PRIMERA PARTE

EL PADRE

La muerte solitaria de la joven Silja, un domingo por la mañana, señala el fin de un período que se inicia treinta años antes, cuando Kustaa, el padre de Silja, se hizo cargo de la propiedad ancestral de Salmelus, que no era muy grande pero que pertenecía a la familia desde tiempo inmemorial, o en todo caso, desde 1749, fecha del catastro más antiguo que se conocía. El recuerdo de los antiguos propietarios había caído en el olvido, pero se decía que figuraban entre los más eminentes de la pequeña comarca. La casa de labranza había conocido su apogeo en los tiempos del padre de Kustaa. Su prosperidad iba en aumento de una manera natural, sin que fuera posible indicar unas causas especiales, buenas o malas; si bien las ventanas del tejado de Salmelus parecían expresar entonces un sentimiento de altiva dignidad, ante las miradas de los propietarios más modestos de la vecindad. Una circunstancia aumentaba este curioso respecto: la propiedad tenía únicamente entonces un solo heredero que prosperaba en todos conceptos. Durante su juventud, el muchacho vivió a su antojo. La heredad sólo era para él un vasto campo de juego, que recorrió canturreando y sonriente hasta que fue mayor. Las palabras «el joven dueño de Salmelus», y muchas otras que se le dirigían, acariciaban su oído y su espíritu, sin que pensara mucho en su significado. La tranquila dignidad de sus padres le iba educando de una manera imperceptible; muy pocas veces se había oído a éstos darle consejos y mucho menos que le regañaran. Y así fue como se convirtió en un joven robusto y sonriente, que tenía la nariz aguileña de su padre y los ojos del color y la expresión de los de su madre.

Sus padres alimentaban probablemente muchas esperanzas respecto a su hijo, pero nunca le hablaban de eso. A veces, al hablar con él, la madre trataba de exponerle sus propias ideas, pero estas tentativas derivaban en pequeñas diabluras y en chanzas recíprocas que revelaban los sólidos lazos de su natural amor. En el espíritu del muchacho se iban formando unos puntos de mira a cuyo alrededor se agrupaban los rasgos del carácter; que eran, por una parte, una especie de honor inconsciente y una probidad de la que no acostumbraba a oír pronunciar el nombre, y por la otra el sentimiento muy arraigado de que «Salmelus» tenía una duración eterna, independientemente de la voluntad de los hombres, y que todos los acontecimientos que allí se sucedían eran tan naturales como la respiración; la heredad dirigía a los hombres sin ser dirigida por ellos.

Una vez mayor, el joven Kustaa Salmelus tuvo que asistir primero al entierro de su madre, y poco tiempo después al de su padre. Su madre murió en primavera, cuando el deshielo, y su marido la siguió en otoño.

Inmediatamente después de la muerte de su madre, Kustaa sintió que la vida de la heredad había recibido un primer choque y que se orientaba por caminos nuevos, para no volver atrás. No era capaz de decir si este cambio era una ascensión o un descenso; el vigor vivificante de la primavera se mezclaba con la seriedad de la muerte y con la perturbación súbita de la existencia. Sentía que no se trataba tan sólo de la partida de un ser humano; los supervivientes no eran como los de antaño, ni aún bajo la hermosa luz del sol…

Era un verano extraño. Kustaa había conducido los caballos al cercado. Al regreso, en el crepúsculo familiar de la tarde de verano, tuvo un desagradable sobresalto: mientras miraba la casa de labranza dormida dulcemente, había olvidado que su padre vivía y que la vida corría también por sus propias venas. Le pareció que su propia soledad, bajo la apariencia de un ser animado, venía a su encuentro desde la puerta de la casa… Hilma, la muchacha que cuidaba de la cocina, estaba sentada en el umbral y miraba con ensueño hacia el horizonte. Nada había de extraordinario en esto: la gente comía en la cocina e Hilma estaba dispuesta para servirles cuando se vaciaba algún plato. Centenares de tardes de verano, vistas de lejos, son idénticas entre sí, como los billetes de la lotería colocados dentro de un mismo recipiente. Pero uno de los billetes encierra el premio mayor, lo que constituye algo solemne y que apasiona, como la amenaza de tempestad a la hora de acostarse. Kustaa tenía que atravesar el amplio patio para llegar junto a la joven; ésta habría podido levantarse y, como de costumbre, entrar tranquilamente en la cocina. Pero no hizo nada. Continuaba sentada, y su rostro reflejaba apaciblemente la melancolía, mientras su mirada soñadora parecía invitar al joven a que se fijara en ella. Para Kustaa, que acababa de perder a su madre, la actitud y la mirada de la muchacha tenían un encanto delicioso. Tenía que dejar las bridas en el rincón del pórtico en que la sirvienta estaba sentada, y lo hizo inclinándose por encima del hombro de ésta… Ved, pues, en este atardecer de verano, a Kustaa e Hilma, futuros compañeros de destino y padres de hijos comunes. No pudieron librarse de aquel atardecer, ni cuando hubo pasado.

Por el contrario, las consecuencias de aquel instante se extendieron muy lejos, y desde el principio, en distintas direcciones. El padre no tardó en saberlo todo. Hizo cuanto pudo para dar a entender lo contrario, pero un joven amor, que no se ha traducido aún en actos, llena la casa de un resplandor maravilloso, que se desprende de cualquier movimiento de los enamorados, de su voz y hasta de su silencio. Una melodía inocente, que se tararea sin pensar, es más expresiva que un resonante estruendo. Pero el dueño de «Salmelus» no podía pensar con claridad y sencillez en las cosas que pesaban en su corazón. Y, por consiguiente, pensaba ahora ante todo en el profundo trastorno que la muerte de su mujer había causado en la vida y en el carácter de la granja y en los valores perdidos, que no se recobrarían nunca, y que iban a compensarse de extraño modo… El viejo Salmelus sintió disgusto al comprobar que su pensamiento se había detenido en el detalle más fastidioso: la muchacha era una sirvienta pobre. No, no era esto, y le parecía, por el contrario, que esta circunstancia daba a la muchacha una especie de altivez esquiva, pero en múltiples y pequeños incidentes el anciano descubría otra cosa, algo como los primeros síntomas burlones de una desgracia inminente. Sin que se diera cuenta, había ido abandonando el antiguo camino familiar y el suelo era ahora inseguro. Y podía ser que sobreviniera la noche sin que se hubiese encontrado el buen camino, si es que llegaba a encontrarse nunca.

El viejo campesino cayó de súbito en la cuenta de que no había tomado ninguna disposición en la casa de campo, como consecuencia del fallecimiento de su esposa. ¿Cómo había podido pasarse hasta entonces? La que había muerto en primavera, ¿había sido inútil aquí abajo? El anciano reflexionaba en su habitación, y evocó un tema que hubiese querido ignorar: en aquel momento, no muy cerca de allí, una fuerza natural y maligna atormentaba a dos corazones que eran en suma el uno y el otro inocentes. No por ello el destino que les esperaba sería menos duro. El anciano reflexionaba mirando los abedules sombríos y los campos de trébol del mes de agosto. «Tendré que llamar a mi hermana. Quizá podrá remediarse un cambio con otro cambio».

Escribió una carta a su hermana Martta y en la misma tarde la llevó al correo. Encontró allí una invitación para asistir a una boda que tenía que celebrarse en una parroquia lejana. Regresó a la casa en el crepúsculo y dijo a Kustaa, pensando en la boda: «Tendrás que ir tú, yo no me encuentro del todo bien».

Kustaa aceptó de muy buena gana y partió alegremente para aquel divertido viaje. Antes de la marcha, los ojos de los enamorados cambiaron una promesa ardiente, y Kustaa fue, en el holgorio de la boda, un invitado jovial y soberbio…

Kustaa notó que aquel viaje le había sentado muy bien. La dicha acumulada durante la ausencia era una reserva que, al afluir en la conciencia, infundía al joven, al regresar, una beatitud deliciosa. La dicha le empujaba y no aparecía ante sus ojos la menor contrariedad. Por lo demás, la suerte le favoreció: en una encrucijada del camino, una mujer salió con naturalidad de su casa y se acercó a la empalizada para entablar conversación, con no menos naturalidad, con Kustaa. Éste, sin necesidad de tener que preguntar nada, supo por ella varias novedades; no tenía prisa, en aquel suave atardecer, para regresar a su casa. Supo que la tía Martta había llegado a «Salmelus» para ponerse al frente de la casa y que había manifestado en seguida que no había necesidad de que hubiese dos mujeres en ella. El mismo día había tenido unas palabras con Hilma, a quien el dueño había rogado que buscara otra colocación. En su virtud, Hilma había regresado a la casa de sus padres, que se encontraba en la ladera del bosque.

—¡Vaya!, ¡vaya! ¡Entonces hasta la vista! ¡Adiós!, ¡adiós…!

Kustaa no reflexionó lo que acababa de saber hasta que se encontró lejos de la casita. Como no volvió la cabeza, no se dio cuenta de que le seguía una chiquilla, la cual regresó prestamente a la choza en cuanto vio al joven tomar el sendero que llevaba a la cabaña en que Hilma había nacido. Cuando hubo penetrado en la espesura, Kustaa se sentó para descansar y para gozar de su felicidad. Sólo veía los árboles del bosque, y nada se encontraba más lejos de su pensamiento que la casa de campo natal. La fatiga del viaje le incitaba a evocar los claros días de su niñez, que no habían desaparecido aún de su memoria. Conocía a Hilma desde la infancia; de hecho regresaba ahora de un viaje más lejano que el que acababa de hacer. La brisa suave y cálida saturaba el atardecer de una dulce quietud. Pasará mucho tiempo aún antes de que llegue de nuevo a su habitación de «Salmelus». Para un niño, el tiempo que aún tiene que venir es largo y delicioso. La habitación de un joven resulta siempre grata porque le espera sin impaciencia.

La plenitud de la vida le cortó casi la respiración cuando apercibió la choza de Hilma. Era un día entre semana, y en los últimos tiempos habían ocurrido varios acontecimientos. No era corriente ver al hijo único de Salmelus pasearse por allí con sus vestidos domingueros. El camino y los portales parecían sorprendidos al ver acercarse al visitante; pero el rostro de la dueña de la casa expresó la alegría de una espera confiada: sus ojos tenían el mismo brillo que los de la vieja que se había encontrado Kustaa en la encrucijada de los caminos. Por suerte, Hilma no estaba en la habitación.

—He sabido que Hilma no estaba ya en mi casa, y vengo a verla.

—Verdaderamente, dos mujeres son demasiadas en una sola casa.

La madre de Hilma se puso a preparar el café refunfuñando.

—¿Hilma no está en casa?

—Quizá te has molestado inútilmente.

—Está en el amasador —lanzó la hermana pequeña.

Kustaa tuvo la impresión de que salía de la casa de un vecino envidioso, cuando bajó la escalera para dirigirse sonriente y con paso tranquilo hacia el amasador, que se encontraba en el extremo opuesto del patio.

Era una pequeña habitación destartalada, por cuya ventana sólo se veían, entre los tallos de lúpulo, unos campos y un estanque. Kustaa encontró a Hilma en la penumbra verde de aquella habitación baja de techo. Era la misma que había visto tantas veces en el pórtico de «Salmelus», pero, sin embargo, no era exactamente la misma. La joven se encontraba ahora en su ambiente propio; su pecho se levantaba, pero no de miedo; se sentía un poco intimidada y su pudor era exquisito. Su amor, que hasta entonces no había conocido palabras ni actos, conoció unas y otros aquella noche… Kustaa Salmelus, futuro padre de Silja, recorrió sonriente todos los senderos de su vida.

Esto pasaba hace decenas de años, tiempo suficiente para que todo haya quedado olvidado; pues fue mucho después cuando se desarrollaron en «Salmelus» los acontecimientos decisivos… Pero en aquel otoño, la cosa excitó los ánimos de los seres insignificantes que en sus mezquinas viviendas y en sus caminos sinuosos vivían firmemente atados a lo tradicional. Lo que intrigaba sobre todo era la suerte de la granja y de la propiedad. Las mujeres de los viejos aparceros estaban furiosas por no haber sabido adivinar un golpe, ciego y pérfido, que daba al traste con su inconsciente concepto de la vida. Si un joven campesino calavera conseguía penetrar de noche en la habitación de la hija de un aparcero, aquello era una aventura que regocijaba a los vecinos. Y la víctima podía hacerse pagar una pensión alimenticia; si todo iba bien, la muchacha recibía incluso una bonita suma, para que la cosa no trascendiera. Pero lo ocurrido con Kustaa Salmelus era diferente, y el instinto se lo decía a las viejas comadres con irritante claridad.

Todo esto ha sido olvidado desde hace mucho tiempo. Las viejas charlatanas fueron trasladadas, una después de otra y mudas al fin, desde su cabaña hasta el cementerio, en donde yacen olvidadas en las filas herbosas de las fosas comunes. Uno que otro anciano recuerda todavía que el Salmelus que perdió su heredad se había casado con una muchacha de tal y tal clase; pero no se encontraría a nadie que pudiese contar exactamente la historia.

Aquella noche, el viejo Salmelus veló hasta el regreso de su hijo, hacia las dos de la madrugada. Kustaa llegó con el paso alegre, y su padre no tuvo necesidad de ver y oír más para comprenderlo todo.

El hombre que se acercaba a la casa de campo al claro de luna, no pensaba verdaderamente en aquel momento en las decisiones importantes que habían tomado su padre y su tía. El viejo amo sabía y comprendía que si su hijo hubiese podido prever el porvenir lejano les habría expresado su agradecimiento. Kustaa se disponía a acostarse y sus gestos revelaban que estaba satisfecho. Cuando hubo cesado todo ruido, el viejo sintió que era definitivamente el único que comprendía la lastimosa ineficacia de sus disposiciones. No se confesaba, sin embargo, con qué fines las había tomado.

Cuando un anciano vela hasta el alba rumiando parecidas ideas, esto no es buena señal, sobre todo si no llega a una resolución clara y precisa, a una liberación. El imperio de la vida se afloja y el de la muerte se deja sentir. En el silencio nocturno, Salmelus pensó en su difunta esposa de una manera particularmente seria. Hasta entonces, habían sido dos para pensar en la vida, y por este motivo todo le había parecido más ligero, más grato. Ahora había ocurrido un cambio. En su pecho, a la izquierda, experimentó un dolor tan agudo que estuvo a punto de dejar caer su pipa; la dejó apresuradamente sobre un mueble y se desnudó muy de prisa, para encontrarse acostado en el caso de que —quizás— empezara el largo sueño.

La vida había sido una unidad constituida por tres elementos y la desaparición de uno de ellos traía la disgregación de los restantes. No había continuidad posible y hasta la casa de campo parecía inexistente para el hombre que presentía la proximidad de la muerte. Sólo quedaba la imagen de la difunta y su recuerdo, con las facciones serias que son y continúan siendo siempre el común secreto entre el esposo y la esposa y que sólo aparecen en las horas graves. Poco le importaba ver o no ver el mañana. En un sentido más profundo, ningún mañana apuntaría ya para él. Por más que no hubiese habido combate, la derrota era completa.

A partir de aquella noche, el viejo propietario apareció más taciturno aún que antes, y muy parco en palabras. Continuaba yendo de un lado para otro, como de costumbre, pero hablaba tan poco que los mozos de labranza se desesperaban al tratar de adivinar lo que tenían que hacer. Los amores de Kustaa eran conocidos de todos; pero, cosa extraña, los testigos más próximos nada tenían que decir sobre el particular. Todos conocían las escapadas nocturnas del joven, pero a nadie se le ocurría censurarle.

