricos labradores firmaron con mano temblorosa aquella promesa y regresaron a sus casas.
En toda la parroquia les fueron recogidas las armas a los propietarios, y Kierikka hubo de entregar su viejo fusil de aguja, que no había sido cargado desde hacía lo menos veinte años; los chiquillos habían extraviado el molde para fabricar los cartuchos, de forma que el viejo trabuco no servía para nada. A pesar de todo, se lo llevaron y Kierikka pronunció algunas palabras apropiadas al descolgarlo:
—Haced el favor de devolvérmelo; acordaos de que os lo he pedido.
—Claro, claro; así que el pueblo se haya calmado —aseguró un sastre al que gustaba mucho leer y que en su juventud había explicado el Evangelio en las reuniones de edificación moral.
Ahora, su cabeza se encontraba tan llena de ideas nuevas y de reivindicaciones proletarias que incluso le temblaba.
Había llegado un barco cargado de soldados rusos a la parroquia vecina, en donde había sido asesinado un campesino muy conocido y un viajante de comercio que iba de paso. Pero Kierikka no daba crédito a la noticia.
—Los soldados rusos no se molestan por tan poca cosa —declaró con convicción.
—No obstante, han llegado —replicó un aparcero que había ido a la casa para charlar un rato.
Los Kierikka no eran aficionados a la lectura, y sólo recibían un pequeño diario, que se publicaba en el municipio vecino y observaba una neutralidad rigurosa. Sólo leían los anuncios, y luego discutían para saber quién era el campesino que quería vender una vaca a punto de parir. En estas discusiones, los jornaleros que se encontraban de paso en la granja demostraban una superioridad indudable. Todas estas circunstancias hicieron que los habitantes de la granja conservaran su paz interior y exterior durante los trastornos que se produjeron en aquella época.
A últimos de febrero de 1918, cuando estalló la guerra civil, Kierikka no tuvo que sufrir mucho a causa de las incautaciones y requisas. Hubo de sujetarse, naturalmente, a algunas prestaciones en acarreo, pero como sus caballos eran débiles y la yegua estaba preñada, los revoltosos preferían dirigirse a los vecinos. En cuanto a los cereales y otros víveres, la granja hubo de proporcionar su parte.
Al principio de la guerra se produjeron algunos acontecimientos que, de haber llegado a conocimiento de los rojos, hubiesen tenido enojosas consecuencias para la granja. Los comunistas sublevados habían colocado centinelas hasta en los sitios más extraños. Durante los primeros tiempos resultaba muy fácil deslizarse ante las propias barbas de aquellos infelices que, tiritando de frío y con gorros metidos hasta las cejas, fumaban cigarrillos cuya lumbre se veía desde larga distancia. Muchos de estos rojos se encontraban debilitados por la escasez que reinaba cuando entraron en la guardia, sin que la súbita abundancia de una alimentación sólida y grasa resultara, por otra parte, apropiada para aguzar sus facultades de observación.
Sucedió, pues, que una noche llegaron a «Kierikka» dos jóvenes que no eran del país. Decían venir de Tampere y que se proponían ir al frente; pero aquello no parecía muy verosímil, pues no se trataba de obreros. Fingían cierta grosería, pero no sabían sostener el cigarro como los mozos de labranza y sus manos eran demasiado finas. Sus explicaciones resultaban confusas. Habiendo dicho uno de ellos que les había sido recomendada aquella granja, replicó el ama que nadie tenía derecho a hacerlo, añadiendo, al paso que guiñaba el ojo a su marido: «Si vais al frente, el Estado Mayor no se encuentra muy lejos; muy pronto van a venir a buscar la leche y podréis marcharos con la patrulla».
Se encontraban presentes, además de la dueña, Kierikka, un vecino y Silja. El más joven de los forasteros miró a Silja con tanta cordialidad que todos lo notaron.
—Tenemos prisa —dijo—. ¿No podría esa joven enseñarnos el camino?
—Mientras no os la llevéis, no hay inconveniente —dijo el ama con brusquedad.
—¡Hasta la vista! —dijeron los dos jóvenes al partir.
—Lo mismo da —puntualizó la mujer en cuanto la puerta se volvió a cerrar.
Este asunto causó molestias a Kierikka, en el momento mismo y tres meses después, cuando los blancos se apoderaron de la región; uno de los visitantes nocturnos era comandante de compañía y se acordó de la fría acogida que le había dispensado el ama. Como corría el rumor de que Kierikka había dado por propia iniciativa un cerdo cebado a la guardia roja, para que ésta no se apoderara de su propiedad, estuvo a punto de ser encarcelado junto con los sublevados; pero todo se arregló mediante el pago de una multa.
Aquella noche, Silja cogió su grueso abrigo y su pañuelo de lana para acompañar a los jóvenes desconocidos, cuya mirada parecía dictarle su conducta. Cuando hubieron salido del patio, el más joven la cogió por el brazo y le dijo:
—Escucha, eres bonita y graciosa… Seguramente no debes ser roja.
El ardor y la decisión del joven divirtieron y encantaron a Silja, que respondió, riendo:
—En nuestra granja no hay rojos después que el cerdo ha sido llevado al Estado Mayor.
—Bien, pero ten en cuenta que nuestra vida se encuentra en tus manos. Ayúdanos a atravesar el frente hacia Kuuskoski. Debe de haber centinelas armados en cada encrucijada, ¿no es así?
—Sí, el primero se encuentra aquí, detrás de la granja; pero se trata de Ville y no se os va a comer.
—¡Basta de bromas! Enséñanos el camino a través del bosque y dinos dónde podemos encontrar comida.
Silja les propuso proporcionarles víveres, pero tenían prisa por alejarse.
Partieron a través de los campos. Los dos hombres llevaban esquíes y no perdían de vista a Silja, que seguía el camino. Pasaron junto a algunas casas cuyos hombres se encontraban en aquel momento curioseando por los alrededores del local del Estado Mayor del lugar. Luego Silja se detuvo delante de una granja situada a la orilla de un bosque. Lo dos hombres se le acercaron, y ella les indicó, lo mejor que supo, el camino que tenían que seguir, y les habló de una granja cuyo dueño conocía; bastaba que le saludaran en nombre de Silja Salmelus. Encontrarían allí alimentos y consejos. Entonces, el más joven se acercó bruscamente a Silja y depositó un beso en sus labios:
—Si todo acaba bien y logro regresar, me casaré contigo, puedes estar segura.
—¡Nada de promesas inútiles! —dijo Silja—; tengo ya a alguien. —Y luego añadió—: Es hora de que os marchéis.
Al cabo de un instante, y estremeciéndose al oír sus propias palabras, añadió:
—¡Saludad a Armas de mi parte!
Estas palabras, súbitas e involuntarias, calmaron su espíritu.
Los dos jóvenes no oyeron o no comprendieron aquella frase, y se alejaron en la dirección indicada. Silja tomó de nuevo el camino de «Kierikka», sintiéndose más reconfortada y alentada. La vida le traía siempre nuevos acontecimientos bruscos y rápidos. Iba de prisa por el camino helado; la huella del beso se retrasaba en su conocimiento; se sentía llena de ardor, como si la nieve y el hielo hubiesen desaparecido, y se creía de nuevo en la colina de Kulmala, en una noche de verano, en el sendero del prado, cuando se abrían las flores. El joven desconocido, llegado no se sabía de dónde y desaparecido, le había robado un beso para llevárselo al sitio donde adivinaba que se encontraba su amigo de la noche de verano. Se encontraba seguramente allá abajo, ya que no estaba aquí. Estaba allá abajo y regresaría, y se volverían a ver mejor que en el pasado verano… Ambos habían esperado y sabrían encontrarse de nuevo sin vacilación ni timidez. En la noche más hermosa del verano, irían derechamente hacia la pradera lejana, a la orilla del bosque… Era delicioso esperar, cuando lo que va a llegar es hermoso y cuando la espera evoca, en el paisaje glacial de febrero, el perfume de una pradera estival.
El alma de Silja se incendiaba en aquel paseo nocturno. La nieve resplandecía…
Por el mismo camino iban dos hombres que calzaban esquíes y llevaban el fusil en bandolera. Al ver a la muchacha le dieron el alto, pero Silja no obedeció en seguida, y dio algunos pasos. Entonces uno de los hombres le apuntó con su arma, y ella se detuvo tranquilamente.
—¿De dónde vienes? —preguntó el guardia rojo.
—¿Yo?, pero…, si estaba tomando el aire…
—Has acompañado a un «carnicero»; confiésalo sin rodeos, será lo mejor.
—No tengo nada que confesar; dejadme ir a casa, tengo bastante quehacer todavía.
—¡Dejarte ir a casa…! Si no fueras una mujer, todo estaría arreglado ya… Vamos al Estado Mayor; allí te harán hablar. ¡Adelante!
Los guardias decidieron interrogar, al pasar, a los habitantes de «Kierikka». El ama se puso a hablar en seguida.
—Sí, han pasado unos vagabundos, pero nada les hemos dado; yo les he dicho que fueran al Estado Mayor, en donde podrían informarse de todo, pues yo no sabía nada. Entonces me han pedido que Silja les acompañara, y, como he visto que le guiñaban el ojo, les he dicho que Silja podía hacerlo, pero no sé a dónde han ido ni me importa el saberlo.
—Pues bien, vamos a llevarnos a Silja al Estado Mayor, y Kierikka nos acompañará también, para decir si la granja ha recibido otras visitas como ésta.
—¿Qué voy a hacer allí? No sé nada del asunto, y me parece que…
—El camino no es muy largo, y no podemos hacer interrogatorios aquí. ¡En marcha! —dijo el guardia de más edad.
El Estado Mayor se encontraba reunido entre una nube de humo; los hombres tenían la cara placentera de los que detentan el poder. Aquellos aparceros e inquilinos, cuyos antepasados, lo mismo que ellos en su juventud, habían trabajado un año tras otro sin esperanzas de mejorar su condición, tanto si realizaban su trabajo perezosamente como con asiduidad y energía, se encontraban ahora en el colmo de la dicha al formar un Estado Mayor. Tenían alimentos, descanso y tabaco y podían escuchar hermosos discursos. Experimentaban una fuerte emoción al dar órdenes a unos propietarios antes altivos; al principio, esto les daba casi vértigos, pues comprendían que habían emprendido una ruta que no se sabía bien adonde iba a parar. Este sentimiento se asociaba también a las detenciones de personas conocidas que eran llevadas a su presencia.
Aquellos hombres conocían todos ellos a Kierikka, y sabían que no había blancos en su casa. No era capaz de ocultarlos, era demasiado flojo. En cuanto a Silja, comprendían que había obrado por ignorancia y que bastaría con asustarla un poco.
—Dinos quiénes eran esos hombres y dónde los has llevado —dijo Rinne, el jefe del Estado Mayor, con aire bonachón.
—No lo sé; tenía que enseñarles el camino del Estado Mayor.
—Pero si no se pasa por allá abajo.
—Han dicho que preferían pasar por el bosque.
—¡Claro!, ¡ya lo creo! —dijo Rinne soltando la risa—. ¿Y hasta dónde los has llevado?
—Hasta la granja de Kivilhade, que es miembro del Estado Mayor.
—Está bien, ¿y qué te han preguntado?
—Nada… No me acuerdo…
—Pues vas a quedarte aquí, para que se te refresque la memoria. Y usted, Kierikka, vuelva a su casa y procure que sus sirvientas no tengan galanteadores de ese género; y si se presentan, venga a decírnoslo, ¡mucho cuidado!
—Espero que no vayan a tener a la muchacha aquí durante mucho tiempo, pues se necesita en casa…, y por nuestra parte en nada les hemos faltado a ustedes.
—¡Basta! Procure que los «carniceros» no vayan por su casa… En cuanto a la muchacha, regresará mañana por la mañana, cuando nos hayamos enterado de lo que han hecho los «carniceros» en la granja… ¡Veremos si lleva pajas en la espalda…!
Rinne hablaba con voz un tanto irritada, pues despreciaba a aquel desgraciado al que ni siquiera podía considerar como un adversario y contra el cual sentía un antiguo rencor.
—Vuelve a tu casa y deja aquí a Silja; bien se la dejas a los «carniceros»… —dijo un desconocido con aspecto de hombre de la ciudad.
Nadie se ocupó ya más de Silja. Rinne y sus compañeros se pasaron a otra habitación y la muchacha se sentó en un banco del vestíbulo, en compañía de un hombre que repartía billetes de alojamiento y de unos guardias rojos desconocidos. Éstos decían gansadas a la muchacha, que no se dignaba mirarlos siquiera; ante esta pasividad completa, no tardaron en dejarla en paz.
La mujer de Rinne, afamada cocinera y avisada comadre, invitó a Silja a tomar café en la cocina.
—Es una prisionera y debe quedarse aquí —dijo un guardia.
—La conozco bien y sabré guardarla. Ven, Silja.
Luego sonó el timbre del teléfono en la habitación vecina, y se oyó hablar a Rinne:
—¿El Estado Mayor de Vouniemi? Aquí, Rinne. Dos «carniceros» tratan de atravesar el frente en dirección a Kuuskoski; han sido vistos aquí… ¿Ya lo sabías? ¿Han pasado ya? ¿No tenéis, pues, centinelas? ¿Cómo? ¿Muerto? ¡Maldito sea! Un centinela muerto y aquí no sabemos nada, ¡maldita sea!
La conversación cesó. Silja, que la había oído, lo adivinó todo. Rinne fue a preguntar dónde se encontraba la muchacha. «Está tomando café con tu mujer en la cocina». La puerta se abrió: «Silja Salmelus, ven acá», gritó Rinne secamente. Silja palideció y sintió un ligero temblor; pensó en Armas, cuya imagen acababa de pasar por su imaginación; luego se recobró y siguió a Rinne. Esta vez se la acompañó hasta la habitación del fondo, donde se hallaba reunido el Estado Mayor.
Los hombres permanecían silenciosos y graves, pero únicamente Rinne tenía un aire resuelto. Ya no se retorcía el bigote, que le gustaba levantar mientras hablaba, y su voz, al dirigirse a sus camaradas y a Silja, tenía un timbre extraño.
—Esta muchacha ha ayudado a dos enemigos que han dado muerte a uno de nuestros centinelas. ¿Lo confiesas?
—Nada tengo que añadir. El ama me ordenó que los acompañara al Estado Mayor, pues querían ir al frente, y yo les he enseñado el camino; entonces me han dicho que preferían pasar por el bosque y me han preguntado en dónde vivía el miembro más próximo del Estado Mayor, y entonces yo les acompañé a casa de Kivilhade.
—¿Qué armas llevaban?
—Ninguna.
—¿Cómo sabes que no llevaban ninguna arma de bolsillo?
—Lo sé; me parece que si las hubiesen llevado las habría visto…
Se dibujó una débil sonrisa en la cara de los hombres. Silja comprendió que había ido demasiado lejos en la defensa de los dos desconocidos; un instinto defensivo inconsciente le había sugerido aquella respuesta.
—Esta muchacha no ha sido posiblemente su cómplice, antes bien su víctima —dijo uno de los hombres.
Silja conservaba una expresión impasible, como al ser interrogada la primera vez; estaba abstraída, y parecía perseguir un ensueño agradable del que no era posible sacarla. Rinne dijo:
—El mejor castigo sería entregársela a nuestros soldados, pero un buen guardia rojo desprecia las sobras de los «carniceros».
En aquel momento se oyeron voces en la sala vecina, y el interrogatorio terminó. Acababa de llegar un grupo de rojos desconocidos y Rinne fue a ver de qué se trataba. Pedían un guía para ir a la granja de Kurkela, y Silja, que había seguido la conversación, recordó que Kurkela había pertenecido a la disuelta guardia blanca. A una pregunta de Rinne, uno de los hombres le enseñó un papel.
—Hay que cumplir la orden esta misma noche, ¿dónde está el guía?
—Tomad a esta muchacha —dijo uno de los guardias locales—. Ha sido detenida por complicidad con los «carniceros»; de modo que su cuenta puede quedar muy pronto arreglada.
—No —dijo Rinne—, el interrogatorio no ha terminado aún. Aquí nos ocupamos nosotros mismos de nuestros asuntos… ¿Dónde está Teliniemi?
—Presente, mi capitán —dijo el nombrado.
—Toma un trineo para acompañar a esos hombres y haz lo que te pidan.
—¡A sus órdenes!
Cuando se hubieron marchado, Rinne volvió a la habitación donde le aguardaban sus compañeros. Brillaba en su rostro un resplandor extraño y se retorcía el bigote. Uno de sus compañeros le preguntó quiénes eran aquellos hombres, a lo que respondió:
—No lo sé, pero creo que son ejecutores.
—¡Ah, caramba…! Y de esa sirvienta que abraza tan fuerte a los «carniceros» que puede enterarse de si llevan armas en los bolsillos, ¿qué vamos a hacer? Claro que se trata de una simple obrera, y de las más ignorantes.
—Desde luego hay que considerarla incapaz de conspirar; lo mejor será enviarla a su casa en cuanto se haga de día.
—Estoy de acuerdo, pero hay que inscribirla en el sindicato para que se instruya. Aquí está el registro… ¿Tienes dinero para pagar la cuota? —le dijo con benevolencia.
El paso de los desconocidos había desviado la atención con respecto al asunto de Silja. Iban a producirse acontecimientos graves aquella noche. Teliniemi traería noticias. Hasta aquellos momentos del principio de la guerra, pocos rojos habían estado en contacto directo con las efusiones de sangre en aquella comarca. La sirvienta de una granja destartalada era muy poca cosa en comparación con el acomodado vecino al que se iba… Los arrendatarios, que en el fondo eran personas de buen corazón, no osaban pensar en el desenlace de la aventura nocturna, y experimentaban la necesidad de interceder a favor de Silja. En cuanto a Rinne, sus ojos revelaban una cólera contenida; él sí era capaz de imaginar la suerte del dueño de «Kurkela», y se desinteresaba de Silja. Su mujer entró en la sala. «Silja es inocente», dijo, y luego añadió, dirigiéndose a la muchacha: «Ven a descansar un poco antes de volver a tu casa, y procura no acompañar a forasteros aunque te seduzcan».
La Rinne era una buena mujer, y muchos campesinos de la región la compadecieron al enterarse de que los blancos la habían fusilado el mismo día que entraron en el pueblo.
Silja se tendió en el sitio que le indicaron, pero no pudo dormir.
Hasta las tres de la madrugada estuvo oyendo rumores de voces y ruido de fusiles. Luego el Estado Mayor se durmió. Una vez se oyó el teléfono. Rinne respondió con voz adormilada, echó una ojeada a la sala y se volvió a acostar. Un poco más tarde, el centinela fue a despertar al que tenía que relevarle, y éste refunfuñó largo rato antes de salir. Hacia la mañana, la mujer de Rinne se levantó y preparó el café, ayudada por Silja. «¡Ah!, vas a necesitar un salvoconducto, ve a despertar al secretario».
Otros durmientes se despertaron, y entre ellos dos hombres que habían pronunciado palabras obscenas la víspera.
—Ve a acompañarla; te mueres de ganas desde ayer.
—Con mucho gusto —respondió el interpelado.
—Coge un arma —dijo otro.
—Tengo la que necesito para este paseo —dijo, cogiendo a Silja por la cintura; pero luego regresó para tomar una pistola.
Silja ignoraba el nombre de su compañero, al que se acordaba de haber visto en un baile. Era alto y rubio y se contoneaba al andar.
—¿Adónde iremos para calentarnos un poco? —dijo a Silja, que no respondió.
El hombre sacó entonces una boquilla, en la que introdujo con calma un cigarrillo, encendió éste, resguardando la llama con las manos, y tiró el fósforo, que describió un bonito semicírculo; realizó estos gestos como si experimentara alegría y orgullo.
La aurora apuntaba por el Sudeste. Silja tenía la impresión de que caminaba por un mundo maravilloso en el que había entrado la víspera, en la sala común de «Kierikka». Tenía a su lado a un mozo de labranza con brazal rojo, que profería a veces una chanza, entre dos bocanadas de humo, con natural desparpajo. Silja le escuchaba, y a veces sus palabras la divertían, y entonces su sonrisa envalentonaba al mozo.
Llegaron así hasta la última granja de la aldea, cuya puerta abierta daba al camino. El mozo puso manos a la obra. Se detuvo sin que Silja comprendiera lo que se proponía. «Entremos a calentarnos un momento», le dijo cogiéndola por un brazo. Silja lo miró extrañada y se soltó bruscamente en el momento en que su compañero trataba de cogerla por la cintura. El hombre cambió de actitud; cogió a Silja a brazo partido y se la llevó casi a rastras a la granja.
No había observado un trineo que se acercaba lentamente. En la luz crepuscular, el que iba en el vehículo había distinguido unos movimientos confusos cerca de la granja; detuvo su caballo, armó su fusil y avanzó hacia la puerta, que continuaba abierta. Oyó en el interior el ruido de una animada lucha.
—¿Quién está ahí? —gritó con voz ruda.
—Rojos… ¿Es Teliniemi? —preguntó el mozo, que salió sujetando a Silja, que continuaba debatiéndose.
—Sí, pero ¿qué demonios estás haciendo aquí? Deja a esa mujer tranquila, ya que nada quiere saber de ti.
—Oye, ¿y tu excursión? —preguntó el mozo para cambiar de tema; y, diciendo estas palabras, soltó a Silja, la cual, antes de alejarse, se irguió bruscamente y arregló su vestido.
—Todo ha ido bien —replicó Teliniemi con mirada sombría.
—¿Y los demás? —preguntó el mozo después de un momento de silencio.
—Les he acompañado a la estación.
—Eran dos soberbios mocetones —dijo instalándose en el trineo al lado de Teliniemi—. ¡Hasta la vista y sin rencor! —gritó a la muchacha que se iba.
La aurora era ya rojiza cuando Silja llegó a «Kierikka». No valía la pena de acostarse y esperó a que su ama se levantara para ordeñar las vacas. La fatiga de la noche había desaparecido e invadía su ser una entrañable frescura. Se sentía bien. Desde su partida de la víspera hasta aquel instante, su vida había sido una continua ascensión. No llegaba a explicárselo, ni siquiera pensaba en ello, pero algo que había estado dormido durante meses acababa de despertarse y Silja sentía que no se volvería a dormir mientras viviera. Esperaba.
Por la mañana corrió la noticia de que Kurkela había sido asesinado al borde del camino. Informado, el Estado Mayor prometió hacer averiguaciones. Silja no contó a nadie lo que había visto y oído la víspera del asesinato.
La dominación roja duró aún siete meses en la parroquia; el tiempo suficiente para que la gente pacífica se acostumbrara. A veces se veía a un guardia rojo sentado tranquilamente en casa de su antiguo amo, y la conversación carecía de odio. El amo se atrevía incluso a criticar un poco el nuevo régimen, sin alterarse, y el arrendatario rojo le advertía sobre los quebraderos de cabeza que podría acarrearle el no medir bien las palabras. Cuando llegaron los blancos, los campesinos trataron, en general, de salvar a sus jornaleros y arrendatarios tanto como les fue posible. Durante los primeros días que siguieron a la conquista, se dio a menudo el caso de que los soldados blancos, por denuncia de algún habitante del lugar, penetraran en una granja; si encontraban al hombre o mujer denunciados, se los llevaban detrás de la casa para ejecutarlos sin otra forma de proceso. Las sentencias del «tribunal» que había en el pueblo eran tanto o más sumarias. La abundancia de prisioneros obligaba a ir aprisa.
A partir de la noche en que Silja y su amo tuvieron que ir a casa de Rinne, la granja no tuvo otro contacto digno de nota con la sublevación. Como se encontraba separada de la carretera que unía la estación con el frente, apenas si recibieron otras visitas que las de los rojos de la localidad. Teliniemi llevaba a menudo noticias del frente, que se encontraba tan sólo a dos leguas de distancia; era un hombre muy divertido y conocía a mucha gente. Contó un día que Siiveri había sido asesinado; se le había encontrado muerto en el camino con un paquete de tarjetas de pan en la boca. Sabía que Oskari Tonttila había perecido: acompañaba a unos rojos al frente, cuando el grupo cayó en una emboscada; algunos pudieron huir, pero Oskari murió a los primeros disparos; el entierro tuvo lugar un domingo.
Tales eran los relatos que hacía a veces Teliniemi por la noche en la sala de «Kierikka». De vez en cuando lanzaba una mirada a Silja y hacía alusión a lo que habría pasado si él no se hubiese presentado en el momento preciso.
—Aquel bruto habría terminado saliéndose con la suya.
—No se me coge así como así —replicaba Silja, y la mirada sonriente de la muchacha expresaba a Teliniemi que le estaba agradecida.
A las preguntas que le hacían los demás, Silja se limitaba a responder que Teliniemi era un tuno.
Hacia fines de marzo, una especie de inquietud vino a alterar la estabilidad adquirida. Llovían órdenes, a veces incomprensibles, como la que prohibía encender las lámparas en las granjas después del anochecer; era, según se decía, para impedir las señales luminosas. Otra vez se requisaron artículos de los cuales no se había hablado nunca, y en su virtud llegaron a «Kierikka» dos hombres que se dedicaban a recoger mantas. Sólo había una en la granja, bastante deshilachada, pero, a pesar de todo, se la llevaron. «Es la orden que nos han dado», dijo el más viejo, que era un hombre calvo y barbudo, cuya cabeza temblaba. «He aquí al viejo Jussi metido en el fregado», dijo Kierikka después que los rojos se hubieron marchado; y luego habló largo rato de Jussi, cuya cabaña se encontraba en el otro extremo de la aldea.