Un día, un aparcero exponía su asunto al amo, en presencia de Kustaa y de otros hombres. El anciano guardaba silencio, esbozando una ligera sonrisa y mirando a su hijo.

—Y tú, ¿qué dices a todo esto? —preguntó.

Kustaa enrojeció y sonrió, con expresión de desamparo.

—A fe mía, no lo sé… —dijo, y se alejó, próximo a llorar.

Aquella noche, en la habitación de Hilma, Kustaa sorprendió a la joven por el ardor de sus caricias y por su silencio.

—¿Qué tienes? —le preguntó ella.

Él permaneció inmóvil, con la mirada helada, y su mentón temblaba.

—Habla, esto te aliviará —añadió ella.

—Mi padre ha perdido mucho.

Tales fueron sus palabras, e Hilma sólo supo responder con el silencio, vacío su pensamiento de cualquier idea. Kustaa apoyó su cabeza sobre el pecho de la joven, como un niño fatigado acogiéndose al regazo materno. Amaba aquella posición y aquel sitio, pues así es como el reposo para el niño y el olvido para el adulto se hacen más profundos.

En «Salmelus» había la habitación del padre y en el cortijo la de Hilma. Ambas formaban los dos polos de la vida de Kustaa, que iba de uno a otro con el espíritu conturbado por una sombría espera. Cuando llegaba a uno de los hitos olvidaba el otro. En la casa le apesadumbraba a veces el recuerdo de su madre. Un tierno pesar inclinaba su alma hacia la serenidad de la infancia.

Los hermosos días de verano tocaban a su fin. La bruma invadía el aire y se encendía el fuego en las estufas de las granjas. Una mañana, el viejo Salmelus recorría, como de costumbre, las dependencias de su casa. Al atravesar el patio, cogió unos troncos que tiró por la puerta de la estufa, y luego entró en ella. Su hermana Martta lo había seguido con la mirada, y, sin pensar en nada, permanecía con los ojos fijos en la puerta. La mañana era empañada y fría. Era uno de aquellos instantes fortuitos, en los que incluso un adulto activo puede sobresaltarse al sentir el peso terrible del tiempo. Fue lo que le sucedió a Martta, que se dio cuenta de repente de que había permanecido durante largo rato en la ventana mirando la granja; no salía humo ninguno de la estufa y su hermano Vihtori continuaba allí. En toda la granja no se percibía el menor ruido. Martta se levantó y miró a su alrededor, sorprendida por la hora que indicaba el péndulo. ¿Dónde estaba la gente?

Salió y se detuvo en la escalera de la cocina. La puerta de la estufa era como un ojo negro e impasible, y parecía querer prolongar aquel instante extraño. ¿Qué pasaba? Resultaba ridículo recorrer ahora las dependencias de la casa, pero Martta lo hizo. «Venía a ver por qué tardabas tanto», se proponía decir a Vihtori. No se oía ningún ruido en la estufa. Cuando se inclinó para mirar al interior, vio a su hermano tendido de espaldas, con los brazos unidos al cuerpo.

Así fue como empezó aquel día, cuya atmósfera fue haciéndose densa. Muy a menudo se une a la muerte de un anciano un sentimiento de liberación, pero el caso no se dio esta vez. Desde que había dejado de ser un niño, Kustaa no había departido ni una sola vez con su padre, y su infancia se había prolongado hasta el fallecimiento de su madre. Ahora el padre había desaparecido silenciosamente y sin haber revelado a su hijo, que era ya todo un hombre, lo que tenía quizá que confiarle. El que se retiraba sin decir palabra se llevaba la victoria.

Por la tarde, Kustaa se marchó temprano al bosque.

—¿Qué es eso? ¿El cuerpo de tu padre está caliente todavía y corres ya en busca de una muchacha? ¿No sabes por qué ha muerto tu padre?

—Me parece que debo anunciárselo a Hilma —respondió a su tía.

—¿Vas a traer a esa mujer aquí, ahora que…?

—No lo sé… Fue usted quien la echó.

—No es verdad; pero he de decirte que no pondrá los pies en esta casa mientras quien la despidió no haya sido enterrado.

Kustaa sabía cómo habían ocurrido las cosas; pero esta conversación le dejó una impresión penosa. Si el silencio de su padre había sido eficaz, las palabras de su tía no lo fueron menos. Kustaa tenía una inferioridad: no sabía mostrarse malo con impudor. Tal es la clave de su vida, ahora y más tarde, cuando surgirán los verdaderos obstáculos materiales. Era sensible a la ponzoña…

Hilma era ya para él, irrevocablemente, lo que una mujer, buena o mala, es para su marido, y sin embargo las frases de la vieja solterona causaron el efecto perseguido. Hilma se reprochaba el no saber unirse más a su amante en aquellas penosas circunstancias y el tener que limitarse a guardar silencio y a simular una actitud meditativa. No hacía ningún mal. Era la prometida de Kustaa; pero, por lo demás, continuaba siendo la criadita ingenua que había servido en «Salmelus» —y que, a pesar de todo, había sabido obrar, en su situación, mejor que otra mujer cualquiera—. Había osado fijar sus ojos en los de un hombre, cierto atardecer de verano, y había sabido no moverse cuando éste colgó las bridas detrás de ella. Este acto la había elevado al mismo nivel de Kustaa, y permanecía en él. Había confirmado su gesto en la manera de acoger a su enamorado, cuando había entrado en su casa al regresar de las bodas; aquel largo atardecer y aquella noche habían servido para confirmar y sellar lo que ya existía. No habría sido posible encontrar un veneno bastante fuerte para destruir el germen naciente.

Hilma no regresó a «Salmelus» mientras el viejo dueño no fue enterrado. Llegó tres días después de los funerales, cuando los últimos invitados se acababan de marchar, un poco tímida, pero segura de sí misma y sin temer lo más mínimo a la vieja Martta. Una chiquilla que era en secreto una mujer —tal consideraba ahora Kustaa a Hilma en la heredad de sus mayores—, que empezó a revivir bajo el resplandor de un amor fuerte y satisfecho. Kustaa no había llamado a Hilma; ésta no había hecho más que obedecer a un instinto que no la engañaba. Semejante llegada era más grata que los más hermosos juramentos.

Martta se encontraba en la cocina, y no respondió nada a Kustaa cuando éste le pidió que preparara algo de comer para Hilma. El joven se puso a hacerlo él mismo; pero cuando entró Anna, la vaquera, le rogó que continuara. Entonces, Martta se puso súbitamente a llorar, mientras continuaba sus quehaceres. Anna no decía nada, pero su mirada era hostil. Kustaa le dijo sonriente, pero con tono serio: «Lo harás, ¿no es verdad, Anna?». Y ésta, sin responder, obedeció de mal talante.

Kustaa quiso que Hilma pasara la noche en la casa. Le preparó una cama en la sala de visitas. Hilma sonreía apaciblemente y un poco intimidada por los objetos conocidos y también por Kustaa, que era ahora el propietario y que, por esta razón, le parecía forzosamente un poco forastero.

El día de verano en que Hilma dejara la granja había quedado sepultado en un pasado lejano, y no era más que un hermoso recuerdo de una crisis palpitante de interés. En aquella tarde de final de otoño, Hilma daba torpemente las buenas noches a Kustaa en el umbral del salón, tan impresionante para ella. Comprendía que Kustaa por nada del mundo hubiera querido entrar con ella. No durmió mucho, pero era dulce y la calmaba el encontrarse sola en la sombra silenciosa que parecía rememorar los hechos acaecidos en la granja, desconocidos por Hilma, pero hermosos de ver así en imágenes nocturnas. Hacia medianoche, esperó un poco a Kustaa, pero no la decepcionó el haber permanecido sola hasta el alba.

Por la mañana, Hilma se retrasó en las habitaciones mientras Martta hacía los preparativos para la marcha. Cuando Kustaa vio los ojos enrojecidos de su tía, experimentó por ella una piedad desagradable. Le parecía que aquella mujer vieja y maliciosa no se encontraba sola y que estaba sostenida por una fuerza invisible, antigua y repugnante, contra la que hubiese querido rebelarse, pese a que su instinto le decía que emanaba de las generaciones pasadas.

Kustaa preguntó, con la mayor delicadeza de que fue capaz, qué retribución deseaba su tía.

—En mi vida he sido una sirvienta asalariada, ni aquí ni en ninguna parte.

Cuando su tía hubo descargado esta pulla, Kustaa recobró su aplomo. Se dirigió a la habitación de la parte de atrás, en donde Hilma, endomingada, le esperaba sonriente. No le preocupaba Martta, pero, sin embargo, aquella jornada constituía una curiosa mezcla de fiesta y de vivir cotidiano, de dicha e inquietud. Habría tenido que pensar en que Hilma iba a llegar y en que iba a ponerse al frente de la casa. Ahora podría disponer libremente de aquella bonita muchacha, tan infantil, para quien el abatimiento era algo tan extraño como el pecado para el ángel. La introduciría en todas las habitaciones, sin temer nada, sin Martta, sin nadie… La noche pasada no había entrado en donde se encontraba Hilma… Todo era demasiado propicio y de una facilidad sofocante.

Un mozo vino a preguntar si podía acompañar a la estación a la señorita Martta, que se disponía a marcharse. El gañán tenía también un aire malhumorado, y se hubiese dicho que había una impertinencia en la punta de su lengua. Un instante después, Kustaa e Hilma vieron el carruaje franquear el portón, y el joven sintió toda la crueldad de aquel instante. La casa perdía definitivamente un elemento antiguo que no volvería nunca más; la tía Martta no era más que un vestigio débil y desagradable que desaparecía al fin. Pero parecía desprenderse ahora de los muros de la casa una atmósfera de soledad eterna. Kustaa concibió claramente que el ambiente de aquel atardecer se prolongaría. Y le envolvía gracias a Hilma, la cual nada comprendía de todo aquello; como un animal fiel, le seguía a todas partes, esperando tan sólo una señal para darle todo lo que poseía. En aquel instante, más que en cualquier otro, hubiese querido reclinar su cabeza sobre el pecho de Hilma, para encontrar en él un profundo olvido. Pero habría tenido que hacerlo en el amasador sombrío, muy lejos de aquella granja desierta y que, sin embargo, existía, parecida a un ser desamparado al que ni tan siquiera un desconocido osaría dejar abandonado a su suerte.

Kustaa había nacido quizá para hacerlo, pero no supo. Notó apenas la encrucijada de los caminos en la que un sendero, que partía de la carretera, se hundía en una comarca oculta, apacible y familiar. Él eligió la vía más ancha, en compañía de un ser más débil todavía que él.

Se presentó la vaquera para hablar de la comida y preguntó quién la prepararía, pues ella no tenía tiempo…

Esta cuestión de la comida dio un encanto engañoso a los primeros pasos por el nuevo camino. Hilma volvió a ocupar su lugar en la cocina, pero con nuevas disposiciones. La muchacha resplandecía con su mejor brillo y gozaba indeciblemente al manejar de nuevo los objetos familiares. Aquí y allá, algo había cambiado desde su marcha, y resultaba delicioso el poder borrar aquellas huellas extrañas en los estantes del aparador. Muy pronto la comida estuvo preparada y llegaron los hombres. Un aparcero socarrón trajo una nueva atmósfera a la casa al dedicar varios cumplidos a la nueva ama, que, según él, colmaba un vacío.

Pero los sentimientos de los demás servidores, en particular los de las mujeres, eran muy diferentes. Se veían miradas turbias y rencorosas. Cuando, terminada la comida, el aparcero cogió su zurrón y declaró: «Tengo que volver a casa para cosquillear a mi vieja», la frase no despertó ningún eco.

Hilma no se dio cuenta de la disposición de los que la rodeaban. Su femineidad se dilataba. Le parecía exquisito tener un buen motivo para pasar la noche próxima en la granja —había llegado ayer a ella—. Y tenía la certeza de que su amado no la dejaría sola durante toda la noche.

Fue a preparar su cama en el salón. Declinaba ya la tarde…

Por la mañana, cuando Hilma dormía aún, Kustaa encontró en la cocina a la madre de su amante. Con tono dulzón, la vieja le pidió noticias de su hija: «¿Se la había comido la tía, ya que no había regresado a su casa de Plihtari?». Al oír de labios de Kustaa que su hija dormía aún, dijo bromeando que no estaba bien que un ama de casa se levantara tan tarde, pues la granja se perjudicaría; y las sirvientas se burlaban ya.

—No, no quiero ir mientras ella esté allí. ¿Qué ha venido a hacer? —dijo Hilma a Kustaa.

Se levantó de la cama, sin embargo, y fue a la cocina; pero Kustaa no apareció en ella.

Por la tarde, Hilma le dijo:

—Tengo que ir a buscar mis cosas a Plihtari. ¿Me acompañas?

—Vale más que vayas sola. Voy a decir al mozo que enganche el caballo.

Hilma regresó al anochecer y guardó sus cosas en la sala. Con un impudor femenino completamente inconsciente, se posesionó definitivamente de aquella habitación. Allí fue donde Kustaa fue a encontrarla, como en el amasador. A partir de entonces, no abandonó más «Salmelus», excepto ocho años después, cuando se llevó de la granja a la pequeña Silja, única superviviente de sus hijos. Pero hasta entonces pasaron muchas cosas.

La joven pareja vivió uno tras otro los instantes de su vida. Un estado de cosas que logra instaurarse acaba por ser, con la costumbre, la propia trama de la existencia. Al principio, no hay lugar a pensar en la huida de los años; durante aquel verano y otoño de prodigios, los dos enamorados habían perdido dicha sensación a causa del gozoso resplandor del momento presente.

La boda se celebró sin ruido. La madre de Hilma fue por dos veces a pedir a Kustaa que se celebrara en Plihtari, en casa de la novia, según la costumbre. Pero Kustaa se negó cada vez a entablar conversación sobre el particular con la vieja Tilta, e Hilma declaró que Kustaa obraría como quisiera.

—La gente dirá que el casamiento ha sido consumado antes de la boda —dijo Tilta.

—¿Es que no es verdad? —replicó Hilma, con una sonrisa irritante.

—Entonces, me da lo mismo donde os caséis y que lo hagáis o no.

La visita de la suegra terminó sin amenidad; apenas la vieja hubo tomado una taza de café, fueron cambiadas las palabras de despedida con voz curiosamente rencorosa. Tres semanas después de la publicación de las amonestaciones nada había sido decidido todavía. Una mañana, en la cama, Hilma cogió la mano a Kustaa, y le dijo:

—Escucha, tenemos que ir a casa del pastor. El vestido empieza a apretarme.

—Iremos —dijo Kustaa retirando su mano con placentera vivacidad.

Salió de la estancia y volvió a aparecer al cabo de unos momentos.

—Vamos. El caballo espera.

Hilma se peinó; aquella sorpresa matinal la complacía en gran manera. El peine se detuvo un momento, después volvió a moverse con renovado ardimiento.

—Entonces, ¿voy a casarme hoy?

—Sí, y creo que yo también —respondió alegremente Kustaa.

A pesar de todo, aquella jornada señaló para Hilma una alegre ascensión. Aunque el matrimonio hubiese sido anunciado hacía ya algún tiempo, se la había considerado hasta entonces como una muchacha que había cometido un desliz, pero cuya vida era hermosa y tranquila, bajo la protección de un hombre sonriente. En adelante sería una mujer casada. Una mujer. Pensaba en esta palabra como si acabara de oírla por primera vez.

Al son de los cascabeles del caballo negro se dirigieron a casa del pastor. Cuando estuvieron de vuelta, el amo tuvo pronto ocasión de responder a la sirvienta: «Pregúntaselo a mi mujer». La comida fue más abundante que de costumbre. Había un mantel blanco sobre la mesa y se ofrecieron vasos de aguardiente, como en las fiestas de los tiempos de los viejos amos. En los días siguientes, cuando estuvieron de visita las mujeres de los propietarios y aparceros, se las recibió más ceremoniosamente que de costumbre, hasta que hubieron desfilado todas. Al regresar a sus casas, aquellas mujeres pensaban en el extraño cambio sobrevenido en la vieja heredad de «Salmelus».

El otoño transcurrió con calma y tranquilidad; nadie estorbó a los jóvenes esposos, pues no había tan siquiera que repartir la herencia. La nueva ama se dedicaba a sus quehaceres en el patio nevado. A veces, un aparcero pasaba junto a la granja, al regresar a su cabaña, situada en la ladera del bosque. Al ver a Hilma, se detenía, guiñando los ojos, y chasqueando la lengua, prosiguiendo luego su camino para ir a contar en su casa sus observaciones. Podía distinguirse ya desde el camino que Hilma se encontraba en estado interesante.

—¡Mira! ¡Mira cómo ha sabido arreglárselas…! En casa de Tilta no lo van a pasar mal… Es curioso ver cómo ciertas personas saben despabilarse.

Un día, Kustaa observó que había que reparar los comederos de los caballos, y dijo entonces simplemente y sin pensarlo:

—Podría pedirse al viejo Plihtari que lo hiciera.

Le pareció de este modo haber hablado bien de su mujer en presencia de sus servidores. Pero un viejo aparcero intervino, como si descargara una roña rencorosa y pesadamente amasada.

—No, ¡diablo! ¡Para nada necesitamos aquí al viejo Plihtari!

Y, al colocar el comedero sobre el pesebre, la emprendió incluso contra los caballos.

—¿Tiene Vurenmaa algo contra Plihtari? —preguntó Kustaa a los demás.

—Este botarate no merece la pena que uno se enfade con él —lanzó Vurenmaa, que había oído la pregunta.

El amo dio unos golpes bastante fuertes sobre el borde de la silla, pero no volvió a abrir la boca. Los hombres terminaron su trabajo y dejaron la cuadra. Vurenmaa partió el último y quiso apagar el farol al irse.

—Voy a quedarme todavía un momento —dijo Kustaa aplicando un golpe violento sobre la silla.

—Pues quédate, ¡diablo!, hasta el fin de tus días, si quieres —gritó el viejo alejándose rápidamente.

Kustaa apagó el farol y salió.

En la cocina los hombres comían ya. Hilma se encontraba allí, y Kustaa observó que la escena recordaba algo de los tiempos en que la muchacha era sirvienta. Loviisa, la chica que cuidaba ahora de la cocina, era hija de Vurenmaa, y estaba sentada al lado de su padre; Hilma permanecía silenciosa junto al fogón.

—¿Por qué te estás aquí? Loviisa puede servir la mesa —le dijo Kustaa, al pasar delante de ella, con tono extraño.

La gente comía en silencio. Hilma no se movió. Reinaba una extraña tensión aquella tarde en la granja, y nadie sabía a qué era debido.

Cuando los hombres se hubieron levantado de la mesa y hubieron salido, los aparceros para regresar a sus casas y los mozos de labranza para reunirse en la sala común, Kustaa volvió a la cocina donde Hilma conversaba con Loviisa. La sirviente limpiaba la mesa y su ama parecía esperar la respuesta a alguna pregunta.

—Vurenmaa estaba furioso. ¿Qué le ha sucedido? —preguntó Hilma, mientras Loviisa arreglaba la cocina.

Kustaa observó la espalda de la muchacha y los ojos de Hilma.

—No sé nada. También a mí me ha lanzado palabrotas… Quizá Loviisa sabe lo que tiene.

Kustaa salió, erró un momento por el patio y volvió luego a la cocina.

—Parece que su Eeva ha faltado, y esto le pesa, sin duda, en el corazón —dijo Hilma.

—Sí, y es Iivari Plihtari quien tiene la culpa —añadió Loviisa, cambiando de sitio con brusquedad inútil.

La vida conyugal de Hilma y Kustaa continuaba su curso. Aquella noche, cuando los esposos se hubieron al fin retirado a su dormitorio, su conversación fue grave y entrecortada por largos silencios. La familia de Plihtari, los padres de Hilma, tomaban cada día una importancia mayor en su vida. Kustaa no se sentía en intimidad con su mujer ni en aquellas horas tardías y deliciosas. Había la granja y su gente, los aparceros y sus hijos, Plihtari e Hilma. A veces, Kustaa se asustaba ante la idea de que se encontraba solitario en medio de aquella multitud. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde la noche en que en el amasador de Plihtari, Hilma no había sabido qué responderle? ¿No había habido en su vida más que dos instantes: cuando Hilma estaba sentada bajo el pórtico y cuando la había encontrado al regresar de las bodas?

Había, además, otra cosa. Los movimientos de la mujer carecían ahora de la gracia tímida de los de la joven y esbelta muchacha; pero tampoco era necesario. Aquel talle abultado encerraba un ser que nada tenía que ver con aquellas cosas. Kustaa miraba a Hilma como si acabara de notar por primera vez el estado de su esposa; un nuevo ardor invadió su sangre y su alma. Todo lo que recordaba el pasado había desaparecido de la casa, y ésta era la causa del sentimiento de vacío que le había oprimido tan fuertemente aquella tarde… Pero, después de este invierno, llegaría la primavera y luego el verano; la vida no se detiene, y hay que protegerla. Aquel instante evocaba el del verano pasado, bajo el pórtico. Los silenciosos sollozos de Hilma habían cesado y las últimas palabras pronunciadas habían sido olvidadas. Empujado por el despertar de un deseo vehemente, Kustaa se acercó a su mujer y la acarició. Los ojos de Hilma brillaban todavía con un resplandor húmedo, cuando le dijo:

—Ten cuidado… Vas a hacer daño al niño…

En aquel instante sólo había a su alrededor las paredes de la pequeña habitación y los objetos familiares, parte de los cuales provenían de la casa de Hilma. Los esposos dormían como unos niños inconscientes; pero por la mañana, al despertarse, encontraron otra vez a su alrededor la granja con los servidores, los aparceros y sus hijos y los Plihtari.

En la cocina tropezaban a veces con Tilta, quien, al pasar Kustaa, lo miraba con una timidez y humildad extrañas. Más tarde, Kustaa supo por Hilma que en «Plihtari» tenían necesidad de dinero. Sin embargo, en la misma tarde, un jornalero había reclamado su paga y el amo no disponía de toda la cantidad; nunca tenía bastante dinero contante. Se hubiese dicho que se oían todavía en la casa los ecos de la visita matutina de Tilta. Las facciones de Kustaa se alteraban mientras hablaba con el hombre; con las mejillas coloradas, miraba a Hilma, que debía saber y comprender. Pero su mujer adoptaba entonces la misma expresión distraída que había observado antaño, y que veía ahora por primera vez cuando no estaban solos.

El dinero, sí, ¿qué hacer? Había que denunciar algunos préstamos. Kustaa parecía hablar consigo mismo, pero Hilma y el jornalero le oían. Y, poco tiempo después, llegó un vecino que se presentaba por propia iniciativa, para rembolsar su deuda.

—He oído decir que tenía usted intención de denunciar su préstamo, y por eso he venido.

—¡Pero si no se trataba de usted!

—Ville Kivistoja me dijo que usted amenazaba con pedir el rembolso de algunos créditos, porque no tenía bastante dinero para pagarle. Pero, como tiene tan mala lengua, no puede creerse todo lo que dice…

Este incidente provocó por la noche una discusión entre los esposos. El dinero, que estaba guardado en un cajón de la cómoda, no se prestaría. No se podían considerar como una deuda los quinientos marcos dados a Iivari Plihtari antes de Navidad. Kustaa sabía perfectamente que no los volvería a ver. Pero, de todos modos, resultaba enojoso.

En adelante, ocurrió con mayor frecuencia, cuando la conversación recaía por casualidad sobre la gente de Plihtari, el que se deslizara un pequeño desacuerdo entre los esposos. Kustaa daba a entender más claramente cada día que le cargaban las visitas de su suegra, y cuando Tilta se encontraba en la cocina con los criados y dirigía palabras melosas a su yerno, éste, por toda respuesta, decía algunas palabras a la vaquera, que tomaba su café en un rincón. En este punto; Kustaa no guardaba ninguna consideración a su mujer. Todos podían observar entonces que el amo disimulaba un despecho dolorido, y la joven vaquera se turbaba por la bondad inmotivada del amo hacia ella; le parecía que tanto ella como todos los que se encontraban en la cocina, el ama inclusive, atormentaban a una persona a la que no tenían derecho a molestar.

Durante el trabajo, Kustaa sorprendía a veces a sus servidores contando algún sucedido grosero, cuyo relato interrumpían al acercarse él, después de algunas palabras oscuras, como para excitar su interés.

—¿Quién ha dicho o hecho esto? —preguntaba Kustaa francamente, esperando enterarse de la opinión de los demás.

—Un simple patán —le respondían; o bien—: uno que regresaba de la feria.

No le daban más explicaciones; pero cuando se encontraba un poco alejado con algún aparcero, éste le confiaba que se había hablado de las calaveradas de Iivari Plihtari.

Cuando habían ocurrido estas escenas, Kustaa se acostaba por la noche al lado de su mujer sin decir una palabra. Ésta le cogía la mano y se la apretaba, pero sin recibir respuesta a su apretón; oprimía tan sólo los callos muertos de la palma de la mano y los dedos.

Pesaba un silencio oscuro en la estancia, y bajo las sábanas comunes cada uno trataba de ahogar el ruido de su respiración. Para la mujer, esto resultaba más difícil, pues su estado hacía su respiración corta, y cuando estaba emocionada empezaba a jadear. Cuando se volvía, exhalaba un suspiro anhelante, y entonces cogía el brazo de su esposo que percibía, entre los sollozos, el murmullo de unas palabras que la joven no podía contener.

—¿Por qué eres tan malo? Sabías de dónde venía cuando me tomaste… No tienes obligación de recibir a mis padres, si no los quieres… No he sido yo quien ha llamado a mi madre. Le diré que no vuelva. Los demás ya no vienen…

—Es verdad, pero hacen hablar de ellos —respondió fríamente Kustaa.

Hilma no parecía haber oído aquella observación. Continuaba gimiendo y se apretaba contra su marido, que no podía hacer menos que acariciarla con la mano. Pero entonces los sollozos se convertían en lamentaciones ruidosas:

—¡Qué desgraciada soy! ¿Qué he hecho para sufrir así? Nunca he faltado…

El cuerpo de Hilma, acurrucada contra el hombro de su marido, estaba caliente y molestaba a Kustaa. Éste rumiaba la última frase de su mujer. Nunca había pensado que hubiese podido tener otras relaciones antes de venir a «Salmelus». Ahora, las palabras escapadas a su mujer indicaban que no era así. Hilma no se había referido a cosas que hubiesen pasado entre ellos. Estaba seguro. Kustaa se sintió emocionado.

Pasaron horas tranquilas de descanso; pero por la mañana se despertaron más temprano que de costumbre. Sus miradas reflejaron el recuerdo de la víspera, y entablaron conversación a media voz. Fue entonces cuando, por primera vez, Hilma habló francamente de su hermano a su marido. Eeva Vurenmaa acababa de dar a luz a un niño, y el padre era seguramente Iivari. Los padres de la muchacha habían dado a entender que se contentarían con la suma de quinientos marcos, una vez por todas; pero el asunto tenía que quedar arreglado antes de Navidad, de lo contrario Iivari recibía una citación a modo de aguinaldo. Pero el seductor no tenía dinero; tenía que pedirlo prestado; pagaría su deuda con días de trabajo.

Kustaa interpretó las palabras de Hilma como si ésta le hubiese hecho una petición directamente. «Tendrías que ir allá abajo para informarte con todo detalle de este asunto», le dijo mientras se vestía; la dulzura de su voz dio a entender a la joven que podía continuar en la cama si lo deseaba. Hilma lo aprovechó, aunque no se sentía cansada. En las semanas que siguieron pensó en los preparativos necesarios.

El suelo estaba helado, pero todavía no había nieve, de forma que resultaba agradable caminar. Así, pues, después de oponer algunas objeciones, Kustaa permitió a su mujer que fuera a casa de sus padres a pie. Experimentó placer al verla dejar la casa para ir a arreglar un asunto conocido. Hilma caminaba pesadamente, pero su paso, ligero todavía, alegró el corazón de su marido. Ella experimentaba, por su parte, una alegría intensa y nueva: sentía verdaderamente, por primera vez, que era la mujer de un campesino acomodado.

Cuando hubo abierto la puerta de la casa paterna, quedó sorprendida por el ambiente que allí reinaba, y tuvo durante un instante la sensación de que el paso que daba era inútil y fuera de lugar. Su madre, plantada en medio de la habitación, la consideraba con extraño ademán y miraba con impúdica franqueza la redondez de su talle, diciendo:

—¿Ya te han echado otra vez?

—¿Cómo puedes figurártelo?

No supo responder otra cosa.

—Lo digo porque la propietaria de una casa tan grande no debería hacer a pie tan largo trayecto.

—He pensado que me sería agradable andar por el camino seco; además, no tenía ninguna prisa. Por otra parte, la Tonttila me ha dicho que me conviene andar.

—¡Ah! ¿Sigues ahora los consejos de esa vieja? Más le hubiera valido aconsejar mejor a sus hijas, pues dos de ellas se han dejado hacer chiquillos.

—Lo mismo les ha ocurrido a los que han seguido los tuyos, pues un rorro está chillando ya, y el segundo no está lejos…

Era el modo de hablar de Tilta; pero la observación, aunque había sido ella quien había dado pie a Hilma para formularla, se le antojó atrevida. Iivari no estaba en casa; cazaba ardillas.

—Ha ido a preguntar al vecino si iba a la feria, para enviar sus pieles de ardilla —dijo la hermana pequeña con el tono áspero que era habitual en los habitantes de la choza.

—Y para que la hija de Vurenmaa tenga algo que comer —añadió la madre continuando sus recriminaciones contra su hijo.

Cuando Plihtari regresó y hubo colgado su hacha en el tabique y tirado sus guantes sobre la mesa, la conversación no tardó en decaer. Vurenmaa le había declarado que se contentaban con quinientos marcos, y había hecho alusiones al yerno rico y a Dios sabe qué.

La hija pequeña escuchaba, arrugando la frente, los detalles del arreglo.

—Kustaa os prestará ese dinero —dijo Hilma con voz resignada, y todos aguzaron el oído al oír aquel nombre—. Pero tendréis que devolvérselo.

—No se trata de un regalo…, y quién sabe si Iivari aceptará el préstamo —dijo el padre, con tono protector.

Durante esta lacónica discusión, Hilma se mostró como una mujer verdaderamente adulta. El tono de la madre se había vuelto más dulce, y, cuando Plihtari acompañó a su hija hasta el camino, reinaba cierto espíritu familiar en la cabaña en el momento de la despedida; animaba a la madre, a su hija menor y a todo el ambiente de la casa, así como también a la hija casada sentada al lado de su padre en el cochecito que éste había enganchado. Pero en cuanto apareció la granja de Salmelus, Hilma se sintió de nuevo conturbada. Las ventanas parecían mirarla y se veía ya en el interior, detrás de los cristales, como si no se hubiese movido de la casa. El regreso era casi idéntico a la llegada a «Plihtari» hacía unos momentos. La satisfacción reciente no cuajaba aquí. La pequeña yegua arrastraba su carga con aire de compasión, a lo largo del granero, hasta la escalera de la cocina.