Se percibía en el aire una tensión misteriosa. Hasta en la cara de Silja habría sido posible descubrir durante aquellas jornadas decisivas un alegre resplandor debajo de sus largas pestañas y un fresco arrebol en sus mejillas. Pero nadie cuidaba de observar la expresión del rostro de una sirvienta; Silja era, sin embargo, una de las pocas personas que esperaban con impaciencia la decisión próxima, pues lo que esperaba no era un simple cambio de soldados y jefes. Durante aquellos días y noches, tanto si estaba trabajando como si descansaba, le parecía que los dos desconocidos le hacían señas desde allá abajo, desde el sitio en que tronaba el cañón. Le mostraban un compañero. «Ahí viene el que nos gritaste que saludáramos cuando nos acompañaste». A medida que aumentaban en derredor suyo, por un lado el temor y por el otro la alegría maligna del desquite, Silja olvidaba cada vez más el porqué la gente estaba excitada. Una hermosa esperanza que iba en constante aumento le llenaba el corazón. La carrera del tiempo se la llevaba hacia una hora soleada y lejana, que disiparía la bruma en la que había vivido.
Silja se puso a observar en dirección al punto de donde sobrevendrían los nuevos acontecimientos; olvidó incluso su trabajo y se atrajo las amonestaciones de su ama: «¿Tan segura estás de que vas a tener una agradable sorpresa, ya que miras a cada instante en esta dirección?».
Una tarde, cuando hacía poco que un grupo de rojos había estado en la granja para pedir un caballo, y que Kierikka sacó la conclusión de que las cosas iban mal para los rebeldes, Silja se encontraba en un prado situado al norte de la granja. Empujada por el instinto, Silja se fue por el camino. Muy pronto oyó unos pasos y luego vio a un hombre en el recodo de la carretera. La muchacha se detuvo y, a continuación, reanudó unos pasos su marcha. «¿Eres Silja?», preguntó una voz que le pareció conocida. Y un hombre se dirigió hacia ella jadeante.
—El frente ha sido roto… Los rojos huyen… Los blancos no dan cuartel. Yo no puedo irme, pues todo va mal por casa… Cuando hayan pasado los primeros momentos podré, quizá, salvar la piel… Necesito esconderme durante algún tiempo por aquí, cerca de mi casa… Si me encuentran estoy perdido, pues fui yo quien acompañé a los que dieron muerte a Kurkela. Pero nada tengo que ver con esto, tú podrás atestiguarlo…, pues me viste regresar. Escucha, voy a esconderme en el henil de «Kierikka»; avisa a mi mujer que me lleve a escondidas pan y leche… Lo harás, ¿verdad? Si salgo con bien me acordaré de ti toda la vida. Vamos, separémonos, pues podrían notar tu ausencia…
Asustado, Teliniemi, antes tan alegre, se alejó rápidamente mirando a todas partes. Al encontrarse cerca de la granja hizo señas a Silja de que regresara.
Después de aquella noche en que los rojos huyeron, pasó un día entero en que no hubo en el pueblo rojos ni blancos. Fue entonces cuando los habitantes tuvieron más miedo. Nadie osaba salir de su casa. Pero se vio a la viuda de Kurkela ir en carruaje a la aldea, vestida toda de negro y con una expresión de odio contenido en el rostro. «Quiere ver a los blancos en seguida, para contarles el asesinato y todas las tropelías de los rojos». El ama de «Kierikka» la vio pasar y experimentó un vago sentimiento de repulsión por aquella mujer que parecía de otra clase que ella.
Silja había observado también el paso de la propietaria de «Kurkela»; poco después, sin decir nada a nadie, fue a llevar su mensaje a la mujer de Teliniemi. En la choza todo iba muy mal, tal como había dicho el marido. Emma se encontraba en vísperas de dar a luz, y uno de sus hijos tenía la tos ferina; dio las gracias a Silja por el servicio que le había prestado.
Poco después de aquella escapada, Silja tuvo una aventura que recordaba algo la de hacía siete semanas, cuando guió a los dos desconocidos. El pueblo no permaneció mucho tiempo en el angustioso estado de paz durante el cual no se habían oído disparos de fuego ni visto fusiles. Las avanzadas blancas llegaron pronto a la casa de Rinne, adonde acudieron sin tardanza los propietarios más importantes, para dar cuenta de la situación, quejarse de las requisas rojas y delatar a los cabecillas de la comarca, denunciar su domicilio y, si era posible, el sitio donde se ocultaban. Pero los atezados soldados no escuchaban las quejas, y se interesaban tan sólo por los asesinatos cometidos por los rojos. Si se les señalaba a una mujer como peligrosa agitadora, iban dos soldados a buscarla. La mujer de Rinne, que había huido con su marido, fue detenida cuando regresó a su casa.
En cuanto se habló de la muerte de Kurkela, alguien declaró que Teliniemi había acompañado a los asesinos. Se decía también que una tal Silja, que servía en «Kierikka», había servido probablemente de guía, pues había pasado la noche en el Estado Mayor, de donde salió por la mañana con un rojo de nota. En seguida se hizo un registro en casa de Teliniemi, y los que lo hicieron se presentaron después en «Kierikka», donde había ya algunos blancos.
Muchos campesinos que durante la revuelta se habían estado quietos y habían incluso agasajado a los jefes rojos, se convirtieron, de repente, en ardientes y decididos «purificadores» de la comarca.
Provistos de un brazal y con el fusil al hombro, partían en grupos de dos o de tres, o en compañía de los soldados, para inspeccionar las aparcerías y las granjas. Así fue como Santala, el propietario de la granja a donde se habían dirigido Silja y Manta cuando partieron de «Siiveri», se ocupó con ardor de limpiar la vecindad, pese a sus turbios antecedentes judiciales, con dos soldados de sombrío ademán.
Santala debía de haber tenido relaciones íntimas con Kurkela, pues trabajaba sobre todo para poner en claro su asesinato. Había oído decir que era posible que Silja hubiese acompañado a los asesinos, rumor tanto más estúpido cuando todo el mundo sabía que quien les había acompañado fue Teliniemi, y que éste, al ser hijo del país, no necesitaba ningún guía. Santala había llegado a «Kierikka», reclamando a Silja con la voz imperiosa que había adoptado aquellos días.
—¿Qué quieres de ella? —le preguntó el viejo Kierikka.
—Quisiera saber por qué ha acompañado a los asesinos a casa de Kurkela —declaró Santala.
—No es cierto que les haya acompañado —replicó bruscamente Kierikka, el cual, aunque no era rico, pertenecía a una familia respetable y se acordaba de ello y parecía manifestarlo en la voz cuando hablaba con Santala.
—Se sabe lo que se sabe —dijo Santala con gesto de suficiencia y levantando los ojos—. Estaba en casa de Rinne aquella noche.
—Es verdad, y estuvo a punto de ser encerrada por haber acompañado a dos soldados blancos.
—Quería llevarlos a casa de Rinne para que les asesinaran. ¿Crees que no se sabe adónde les dijiste tú que les llevaran? Y diste incluso una vaca al Estado Mayor para que protegieran tu granja…, no, fue un cerdo.
Kierikka hizo entonces groseras alusiones al pasado de Santala, y su mujer continuó en el mismo tono, dirigiéndose a los soldados.
—Os daría vergüenza ir con este individuo si supierais quién es; pero, claro, como no sois de aquí… Son cosas demasiado turbias para ensuciarme la boca contándolas… Demasiado conocemos todos al tunante ése…
—Cierra el pico, arpía, pues de lo contrario te meto una bala en la cabeza —gritó Santala un tanto desconcertado.
—No de tu fusil, en todo caso —replicó la mujer, que se puso a enumerar todas las fechorías de Santala.
Pero la llegada de Silja cortó en seco aquel torrente de palabras.
—¡Ah, Silja! Ven con nosotros al pueblo para que hablemos un poco de tus amigos —gritó Santala con voz aguda.
—No hay inconveniente, si mi ama lo permite. Tengo conocidos entre los blancos.
—Nada de bromas, bien sabes quiénes son tus amigos, pues los has llevado a casa de Rinne.
Los soldados acabaron por cansarse de aquella guerra verbal. Se habían dado cuenta de que en el celo de Santala había algo equívoco, y que el asunto no se presentaba nada claro. Así, pues, ordenaron a Silja y a Kierikka que les siguieran. El último enganchó su caballo, y Silja y un soldado se sentaron a su lado en el trineo. Santala guiaba el suyo, en el que subió el otro soldado.
—Si te encontraras con los dos señores que acompañaste, ¡valiente chasco se llevaría Santala! —gritó el ama al ponerse en marcha los dos trineos.
—¡Cállese! —dijo uno de los soldados a la mujer, que se apresuró a entrar en su casa.
Por el camino, el soldado que iba con él dijo a Kierikka: «¿Sabe en dónde se encuentra ese Teliniemi?». Resultaba algo extraño oír a un soldado venido desde tan lejos informarse de aquel modo de un pobre aparcero al que no había visto nunca.
—No sé nada; habrá huido con los demás.
Lucía un sol espléndido; el día era hermoso y cálido. La nieve se derretía a ojos vista. A medida que avanzaban, el camino se encontraba en peor estado. No tardaron en avizorar unas carretas. A cada instante se cruzaban con patrullas de soldados y guardias blancos, a los que Santala interrogaba: «¿Habéis descubierto rojos? Nosotros los hemos encontrado de color de rosa». Los trineos pasaron por delante de la cárcel; detrás había un bosquecillo, donde se ejecutaba a los condenados por la noche y aun en pleno día. Más lejos vieron a un hombre que llevaba una carreta de ramas de abeto. Como el camino se encontraba en pleno deshielo, los trineos no pudieron adelantarle. No había únicamente ramas de abeto: el carro iba dejando huellas de sangre. Al percibirlas, Silja se dio cuenta de todo, pues había visto salir la carreta del bosquecillo de detrás de la cárcel. Pero se negó a aceptar en su conciencia lo que veían sus ojos. Debajo de las ramas creyó reconocer un vestido de mujer… El carretero era un tal Taavetti, un pobre arrendatario, trabajador y sobrio, a quien querían todos los propietarios porque no se metía en política.
Silja no pudo continuar mucho tiempo en su estado de semiinconsciencia. Santala, que había bajado de su trineo y que marchaba al lado del carretero, explicaba en alta voz el contenido de su carga, según los informes que le había dado Taavetti.
—¡Ven a ver a tu antigua amiga, Silja! La Rinne se encuentra camino del paraíso. Y éste, ¿quién es, Taavetti?
—Kivilhade —respondió éste.
—¡Toma! Ese zorro ya no volverá a robarme mis bueyes.
Kierikka se sintió mal, pero guardó silencio, limitándose a toser un poco. Los soldados parecían también incomodados y hostigaban a los caballos.
En casa del comandante había mucha gente haciendo cola en el vestíbulo. Los rostros reflejaban inquietud, y cada uno juzgaba su caso muy importante y urgente. Los asuntos que les llevaban allí eran de lo más variado: un propietario acudía para defender a su aparcero; una mujer preguntaba si se había encontrado un bulto de ropa que los rojos le habían quitado… Junto a la puerta había un soldado con su fusil y una granada colgando del cinturón; había combatido con los blancos y regresaba satisfecho a su casa. Sus conocidos le hablaban con una respetuosa admiración.
Kierikka entró con su sirvienta y con Santala, y se sintió molesto y no pudo contenerse cuando un vecino le preguntó a qué iba allí. «No sé nada; se trata de una intriga de ese maldito Santala».
Silja tenía las mejillas coloradas y ardientes, y su mirada brillaba con un resplandor húmedo. Las esperanzas, que no habían dejado de ir en aumento en ella en los últimos tiempos, habían desaparecido bruscamente con los acontecimientos. No podía creer que se encontrara a su amigo en aquel lugar. Todo lo que se atrevía a esperar era que Armas no la vería en su situación actual, junto a aquella gente. Creyó ver a lo lejos su hermosa cabeza y una mano levantada para saludarla; su amigo habría querido correr hacia ella para llevársela a otra parte, hacia un nuevo verano, lejos de aquellos hombres y lejos de los caminos por donde iban carretas llenas de cadáveres. No pensaba en los jóvenes a quienes había guiado cierta noche, y era curioso, pues todas esas aventuras habían comenzado entonces. Era debido a que alrededor de aquel acontecimiento el ambiente era diferente; la joven había sentido unos efluvios primaverales cuando el soldado la había besado en el umbral del henil. No, no era posible evocar aquí aquel recuerdo.
Con todo, Silja encontró a uno de los jóvenes.