Esta vez, los esposos discutieron con Plihtari en la sala. La gente podía pensar y hasta decir lo que quisiera; le daba lo mismo. Vurenmaa fue en gran parte objeto de sus sarcasmos. Kustaa se decía que lo más cuerdo sería entregar directamente el dinero a Vurenmaa, y lo hubiese hecho de no haber existido el incidente reciente de la cuadra. Pero ahora resultaba imposible. Dio los billetes a su suegro, que se ruborizó, confundiéndose en promesas. Al darlos, Kustaa sabía que no los volvería a ver más, y presentía asimismo lo que iba a pasar.

Plihtari no se daba prisa para marcharse, y Kustaa volvió a su trabajo y no regresó hasta que oyó alejarse el cochecito. Comprendía la satisfacción de Hilma, que iluminaba la granja entera en aquella lúgubre jornada de otoño, pero experimentaba también cierta irritación. Aunque su mujer buscaba ahora acercársele, se sentía más solitario que nunca. Con sus gestos y miradas, quería decirle ella que no había necesidad de que se inquietara por aquel asunto…, ni por ningún otro. Consiguió hacerse comprender, y por la noche los dos esposos olvidaron las preocupaciones de la jornada.

Los Plihtari no reaparecieron en «Salmelus» hasta la antevíspera de Navidad, cuando la hermana de Hilma fue a visitar a los dueños de «Salmelus» para festejar este día. Esta invitación no estaba fuera de lugar, pues los jóvenes esposos no habían ido nunca a «Plihtari». Cuando Kustaa atravesó la cocina, vio a su cuñada y le dirigió un saludo amistoso tendiéndole la mano. Cuando Hilma le hubo explicado el objeto de la visita delante de la chiquilla, respondió sencillamente: «Está bien, vayamos… Pero ¿tienes algunos regalos para ellos?».

Al mismo tiempo, Kustaa tuvo un sobresalto desagradable: la palabra «regalo» le había recordado ciertas amenazas de Vurenmaa… Se dirigió al establo, esperando que la pequeña se habría marchado a su regreso.

En aquel momento, Vurenmaa estaba realizando algunos pequeños quehaceres en el patio. Con el aire regañón que le era habitual, dirigía de vez en cuando una mirada de espera en dirección a la puerta de la cocina. Cuando la pequeña Plihtari salió, dejó bruscamente su trabajo y le dirigió la palabra. La conversación fue corta. Vurenmaa regresó a sus quehaceres, cerca de Kustaa.

—Le he preguntado qué pensaba hacer Iivari con el niño, pero ella no sabe nada. Se acerca Navidad y lo mejor será poner el asunto en manos del comisario.

Kustaa no respondió nada y Vurenmaa prosiguió su trabajo. Un poco después, mirando a su amo de soslayo, vio brillar en su cara la terrible rojez que conocía bien. Aunque viejo, Vurenmaa era todavía robusto, y en sus buenos tiempos nadie había osado burlarse de él con malignidad. Pero, a veces, en presencia de Kustaa, le sucedía sentirse irremisiblemente forzado a trabajar más aprisa, como si su amo le hubiese tenido cogido por la nuca. O también a alejarse rápidamente, como el otro día hizo en la cuadra.

—¿No ha pasado Iivari por su casa para liquidar el asunto? —preguntó al fin Kustaa con voz forzada.

—No, no ha venido —respondió Vurenmaa destacando cada sílaba, como un jugador ganancioso que alinea sus últimas cartas. Era evidente que lo sabía todo.

El amo se volvió como para sacar algo del bolsillo. Después, dirigiéndose de nuevo a Vurenmaa, le preguntó con voz cada vez más débil:

—Eeva se contentaría con quinientos marcos, ¿no es verdad?

Después que hubo hablado sintió que descendía cada vez más bajo: nunca había hablado a Vurenmaa de aquel asunto, ni de la indemnización. Vurenmaa dio una corta respuesta afirmativa, y el patrón se volvió de nuevo. Cuando, al cabo de un instante, quiso volver a hablar hubo de aclararse la voz repetidamente.

—Puede dejar el trabajo antes que dé la hora, para ir a casa del comisario.

A continuación, Kustaa se alejó, satisfecho por haber podido terminar la conversación dando una orden. Pero se sentía solo.

Tal fue el comienzo de la primera acción llevada a cabo por Kustaa a espaldas de su mujer. Fue quizá también el principio de su infortunio. Irremisiblemente toda desviación llama a una reparación que realiza la propia vida o un instrumento más modesto. Kustaa se decía que había querido únicamente ahorrar a Hilma unas emociones fastidiosas al final de su preñez. Pero, en lo profundo de su conciencia, sentía que abrumaba a alguien, que se castigaba a sí mismo.

No le costó trabajo a Kustaa hallar un pretexto para ir al pueblo en aquel día de preparativos para la fiesta de Navidad. Tuvo tanto quehacer que se retrasó hasta el anochecer. Al marcharse, Hilma le preguntó humildemente si traería algún regalo para sus padres, pero él no respondió. En el pueblo se le vio entrar en primer lugar en casa del comisario, luego fue a casa del curtidor, y finalmente hizo varias compras despacio en las tiendas. Su caballo estuvo atado durante horas en un vallado, y se veía colgar fuera del trineo el viejo cobertor de la familia, con sus iniciales. Como Kustaa salía rara vez de su propiedad, se acercó mucha gente a estrecharle la mano… Vurenmaa fue visto también entrando en una tienda… ¡Toma! Había ido al pueblo con vestidos de trabajo… Salmelus se disponía a partir, y se encontraba en la sombra de la puerta cuando entró su aparcero. En la tienda había gente cuyo rostro se iluminó cuando vio a Vurenmaa pagar su compra con billetes nuevos.

Media hora después, el comisario y su mujer asistían a la marcha del joven campesino que había hecho dos visitas a su casa en un mismo día. Admiraron su tez sonrosada, su nariz aguileña y el rico tapiz que cubría su trineo. Luego discutieron el asunto que Salmelus había arreglado. Kustaa se llevaba en el bolsillo un documento que decía: «Yo, el infrascrito, Karl Vurenmaa, reconozco haber recibido en nombre de mi hija menor Eeva… y me comprometo a no intentar en adelante ninguna reclamación contra Iivari Plihtari para el mantenimiento de dicho niño…; si éste muere, sus derechohabientes no estarán obligados a ningún rembolso…».

Kustaa Salmelus no enseñó este papel a su mujer. A su regreso estaba completamente tranquilo y explicó minuciosamente sus diligencias. No había comprado nada para Plihtari, pero Hilma encontraría seguramente en la granja algún regalo conveniente. Más tarde, Kustaa parecía a ratos distraído, pero Hilma no lo extrañó: en las circunstancias actuales, momentáneamente al menos, Kustaa tenía que pasar forzosamente a un segundo lugar.

Los esposos fueron a «Plihtari». En el momento de partir, Kustaa tuvo el presentimiento de que la visita acabaría mal. Como Kustaa figura en nuestro relato como un personaje tan importante como su hija, cuya historia vamos a iniciar muy pronto, y como esta visita señala un giro decisivo en el camino emprendido por el último retoño masculino de la familia, vamos a exponerla detalladamente.

«Plihtari» era un antiguo feudo situado en la linde de una región bastante poblada. Se iba allí por un camino sinuoso señalado en verano por las raíces descarnadas de los árboles y por las pisadas de las vacas que, junto a las empalizadas, formaban charcos cenagosos con manchas verdosas; en invierno se veían en el camino las huellas dejadas por el acarreo de ramas de árboles, y gavillas de heno colgadas en los montantes de los portones. En los tiempos del antiguo aparcero, la finca había sido próspera; pero desde la entrada de Plihtari se había empobrecido poco a poco, a causa sobre todo de la mala administración del matrimonio. Heikki Plihtari se había casado con Tilta, o mejor, ésta se había casado con él. Era una mocetona a la que incluso un marido de carácter duro hubiese pasado grandes fatigas para domar. Introducía en la casa el desorden y el ruido, intrigas y flojedad. En cuanto se ganaban unos céntimos, ella se atribuía todo el mérito y el honor, y, si se perdían, Heikki tenía que oír toda clase de reproches. Tilta trajo al mundo a tres hijos. Hilma, que era la mayor y que tenía el carácter dulce y tranquilo de su padre, se convirtió milagrosamente en la dueña de la hermosa heredad de «Salmelus».

Invitada junto con su marido, Hilma fue a visitar a sus padres por el camino de invierno. Navidad caía aquel año en domingo. Hilma estaba de buen humor, pues por la mañana había ido a la iglesia con su marido como a una partida de placer. La sonrisa del hombre que se encontraba sentado a su lado le parecía más expresiva que de costumbre; con las riendas en la mano, Kustaa parecía pensar en cosas agradables, que ella sabría quizá más tarde. Formaban bajo todos conceptos una bonita pareja.

En la cabaña de los Plihtari se les esperaba, pero era difícil que pudieran terminar nunca los preparativos. Se habían querellado más de lo acostumbrado últimamente, y ahora era el viejo quien refunfuñaba y protestaba, sin saber contra quién descargar su enojo. Él fue quien cobró los quinientos marcos, así como el responsable, en parte, del dinero malgastado, aunque no tuvo intención de hacer en él una brecha tan grande. Compró únicamente un collar con cascabeles y unos arreos de invierno, porque estaba seguro de que Vurenmaa esperaría hasta después de Navidad para cobrar el resto de la suma convenida. Pero después Tilta y luego Iivari habían metido mano, y la cantidad de dinero que quedaba era tan exigua que no valía la pena de llevársela a Vurenmaa… Iivari y su madre estaban de acuerdo, y el truhán había empezado ya, con el consentimiento de su madre, el barril de cerveza destinado a obsequiar a los dueños de «Salmelus», y se reía ahora burlonamente.

—¡Acaba ya de reír, haragán! —le dice su padre con sorprendente energía.

El muchacho se levanta y declara con malos modos que no ha pedido nada a Salmelus, que nada le pedirá, y que si no es lo bastante bueno para ser su cuñado, le da igual. No quiere mantener a los chiquillos de la Vurenmaa… Pero entonces los instintos paternales empezaron a retozar en el corazón bondadoso de Heikki, que arreció en sus reproches; Iivari se obstinó, y Tilta iba a intervenir cuando, de pronto, se oyó el tintineo de unos cascabeles desconocidos cerca del establo; luego se vio un caballo bayo y muy pronto, en el trineo, dos caras conocidas. Heikki corrió para sujetar al caballo, mientras su hijo desaparecía por la puerta de atrás.

El botarate pudo alejarse tranquilamente después de haberse detenido para oír cómo su padre acogía humildemente a los huéspedes; nadie pensaba en él. Su tranquilidad aumentó, y se dirigió al sótano, donde se guardaban las patatas, en el que entró, pisoteando el suelo blando que olía a tierra húmeda; ejecutó a tientas los gestos habituales, y muy pronto se dejó oír el gorgoteo de la cerveza en la oscuridad. «Arriba está mi viejo…, ¡hum…!, y el hijo Salmelus, que es el amo de mi viejo…, ¡eh…!, y luego nuestra Hilma, que se cree ser algo…». Tales eran los pensamientos de Iivari, mientras engullía la cerveza destinada a los huéspedes. Cuanto más bebía más repulsión le inspiraban Plihtari, Salmelus y Vurenmaa, por lo que resolvió irse al pueblo y no regresar hasta que las visitas se hubiesen marchado. Cerró la espita del barril, puso el pestillo y, sin pensarlo, se metió la llave en el bolsillo. Se sentía audaz, pero, sin embargo, se alejó apresuradamente.

Entretanto, los visitantes habían penetrado en la sala caldeada donde Tilta había de servir el café y los bollos, y donde Heikki había de traer la cerveza. Pero no tardaron en darse cuenta de que la llave de la cueva había desaparecido y que Iivari se había marchado; en un principio nadie pensó en establecer conexión alguna entre estos dos hechos. En la cocina se oía el cuchicheo de unos reproches, un continuo ajetreo y ruido de buscar alguna cosa, e Hilma fue a ver lo que pasaba. El aire libre había dado a su cara adelgazada unos bonitos colores; llevaba un vestido nuevo recto y amplio, tal como los llevaban las mujeres en su estado. Al atravesar la pieza vacía, su aire era imponente y se había puesto las manos a la espalda como una gran señora.

Hilma fue la primera que sospechó que Iivari se había llevado la llave. Después de ciertas objeciones y pesquisas ejecutadas sin método, sus padres terminaron por aceptar su parecer. Hilma declaró que había que esperar el regreso de su hermano, que seguramente no tardaría en volver; pero cuando Tilta hubo dicho que dentro de una hora necesitaba las patatas para la cena, Heikki se dirigió a la cueva sin replicar y rompió la cerradura. Muy pronto se sirvió la cerveza, y Heikki pudo dirigir la conversación con su yerno por los derroteros que deseaba. Al poco la voz y las palabras del buen hombre se ablandaron. Expuso lo acaecido, mientras su mujer y su hija intervenían de vez en cuando, según costumbre de la familia, para confirmar el relato. Las explicaciones del viejo duraron toda la velada, no terminando hasta las nueve, cuando se derrumbó en su cama, completamente agotado. En aquel momento había expuesto con toda clase de detalles lo estúpido que hubiera sido entregar una cantidad tan importante a la pandilla de los Vurenmaa, no sabiéndose, como no se sabía verdaderamente, si Iivari era el padre de la criatura. «¡Claro que es él!», había dicho entonces la hermana menor. «¡Cállate!», le había replicado su padre al continuar su relato, diciendo que los Vurenmaa no habían intentado ningún pleito, como habían amenazado hacerlo por Navidad, y por eso Iivari se había quedado tan desconcertado que se había llevado la llave de la cueva. «Falta saber si ha sido él», replicó la pequeña. «Has sido tú quien la ha cogido», añadió el padre, fingiendo bromear.

Kustaa se había regalado con la buena cerveza, pues Tilta tenía fama por la habilidad con que sabía prepararla, y se la llamaba a veces de las grandes propiedades para hacerlo en los días de fiesta. En honor de su yerno, lo había hecho lo mejor que sabía, sin reparar en pellizcar los billetes de banco. Afortunadamente, Iivari no había bebido más de una jarra. El suave colorido de las mejillas de Salmelus se convirtió en un brillo difuso, y Kustaa terminó por tener tantas cosas que exponer como su suegro, con la única diferencia de que el sentido de sus explicaciones era aún más oscuro.

Contó a su suegro que había reflexionado mucho sobre el caso de Iivari, llegando a la conclusión de que sus padres podían darle algún consejo… Sí, aquel asunto no le atañía personalmente, así como tampoco a su mujer; pero, por el buen nombre de la familia, había pagado la indemnización a Vurenmaa. Tilta trató de explicar lo mejor que pudo que el dinero no había sido malgastado, aunque se le hubiese dado otro empleo. No podían ir a visitar a su yerno con unos arreos hechos trizas, como unos gitanos, y esto y lo otro… El pensamiento de Kustaa no alcanzaba a detenerse en estas cosas.

La situación no se despejó hasta el regreso de Iivari, y la explicación fue entonces muy violenta, si bien sirvió para estrechar definitiva e indisolublemente los lazos de parentesco establecidos recientemente. De hecho, estos lazos no se aflojaron hasta después de una serie de defunciones.

Hacia las nueve, Heikki se había tumbado en su cama y la cena preparada por Tilta fue servida al fin. Kustaa e Hilma comían en la sala y aquél exponía a su mujer de qué manera habrían podido asistir los padres de ella con sus consejos, cuando se oyeron los primeros gritos de una pandilla de borrachos; después se percibieron unas palabras y se distinguió netamente cómo Iivari se dirigía a la cueva. No se detuvo allí mucho tiempo, y muy pronto se oyeron golpear las puertas, primero la del vestíbulo y después la de la cocina; se armó un gran alboroto. Tilta trataba de tranquilizar a su hijo, que clamaba, excitadísimo: «Nuestra cerveza no es para esos malditos Salmelus, ¡qué demonio…! Kustaa debe ser seguramente el padre del rorró, puesto que me ha dado dinero a mí y a Vurenmaa… ¿Están todavía ahí ese nariz ganchuda y su hembra?».

Heikki salió de su somnolencia, refunfuñó unas palabras y se volvió a dormir. Entonces, Hilma se levantó y se fue a la cocina; Kustaa permaneció tranquilamente sentado, con el oído atento. Lo que oyó le hizo levantarse y entrar en la cocina.

Kustaa llegó a tiempo para presenciar una escena que permaneció aislada en su vida. Aquella mujer bien vestida y encinta, ¿era verdaderamente suya? Y aquel hombre borracho que la empujaba tan fuertemente que iba a tropezar contra el ángulo de la chimenea, ¿era el hermano de su mujer? Fuera lo que fuese, por primera y última vez en su vida, Salmelus descargó la mano sobre su prójimo. Un asco espantoso se apoderó de él cuando sintió sus dedos hundirse en la carne blanda del cuello de su cuñado. Los dos hombres se debatieron cerca de la estufa, entre los arneses nuevos, y Kustaa recobró su lucidez al oír a dos mujeres gritarle una súplica al oído. Sus dedos soltaron la presa que habían hecho en el cuello de un individuo de cara congestionada, que tenía en una mano una espita de barril y en la otra una llave grande. Divisó al viejo Heikki en el fondo de la pieza, con ademán hostil. Un tanto aturdido, Kustaa dijo, sonriendo: «Ahora nos vamos». Vio a Tilta e Hilma apresurarse para prodigar sus cuidados al joven desvanecido, y se precipitó fuera, con la cabeza desnuda, en dirección al carruaje.

Kustaa no volvió verdaderamente en sí hasta el regreso, al tratar de evitar un tronco que había observado a la ida. Vio a su mujer a su lado, medio dormida, con expresión de contrariedad. Delante, resplandecía la luna, que acababa de levantarse… Kustaa se acordaba de todo, pero no abrió la boca. Se encontraba a mitad del camino entre «Salmelus» y «Plihtari»… Padre, ¿vive aún? No, todo va mal.

En el patio, Hilma bajó del trineo y entró en la casa sin pronunciar una palabra. Kustaa llevó el caballo a la cuadra. Cuando se acercó a la cama, vio que Hilma estaba ya en ella, de cara a la pared, y parecía dormir. Un profundo y tembloroso suspiro le indicó, sin embargo, que estaba despierta.

Cuando se dice que un campesino ha tenido que vender su propiedad, no se piensa que esto haya tenido por causa un acontecimiento particular, a menos que se trate expresamente de los trastornos acaecidos hacia 1870. Durante los despiadados años de escasez y miseria que reinaron entonces, no dejó de haber campesinos emprendedores que echaran los cimientos de una prosperidad material que permite ahora a sus hijos llevar una existencia ociosa, sobre todo si su difunto padre supo recuperar sus principales feudos antes de la entrada en vigor de las leyes dictadas para proteger a los pequeños propietarios. En dicha época, hacia el final de los años de miseria, se sacaron a veces fincas a subasta por el importe de pequeños impuestos atrasados. Si un campesino previsor tenía algún dinero, prefería comprar una propiedad amenazada que prestar a su vecino acorralado la modesta suma que le hubiese permitido salvar su finca… También a veces las epidemias vaciaban las casas de campo en tal forma que no quedaba en ellas nadie, excepto, quizás, algún anciano medio impedido: el antiguo propietario.

Pero estos sucesos de carácter particular se relacionan con la historia de la patria, con las grandes pruebas comunes del pueblo. Otras veces, las cosas siguen un curso diferente, trivial y silencioso. La enfermedad puede arrebatar a un campesino su ganado, su mujer y sus hijos; los pedriscos de abril pueden aniquilar los tiernos tallos del centeno, y las heladas de agosto malograr las espigas medio formadas; pueden sobrevenir incendios y el tener que hacer pagos imprevistos y, sin embargo, no verse obligado a vender la propiedad. Pero a la generación siguiente, el hijo o el yerno tienen que liquidarlo todo sin que les haya sucedido nada parecido. Entre 1890 y 1900, época de la que se trata aquí y durante la cual Kustaa e Hilma fueron los dueños de «Salmelus», sucedió a veces que la señal exterior de la decadencia fue una rápida alza aparente de bienestar y pujanza. Todo el mundo conoce las consecuencias de las ventas de bosques hechas entonces; más de un campesino derrochó el precio de sus bosques en casa de un bodeguero de la ciudad. Ahora, cuando los restos de las últimas talas se han podrido en los bosques y mientras se procede al cultivo racional de los nuevos árboles, el único recuerdo que queda de aquellos enriquecimientos rápidos es un granero de granito construido sobre un suelo blando, o aún las feas ventanas de los salones campesinos con dos altas vidrieras inhospitalarias coronadas por una tercera idéntica; el verlas recuerda la bolsa de cuero del antiguo comprador de bosques. La riqueza adquirida trazando simplemente una firma al pie de un papel, incitaba a modernizar, y para que el cambio fuera bien aparente, el campesino transformaba las antiguas ventanas de seis cristales bien proporcionados, inspirándose en el modelo que había visto en la ciudad, en casa de su hermano…

El último propietario hereditario de «Salmelus» no vendió sus bosques ni remplazó los cristales algo verdosos de su granja. Y aunque sus instintos seculares de campesino hubiesen murmurado, al regresar de su visita a casa de los Plihtari, y aunque su vida y sus actos no fuesen normales, no hubiera podido concebir nunca que estaba destinado a perder su propiedad. Ni aún más tarde, cuando el robusto dueño de «Roimala» recorrió las propiedades y tierras de Salmelus con gestos de propietario, Kustaa no hubiese podido indicar qué acto preciso había determinado aquel lento derrumbamiento.

Al alba, Kustaa fue el primero en despertarse. Encendió la lámpara y miró a su mujer, a cuyo lado había descansado todavía aquella noche. Hilma parecía dormir más profundamente que de costumbre; su cara estaba medio vuelta, y tenía una expresión inanimada y ausente. Su respiración corta parecía atestiguar su inocencia y contradecía las revelaciones del rostro. La redondez de sus formas bajo las sábanas no eran más que la conmovedora consecuencia de un accidente fortuito.

Al despertar, Kustaa tuvo una pegajosa sensación de desabrimiento que fue en aumento a medida que se iba ensanchando el círculo de sus recuerdos. Había estado en «Plihtari» con su mujer en trineo… La cerveza y la cena… Sí…, había estado allí, verdaderamente, y aquélla era la mujer que había estado con él… Estaba ligado a ella, y era suya, suya… ¿Qué era en realidad para él?

Kustaa recordaba que Heikki Plihtari, el aparcero de anquilosadas rodillas, se había quedado plantado en el centro de la pieza como si hubiese aventajado a todo el mundo, incluso a su yerno… Le pareció que, hasta cierto punto, se había convertido en hijo de aquel hombre… ¿Se debía a que la influencia paternal de aquel lastimoso anciano se extendía hasta allí, hasta el hermoso salón de «Salmelus», en aquella hora matutina, gracias a la mujer que dormía en él y que se había sólidamente instalado allí…? La sala no había cambiado, pero había perdido su ambiente de sala de visita; ya no se oía detrás de aquella puerta la tos familiar del padre… «Exploto esta propiedad a mi antojo, sin nadie que me sostenga… Aquí descansa esa mujer que…».

Hilma dormía aún. Quizá, durante la noche, habían continuado sus tribulaciones junto a su marido y acababa de cerrar los ojos. Kustaa se vistió con lentitud; había que hacerlo, pues había llegado el día, el alba de una mañana de invierno. En aquella época del año, el campesino se levanta a la hora en que se despierta, aunque haya pasado mala noche. Si todo marcha bien, no tiene que preocuparse por su mujer, que se ha levantado antes que él y ha despertado ya a las sirvientas, cuyo sueño no termina nunca por sí mismo. Un campesino feliz no piensa en nada al ir en el crepúsculo a la cuadra y al oír el relincho de su caballo. Los mozos de labranza se presentan y hacen su trabajo.

Pero en «Salmelus», en aquella mañana, ninguna sirvienta se había levantado todavía; el ama dormía, y tampoco se veían los mozos; y el amo, en el sendero que llevaba a las dependencias de la casa, trataba de pensar en algo. Entró en la cuadra y realizó el trabajo de costumbre; encendió el fuego, sacó el estiércol y almohazó el caballo. Luego lo enjaezó. Mientras trabajaba así, le parecía que alguien le vigilaba, tratando de adivinar sus intenciones. Kustaa no tenía ninguna; pero sentía que tenía que alejarse, irse. Los trineos sucios de los aparceros llenaban el patio desde la antevíspera de Navidad, y volverían a encontrar sus relejes al alba sin que le necesitaran a él. O quizá se encontraría a faltar grandemente al amo que había ido a buscar heno en una granja lejana. Era un trabajo de hombre y muy conveniente en aquel día de fiesta. Pero más hubiera valido partir dos horas más tarde.

Después de haber atado la lonja, Kustaa se detuvo un instante, como para reflexionar con su caballo. Era una tranquila mañana de invierno, una mañana tan apacible que se percibían distintamente los ruidos de la digestión en la barriga del caballo; cuando el animal sacudió los últimos restos del calor nocturno, el chirriar de los arneses y el crujir de las varas hizo el efecto de un gran alboroto.

En aquel momento, la sirvienta Loviisa atravesó el patio y vio el trineo del heno, de forma que podía informar a su ama. Se volvió al cruzar el umbral y entró en la cocina, donde encendió la lámpara. Kustaa comprendió que se podía marchar sin necesidad de anunciarlo.

Dejó andar al caballo a su antojo; era tan temprano que llegaría seguramente a la granja antes del día. Puesto en pie en el trineo, podía soñar a sus anchas. Como un profundo surco, el camino atravesaba campos, barbechales y bosques. Sólo se veían en él dos relejes, cuya separación indicaba la anchura tradicional de los trineos campesinos. El trineo del hijo sigue las rodadas del trineo del padre.

Kustaa se preguntaba qué tenía que hacer. Experimentaba un vago sentimiento de que tenía que abandonar algo, pero no habría sabido decir qué era: en todo caso, era delicioso hundirse en la soledad.

El bosque sepultado bajo la nieve hace olvidar al hombre las preocupaciones que le han asaltado en los campos. Pueden encontrarse allí en todo momento unos instantes de olvido, si bien los pensamientos tristes acaban siempre por volver y por continuar su curso eterno.

Partir para no volver a ver ni recordar…, lejos del hombre cuya garganta habían apretado sus dedos y que se resistía a nombrar. Al imaginar la partida, evocaba todo lo que se relacionaba con aquel hombre. Había el cortijo y sus habitantes, la joven esposa que se despertaba en aquel momento en «Salmelus», sola por primera vez. Sí, y también «Salmelus», toda la heredad, y además, los que se la habían legado: padre y madre: todos intervenían en aquella vaga idea de partida, y él también, como si hubiese tenido que romper consigo mismo. Y luego el ser que iba a venir al mundo… Por primera vez, Kustaa pensó en él, directa y brutalmente. Pero una asociación de ideas le volvió a llevar irresistiblemente al punto de partida: aquel individuo había empujado a Hilma en el momento en que él había intervenido, demasiado tarde, pues el cuerpo de la mujer había chocado con el ángulo de la estufa. Ahora, al volver a pensarlo, tenía la impresión de que no había obtenido satisfacción de aquel botarate y que no la obtendría nunca. En estos casos hay que vengarse inmediatamente.

La imagen de Iivari Plihtari se iba agrandando en el pensamiento de Kustaa, que se sentía incluso abandonado por el bosque nevado, enfurruñado al nacer el día. Iivari, aquel borracho, aquel canalla, había descargado la mano sobre una mujer encinta, que para colmo era su propia hermana. Era tan repugnante que Kustaa renunció a pensar en ello, al tiempo que se decía que se había hecho violencia al niño que iba a nacer, y no únicamente a la madre. Iivari había pisoteado la paternidad de Kustaa, y éste experimentaba espanto casi al considerar esta situación. ¿Para qué ir allá abajo? El camino parecía decirle: «Puedes seguirme a tu antojo, soy incapaz de ayudarte. Al fin y al cabo tendrás que regresar a tu casa».

Kustaa no había pensado en que el camino pasaba por delante de la cabaña de Vurenmaa. El caballo descendió la pendiente al galope. Pero a la vuelta, con el trineo cargado, hubo de subir lentamente la cuesta. Por lo demás, Salmelus no sentía rencor por el viejo Vurenmaa; por el contrario, el recuerdo de aquel hombre ejercía en él un influjo vivificante; Vurenmaa había sido siempre franco y recto, y se había entendido siempre muy bien con el padre de Kustaa.

El caballo se detuvo cerca del pozo, y Kustaa le dio de beber. Viendo unas cabezas detrás de la ventana de la sala, Kustaa juzgó que debía entrar, tanto más cuanto tenía mucha sed.

Vurenmaa se disponía a salir, y dirigió a su amo una mirada escrutadora, un poco vacilante. Se dirigía a la heredad. ¿Se había retrasado?, pues el amo estaba ya en camino. Pero no, nada apremia en estos días de fiesta. Vurenmaa podía subir al trineo, lo que resultaría más cómodo que andar. Verdaderamente.

En la otra habitación se oyó el chirriar de una cuna, y luego el ruido disminuyó y cesó. Muy pronto llegó Eeva, pálida y con los vestidos en desorden. Kustaa pidió de beber, y Eeva fue enviada a buscar cerveza, para refrescarle un poco. Kustaa notó que la bebida estaba fermentada a punto. Se cambiaron cortas frases y se lanzaron alusiones más o menos equívocas; hasta el momento en que se habló francamente del asunto principal. Y entonces se le discutió en todos sentidos. Vurenmaa expuso los hechos detalladamente, tal como él los comprendía; no era hombre que se dejara engañar. Luego se levantó, declarando que se iba a la granja. Kustaa podía quedarse si quería. Se calzó sus gruesos guantes.

Kustaa se quedó. Su caballo permaneció atado junto a la empalizada hasta la caída de la tarde. Unos campesinos lo reconocieron y se extrañaron, pensando en las relaciones entre los Vurenmaa y los Plihtari. Se cuchicheó en seguida sobre el caso, y el acontecimiento parecía tan extraño que no tardó en saberse en la granja. Habiendo entrado en la cocina con un pretexto cualquiera, una comadre charlatana contaba su historia: «Era, en efecto, el dueño de “Salmelus”, he reconocido su caballo, y la Vurenmaa ha ido a buscar cerveza a la bodega. Tienen con qué regalarse, con cerveza, ahora que Eeva ha cobrado dinero. Y es justo que se obsequie un poco al amo».