El comandante, que era uno de los peces gordos de la comarca, no consiguió poner en claro lo que se achacaba a Kierikka y a su sirvienta. Carecía de tiempo para proceder a una investigación minuciosa. Estaba seguro de la inocencia de Kierikka; un viejo campesino como él no era posible que hubiese mantenido relaciones con los rojos que merecieran un arresto. El comandante reprendió con viveza a Santala, al hablar éste del cerdo enviado por Kierikka al Estado Mayor rojo.
—Tú también has dado un toro; pero tú podías hacerlo, por lo visto —lanzó Kierikka.
—Sí, pero yo tuve que ceder ante las bayonetas.
—Lo mismo da.
—Kierikka puede regresar a su casa; llevad a la muchacha al cuerpo de guardia —ordenó el comandante a un soldado.
—Yo me encargo de llevarla —dijo Santala.
—¡Cállese usted! —le gritó el comandante.
El grupo iba a desembocar en la carretera cuando le salió al paso un hombre que llevaba gafas y vestía una pelliza de color azul claro y una gorra de piel de cordero. El oficial lanzó una mirada a los que un soldado parecía conducir a la cárcel. Se detuvo bruscamente, examinó a Silja y exclamó:
—¿A dónde diablos lleváis a esta muchacha?
—A la cárcel, por orden del comandante, mi capitán.
—Esperadme aquí —dijo el oficial, entrando rápidamente en la casa del comandante por la puerta grande.
Al cabo de un instante, el comandante apareció en el umbral con la cabeza descubierta y llamó a Silja.
Las caras de Santala y de Kierikka se alargaron de sorpresa. Kierikka creyó reconocer a uno de los jóvenes que había acompañado Silja, recordando al mismo tiempo la acogida que les había dispensado su mujer. A ver si aquello iba a traer nuevas complicaciones, lo mismo que el cerdo dado con demasiada facilidad… ¿Por qué demonios había dicho bromeando a los rojos: «Velad por mi granja ahora que os he dado un cerdo»? En cuanto a Santala, se sentía molesto al comprobar que el oficial se interesaba tan sólo por Silja, de quien conservaba quizá un buen recuerdo. Y aquella muchacha podía contar cosas…
Silja era la única que experimentaba una alegría real, pues había reconocido inmediatamente en el capitán al mayor de los dos desconocidos, el que había hablado apenas.
—Entrad por la otra puerta —dijo el comandante.
El capitán fue a estrechar la mano de Silja y dijo a los miembros del tribunal:
—Entonces, ¿es a esa buena gente a quien mandáis a la cárcel? Silja nos ha dado muy buenos consejos, y si yo le hubiese hecho la misma promesa que mi compañero, sólo me restaría llevarla a casa del pastor. Pero estoy comprometido. En cuanto a Fredstrom, descansa atravesado por las balas entre Tampere y Vilppula… Pero de buena nos escapamos entonces; si el centinela rojo no hubiese sido un estúpido, aquello habría terminado mal. Pero el rojo aceptó un cigarrillo, y entonces Fredstrom le arrebató el fusil y lo ensartó. Luego pusimos pies en polvorosa… Las dificultades volvieron a empezar al encontrarnos en presencia del centinela blanco, que nos tomó por una patrulla roja y quiso hacer fuego… Tuvimos que levantar las manos… Sí, aquella noche Silja se portó muy bien… ¡Gracias…! ¿Y estos hombres…? ¡Toma, he aquí al dueño de la granja…! Oiga, su mujer es bastante desagradable. A ella tendrían que haberla traído aquí, en vez de esta muchacha que merece una recompensa, y que, desde luego, la tendrá; lo prometo.
Se volvió a examinar el asunto, y Silja habló mucho más que antes. Contó con todo detalle lo que había pasado y después todo lo que sabía de sus amos, que se habían mantenido apartados de la revuelta; era verdad que habían enviado un cerdo a los rojos, pero éstos lo habían pagado. Después expuso todo lo que había visto y oído en casa de Rinne y al regresar a «Kierikka». Dijo también lo que pensaba de Teliniemi y recordó para sí la escena de la granja. Palideció un poco, lo que incitó a Santala a decir: «¡He, he!». Pero, recobrándose, continuó su relato, como si acumulara acusaciones sobre la cabeza de Santala.
—¿Quién es ese individuo? —preguntó el capitán con un tono de voz despreciativo.
El comandante le dijo lo que sabía de Santala, y el capitán añadió:
—Vuélvase a casa, Santala, y no deje su estiércol. Y no vuelva si no le llaman… Ese Teliniemi parece un buen hombre… ¿Dónde está?
Unos creían que había huido. Silja guardó silencio; pero cuando todo hubo terminado (Kierikka fue condenado a pagar a la caja de los guardias cívicos el importe de su cerdo), pidió permiso para hablar a solas con el capitán.
—Perfectamente. Salgamos y hablaremos por el camino.
Kierikka subió solo a su trineo; Silja y el capitán le precedían a pie. Tímida y vacilante, Silja contó entonces al capitán todo lo que sabía de Teliniemi, de su hogar y de su manera de ser, y aseguró que no había participado en el asesinato de Kurkela. Pidió al capitán que hiciera lo posible para que Teliniemi pudiese salir sin temor del escondite que ella conocía.
El capitán miró a Silja extrañado y con aire mucho menos cordial.
—No quiero prometer nada; esto es cosa del tribunal; en todo caso precisa que primeramente salga de su madriguera, pues de lo contrario…
No terminó la frase, pero Silja comprendió. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y suplicó al capitán que hiciera todo lo posible para salvar a Teliniemi.
—Si todo lo que me has dicho es verdad, no corre ningún peligro. Pero no es probable que le pongan en libertad en seguida. Te enviaré a dos soldados, a quienes enseñarás el escondite; lo llevarán al pueblo y yo lo defenderé ante los jueces. Es todo lo que puedo hacer.
Tomó a continuación sus disposiciones. Al llegar al campo de concentración, llamó a un soldado y le dio unas órdenes. Luego dijo a Kierikka que esperara. Salieron dos soldados del cuerpo de guardia; su actitud era adusta y rencorosa. El trineo volvía a avanzar lentamente por el camino en deshielo; los patines chirriaban sobre la arena y se deslizaban bruscamente hacia delante al pasar por encima de un pedazo de hielo.
Kierikka había entablado conversación con los soldados.
—Tendréis que limpiar esos bosques, cuando nos marchemos; deben de ocultar muchos rojos.
—Ya saldrán solos, con el tiempo —respondió Kierikka.
—Sí, pero son bocas inútiles.
—También se les tiene que dar de comer en la cárcel.
—¿Quién habla de meterlos en ella? —dijo el soldado.
—Para que acaben por huir —añadió su compañero.
Silja había oído asustada esa conversación. Habían apenas andado trescientos metros. La muchacha cogió las riendas y detuvo al caballo, diciendo que necesitaba de todo punto decir unas palabras al capitán. Luego corrió al cuartel, en donde encontró a éste y le habló con animación.
—No quiero acompañar a los soldados a donde se encuentra Teliniemi si usted no viene y si no me jura que no le matarán antes de que se haya hecho una investigación y se compruebe lo que le he dicho.
El oficial sonrió y miró las mejillas encendidas y los ojos brillantes de Silja. A la verdad no se la podía acusar de nada. Teliniemi estaba casado y tampoco podía tratarse de amor entre él y la muchacha.
—Ya que es tan importante, quiero hacer algo por ti. Espera un poco, voy a ver cómo se arregla eso.
Por primera vez se dio cuenta de que tuteaba a Silja; al pensar en ello, sonrió: «Es una señal de lo Alto y continuaré tuteándola mientras estemos juntos», se dijo.
Mientras iban al encuentro del trineo, Silja se detuvo y preguntó al capitán, bajando la cabeza, si sabía qué se había hecho de Armas.
—Todo lo que sé es que marcha en este momento hacia Viipuri…, si es que está vivo… ¿Cómo le conoces?
Silja vaciló un instante.
—Pasó el verano aquí —dijo, sin atreverse a mirar al oficial.
Aquélla fue, sin duda, la jornada más accidentada de la vida de Silja.
El capitán despidió a uno de los soldados y ocupó su lugar en el trineo. Ya no se hablaba de limpiar sumariamente los bosques. El capitán dirigía de vez en cuando una mirada de simpatía a Silja, y ésta le respondía confiadamente. Kierikka y el soldado parecían no existir.
El trineo llegó cerca del escondite conocido únicamente por Silja, que temblaba de emoción y cuya mirada buscó la del capitán. Su imaginación veía ya una venturosa velada en la pobre choza… El niño enfermo sanaría, seguramente. «¿Me lo promete?», preguntó una vez más. Parecía embriagada. Kierikka la miraba con desconfianza y sorpresa. «Claro que sí», respondió alegremente el capitán.
Al cabo de un momento, Silja dijo: «¡Alto!». El caballo se detuvo, y Silja saltó del vehículo e hizo seña al capitán, poniéndose un dedo sobre los labios. Después se deslizó en el henil y llamó quedamente: «Teliniemi… Oiga… Soy Silja. Salga, no tema nada».
La paja se movió, se vio salir una mano, luego una bota y después un cuerpo. Teliniemi, cuyos ojos parpadearon a plena luz, apercibió muy pronto un oficial y un soldado con aire enojado y llevando ambos unos brazaletes blancos; vio también a Kierikka y finalmente a Silja. Durante un instante permaneció inmóvil; luego, de repente, antes que nadie pudiese intervenir, desenvainó su puñal, lo agitó en el aire y dijo a Silja, con profundo desprecio:
—¿Eras, pues, una espía de los «carniceros»? ¡Qué vergüenza!
Y, de un solo golpe, se cortó la garganta.
—¡No, por el amor de Dios! —gritó Silja.
El capitán se precipitó hacia el suicida, pero ya era tarde. La sangre brotaba de la herida, cada vez con menor fuerza, sobre la paja.
—No tenía la conciencia tranquila —dijo el capitán al mirar los últimos estertores del cuerpo.
—¡No era culpable! ¡Oh! Emma, los niños… —gemía Silja que huyó hacia la granja, ocultando su cara entre las manos.
No vio nunca más al capitán, que se había dirigido directamente al cuartel. En la misma tarde, las tropas regulares recibieron orden de partir hacia Tempere, donde se avecinaba una gran batalla.
Así fue como el frente se alejó de la aldea. Al cabo de una semana ya no había frente, pues la revuelta había sido aplastada y los muertos enterrados. Pero durante todo el verano continuó la instrucción de procesos contra los prisioneros, y, en muchos campos, los fusiles y las ametralladoras de los pelotones de ejecución segaron una cosecha humana. Algunos prisioneros, más afortunados, regresaron a sus casas; pero muchos otros habían muerto de hambre, y hasta de sed, en los campos de concentración. Los supervivientes contaban extraños relatos en los que se mezclaban la brutalidad y el humor, medios con los cuales los hombres, anonadados, tratan de disimular su desdicha y su profunda amargura.
Silja Salmelus, la sirvienta de Kierikka, parecía haber sido también derrotada, después de estos acontecimientos. Vivió durante dos meses en una especie de fiebre. La atormentaban unos sueños espantosos, hasta el extremo de que no se atrevía a acostarse, prefiriendo permanecer despierta. Veía constantemente en sus pesadillas, que eran a veces muy extrañas, a la Rinne y a Teliniemi.
No llegó nunca a saber lo que de ella pensaba Emma Teliniemi, después de la atroz escena de la granja. Poco después de la muerte de su marido, Emma experimentó nuevos sinsabores; su hijo murió a consecuencia de un ataque de insolación. Guardaba el dinero ganado en la guardia roja por su marido; pero recibió órdenes de entregarlo al Estado Mayor blanco instalado en la aldea. Cuando Emma, acorralada por la miseria, quiso echar mano a su peculio, se le dijo que los billetes habían sido emitidos por los rojos y que carecían de valor; la gente tenía una lista en la que se indicaban los números de esos billetes. Este fracaso quebrantó las energías de Emma, que parió antes de tiempo, sola, y estuvo a punto de morir a consecuencia de la hemorragia. Una vecina acudió en su auxilio y dio parte de la desesperada situación de la familia. Acudió una hermana de la caridad e hizo lo que pudo: obtuvo un subsidio de la asistencia pública y luchó heroicamente. Pero había mucha miseria en la aldea y la pobre hermana tenía que acudir a muchos sitios a la vez. Emma se encontró de nuevo abandonada; la convalecencia se prolongaba a causa de su debilidad.
Un domingo, Silja fue a casa de Teliniemi. La hermana estaba ausente en aquel momento y la muchacha prestó algunos pequeños servicios a la enferma. Emma estaba como enternecida por la enfermedad y por el rigor de su suerte, y miraba agradecida a Silja, moviendo débilmente la cabeza al compás de su respiración. Silja permaneció inmóvil, ofreciendo sus ojos a las miradas de la enferma. Y antes que pudieran hablar del incidente que las había trastornado a ambas, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia! —sollozaba Silja—. Pero yo tenía confianza en el capitán, y me decía a mí misma que era mejor que Teliniemi saliera, ya que su vida no corría peligro alguno. ¡Ah!, ¿por qué no le avisé?