Hilma oyó estas palabras. Sin responder, se alejó de la cocina. Era por la tarde.

Kustaa se sentía bien en la cabaña. Confortado por la cerveza, habló con las mujeres durante horas. Eeva, la muchacha-madre, sabía conducirse bien, incluso en presencia de Kustaa, mientras su madre se entregaba a los indispensables quehaceres de la casa. Hablaba con moderación, pero con firmeza, y sabía mantener hábilmente la conversación un poco lenta del amo. Eeva y Kustaa no tenían ningún motivo para odiarse, y alimentaban unas disposiciones casi idénticas con respecto a los Plihtari. Kustaa ofreció pagar la cerveza, pero la Vurenmaa no quiso aceptarlo. «Nuestra casa no es una taberna, y no llevamos una vida desvergonzada, aunque mi hija haya tenido ese tropiezo… ¿Es verdad lo que se dice, que usted entregó a los Plihtari el dinero para indemnizar a Eeva, pero que ellos lo han derrochado y que usted lo ha tenido que pagar dos veces? Iivari lo contó ayer así en el pueblo, junto con otras monsergas…».

En aquel momento, Kustaa parecía despertar de un sueño; miró su vaso, lo vació de un trago, dijo adiós y no añadió nada más. Con paso tranquilo, salió, vacilando un poco, por la escalera desconocida: dio de beber a su caballo y subió al trineo. El corto día de invierno tocaba a su fin.

Había terminado también en «Salmelus».

—¿Tan lejos se encuentran nuestros cortijos que se necesita un día entero para ir a uno de ellos? —preguntó Hilma.

Era la primera vez que le hablaba en aquel tono. Durante el día, en la granja, había habido varias veces necesidad de consultar al amo, y su mujer hubo de decidir sin su consejo. También se había necesitado dinero, pero ella no había encontrado bastante.

Cuando su mujer hubo cesado en sus recriminaciones, Kustaa le respondió con hastiada sonrisa.

—¿Hay que pagar nuevas indemnizaciones por hijos ilegítimos?

Era la frase más mortificante que había dirigido hasta entonces a su mujer.

—Quizá sí —replicó Hilma—. Dicen que el hijo de Eeva es también un poco tuyo; en todo caso parece que no te aburres con esa ramera.

La expresión de Kustaa se endureció de repente; su mirada se inmovilizó. En los ojos de Hilma había algo de burla; no sentía miedo y se mantenía firme y atrevida bajo la protección del hijo que esperaba. Kustaa vio a la madre y al hijo unidos contra él. Tuvo miedo, y erró durante toda la velada por la granja como en casa de un enemigo.

Resulta arduo liquidar completamente una situación parecida. El amor empieza siempre, desgraciadamente, por el período más delicado, de modo que sólo puede mancillarse con el tiempo. El amor entre hombre y mujer es un organismo cuyas venas y fibras, una vez rotas, no pueden volver a soldarse. Sería prudente imprimirle desde el principio un aspecto rudo y brutal; lo más cuerdo para un hombre sería ir a tomar mujer lo más lejos posible.

Aquel invierno, los vecinos pudieron observar en la explotación de la finca algo que no se había visto nunca en vida de los antiguos propietarios: muchas reparaciones necesarias quedaban por hacer y no se remplazaba ni una tabla caída ni se cambiaba un solo poste de los cercados. Se aplazaban para la primavera los trabajos de fin de otoño, olvidándose de colmar los hoyos de los campos. Así anduvieron las cosas durante los años siguientes.

Tampoco el destino proporcionaba mejores esperanzas para el porvenir de la familia.

Fue verdaderamente un momento solemne en la vida de Kustaa aquél en que Hilma tuvo su primer parto. Ésta se había levantado por la mañana, como de costumbre; sentada en la cocina, dirigía con desgana los trabajos domésticos, dispuesta a ceder si la sirvienta oponía algún reparo: «¡No puedo más!», decía de vez en cuando. Y luego se levantaba el vestido para ver, una vez más, la hinchazón de sus piernas y tobillos. De pronto su mirada se extravió; se levantó y tuvo que apoyarse con ambas manos en la mesa. Loviisa vio crisparse sus dedos. «¿Qué pasa? ¿Quiere que llame al dueño?».

Cuando Kustaa entró, su mujer estaba ya en la habitación, sentada cuidadosamente, de espaldas a la puerta. Desde el lunes, sus relaciones habían sido las que pueden imaginarse. Pero todo había quedado entre ambos; ninguna palabra irreparable había sido pronunciada en presencia de un tercero. De «Plihtari» no había venido nadie. Kustaa había trabajado fuera tanto como le había sido posible, y por la noche había hablado muy poco. A medida que se acercaba el día de librar —Hilma no lo conocía con exactitud—, Kustaa se sentía humillado ante su mujer. El recuerdo de la escena con Plihtari se iba borrando asimismo poco a poco; sin embargo, a veces, cuando descansaban en silencio, uno al lado del otro, en la cama común, el marido se sentía invadido por un sentimiento desagradable y repugnante: un individuo había herido sus más íntimos sentimientos de paternidad. Kustaa no esperaba a su heredero, como hubiese podido creerse que lo haría, pensando en la fuerza de su virilidad en el momento en que empezó a esperarle. Ahora, había llegado al punto de tener que rechazar espantosas imaginaciones, a fin de que no tomasen forma de deseos concretos. Al entrar en la sala tan poblada de recuerdos, sintió en su corazón un cálido sobresalto, al parecerle que su mujer imploraba su protección. Se acercó a ella, colocó suavemente su mano sobre su hombro y le hizo una pregunta trivial. Hilma le miró y su expresión extrañó a Kustaa. Un hombre no tendría que ver nunca el rostro de una mujer en este estado.

—Ve a decirle a la Tonttila que le pido que venga. Y que lo haga sin que se entere todo el pueblo… No mandes a decir nada a «Plihtari»… Ve aprisa…

La cosa era, pues, para aquel día, que sería para la granja un gran acontecimiento, como no se había visto después del nacimiento del dueño actual. La noticia de la inminencia del parto parecía sumergir a la heredad en el marasmo; pero interiormente había una expectación intensa. Las jóvenes sirvientas parecían haber tomado también importancia hoy, gracias a su ama. La Tonttila disponía de un poder absoluto sobre toda la granja y daba consejos y órdenes a granel; aunque era de carácter pacífico, no miraba a nadie a los ojos, y dictaba sus instrucciones como de pasada. Durante el día, sus ademanes se hicieron cada vez más serios.

El dueño no permaneció en la casa, y procuró arreglárselas para tener siempre algo que hacer a solas fuera. Una vez, abrió una puerta y volvió a ver de pronto el sitio donde su padre había encontrado la muerte. Permaneció tranquilo y con la mirada distraída. ¿Para aquello sus pasos le habían llevado allí? El pensamiento localizaba con precisión la forma del cuerpo sobre el suelo; pero ahora el espíritu paterno parecía dormido, y nada dijo a su hijo. Al menos no le dirigió reproche alguno.

Kustaa se sentó a la entrada del corral, donde se sentía bien. Veía la granja y distinguía inclusive la ventana detrás de la cual se encontraba Hilma, que en aquel momento… Sólo tenía una idea vaga de la marcha de un parto, pero sabía que implicaba, además del dolor, una pérdida de sangre y unas cosas que se sacaban a escondidas. Hay una parte que repugna al espíritu masculino…, y esto evocaba de nuevo los acaecimientos recientes y en primer lugar a Iivari. La silueta de aquel haragán parecía próxima al salón, y su expresión decía: «Soy yo, efectivamente; conozco esas cosas; pero no te lameré las botas». Su madre estaba junto a él…, y había, además, la excursión a la granja lejana… Y en aquel momento, Hilma estaba dando a luz, ella que… La idea abominable, que era casi un deseo, tendía a precisarse en el espíritu. Kustaa se lamentaba interiormente y, sin pensarlo, se colocó en el sitio exacto donde había muerto su padre. Se quedó en él silencioso, como si escuchara. Poco a poco volvió a encontrar los recuerdos de su infancia, y entonces se dirigió hacia la casa.

Le buscaban. En todas las habitaciones reinaba un silencio extraño. Loviisa salió del salón, lentamente y sin ruido. «Si quiere entrar…», dijo a Kustaa con tono curioso. Kustaa entró. La Tonttila tenía las facciones alteradas, como si llorara. En los últimos días, Kustaa se había sentido como un extraño en su casa, y en aquel instante ese sentimiento llegaba al máximo. Todo en la habitación había variado; la cama había sido cambiada de sitio, para dejar un pasadizo a lo largo de la pared, y en él se encontraba la Tonttila. Hilma estaba tendida en la cama, pálida y con los ojos cerrados, y no hizo ningún movimiento al acercarse su marido. Todas las caricias y palabras de amor que aquella mujer débil e insignificante había dedicado a su esposo fueron recordadas en aquel momento por éste. En un instante parecido un marido puede medir la cantidad de afecto que profesa aún a su mujer, con tanta precisión como si contara su dinero en su despacho.

—Toda ayuda humana ha sido inútil…, es siempre inútil sin la ayuda de Dios —dijo quedamente la Tonttila.

Al pronunciar estas palabras dirigió la mirada a un atadijo de ropa colocado de través a los pies de la cama. Kustaa apercibió, sin mirarla, la cabeza inanimada y violácea de una criatura.

A decir verdad, Kustaa no comprendió que era un niño, su hijo, ni mucho menos que estuviese muerto. Cuando al fin lo comprendió, no demostró desesperación alguna, ni el menor pesar, hasta el punto de que la vieja comadrona quedó impresionada y olvidó por un momento su emoción. Se dijo que Kustaa se parecía a su difunto padre, cuyo rostro permanecía constantemente impasible. Había ayudado a nacer a Kustaa y siempre le había considerado un poco como su propio hijo. Ahora, bajo sus ojos, el joven Salmelus se había convertido en un adulto serio, del mismo modo que puede verse en ciertas ocasiones una nube agrandarse y extenderse en la bóveda del cielo.

En el fondo del corazón de Kustaa no había en aquel momento ni desesperación ni pesar. Su rostro expresaba pensamientos íntimos de un género sorprendente. Sentía una especie de liberación que había empezado allá abajo, en el cortijo, y que aumentaba ahora. Mientras miraba a su hijo muerto al nacer, su expresión parecía la que podría verse en los rasgos del vencedor de un duelo, en el momento en que los testigos prodigan sus cuidados a un cuerpo inanimado.

Kustaa se volvió hacia Hilma, que se había reanimado hasta el punto de poder reconocerle. Observó que las mejillas de su mujer habían recobrado un ligero arrebol, del mismo modo que un hombre que padece de insomnio y espera el alba percibe los primeros resplandores del día en su habitación. Y entonces la comadrona pudo ver un gesto que no había observado nunca en aquellas circunstancias en los campesinos: el marido se inclinó sobre su mujer y apoyó la mejilla en su frente. Era una caricia particular de Kustaa que, al principio, había prodigado a menudo a Hilma. Era la primera vez que hacía aquello delante de un tercero. Sentía que su mejilla imprimía calor a la frente helada de su esposa.

Fue como un retorno, no al pasado, sino a cierta estabilidad que se mantuvo en adelante sin grandes cambios. Esta misma escena se repitió muchos años más tarde, en circunstancias externas casi idénticas, cuando Hilma, debilitada y en la cama, iba a confiar su alma a la muerte…

Aquella jornada llevó también la estabilidad a otros sectores. Los esposos volvieron a encontrarse aislados y el mundo exterior recobró su alejamiento normal. Durante los años que siguieron, se dio a veces el caso de que una impresión fugitiva recordara a Hilma los primeros tiempos de su existencia en «Salmelus» —aquéllos en que, sin estar casada, era, sin embargo, la compañera de Kustaa— y entonces no dejaba de observárselo a su marido.

La pandilla de Plihtari subsistía aún y trataba de reanudar sus relaciones de parentesco con Salmelus. Pero Hilma, después de su malparto, se mostró menos apegada a los suyos. Si oía hablar de los asuntos de su familia, ya no los relacionaba directamente con los de su marido. Por lo demás, Iivari estuvo ocupado varios años en trabajos forestales en una parroquia lejana. A partir de aquel instante pasado a la cabecera de Hilma, Kustaa se dio cuenta de que había cambiado de parecer con respecto al bribón de su cuñado. De vez en cuando tenía un sueño que le atormentaba después del despertar: viendo en sueños a su hijo muerto, le sucedía confundirlo con Iivari desmayado en la cocina de «Plihtari».

Nuestro relato debería deslizarse ahora sobre los años siguientes, para tratar de la vida de Silja, la hija menor del matrimonio, que fue la que vivió más tiempo. Aunque el matrimonio hubiese encontrado su estabilidad definitiva, ésta no le dio el animoso impulso necesario para dedicarse de lleno a la explotación de la heredad. Ya al principio, Hilma no había demostrado condiciones especiales; como hija que era de un aparcero flojo, no había heredado grandes cualidades al nacer. Por este motivo pareció que la heredad descendía un escalón, y durante el transcurso de los años acabó por parecerse a una propiedad mediocre, cuyo propietario lograba apenas alimentar a su ralea y pagar los impuestos. Luego el descenso continuó, y la pareja se puso al mismo nivel desde el cual Hilma había conseguido elevarse.

Algo se había restaurado junto a la cama en donde Hilma había dado a luz, pero muchos valores se habían perdido para siempre. Aun cuando todo hubiese ido bien y aun cuando no hubiese existido aquella desgraciada visita a «Plihtari», la situación no hubiese sido muy diferente. Hilma ya no era la muchacha lozana que había sabido inflamar el corazón de Kustaa y que le había procurado las semanas más radiantes de su juventud. ¿Qué quedaba de aquello después de tantas ruinas? Dispendios y fatigas de toda clase, que aquella mujer insignificante no lograba alejar del espíritu de su marido. Éste continuaba su camino, se extrañaba del curso que tomaba su vida y luchaba… Luchaba sin tratar de buscar ayuda en su mujer.

Sin incidentes notables, les nació, diez años después, un niño que fue bautizado con el nombre de Taavetti, que era el de su abuelo. Luego, al cabo de dos años, vino una niña, Laura. Estos hechos se expresan con dos frases, pero, sin embargo, aquellos años fueron ricos en acontecimientos. En efecto, en su lucha por la vida, Kustaa Salmelus nunca se había encontrado tan pobre como durante los años que siguieron al nacimiento de su hijo. Su sonrisa habitual se desvaneció muy pronto, sin que fuera remplazada por un relámpago de cólera viril, como ocurría antes, durante los años normales en los que no era cuestión de resignarse. Ahora no valía la pena de irritarse, pues eran demasiadas las cosas que le roían el corazón sin encontrar resistencia. La explotación de la propiedad acortaba su ritmo y todo se desmoronaba, hasta el día en que, en la casa de Roimala, el dueño de «Salmelus» firmó su primer reconocimiento de deuda, del mismo modo que lo había hecho antaño, en casa de su padre, más de un infeliz campesino con botas de fieltro y chaqueta de fustán. Kustaa recordaba muy bien a aquellos aparceros infelices, de ademanes zafios, rojos de confusión, mientras su padre les sermoneaba sobre la necesidad de que pagaran puntualmente los intereses. Había pensado a menudo en su padre y en su propia infancia, durante los años en que había ido cobrando poco a poco sus créditos. Ahora, Roimala, un pez gordo de la parroquia, acariciaba sus patillas declarando que los intereses tenían que ser pagados el mismo día del vencimiento. Después tosió, para aclararse la voz, y resopló antes de hablar de la próxima elección de los diputados campesinos y de recomendar calurosamente a cierto candidato, que fue elegido lo mismo que Roimala en persona. Pero Salmelus se abstuvo de votar.

Roimala entró en la Dieta y tomó la iniciativa de hacer secar el lago de Hanhijarvi con la ayuda de una subvención del Estado. La moción fue aprobada. Como las tierras de Roimala y las de una propiedad que éste acababa de comprar se encontraban en la orilla del lago, era natural que se tomara interés por aquel asunto que atañía asimismo a otras propiedades, como, por ejemplo, la de Salmelus, que se encontraba asimismo cercana al lago. Cada uno de los propietarios ribereños tenía que pagar una contribución para completar el subsidio oficial. Roimala estaba al frente de la empresa, y nadie ignoraba que la dirigía a su antojo y que se lucraba con ello.

En aquellos tiempos, la vida doméstica de Kustaa era muy difícil. Los niños eran muy débiles y estaban a menudo enfermos, y había que velarles durante noches enteras. El viejo salón de «Salmelus» que antaño exhalaba la frescura de una habitación deshabitada y que se había convertido por casualidad en el dormitorio de los esposos, aunque existiese la pieza más modesta donde habían vivido los padres de Kustaa, aquel salón se llenaba ahora día y noche con el olor de los niños y de los pañales mojados. Ya no constituía un placer para el marido entrar en él por la noche, tanto más cuanto que su mujer se quejaba sin cesar de dolores y toses.

Kustaa sólo compraba bebidas para las fiestas y éstas eran muy raras en «Salmelus». Durante aquellos años, sucedió a menudo que Kustaa se embriagaba en el pueblo. Aparecía siempre oportunamente en todas partes donde se invitaba a beber, sobre todo cuando las cosas iban mal en su casa. Incluso una vez se quedó borracho perdido. Esto sucedió después de la reunión en la que los campesinos interesados, después de fijar el coste de la desecación del lago, pagaron cada uno su cuota correspondiente. La asamblea tuvo lugar en casa de Roimala. Como Salmelus y otro propietario carecían de dinero contante, Roimala consintió en prestarles la suma necesaria. Se redactó una cédula y Roimala dio un recibo por las contribuciones de desecación. Durante la francachela que siguió, un campesino que había sido amigo del viejo Salmelus llamó al hijo aparte para ponerle en guardia contra Roimala.

—Mejor hubiera sido que hubieras vendido un pedazo de bosque —le dijo.

—No quiero desmochar mis bosques, mi padre nunca quiso hacerlo —respondió Kustaa.

—Es verdad, pero él estaba en condiciones de prestar dinero, mientras que tú…

Al despertarse al día siguiente, Kustaa no sabía cómo había regresado a su casa. Pero recordaba perfectamente que Roimala tenía en su poder dos cédulas a nombre de Kustaa Salmelus… Hilma descansaba aún, sin dormir, y no se movió cuando vio levantarse a su marido; se hubiese dicho que pensaba en algo desagradable. Uno de los niños, acostado junto a ella, y el otro, que lloriqueaba en la cocina, donde una sirvienta trataba de calmarlo. Era tarde ya, pues los criados estaban levantados, mientras los amos dormían todavía. Kustaa se sintió tan apenado que no supo qué hacer; pudo responder apenas a una pregunta precisa que le hizo Vurenmaa.

Así pasaron los años. Parecía que los Salmelus no iban a tener más hijos, pero vino todavía uno, Silja, la única que llegó a la mayoría de edad. El principio de la vida de esta muchacha está unido a un acontecimiento que fue uno de los más deliciosos en la existencia de sus padres.

Los dos esposos fueron invitados a una boda, en la misma granja donde se encontraba Kustaa cuando Hilma fue despedida de «Salmelus». Como aquella casa de campo se encontraba muy alejada, tuvieron que pasar en ella dos noches. Se sintieron allí rejuvenecidos de una manera extraña. Nunca habían pasado una noche fuera de casa, después del primer verano de su amor, en el amasador de «Plihtari»… Las bodas fueron espléndidas y duraron tres días; entre las comidas se bailaba y se bebía cerveza. Kustaa tomó parte en el baile; la primera noche, Hilma consintió bailar con él una polonesa, y al día siguiente se atrevió a aceptar también la polka y la mazurca. Las parejas invitadas tenían cada una su habitación, y los jóvenes dormían en el suelo en la sala grande, riendo y bromeando hasta el alba. Pero ese ruido no estorbaba a las parejas, y varios esposos, rejuvenecidos por el holgorio de la fiesta, se durmieron de nuevo, por primera vez en mucho tiempo, tiernamente abrazados…

El buen humor de Kustaa e Hilma se prolongó durante un tiempo en «Salmelus». La campesina se había rejuvenecido visiblemente, y se lo confesó al oído a su marido durante la primera noche que pasaron de nuevo en su lecho familiar. «Es lo mismo que antes, ¿te acuerdas? Ya veremos si acaba como entonces…». Del mismo modo que el sol echa a veces una mirada hacia atrás y dora, antes de ponerse, las copas de los árboles con una luz potente, tal fue para Kustaa e Hilma la excepción traída por aquellas bodas. En verdad, la vida cotidiana vino pronto a ahogar con sus dificultades el breve renacer amoroso de los esposos; pero un ser no podía ser aniquilado. Era el producto de la fusión de dos células humanas que aumentaban sin cesar tomando una forma determinada y que se parecían cada vez más a un ser humano. Nadie lo veía aún, pues se desarrollaba en el cuerpo de una mujer, en el extremo de un robusto cordón palpitante.

Sobrevino de nuevo el parto, por cuarta y última vez. El embrión que había movido ya sus miembros durante unos meses, se puso a hacer de improviso otros movimientos. Volvió la cabeza en dirección al camino que tenía que recorrer, luego los hombros se torcieron, seguidos del tronco y de los demás miembros; y muy pronto el cuerpo se encontró bañado por la blancura de la luz, el cordón fue cortado y una chiquilla entró en la vida de la que nadie podía en aquel momento vaticinar nada, excepto que terminaría un día con la muerte.

Pero entonces no se pensó para nada en la muerte. El parto había sido fácil; Hilma, aunque muy fatigada, estaba tranquila y se sentía feliz cuando Kustaa se acercó a su cama. Los esposos se sentían dichosos como después, de un primer parto, cuando éste ha terminado bien. Era un atardecer de primavera y los rayos del sol suscitaban en la antigua estancia un espejismo de felicidad, y la partera trajo un café muy claro que había preparado para reanimar a la madre fatigada. La criatura dormía apaciblemente en su cuna, y Kustaa se inclinó sobre ella con su más brillante sonrisa. Aquel día, incluso los hijos mayores, pálidos y enclenques, parecían más queridos.

Al cabo de una hora, la chiquilla se despertó y su madre le dio el pecho. La pequeña era muy vivaracha, y el padre, al mirarla, olvidaba sus afanes.

Tenía, sin embargo, muchos. Muchas veces ya, había tenido que pedir dinero prestado a Roimala para pagar los intereses. Roimala se lo prestaba con placer; los vecinos perspicaces adivinaban adonde quería llegar con ello. Lo mejor para Kustaa hubiese sido vender su propiedad y comprar otra más pequeña, tanto más cuanto su descendencia masculina parecía muy comprometida. «Roimala acabará por apoderarse de la finca y Kustaa se empobrece inútilmente». Así era como hablaban los campesinos, y se lo decían a veces a Kustaa tomando unas copas.

La vida se hacía verdaderamente muy complicada, y la debilidad de Hilma quitaba los ánimos a su marido. Si éste no hubiese tenido a su benjamina, habría vendido con toda seguridad la finca. La chiquilla, que había sido bautizada con el nombre de Cecilia y a la que se llamaba Silja, crecía y medraba, ignorándolo todo de las vicisitudes del mundo. Tenía ojos grandes y dulces y hermosas pestañas. Sus ojos eran casi negros, pero poco a poco se volvieron claros y de color castaño. Sus rasgos recordaban los del padre, y algunos ancianos decían que Silja era el vivo retrato de su abuela paterna. Los dos hijos mayores fueron descuidados para atender a la pequeña, a la que todos mimaban, como se había hecho antes con Kustaa, el hijo único adorado, el tesoro de los venerables propietarios de «Salmelus».

Taavetti y Laura llevaban una existencia casi borrada; se paseaban seriecitos y un poco tímidos y cogidos de la mano, como si no tuvieran otro apoyo que ellos mismos. Luego cayeron enfermos al mismo tiempo, y murieron dulcemente uno tras otro, víctimas de una epidemia que hizo estragos durante semanas en la parroquia, con una violencia tal que se cita aún en nuestros días.

Silja, a pesar de que había estado en contacto con los enfermitos, no fue atacada. Muchos se preguntaban qué sería del porvenir de aquella chiquilla. Kustaa era parco en palabras, pero su sonrisa empezó a brillar de nuevo. Cuando las dificultades se acumulaban y amenazaban hacerse insuperables, aquel campesino, que se encontraba en la flor de la edad, entrevió oscuramente que no hacía más que cumplir una tarea prescrita; cuando reflexionaba sobre esto, le parecía incluso que sus antepasados le daban su asentimiento y le decían: «Verdaderamente, hubiera sido preferible conservar y consolidar la propiedad hereditaria, con todas sus dependencias; pero ya que no lo has conseguido, es preciso que pienses que el hombre tiene bienes precisos que conservar». Aquella exhortación le parecía aplicarse a su hijita sana, a la que gustaba ya pasearse con él.

En la casa de campo, las dificultades se amontonaban. Los henos del verano pasado se habían perdido casi por entero; habían sido almacenados prematuramente y habían fermentado; se habían vuelto a extender, pero un chubasco inesperado los había humedecido más aún. Kustaa no estaba en la casa, y entonces… El amo no hubiera debido ausentarse tan a menudo. El heno que pudo guardarse no tenía un gran valor. La paja era de buena calidad, pero se empleó demasiada cantidad para alimentar el ganado, y en el peor momento de la primavera, cuando los niños cayeron enfermos, el ganado de «Salmelus» estaba que daba lástima, las vacas sufrían reblandecimiento de los huesos y los caballos enflaquecían. Kustaa había tratado de economizar cereales, pero la vaquera había declarado que se marcharía si no tenía nada que dar a las bestias: el ganado no puede vivir con cereales únicamente y hay que darle asimismo forraje.

Todo iba, pues, mal en la granja. Kustaa vivía como en sueños. Su mujer guardaba cama más a menudo cada vez, y se adivinaba en su cara que no lo hacía sin motivo. Todo indicaba que no oiría cantar el cuclillo, y Kustaa presentía que ya no volverían a ir juntos a fiestas como las bodas recientes…

Un día, Kustaa se dirigió a casa del campesino que había sido amigo de su padre y que le había advertido ya una vez: «Ya que me aconsejó que no recurriera a Roimala, présteme esa cantidad», le dijo con tono jovial.

Pero el anciano le respondió que, sintiéndolo mucho, no podía hacerlo, por deseos que tuviera de ayudar al hijo de su amigo: «Soy viejo y no viviré ya mucho tiempo. No puedo separarme del camino que he seguido toda mi vida y que seguía también tu padre, de lo contrario me vería obligado a recurrir a los mismos medios que tú. No soy rico, pero voy tirando, y en los tiempos más difíciles el cielo me ayudó, porque me ayudé a mí mismo. Estás tan metido ya en las redes tendidas por Roimala que no puedo mezclarme en tus asuntos. Has cometido, hijo mío, en tu vida, ciertos actos que no me corresponde reprocharte: por otra parte, nada he oído decir de ti que sea indigno de un hombre; al contrario, he visto muchas veces en ti el reflejo de tu padre. Pero —en aquel momento el anciano bamboleó la cabeza—, pero tu padre era un labrador enérgico, que conocía su trabajo, y tú, en tus mejores días, no has sido más que una medianía. Hay en tu familia rasgos burgueses, que tú heredaste de tu madre, lo sé, y estoy seguro de que aun en el caso de que tus negocios terrestres acaben mal, tu salvación eterna está asegurada».

Hablaba como había hablado varias veces, en su calidad de asesor, a un juez inexperto, que hacía sus primeras armas. Como era de edad avanzada, le gustaba terminar sus pláticas con alusiones a la vida futura. Estaba lejos aún de la decrepitud, y pudo dar excelentes consejos al hijo de su amigo. Declaró que Kustaa tenía que vender sus bosques; pero éste explicó que Roimala tenía una hipoteca sobre la propiedad, y había sido convenido que si Kustaa vendía un solo tronco, tenía que entregar el producto a Roimala, para amortizar su deuda. Y el importe de ésta era tan importante que únicamente una venta considerable le permitiría reunir bastante dinero para liberarse y para salir de sus dificultades presentes… Pero no podía decidirse a efectuar esa venta… Y seguramente habría que esperar antes de cobrar el dinero…

—Sí, sí —dijo el viejo asesor—. Lo comprendo, lo comprendo todo… Roimala piensa también en el aserradero, cuyos negocios andan mal y que muy pronto estará maduro para él…

Kustaa no seguía las reflexiones del campesino; sólo pensaba en la trágica situación de su familia. Cuando el anciano volvió a hablar directamente de los asuntos de Kustaa, éste pareció despertar de un sueño.

—Por lo que conozco de tu situación, deduzco que te encuentras lejos todavía de estar arruinado. Pero tienes que vender tu propiedad. No veo otra salida, pues es evidente que Roimala quiere apoderarse de ella, si bien hemos de procurar que ese tunante no la obtenga por cuatro cuartos. Conozco bien tu finca, las tierras lo mismo que los bosques: antaño pensé incluso en… Si Roimala no te paga al menos…, tanto y tanto…, seré yo quien te pagará ese precio…

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con firme seguridad y seguidas de un resoplido digno, como si el campesino hubiese estado hablando de pie y se hubiese sentado de pronto.

El único resultado que obtuvo Kustaa del paso que había dado fue conocer la evaluación de su finca. Tenía mucha necesidad de dinero contante: el ganado pedía forraje y los servidores reclamaban su sueldo. No tenía otra solución que volver a casa de Roimala.

Pero éste no estaba dispuesto a prestar, y se puso a enumerar las faltas cometidas por Kustaa de una manera mucho menos amable que lo había hecho el asesor. Se refirió con crudeza a las primeras visitas hechas por Kustaa a Plihtari: «Asuntos como ésos, un hijo único los arregla pagando, y hasta los mismos hijos de los aparceros recurren a este medio, como tú no debes de ignorar, ¿eh, eh…?».

Kustaa, que hasta entonces no había hecho más que ruborizarse, palideció y apretó los dientes. Nunca había caído tan bajo; pero ¿qué hacer? Se levantó. Roimala calló y luego enderezó la mole imponente de su cuerpo. Kustaa se sintió de nuevo abandonado. En aquel instante sólo tenía junto a él a su conciencia de hombre. El peso de su voluminoso adversario parecía aplastar la heredad, y Kustaa tenía que salvar lo que corría el riesgo de ser arrollado: una granja, tres hijos, dos de los cuales estaban enfermos, criados, animales… Era inútil enfadarse con aquel individuo que se acariciaba la barba y era demasiado viejo para que se le administrara un correctivo. Kustaa se puso a reír a su vez, retorciendo el labio, cosa que no había hecho nunca. Y luego, dijo:

—Tome toda la propiedad, ya que lo desea.