—No puede tenerse confianza en esa gente, querida Silja —dijo Emma con un suspiro—. Tú les has ayudado a atravesar el frente…; sí, mi marido lo sabía, y a ti no te han hecho nada… Aquellos dos blancos mataron de paso al viejo Lehtimaki… No hay que fiar de los que están contra los proletarios ahora que han ganado… ¡Ah!, ¡qué desgraciados somos! —dijo mirando al rorro con los ojos llenos de lágrimas.
Permitió a Silja que fuera en busca de pañales y que cambiara a la criatura. Por la tarde volvió la hermana, y dijo que había pasado la noche velando a una enferma de pulmonía, cuya enfermedad alcanzaba su punto crítico. Silja propuso regresar por la noche, después de terminar su trabajo en la granja.
Silja veló a la enferma toda la noche, con mayor celo del que era necesario, hasta el regreso de la hermana. A la mañana siguiente, al volver a la granja, se encontraba tan débil que andaba como un autómata, no dándose cuenta de ello hasta que se detenía sobresaltada. Mientras ordeñaba, estuvo varias veces a punto de caerse. El ama se dio cuenta y declaró que Silja, que tenía sus quehaceres, no estaba obligada a ocuparse de los demás… «Es cosa de la gente de la asistencia pública, a la que se paga espléndidamente para esto… No es posible trabajar después de velar toda la noche, sobre todo cuando se es tan poca cosa como tú».
Silja veló aún muchas noches más, pero no volvió a «Teliniemi». Permanecía en la cama, observando cómo las noches se hacían más claras, como para acercarse a las almas aisladas. Los días se alargaban; las manifestaciones ordinarias de la primavera y el verano consolaban a los hombres abatidos. Pero Silja se encontraba fatigada, y su ama contaba ya a las comadres que su sirvienta se había vuelto perezosa y descuidada.
Nadie, ni aún la propia Silja, adivinaba de lo que se trataba. La joven tenía a veces breves accesos de tos, pero nadie prestaba atención a aquello, en lo que veían todos una especie de mal hábito. Y como, por otra parte, la cara de Silja parecía reflejar el esplendor de la primavera y su belleza se acentuaba, aquella tosecilla parecía una coquetería, tanto más cuanto iba acompañada de un silbido melodioso. Todo el ser de Silja exhalaba verdaderamente un aire de pureza, lo mismo que los patios abandonados y las orillas de los caminos se cubren de hierba, depurándose de este modo cuando las huellas del invierno han desaparecido. Silja parecía convertirse en diáfana. En «Kierikka» nadie le había pedido relaciones; pero ahora se mantenía más apartada que nunca.
Por la noche su temperatura subía. Silja creía que la habitación era demasiado calurosa; pero si se destapaba sentía escalofríos. Llevaba rápidamente el cobertor sobre su cuerpo y se acurrucaba como antaño en su infancia para sentirse lejos del mundo. Percibía entonces con intensidad su existencia presente. Su posición, que recordaba la del feto, llevaba su pensamiento hacia los orígenes, esto es, hacia los tiempos anteriores a su nacimiento. Le parecía que nunca había sido más joven —o más vieja— que entonces. El tiempo se reducía al instante actual. Todas las fases de su vida coexistían en aquel minuto supremo detrás de sus párpados cerrados, alrededor de la boca y del pecho: la infancia y su padre, la juventud con la hermosura y pureza que el alma experimentaba y conservaba, y en fin, los acontecimientos recientes. Su alma reaccionaba con los mismos acordes, cuando evocaba a la Rinne y Teliniemi, o al joven desconocido que la había besado en el umbral de la granja…
Su espíritu acabó por evocar en la superficie de la conciencia al único ser que había tratado de evitar durante los últimos tiempos. Cuando la subida de la temperatura en las células del cuerpo acercaba a Silja a las regiones del ensueño, cuando el mundo que la rodeaba permanecía dormido, cuando la suave luz de la noche entreabría las puertas del alma, cuando los ojos estaban cerrados, «él» volvía y la miraba desde lejos, como antaño en su barco, en los tiempos de la primera comunión. Venía y la amaba, pero sin que nada se quebrara y consolidándose todo… Y ahora se encontraba detrás de los hechos recientes y le preguntaba si había comprendido… Sí, había comprendido y el verano que se acercaba… Muy pronto el centeno se abriría, y las noches se llenarían de flores. Éstas amaban, como decía él riendo…
La imaginación la arrastraba. Durante horas, trataba de calmar los tejidos del cuerpo alterados por un factor extraño. Cuando las funciones orgánicas se calman, el sudor trata de expulsar de las glándulas de la piel las substancias que estorban y debilitan, y entonces la temperatura baja, la respiración vuelve a ser regular y los pulmones se despejan. Al despertarse un instante, uno nota que el cuerpo ha transpirado y que esto no sucedía antes. Es el fin de la noche; el reloj toca la media, sin que se sepa de qué hora. Pero la iluminación del dormitorio es muy curiosa y diferente que la de la noche. Se oye, en la cama que está junto a la puerta, la fuerte respiración del mozo. Se trata de la sala de «Kierikka», muy diferente de la de «Rantoo», en la que Silja veía al despertar unas flores en un vaso en el alféizar de la ventana y una rama de serbal despellejada, clavada en el dintel de la puerta. Y esta piececita de «Rantoo» no recordaba en nada a aquélla en que había oído la respiración de su padre… Aquí el único encanto que había era la soledad, la desaparición de todo lo que era diurno.
Fue durante aquel breve instante de vigilia cuando «él» se le apareció de nuevo, aunque tuviese los ojos abiertos. Llegó y quiso abolir todo el intervalo y se insinuó en el alma de Silja tan deliciosamente que hubo de cerrar los párpados, y un sueño apacible descendió sobre ella, un sueño feliz como en los días de su infancia, cuando la conciencia dormida esperaba la caricia del padre para despertarse.
Pero esa caricia no llegaba hasta que el sueño se hacía más ligero, y si unas briznas de torpeza se retrasaban en los miembros, padre sabía descubrirlas muy bien y echarlas frotándolos con sus dedos, ágiles y flexibles. Luego era algo exquisito el saltar de la cama y correr derechamente a la ventana para saludar al sol.
Pero aquella mañana fueron las vacas las que la despertaron. Luego vino el ama a sacarla de la cama, refunfuñando, como acostumbraba desde hacía algún tiempo. «Te cuesta mucho levantarte». Le costaba, en efecto, mucho trabajo dejar la cama a las cinco de la mañana, para ir a ordeñar; el lechero pasaba muy temprano, pues la granja estaba bastante alejada de la lechería. Durante aquella primavera, Silja hubiese dormido hasta las ocho, pero no podía hacerlo, ni aún los domingos, cuando el mozo se quedaba en la cama, pues los caballos habían sido llevados a pacer la víspera y continuaban allí hasta el lunes. En «Kierikka» se iba a la iglesia una sola vez en verano, cuando florecía el centeno.
Y así, mañana tras mañana, se veía salir a la granjera de piernas torcidas, con la cabeza inclinada hacia delante, seguida de su escuálida sirvienta, que había sido la heredera de una hermosa propiedad. Iban hacia el cercado en donde las vacas, unas de pie y otras acostadas y rumiando, las esperaban. El suelo estaba cubierto de ramillas de pino secas, con motas verduzcas aquí y allá. Llevaba un cubo de agua para lavar las ubres, pues el lechero se había quejado de que la leche de la granja era sucia, lo que suponía una disminución en el precio. Silja se levantaba a regañadientes, pero muy pronto se animaba. Al amanecer, el aire es más puro que en pleno día, y resulta delicioso el respirarlo al salir de la casa que huele a encerrado. La habitación era espaciosa, y ordinariamente sólo dormían en ella tres personas: Silja, el mozo y un jornalero; pero aquellos dos hombres tenían la virtud de apestarla por completo. El dueño, a pesar de que padecía un resfriado crónico, lo notó, sin embargo, una mañana, y lo dijo sarcásticamente.
Después de haber llenado sus pulmones con aire purificado por el perfume de millones de flores y de plantas, Silja trabajaba con ahínco hasta la hora del almuerzo. Incluso efectuaba a veces su trabajo canturreando. Pero, en la mesa, el ama notaba que no comía mucho. Todo era beneficio para la granja —había sirvientas que comían tanto que resultaban una ruina—; pero en aquel caso no era buena señal. Silja se limitaba a beber un vaso de leche desnatada que traían de la lechería y que se utilizaba, sobre todo, en «Kierikka» lo mismo que en todas partes, para los terneros y cerdos. También se daba a los domésticos, pero además del alimento necesario para un trabajador: patatas, arenques salados, margarina y, sobre todo, el amazacotado pan de centeno, del que todo el mundo puede servirse a discreción en las casas de campo. Ni los campesinos más ruines se habrían permitido, ni aun en aquel verano, echar en cara a la servidumbre el que comiera demasiado pan, a menos que fuese bromeando. El mozo sabía aprovecharse de su derecho, y si los arenques eran demasiado viejos o la manteca demasiado rancia, devoraba en cada comida un pan entero, de los que se necesitaban tres, y aún muy secos, para que hagan el kilo. Se zampaba un trago de leche a cada bocado, y cuando había terminado se levantaba y eructaba.
El ama decía a Silja: «Come, Silja, come, ya que tienes que trabajar. Si no comes, por la tarde las piernas no podrán sostenerte».
Silja trabajaba cuanto podía, incluso por la tarde, si bien sentía entonces latir la sangre en sus oídos con un zumbido continuo. Sus pensamientos se remontaban en pleno trabajo a los tiempos pasados, lo mismo que por la noche, en la cama, cuando subía la temperatura. A mediodía, una voz decía ya a Silja que sufría un mal incurable.
Estaba segura: nunca volvería a ser lo que era cuando llegó a «Kierikka». Sus noches sufrieron un cambio profundo: al atardecer, su temperatura era muy alta, y hacia la mañana la transpiración y la tos se habían agravado. El mozo lo observó una mañana en que hubo de levantarse más temprano que de costumbre. Durante el día, si alguien criticaba a la servidumbre de Kierikka porque dormían todos en la misma habitación, Silja, en un impulso de defensa instintiva, decía al mozo:
—¿Qué dices tú, Aapo, a todo esto?
Y éste respondía, encogiéndose de hombros:
—Puedes estar tranquila; no quiero ni tocarte, pues estás tísica; toses toda la noche.
San Juan se acercaba. Silja empezó a interesarse por el curso de los meses y los días. Consultó el calendario para ver qué día de la semana había sido el año pasado, el día que caía en domingo este verano. Había sido sábado. Cuanto más le reprochaba el ama su negligencia y falta de fuerzas, más se complacía Silja ensimismándose en sus recuerdos del año pasado. Por la noche, cuando el sueño tardaba y mientras su cuerpo ardía, revivía los hechos y las palabras de entonces. Poco a poco sentía aumentar en ella una especie de aversión por aquella mujer, y se preguntaba, extrañada, cómo había podido estar en ella durante un año casi. La villa de «Rantoo» y los recuerdos del pasado verano acudían más a menudo cada día a su memoria. En «Kierikka» le parecía ahogarse, sumergida en un gas funesto; sólo el aire de «Rantoo» era puro. La idea de volver allá acabó por convertirse en ella en una obsesión, a la cual no había de renunciar ni un instante. Una vez pidió permiso al ama para ir a visitar a sus antiguos amos. Saliendo temprano podría regresar a tiempo para ordeñar las vacas al atardecer.
—Si pudiera ser el día de San Juan, sería lo más cómodo.
—No puedes ausentarte ese día, pues vamos a la iglesia y tienes que preparar la comida.
La respuesta era tan tajante que era inútil insistir. Más tarde, el ama, por propia iniciativa, dijo:
—Este año, el día siguiente de San Juan cae en domingo; puedes ir ese día, si quieres.
Así quedó fijado el día del hermoso viaje de Silja —que había de ser su última salida—. La espera acrecentó sus fuerzas; aunque por la noche tuviese fiebre, aunque en sus sueños nocturnos el profesor fuese a tirarle de los cabellos, riendo, y aunque los sudores de la madrugada la dejaran exhausta, se levantaba alegremente y dejaba la atmósfera apestosa de la sala común para ir a ordeñar las vacas rodeada del perfume matutino de la Naturaleza. No sentía ninguna hostilidad por la granja, en la que continuaba sin demostrar el menor interés, simplemente por estar en alguna parte. Aquella propiedad se encontraba al sur de la antigua colocación. Ahora, Silja deseaba volver hacia el Norte, aunque fuese más allá de «Rantoo», hasta «Siiveri» y hasta la antigua casita de su padre.
No llegó hasta allí, pero su visita a «Rantoo» fue algo hermoso y rico. Aquella mañana, Silja se despertó sin que tuvieran que llamarla, y ordeñaba ya cantando cuando su ama entró en el cercado: «Ese paseo al aire libre te agradará, ya que cantas tan de mañana. Mientras sea buena señal…», añadió, pues la alegría de los demás la irritaba siempre.
En realidad no era una «buena señal», sino que al amanecer todo está limpio y resplandeciente, como corresponde al domingo que sigue a la festividad de San Juan. El tiempo era hermoso y no había rocío, lo que hizo presagiar a Kierikka que llovería antes del atardecer. Pero en aquel momento el cielo estaba completamente despejado y era tan puro que no podía decirse con exactitud dónde comenzaba.
Cuando Silja hubo perdido de vista a la granja, el sol, el aire y la tierra fueron durante mucho tiempo sus únicos compañeros. Sus pies pisaban el camino forestal, cubierto enteramente por una hierba uniforme, en la que se dibujaban los relejes de los carros y, entre ellos, la pista abierta por los cascos de los caballos. Aquello era tan hermoso que Silja se sentaba de cuando en cuando durante un rato para abandonarse al hechizo de la mañana. Sus vestidos limpios conservaban el olor fresco del granero, y le hacían pensar en los tiempos en que iba a la fiesta de final de curso de la escuela.
Al llegar a través de los bosques a la aldea vecina, desde la cual se entreveía ya el final de su excursión, le complació observar que las muchachas se habían puesto también sus vestidos de fiesta para ir a la iglesia. Conocía a algunas de ellas, con las que cambió los buenos días.
El camino recorría la base de la colina, para llegar a la región que parecía dominada por la hermosa villa de «Rantoo»; pero Silja dobló por un sendero que subía por la pendiente. Jadeante por la ascensión, sintió una brusca fatiga; sus rodillas temblaron y se le secó la boca. En la cumbre había una casa, habitada por una viuda y su hija, a la que iban a menudo los habitantes de «Rantoo» a buscar huevos. El sol iluminaba las paredes grises; una ventana parecía sonreír entre las ramas de unos cerezos; un gallo cantaba en honor de la mañana. Aparecía en un desnivel el pretil de un pozo entre dos ribazos verdeantes. Silja recordó que el profesor había elogiado el agua de aquel pozo. Fue allí a refrescar sus labios, y luego descansó un momento en la escalera, hablando con las dos mujeres de los acontecimientos del verano y del invierno. Supo que el profesor había pasado en «Rantoo» todo el tiempo que duró la revuelta; su hija, que se había quedado en Helsinki, no pudo reunirse con él hasta terminada la guerra, después de numerosas peripecias…
—Sí, del joven apuesto y jovial no se sabe nada seguro… Unos dicen que murió en la guerra y otros que fue gravemente herido. No he vuelto a ver a la señorita Laura, que hubiese podido informarme; parece que se veían de cuando en cuando.
La casita no se encontraba exactamente en la cumbre. Silja siguió por el sendero familiar y llegó al sitio que más conocía, que era una pequeña cañada en donde los árboles y matorrales parecían apartarse para que fuese posible ver mejor. El suelo producía bajo sus pasos un ruido hueco. La hierba era amarillenta y parecía extraño que hubiese podido crecer allí. A través de la hierba serpenteaba un sendero y, a menudo, los que pasaban por allí se detenían para golpear el suelo y oír el sordo gruñido, como los muchachos que se divierten despertando el eco. El agua del pozo había reanimado a Silja, que se detuvo a su vez e hizo resonar el suelo, sonriendo.
Aquella sonrisa se derramaba también sobre el paisaje. La casa de «Rantoo» se veía ya, con sus mismos colores, líneas y tejados. El promontorio, cubierto de álamos, se perfilaba al sol sobre el agua chispeante, y era también el mismo que Silja había comparado con el que había junto a la casa paterna, y en cuyo extremo había sentido su soledad, un domingo al atardecer, en la época de su primera comunión. Desde la colina de suelo sonoro, volvía a ver a «Rantoo». La estufa y el amasador permanecían ocultos en el flanco de la cuesta…, y sabía cuál era su aspecto bajo el sol en aquel momento; recordaba el olor que despedía el caldero en una mañana como aquélla.
El sendero descendía a través del patio de una granja, para unirse al camino que bajaba a unos campos de centeno verdirrojo. Aquellos parajes le eran familiares, y guardaban unos recuerdos preciosos. Al llegar al fondo del barranco, Silja observó que la colina era más alta de lo que había creído. ¡Qué alta era, pues, la cañada de hierba seca desde donde se divisaba tan bien «Rantoo» y el embarcadero! Silja se había apostado allí, al partir Armas en el barco…
El camino subía ligeramente y vino luego una bifurcación en donde Silja tuvo que decidir si iría a «Rantoo» o a «Kulmala». Se detuvo, no se veía a nadie en los campos; pero podía percibirse alguien en las ventanas, lo que no la intimidaba. Silja no se dirigió hacia la villa, sino que dobló a la izquierda y llegó muy pronto a «Kamraatti». En el porche vio a dos desconocidos y al viejo Kalle, un aparcero medio impedido de quien se sabía que su único hijo había sido ejecutado por los blancos… El anciano siguió a Silja con la mirada de sus ojos muertos hasta el manzano desde el cual se veía «Kulmala»; parecía el símbolo inconsciente de la melancolía.
En «Kulmala», tuvo que abrir y cerrar el portón, cuyo pestillo había alzado y bajado tantas veces. Los cerezos silvestres y las grosellas tenían un año más, pero resplandecían siempre bajo los rayos del sol. A la entrada del sendero, Silja oyó tocar el piano.
Laini se ejercitaba, utilizando el pedal hasta el punto que resultaba imposible casi reconocer la melodía. Estaba tan absorbida que no notó la presencia de Silja hasta que ésta se encontró en la sala. Después de haber cambiado un breve saludo, ambas se miraron como preguntándose cuál de las dos había cambiado más durante el año. Laini había visto la guerra y era ya una mujer. La presencia de Silja la hizo pensar en el verano pasado y en ciertos acontecimientos que había observado sin comprenderlos. Las dos muchachas se sentían cohibidas.
Sofía no estaba en casa, pero no tardaría en regresar; habría ido probablemente a «Rantoo».
Silja no se atrevía a interrogar a Laini, que se movía por la sala de una forma afectada. «¿Tose usted?», preguntó a Silja. «Sí, desde la primavera», respondió ésta, mientras pasaba de una ventana a otra para mirar el paisaje. El campo de centeno estaba aún verde… Salió para verlo de cerca. Laini entró en la cocina.
Las gallinas cloqueaban al sol. Silja reconoció la empalizada del cercado con su portón de través. Salía del establo un olor de estiércol seco y de abeto. Los cubos para ordeñar estaban en su lugar, cerca de la lechería; apoyada en la empalizada, Silja los miró durante largo rato. Nadie fue a estorbarla… Una golondrina se deslizó rápidamente lanzando un grito, como para confirmar las impresiones de la muchacha.
Todo era familiar y cotidiano, y Silja experimentó un solo sentimiento: no era la misma que antes. De nuevo aquella fatiga y trasudor… El pasado era lejano… ¡Qué diferencia con el otro verano! Todo había acabado; no encontraría allí lo que buscaba.
Durante el verano pasado, Silja había buscado también. Ahora, pensando en ello, se daba cuenta de que no lo había encontrado todo y que únicamente había presentido. La continuación no había correspondido al principio. ¿Por qué había obrado de aquel modo? ¿Por qué no se había aferrado a lo que había sido? ¿Por qué el invierno había traído unos trastornos tan profundos que no era posible volver a lo que le había precedido?
Junto al cercado de «Kulmala», Silja pasó los instantes más melancólicos del final de su vida —mientras Sofía estaba de visita y Laini guardaba la casa—. Paseó sus miradas por las granjas vecinas, y recordó los espantosos rumores que habían corrido sobre los habitantes de aquellas casas durante los horrores de la guerra. Aquel muchacho de cabellos negros, un poco tímido y sonriente, había sido arrastrado hasta el bosque por un obrero amigo de los rusos que le había dado muerte; los blancos habían encontrado el cadáver helado, y el asesino había sido pasado por las armas.
Luego Silja pensó en Oskari Tonttila, con calma y hasta con simpatía, sin sentir vergüenza por la visita intempestiva que había hecho a sus padres… Ahora estaba muerto. Evocando sus recuerdos, Silja tuvo la sensación de que había sido olvidada aquí abajo, y que era una extraña en este nuevo verano.
Este sentimiento ya no la abandonó. Sofía regresó de «Rantoo» y se sintió feliz al verla, reprochándole que no hubiese ido antes. Pero, de pronto, pareció tomar un aire receloso cesando de ser la mujer a quien había abrazado Silja con tanto agradecimiento al partir de «Rantoo». Sofía, sin dejar de ser amable, fue alejándose de Silja; su cara expresaba una especie de compasión al mirar a la bella sirvienta del verano pasado, y Silja no comprendió los motivos de esta actitud hasta que regresó a «Kierikka», cuando su sangre enrojeció la hierba del camino.
Idéntica fue la expresión del profesor cuando vio a Silja por la tarde. No se atrevió a decirle la causa; por su parte había cambiado mucho también, y se le veía abatido, deprimido y envejecido. Cuando estrechó la mano a Silja estaba verdaderamente emocionado, pues sentía afecto por aquella muchacha a la que sabía veía por última vez. Las ruinas se acumulaban a su alrededor, e iba a perder ahora a aquella niña a la que había cuidado y salvado el otoño pasado…
Silja vio asimismo a la señorita Laura, a quien Sofía hizo unas preguntas, segura de que Silja no se atrevería a hacerlas. «Sí, Armas…», respondió Laura con su acostumbrada impasibilidad, y luego contó lo que Sofía sabía tan bien como ella, aunque le había faltado valor para contárselo a Silja… Armas se encontraba en el hospital gravemente herido. Su suerte había sido muy cruel. El verano pasado perdió a su madre, poco después de su partida, y ahora había perdido una pierna y un pulmón.
Sofía y Silja regresaron a «Kulmala», donde Laini consintió en tocar al piano unas marchas militares nuevas, cuya letra canturreaba su madre. Silja comprendió que no encontraría el ansiado consuelo. Tenía que irse, pues el objeto de sus deseos vivía tan sólo en su alma. Unicamente allí podía encontrarlo.
El domingo, largo y claro, se inclinó poco a poco hacía la noche. Silja conocía perfectamente los movimientos de las sombras en el patio de «Kulmala»; cuanto más avanzaba el día, más le recordaba el portón la hora de la partida. Era algo horrible el pensar que había de regresar a «Kierikka» y quedarse allí. Pero la visita había durado ya bastante, y nadie insistía para que se prolongara.
Al recorrer el flanco de la colina, volvió a ver «Rantoo»; el camino arenoso se alejaba cada vez más de la villa. Al encontrarse en la cumbre de la colina, se volvió para contemplar una vez más aquellos queridos parajes. El sol que brillaba a la derecha por la mañana, descendía ahora hacia la izquierda. No había esperanzas de retorno; la comarca la había escoltado durante una pequeña porción de camino y, después de haberle dicho adiós definitivamente, se alejaba con rapidez.
Los campos, los caminos y los tejados ya no hacían compañía a Silja, pues era una extraña; su corazón latía y un sudor desagradable humedecía su cuello. Había que darse prisa para abandonar aquel ambiente y descansar en la frescura del bosque. La subida le había dado palpitaciones y el descenso le fatigaba las rodillas.
Las últimas horas del hermoso paseo fueron penosas. Se tendió sobre la hierba al borde del camino para descansar, como si hubiese llegado ya al término del viaje. En cierto sentido era así. Su tos persistente había llamado la atención: «Una tos de verano dura hasta el invierno»; ahora la hierba del camino se teñía de rojo. Era la primera vez; la sangre desapareció muy pronto, pero Silja tuvo que experimentar la inmensa angustia de una muerte anticipada. Aquel accidente la calmó. No había alimentado esperanzas exageradas al ponerse en marcha por la mañana, pero, sin embargo, había quedado decepcionada de los lugares a los que ya no volvería. La fatiga había provocado el que escupiera sangre…
¿Alcanzará, pues, Silja la vida a la que había aspirado en su juventud? ¿Quedarán reducidas sus esperanzas a un espejismo fugaz?
—¡Ay, sí! —Silja se quedó inmóvil apoyada en el codo y con una expresión de beatitud en su rostro… La tos se calma; no ha sido nada. Hay que pensar tan sólo en los acontecimientos del día… Ayer era San Juan y hoy es domingo. ¡Qué alegría da cuando hay dos días de fiesta seguidos en verano…! Ayer no estuvo libre, pero hoy… ¿Ha pasado verdaderamente un año después… de aquello? El relato de la señorita Laura le hace el efecto de una leyenda. Éste es el sitio a propósito para pensar en ello. La mirada regresa a la lejanía y se posa sobre las gotitas de sangre desparramadas sobre la hierba, y ve cómo se han redondeado sobre la superficie de los tallos. Pero sólo los ojos observan. El pensamiento vuela en derredor del amigo, del joven de la pierna cortada y del pulmón atravesado por una bala; evoca asimismo la altiva actitud de la cabeza, que la imaginación ennoblece más aún… Está enfermo y quizá no sanará nunca por haber permanecido varias horas abandonado sobre la nieve.
Ahora es el verano; la nieve se ha derretido y las orillas del camino están esmaltadas de flores entre las cuales es cosa buena sentarse… El tiempo es hermoso, pero la mujer que se ha sentado en la hierba siente escalofríos y tiene sed. Quizás el aire no es muy cálido, pues el sol roza ya las copas de los árboles, y la fuerza de sus rayos se quiebra en el bosque, sobre los grandes abetos que se yerguen en masa, robustos y viejos, insensibles a las penas de los hombres. El sol parecía haber abandonado a los humanos para refugiarse fuera de su alcance, en las ramillas superiores; el bosque poderoso lo guardaba para él. Los ojos observaban un enebro curvado hacia el suelo, con una tela de araña de hilos finísimos. El camino se destacaba con nitidez; parecía esperar, como hacía un instante, el portón de «Kulmala». Anochece ya. En espíritu, Silja ha pasado horas y horas con sus recuerdos antiguos y lejanos. No ha pasado nadie… Ha estado en «Kulmala», donde ha jugado y cantado.
Silja se puso a canturrear. Su voz apenas se oía, pero todo su ser cantaba un himno que cristalizaba en una nueva esperanza, más vasta que todos los acontecimientos de aquel domingo. Como el joven no se encontraba en el patio de «Kulmala» ni en «Rantoo», el corazón no tardó en olvidar que lo había buscado allá abajo y acabó por replegarse en sí mismo, y fue entonces cuando encontró lo que deseaba.
El corazón lo encontró y lo guardó para siempre. Departían continuamente y evitaban a los demás, pues nadie debía conocer la suerte del amigo. Estaban siempre juntos y esto facilitaba el que la razón ignorara la residencia material del amigo herido. Al final de su largo descanso al borde del camino, Silja se levantó llena de confianza y seguridad. Las gotas de sangre habían desaparecido, olvidadas. Aunque todo su cuerpo le pareciese extraño y aunque los escalofríos y la sed se dejaran sentir, nunca había estado tan segura de la vida como entonces. Tenía que vivir y fortalecerse, pues su amigo parecía agrandarse y acercarse cada vez más. Había tenido sus vicisitudes después de la separación del verano pasado —o hacía un instante—, pues los acaecimientos intermedios se borraban. Aquella marcha había sido un error que Silja no había podido comprender. Y ahora yacía inválido en alguna parte, y ella avanzaba por el camino oscuro hacia «Kierikka», hacia una granja en la que había vestidos sucios, fogones decrépitos y gente pendenciera. Cada uno había seguido su camino.
El bosque era más despejado y el camino, al estrecharse, bordeaba granjas y heniles. Un transeúnte preguntó a Silja dónde había estado, y se extrañó de la locuacidad de aquella muchacha tan taciturna habitualmente. Hablaba sin discriminar de este verano y del precedente, así como también de la guerra y los muertos y heridos. Parecía muy excitada; sus mejillas estaban encendidas, y su respiración silbaba un poco. «Se ha cansado al andar», dijo a su compañero, que sentía cierta aprensión por el estado de Silja.
La joven se había retrasado y su ama, que había empezado a ordeñar, guardó silencio cuando Silja le preguntó si aquella vaca estaba a punto. Quizá no había oído la pregunta o, habiéndose peleado con su marido, estaba de mal humor. Silja cogió el cubo y se inclinó. Salieron unas gotas de leche de la teta de la vaca; pero de pronto le faltaron las fuerzas y se desmayó.
—Dios mío, ¿qué pasa? —dijo el ama con voz ansiosa y no sabiendo cómo colocar su cubo para acudir en auxilio de la muchacha.
Se derramó un poco de leche por el suelo, pero el ama pudo levantar a Silja, y notó que el cuello de su sirvienta ardía y que sus manos estaban frías. Silja no decía nada; su cabeza colgaba.
—¡Eh, venid!, ¡de prisa! ¡Hermanni! —Gritaba como si toda la gente de la granja hubiese cometido una grave negligencia; como si aquel domingo al atardecer hubiesen tenido la obligación de esperar aquel accidente y la llamada de su ama. Pero no acudió nadie… ¿Carecían de ojos y oídos? ¿Dónde están los niños?—. ¡Tauno!
Silja volvió a abrir los ojos, recogió el cubo y trató de levantarse. «Deja, deja —dijo el ama—, ¡has acabado de ordeñar en este bajo mundo, pobre pequeña!».
Sostenida por su ama, Silja pudo dirigirse hacia la casa. Kierikka apareció en aquel instante bajo el pórtico. Parecía fastidiado, como si su mujer hubiese conseguido un éxito en perjuicio suyo, o como si ella hubiese salido victoriosa de su reciente disputa. Éste refunfuñó al pasar junto a él y no respondió a sus preguntas.
A partir de entonces, Silja fue incapaz de trabajar. El lunes por la mañana se sintió un poco mejor; había dormido como un ser que, tras grandes esfuerzos, ha realizado su tarea. Cuando quiso levantarse, todo se volvió negro ante sus ojos, y una sensación de sed oprimió su garganta. Hubo de volverse a acostar, gimiendo. La granja se despertaba; el ama se encontraba ya en el amasador y el mozo de cuadra chasqueaba la lengua en su cama; fuera, mugían las vacas.
El ama entró en la sala común y volvió sus ojos menudos hacia la cama de Silja. La contrariaba cualquier cambio en las costumbres de cada día; y una sirvienta enferma era un estorbo. Pero, por otra parte, se decía que había que ser buena con los enfermos. Por esto dirigió a Silja una frase de conmiseración. Las vacas mugían. Todo se había retrasado, y aquella llamada resonó en la conciencia de la dueña, que comprendió que aquella mañana no podría ordeñarse como de costumbre. «Pediré a Santra que te remplace», dijo.
La frase indicaba, antes que nada, que Silja no iba a ser cuidada gratis. El ama conocía, por lo demás, los recursos con que contaba Silja: tres meses de soldadas que no había cobrado y, además, un abundante y hermoso ajuar.
Para Silja todo aquello no eran más que detalles sin importancia; sólo deseaba descansar. Su cama estaba bastante sucia, y había incluso nidos de chinches en las maderas. Pero fuera resplandecía un hermoso día de verano; el trabajo cotidiano podía realizarse sin gran esfuerzo. Los niños corrían sin cesar entre el patio y la casa, dejando la puerta abierta, lo que permitía que los efluvios de la Naturaleza y los ruidos de la casa entraran en la sala común. Durante aquella larga jornada, Silja se sintió en «Kierikka» como en su casa. Continuaba viviendo en el mismo ambiente de la víspera.
Oyó discutir a sus amos en la habitación vecina; tomándose repetidamente la palabra, hablaban sobre el tiempo que tendrían que cuidar a Silja antes de recurrir a la asistencia pública. El dueño declaró que el municipio no daría nada, pues Silja pertenecía a otra parroquia; aquello iba a ser un nuevo lío.
El ama fue luego a hablar con Silja. Empezó por decirle que aquélla sería probablemente su última enfermedad, y que tenía que procurar ponerse en orden con el Cielo en tiempo oportuno. Luego había que ocuparse de los asuntos materiales. Si Silja consentía en esto, en aquello y en lo de más allá, las cosas podían arreglarse.
Muy pronto llegó Santra, la cual, dándose importancia, empezó a enumerar el trabajo que había hecho. Silja no prestó la menor atención a sus palabras. Ahora se encontraba en cama, como su amigo lejano. Era delicioso cambiar pensamientos. Silja tenía la impresión de que allí, en «Kierikka» y en este verano, se encontraba más cerca que nunca de Armas.
Aquel primer día de su enfermedad fue una fiesta para ella. Por la noche le costó trabajo dormirse; aunque la puerta estaba abierta, hacía calor. La sed la atormentaba también, y como se le había olvidado pedir agua tuvo que ir a buscarla. La noche era clara, y sabía en dónde se encontraba la tinaja del agua en el amasador. Al atravesar el patio, observó que la granja era tan hermosa como cualquier otra, bajo la luz nocturna, cuando todos dormían. Era una vieja casa solariega edificada hacía mucho, mucho tiempo.
El insomnio era casi un descanso; mientras la imaginación evocaba la próxima llegada del amigo, la razón tomaba parte en aquel ensueño. No había espacio alguno para las decepciones.
Silja gozaba de poder descansar. La novedad de la situación tuvo por consecuencia que los sentimientos religiosos del ama se manifestaran en los primeros días por pequeños actos de caridad. Trajo a Silja buena leche de vaca, que se reservaba estrictamente para la lechería, y hasta le ofreció café y azúcar, que se proporcionaba a cambio de trigo, sin que su marido lo supiera. El café provocaba una corta transpiración bienhechora. Silja se sentía muy bien; pero hubiese querido descansar en otra parte y no en aquella sala, cuyos inconvenientes notaba ahora más que nunca. Se extrañó de haber podido vivir allí tanto tiempo noche y día. La cama no había cambiado, pero Silja despertaba poco a poco a una vida más pura y distinguida. No debía encontrarse en aquel marco, cuando, más adelante, llegaría el desconocido al cual no podía atribuir ninguna forma exterior, pero cuya proximidad era tan cierta como que ella vivía.
Un día, a fines de semana, cuando se levantó el sol después de una noche de lluvia, Silja salió afuera a escondidas. Aunque respiraba con dificultad, pudo hacerlo. Quedó sorprendida al ver los alrededores de la granja, como si lo contemplara por primera vez… El agua de lavar los platos había sido derramada junto a la puerta del amasador… Las vacas habían pasado por el patio en el cual habían dejado huellas…
Por entre los edificios, la vista se extendía hasta la aldea y hasta el lago, en donde la luz del sol se convertía en centelleo. Los ojos se cansaban al mirar y la fatiga aumentaba. En el campo, un labrador arreaba a su caballo, y Silja reconoció al hombre y a su voz. Era un cosa extraña permanecer ociosa en el patio familiar un día laborable, sin que nadie fuera a dar órdenes. Su vida se embellecía de día en día y se iluminaba y elevaba por encima de la existencia de la gente que trabaja o hace trabajar a los demás. Y, sin embargo, Silja era incapaz de trabajar. En el fondo de su ser esta contradicción tomaba la forma de una opresión desagradable.
Continuó su paseo y llegó a la estufa, que estaba rodeada de ortigas que ocultaban el basamento podrido. Las ventanas del cuartito, situadas al nivel de la maleza, estaban iluminadas por el sol, que brillaba sobre los cristales verduzcos sostenidos por tablas. Era divertido entrar en la estufa en pleno día; aquello recordaba la infancia. El tragaluz de la estufa se encontraba en la parte sombreada, y el aire era en ella húmedo y despedía un olor fuerte.
El sol brillaba en la pieza vecina, impregnada del olor insípido que se desprende de la madera cortada. Silja entró y se sentó en un escabel; había allí una mezcolanza de objetos, y hasta una vieja cama portátil.
El ama había seguido las idas y venidas de Silja, y, al no verla salir de la estufa, fue a su encuentro. Sus ojillos expresaban la cólera que siente una persona de plácidas costumbres al observar algo, fútil incluso, que ella no haría. ¡Qué tontería ir a la estufa a aquella hora! Y la dueña se preguntaba si no habría allí algo… No, no había nada que robar, verdaderamente; además, Silja nunca había tocado nada… Aunque nunca se sabe de lo que es capaz una enferma… Podría dar algo a Santra para que continuara reemplazándola, o para que la recogiera en su casa si tenía que abandonar la granja. El ama no tenía viveza de imaginación, pero su pensamiento realizó este proyecto mientras inspeccionaba la pieza.
—He pensado que podría instalarme aquí durante mi enfermedad —dijo Silja.
Sus oídos percibieron aquellas palabras que había pronunciado sin pensar. Se sobresaltó, sobre todo, cuando oyó la palabra enfermedad. Luego se dijo que había obrado bien hablando.
—¿Quién te traerá la comida aquí? —preguntó el ama, levantando un cubo cuyos aros se caían.
—Sólo tengo necesidad de un poco de leche —dijo Silja—. Y así no tendré que estar en la sala común, si mi enfermedad es contagiosa… Hay que pensar en los niños.
El ama tomó una expresión estúpida y no respondió.
—Aquí hay una camita —continuó Silja—. Santra podría limpiar un poco y yo lo pagaría con mi salario…
—¿Crees que voy a permitir que Santra husmee por aquí? Yo misma lo arreglaré todo. Aunque… falta saber lo que dirá mi marido. Ven conmigo.
Volvió a la casa seguida de su sirvienta.
Silja se instaló en la pequeña habitación después que el ama la hubo limpiado. Quedó tan bien arregladita que la mujer no pudo menos que decir: «De buena gana me instalaría yo en ella». A lo que Santra añadió: «Silja le dejará muy pronto el sitio». Esta frase expresaba su compasión por la enferma.
El arreglo de la pieza había sido una ocupación tan extraordinaria que, cuando todo estuvo preparado, Silja se quedó casi sorprendida de poderse instalar allí. Estaba tan fatigada que se tendió en la cama para descansar un momento. Se quedó así hasta el anochecer, y luego se desnudó como de costumbre. Por la mañana no se levantó. Se había metido en cama definitivamente. Nuestro relato toca, pues, a su fin y se une con la descripción que figura al principio de este libro.
Transcurrían ahora los días más exquisitos del verano; el heno esperaba la siega; el centeno crecía y no se había ahechado aún. El sol brillaba, hechizando el aire con sus rayos. Junto a la ventana baja del cuartito, las matas de ortigas crecían y daban a la luz de la pequeña habitación un misterioso tono verdoso que se armonizaba con los ataques de tos de la enferma. Los brazos de Silja no tardaron en tomar el aspecto particular que les imprimía su enfermedad; parecían alargarse entre las articulaciones, mientras las muñecas y los dedos se afilaban. El rostro tenía una expresión de pura beatitud; las rosas de las mejillas se destacaban sobre la piel lechosa; la longitud de las pestañas era más impresionante, como si los tranquilos ensueños hubiesen querido refugiarse a su sombra.
Como no tenía mucho apetito, adelgazó rápidamente. Pero nunca se hizo desagradable el verla. Mientras fue capaz de levantarse y moverse por la habitación, pudieron verse a través de la delgada camisa las formas del cuerpo en su frágil virginidad. La constante sonrisa que iluminaba su rostro bastaba para revelar de quién era hija. Pero allí nadie había conocido a su padre; Silja no era más que una sirvienta que se había colocado hoy aquí y mañana allá. Ahora iba a morir. La dueña de la granja no se lo callaba a la visitadora mientras ambas tomaban café, ni tampoco a Silja cuando iba a verla. Hablaba también de Dios a su sirvienta moribunda, que la escuchaba con benevolencia y divertida al mismo tiempo.
Silja observaba entonces, con mirada distraída, su bonito delantal sobre el vestido gris de su ama. Ésta había olvidado quitárselo y lo advirtió. «He cogido tu delantal porque el mío está en la colada». «Está a su disposición», dijo Silja. Era un consentimiento y una invitación.
Y cuando la mujer volvió a tomar café con la visitadora se lo contó punto por punto, pues llevaba aquel día un vestido de Silja. Añadió que debía tener una compensación, pues, sin tener en cuenta los cuidados que tenía que prodigar a la enferma, se había visto obligada a tomar una sustituta.
—¿Ha cobrado, pues, todo su salario? —preguntó la visitadora, que sabía a cuánto ascendía lo que debían a Silja sus amos.
—A bien poco alcanzan esos cuatro ochavos —replicó el ama, que no ofreció una segunda taza de café a la preguntona.
Por la ventana de la estufa, la tos de Silja llegaba hasta el prado donde retozaban los paliduchos chiquillos de la granja. El dueño pasaba a veces por allí; se detenía un instante y su rostro expresaba contrariedad cuando oía los accesos de tos. No fue ni una sola vez a ver a la enferma. Y el día del entierro no quiso ir al cementerio. Su mujer fue allí en el carricoche, con una vecina.
Silja no existía ya entonces, pero ahora vive aún. En su noble soledad, su espíritu asiste a unas fiestas espléndidas, bajo una envoltura terrestre cada vez más deleznable y que es, sin embargo, un universo inmenso para el ser cuya vida declina. Pequeñas células del cuerpo se unían unas a otras y se separaban del tejido que formaba el mundo circundante. Cuando su fuerza aumentaba, se dividían en dos grupos. Este proceso se desarrollaba sin cesar en los focos de los pulmones y de los bronquios, hasta la garganta y más lejos aún, en todo el hermoso organismo que había vivido y crecido durante veintidós años. Era la carrera insensata de la materia. Hacia el atardecer, el cuerpo se caldeaba y los escalofríos agotaban su superficie, hasta el momento en que las horas nocturnas expulsaban el calor a través de los poros de la piel. A partir de la hora de la salida del sol, durante toda la mañana, esa amalgama de vida y de muerte permanecía en reposo. Y como en este mundo la Naturaleza y el Espacio alcanzaban el apogeo de su belleza, el alma podía celebrar sus fiestas solitarias.
Los sentidos, esos servidores del espíritu, habían sido alterados en sus funciones. El tacto vacilaba, el gusto formaba flemas constituidas por millares de pequeñas vidas, y el olfato estaba obstruido. Pero los sentidos nobles, la vista y el oído, subsistían con todo su vigor y permanecían activísimos. Se habían incluso afinado. Y tras ellos funcionaba el cerebro, en donde las sensaciones se concentraban en un solo punto que era inmenso, pues carecía de dimensiones.
Bajo el techo de la estufa, en las grietas de las vigas, las golondrinas habían construido sus nidos, y su gorjeo resonaba desde la mañana a la noche. En la viga del pozo, que no se encontraba lejos, permanecía casi siempre una de las compañeras de la enferma. El oído de Silja se había afinado tanto —o había contraído tal «defecto»—, que la joven creía percibir distintamente, en el canto del pájaro, unas palabras. El tono de la voz se adaptaba a ellas, y no se trataba de los sonidos por medio de los cuales los que están sanos tratan de imitar el canto de la golondrina. Aquellos pajarillos eran unos buenos amigos que le alegraban, sin aludir nunca a su estado. Gorjeaban detrás de la puerta. A veces uno de ellos se posaba en un sitio inesperado, en el dintel de la ventana, y permanecía allí un instante, colocado verticalmente, mostrando la blancura de su vientre. Pero luego, ese mismo pájaro se desplazaba por su propia cuenta, por sus vías propias, y parecía ignorar a la enferma. Los saludos y discursos de los pájaros llegaban de un mundo invisible para Silja.
Pero la luz era visible y llenaba el espacio vecino a la ventana, buscando en cada cristal las pequeñas protuberancias sobre las cuales se descomponía, o bien, posándose en una tara del vidrio, que se retorcía, disminuía o deformaba curiosamente los objetos situados detrás. El principal de ellos era la bóveda del cielo, que la enferma podía contemplar desde su cama. El pensamiento parecía encontrar allí un apoyo, y podía subir todavía más alto, hasta el más pálido azul en el que ella veía deslizarse, deslizarse rápidamente… Luego el aire se enturbiaba y un ligero vértigo oprimía las sienes de la enferma. Durante un momento, el oído dejaba de percibir el murmullo de las golondrinas. Se encuentran muchos obstáculos por el camino de un ser lleno de esperanza y que imagina vivir la época en que se realizan sus más bellos ensueños.
Silja había de encontrar al único hombre que existía para ella. Todos los demás seres habían desaparecido: el ama que iba a visitarla y que la miraba con sus ojillos apiadados y que llevaba los vestidos de la enferma; los niños, que acompañaban a su madre y que permanecían boquiabiertos mirándola, y también Santra, que parecía siempre a punto de decir: «¿No crees que tendría que tener el mismo sueldo que tú ya que realizo tu trabajo? Pero el ama me da a entender que tengo que contentarme con menos, para hacerte un favor».
Todo se alejaba, excepto un solo ser, que se encontraba cada vez más cerca. Muy pronto se encontrarían, primero de día, en público, y luego por la noche, solos, en el camino sombreado en cuyas orillas las hermosas flores blancas forman caprichosas manchas al pie de los abetos. Caminaban sin tocar el suelo… Silja no puede pensar en sus pies, que han desaparecido y alguien dice que están hinchados… Piensa en que su amigo sólo tiene una pierna… y un solo pulmón. Siguiendo aquella vía, el pensamiento tiene vértigos; los escalofríos recorren el cuerpo; la tarde avanza. «Me encuentro en el cuartito de la estufa; el ama acaba de salir. Es una granja cualquiera en la que he entrado por casualidad. En invierno ayudé a los soldados, primero a los blancos y luego a Teliniemi». Opresión, dificultad de respirar, semiinconsciencia. Luego transcurre la noche, no se sabe cuál.
Llegó al fin la última noche, que terminó con la radiante aurora de un domingo. Una aurora de la que podía pensarse que había estado esperando su turno pacientemente. Se podría decir el mes, el día y el año, pero sería inútil y sólo provocaría vanas asociaciones de ideas.
El sol se había levantado poco después de las tres y paseaba sus rayos por centenares de millares de granjas y ventanas, senderos, pórticos, y hasta por habitaciones en las que había gente durmiendo. Miraba también los nidos de los pájaros en los que no se desea nunca la llegada del domingo, pues cada mañana el sol es una fiesta. Había iluminado también el mundo de los insectos y de los demás invertebrados, y cuando una insignificante bestezuela echaba a volar alegre por el espacio resplandeciente, acudía presurosa una golondrina para zampársela. Los rayos penetraban incluso bajo la superficie de la aguas. Avanzaba vivamente un animalito, agitando sus pelos, para buscar su pitanza y para aumentar su especie; pero era devorado por un pez de graciosos y ágiles movimientos, deliciosa aparición en las ondas soleadas del alba. Surgía entonces un grueso lucio, entre cuyas mandíbulas desaparecía el pececillo.
Más lejos, se despertaba casualmente un viejo pastor, tan viejo que era tierno y dulce como un niño, sobre todo al alba, después de descabezar un sueño. Asomado a la ventana, en camisa, admiraba la belleza de la mañana y pensaba en la omnipotencia de Dios en la Naturaleza. Luego volvía a su cama exhalando un suspiro sentimental. La habitación del pastor se encuentra en la parte del edificio cuyo zócalo tiene mayor altura. Pero la estufa de «Kierikka» carece de cimientos de piedra; sobre los ladrillos, hundidos en el suelo, se han podrido las vigas, y la ventana está retorcida pero el sol puede iluminar a la enferma.
Durante su vida, Silja había visto el sol tanto como los demás habitantes de su país. Pero el proceso que realizaba ahora su obra de destrucción sobre el cuerpo joven, no tolera luz directa. ¡Si tan siquiera el sol hubiese podido penetrar a tiempo, como un alimento, en todos los tejidos interiores de aquella muchacha y ejercer la misma acción vivificadora que ejerce sobre la piel! Pero el sol no brilla en la tumba, y los pequeños seres oblongos son los representantes de la muerte. Pues la tumba es también vida.
La pobre Hilma, la madre de Silja, había muerto también al embate de esos mismos seres minúsculos; los pesares debilitaron sus fuerzas de resistencia. Silja no ha tenido grandes pesares, sólo había conocido momentos de pena que habían tomado fácilmente un carácter poético. En ella la materia se desvaneció respetuosamente ante el espíritu. Su bello amor llenó su alma mientras permaneció consciente. Y el mayor milagro —como una concesión de la Naturaleza apiadada— fue que no supo nunca que iba a morir sin haber alcanzado el objeto de sus ensueños. Al contrario, su espíritu vacilante sintió que se fundía enteramente con el de su amigo. Era un hermoso espíritu viril, y Silja no llegó a saber al llegar al fin si se unía a su amigo lejano o si era su padre quien, en la flor de la edad, la acogía en sus brazos y la acariciaba, proyectando la mirada hacia delante, con un orgulloso ademán victorioso. Ella se sentía feliz…
Así termina la historia de la última rama de una antigua familia que se extinguió en este momento, como se extinguen a todas horas. Pero los «árboles» genealógicos no se parecen a los de los bosques. Para una familia, no existe muerte definitiva. Si pudiera verse sin obstáculos a través de las edades, se comprobaría que las «ramas» de todas las familias continúan viviendo. Lo mismo ocurre seguramente con la familia Salmelus, que lucha, gana y pierde, y vive en otra parte su edad viril en el mismo instante en que se termina este relato. Si nos remontamos suficientemente en el tiempo, pertenecemos todos a una misma familia y debemos por consiguiente respetar mutuamente nuestras luchas en todas las épocas. Y vosotros, los que leeréis quizá esta historia en un porvenir lejano, debéis también sentir respeto por nuestro combate.
La fuerza natural de estas luchas es algo que nos está permitido y que debemos escrutar sin descanso para tratar de descubrir su sentido y alcance.