Roimala levantó las cejas, como lo hacía en la iglesia cuando el pastor, según las exigencias del texto, hablaba de la corrupción que demasiado a menudo acompaña a los bienes terrenales. «Toma, toma —se decía—, el fruto está ya maduro».

—Verdaderamente, eres muy poco capaz ahora de dirigir una gran propiedad, y yo podría comprarla y explotarla… Pero…, para discutir bien hay que beber un poco… ¡Eh!, trae agua caliente y azúcar, para hacer unos ponches —gritó en dirección a la puerta abierta con tales aspavientos que Kustaa no pudo menos de sonreír, pese a la fingida campechanía de las palabras y la voz.

Kustaa bebió su ponche con satisfacción, proporcionándole la bebida el mismo bienestar que en otra parte; pero se mantuvo en guardia, abandonándose tan sólo en apariencia. Con tono paternal, Roimala hizo varias ofertas bajo diferentes condiciones: propuso hacer la compra sin los bienes muebles, o tomar todo el mobiliario o sólo una parte. El trato se cerró a base de lo ultimo. Kustaa no hubiese sido capaz de decir si había hecho o no un buen negocio; pero como Roimala se había conformado con pagarle una cantidad mucho mayor que la que había indicado el asesor, había aceptado. Roimala pagó las arras, y quedó fijado el día para la firma del contrato.

En la mañana del día siguiente, Kustaa no experimentó ningún pesar. Hilma, por su parte, no pensaba en este asunto; con un pañuelo en la cabeza, se ocupaba de los niños enfermos. Al ver el dinero se animó un poco y se dispuso a ir al pueblo, pues se carecía en la casa de café y de harina.

Luego hubo que examinar dónde irían a establecerse. Lo mejor sería instalarse en la ciudad y buscar trabajo, declaró Hilma. Kustaa se limitó a decir que Roimala les permitiría conservar las dos habitaciones y la cocina hasta otoño, si lo deseaban. Pero él había decidido interiormente permanecer tan sólo en «Salmelus» el tiempo necesario para encontrar un nuevo alojamiento más al Sur. Se sentía atraído por el Mediodía. Tenía bastante dinero para comprar allí una casita y un pedazo de tierra.

Roimala le hizo una oferta sobre el particular. Poseía lejos del pueblo un cortijo abandonado y estaba dispuesto a venderle la choza. O, si quería, podía dársela en alquiler con un poco de terreno… «Podrías vigilar mis bosques», añadió. Kustaa se alejó sin responder nada. Roimala, que había ido a «Salmelus» para inspeccionar su «tercera propiedad», le siguió hasta el patio, y le dijo:

—He visto las habitaciones y me parece que no tenéis necesidad de la segunda, pues la que está junto a la cocina es muy grande. Además, resulta fácil comprender que dentro de poco tendrás menos gente en casa; tus dos hijos mayores están muy mal… Y, a propósito, no pierdas de vista a tus parientes de Plihtari; tu suegro parece que esté aquí como en su casa, y si desaparece algo, tú serás responsable, pues he comprado la finca tal y como estaba en el momento de la venta…

Kustaa le dejó hablar y gruñir tanto como le dio la gana, y luego Roimala se marchó. Kustaa entró de nuevo en la casa y observó que los niños estaban verdaderamente en la agonía. El chiquillo murió el mismo día, pero hubo que esperar el fin de la pequeña todo el día siguiente aún.

La vida se había hecho solemne e impotente después de un largo intervalo de escasez. No faltaba nada; los animales tenían forraje y los hombres alimento. Podían incluso permitirse algunos lujos. Hilma había conservado su amor infantil por los buñuelos de viento, y los preparaba que se rompían casi en la mano de tan finos y gordos. Daba también a las criadas que, como los demás servidores, vivían en una especie de expectativa. O por mejor decir, la espera había ya terminado: los dos niños, que habían permanecido siempre juntos, reposaban uno al lado del otro, sobre unas tablas en la granja, con sus cuerpecitos escuálidos y amoratados por el frío. Silja se llevaba bien, como de costumbre. Sobre toda la existencia imperaba de nuevo, más potente que nunca, el sentimiento de felicidad que había reinado en «Salmelus» por primera vez el día en que Hilma se había quedado definitivamente allí después de la marcha de la tía, y que había durado hasta la boda.

La suerte favoreció a Kustaa, pues le ofreció una habitación Conforme a sus deseos. Cuando la firma del contrato de venta, el comisario habló a Kustaa de una casa que se encontraba dos parroquias más al Sur; estaba en venta a consecuencia de un curioso incidente que contó mientras tomaban café. «Vaya a verla», repitió al marcharse. Kustaa, que tenía plena confianza en el comisario, siguió el consejo, y cerró el trato para la compra, a la primera visita.

Todo iba ahora a pedir de boca. Kustaa puso en orden su mobiliario, separando lo que pertenecía a Roimala de lo que se proponía vender a subasta. Luego fijó la fecha de la venta, para quince días más tarde, un lunes, después del entierro de los niños, que había sido fijado para el domingo.

La espera del entierro y de la subasta constituyó un período de profundo reposo para toda la familia y para todos los que vivían en la granja. Bajo pretexto de buscar un alojamiento, Kustaa recorrió sus tierras, como para despedirse, pues guardaban sus más caros recuerdos. Revivía las pequeñas aventuras de su infancia, cuando acompañaba a los mozos de labranza y comía como un hombre. Una vez pasó por delante de la choza de Vurenmaa y recordó cierto día de Navidad, poco antes del nacimiento de su primer hijo…

Se sintió el espíritu vacío y renunció a entrar, a pesar de que abrevó su caballo en el patio.

Hilma hizo algunas diligencias en el pueblo, en carruaje o a pie, según las distancias. Un día fue a Plihtari y esta visita dejó a su marido indiferente.

Luego el carpintero trajo los ataúdes, en los que fueron colocados los niños después de vestidos. La niña, cuyo cuerpo era muy endeble, llevaba su vestido de bautizo. «Puede ponérsele este vestido, pues no tendré que bautizar a ningún hijo más y no quiero que sirva para otro», dijo Hilma con una sonrisa fatigada cuando una sirvienta hizo una tímida alusión a aquel traje.

Durante aquellos días, Silja parecía un ser excepcional al que no se sabía cómo tratar. Kustaa la paseaba en sus brazos más a menudo que nunca. La llevaba incluso al aire libre, bien abrigada con gruesos vestidos. Le hablaba con animación, lo que los criados encontraban a la vez lúgubre y conmovedor, pues nunca habían oído a su amo hablar de aquel modo, ni con los niños ni con nadie.

Los grandes días se acercaban. La historia de «Salmelus» había llegado a una encrucijada después de siglos. Los criados de Kustaa habían pasado al servicio de Roimala y trabajaban ya para éste. Por este motivo los niños fueron llevados al cementerio por Vurenmaa, siempre gruñón y cascarrabias. Kustaa guiaba el trineo en que iba su familia. Hilma estaba muy fatigada, y no era prudente, dado el frío glacial, llevar a Silja; pero bien había que acompañar a los pequeños ataúdes.

Por última vez, Kustaa e Hilma dejaban la finca hereditaria como propietarios; al siguiente día iba a tener lugar la subasta. Partían llevándose con ellos casi todo el fruto de su vida común… Habían envejecido mucho; Hilma no conservaba nada de la muchacha que había sabido seducir al joven Kustaa; se parecía a la mujer de un aparcero, desdentada y con los cabellos descoloridos y escasos; ni tan siquiera había engordado como sus congéneres; al contrario, su redondez juvenil se había hecho angulosa.

Aunque Kustaa había envejecido también, conservaba intactos los rasgos hereditarios de su familia, que aparecían con nitidez en aquel paseo fúnebre. El viento helado y el sol enrojecían sus mejillas. Una mujer que en su juventud había mirado a Kustaa con complacencia y deseado que él se fijara en ella, había ido al cementerio. Veía a Kustaa de perfil y su corazón se caldeó de emoción mientras Kustaa, con la cabeza descubierta, oía las preces rituales. Miró aún a Kustaa cuando éste, erguido y con la cabeza alta, recorrió el pasillo central de la iglesia y fue a sentarse en el banco de su familia. Muchos tenían lágrimas en los ojos al mirar a aquella pareja: un hombre tranquilo en cuyas facciones vagaba una ligera sonrisa, y una mujer ajada de la que nadie podía hablar mal, pero ¿cómo la hija de Plihtari podía poseer los dones necesarios para administrar una gran heredad?

Miraban también todos a la niñita, única sobreviviente, que correteaba junto a sus padres, haciendo demasiadas preguntas sobre las cosas que veía por primera vez. Era encantadora con sus ojos castaños, y se parecía al mismo tiempo al padre y a la madre. Lástima que no pudiera crecer en la heredad de sus mayores. Preguntó de pronto en alta voz dónde estaban Laura y Taavetti, por qué no estaban allí y si se quedarían en los ataúdes. Todos los presentes formaron una sola familia cuando las palabras de la niña resonaron en la iglesia. Luego se oyeron las notas del órgano, lo que constituyó para Silja un recuerdo imperecedero. Aquellos acordes acompañaron, seguramente, en su conciencia debilitada, al piar de las golondrinas en aquel amanecer en que, junto a la estufa de Kierikka, echó a volar su alma. Pero ahora vivía, y no podía comprender que su hermano y su hermana no vivieran ya. Al regresar, cuando pasó por delante del cementerio, pidió que les fueran a buscar. Su madre le explicó que estaban en el cielo y que no volverían nunca más. Silja reflexionó en silencio sobre esta respuesta hasta llegar a la casa. ¿Qué alegría podían experimentar por el esplendor celestial si no les era posible volver para contarlo?

Sólo entraron en la casa los miembros de la familia. Roimala llegó de improviso. «Había pensado que habría más gente», dijo. Recogió firmas para una petición dirigida al zar pidiendo que respetara los derechos de Finlandia. Kustaa sabía de lo que se trataba, pero en aquel momento aquella petición le era indiferente. Fue, sin embargo, a buscar el tintero y la pluma y se puso a escribir.

Hilma entró y dijo:

—¿Todavía no le has firmado bastantes papeles a Roimala?

Éste replicó, con tono irritado:

—No es ningún papel de Roimala, y por lo demás no han tenido para Kustaa peores consecuencias que los de Plihtari.

Y luego tosió como de costumbre.

La tarde del domingo transcurrió como de ordinario. La mancha luminosa del sol se deslizó por el suelo de la sala como lo había hecho durante siglos. El sofá de color rojo intenso, con dos liras artísticamente talladas en el respaldo, estaba en su sitio de costumbre, y se veían en el suelo las huellas dejadas por las patas del sillón y por los zapatos de los hombres. El péndulo marchaba y el calendario continuaba colgado en su clavo cerca de la ventana. Un olor familiar llenaba el ambiente. Pero, sin embargo, todo era diferente, pues aquella quietud no era más que la espera de una inquietud próxima, la espera de una ejecución capital. Al salir, Roimala preguntó a Kustaa:

—Entonces, hasta mañana por la mañana, ¿no?

—Empezaré a las nueve —respondió Kustaa con una ligera sonrisa.

Hilma salió pronunciando una frase violenta que nadie oyó.

La venta en pública subasta tenía un carácter tan especial que atrajo a mucha gente. El subastador tuvo un nutrido auditorio para sus cuchufletas. Un buen hombre achaparrado lanzaba en voz alta picantes alusiones cada vez que se ponía en venta un objeto familiar, ya fuese un vestido o una herramienta. Iivari Plihtari, para quien era aquel día de fiesta, se portó bastante mal. A veces los concurrentes le dirigían pullas, a las que replicaba con malos modos.

Los dos cuñados se veían por última vez y tuvieron incluso una pequeña disputa. Durante una corta ausencia de Kustaa, el subastador puso a la venta un banco de carpintero y varias herramientas que Kustaa deseaba conservar y que hubo que pujar en competencia con Iivari, que quería adquirirlas.

—¿Qué quieres hacer de un banco de carpintero cuando te hayas colocado? —dijo Iivari entre las risotadas de los compinches.

Y acto seguido gritó una cantidad que rebasaba los límites de lo razonable; Kustaa pujó inmediatamente, pues no quería renunciar a su banco.

—¿Te crees capaz de pagar lo que dices? —preguntó el desalmado.

Aquella pugna duraba hacía rato, con gran regocijo de la multitud, que soltó de nuevo la carcajada al oír las palabras de Iivari. Kustaa enrojeció y la sonrisa se borró de sus labios. La opinión de las buenas personas presentes estaba en favor del hombre que acababa de acompañar a dos de sus hijos al cementerio y que se veía obligado a abandonar el solar de sus mayores. Las risas provocadas por la grosería de Iivari se pararon en seco cuando Kustaa replicó:

—Tengo todavía un crédito contra ti, si no me equivoco.

Todos pensaron entonces en los acontecimientos de hacía diez años, que habían sido una vergüenza, no muy grande, pero vergüenza al fin para Iivari. La conciencia colectiva de la multitud evoluciona con rapidez, y aquella frase evocó inmediatamente la noble conducta de Kustaa, que no había renegado por su parte de la hija de Plihtari ni tratado de salir del apuro mediante el pago de una suma de dinero, aunque esto hubiera sido preferible para él.

—Pues bien puedes guardarte tu baratillo —gritó Iivari volviéndose con magnanimidad, para tratar de buscar la aprobación de sus vecinos. Pero todas las simpatías iban ahora a Kustaa, y se oyó una carcajada general que era una censura para Iivari.

Después de aquel incidente, Kustaa quiso todavía más a su banco de carpintero. En su nuevo hogar, lo utilizó mucho en los primeros tiempos. Confeccionó con él varios objetos de su uso y fabricó también utensilios para sus vecinos, que no tardaron en considerarle como un hombre hábil y formal. Se había llevado de «Salmelus» varias piezas de madera que no habían sido utilizadas durante los tiempos de crisis; algunas databan del tiempo de su padre.

Hilma lloró un poco al marchar; era la resignación de un ser débil ante lo inevitable. Lloraba las vacas y el ganado que habían pasado a otro, lloraba el gato que los niños hacían entrar o salir durante los días fríos de invierno; lloraba sus hijos muertos que abandonaba allí y lloraba también por la pequeña Silja, que llevaba en brazos, hermosa chiquilla de grandes ojos y largas pestañas. Así fue como dejó bañada en llanto la granja en la que entró un día de otoño, joven y con un arrebato casi sobrenatural. El espíritu del viejo propietario y las palabras que no había podido pronunciar llenaban entonces la atmósfera de casa donde Hilma había penetrado de manera anormal, con sus pensamientos e ideas.

Se marchaba desmedrada y angulosa, con los ojos llenos de lágrimas. Su madre y su hermana la vieron partir desde lejos, en una encrucijada. Estaban también envejecidas, pero sin que su ser hubiese cambiado. Lo mismo que antes, Tilta aparecía dispuesta a soltar alguna picardía, y la pequeña conservaba su aire impertinente. Las dos mujeres no osaron acercarse. El viejo Vurenmaa guiaba el carruaje en que iban los trastos y Kustaa seguía con su familia en otro trineo. El anciano estaba muy serio, pues sentía que su persona representaba lo último que quedaba de las viejas tradiciones de la familia Salmelus.

La heredad desapareció, y muy pronto hubo pasado también la entrada del camino que llevaba a Plihtari. Las lágrimas silenciosas de Hilma se convirtieron en sollozos, pues presentía que no volvería a ver aquellos parajes y que se hundía para siempre en unas regiones extrañas, hacia lo desconocido.

Kustaa guardaba silencio; aseguró la cofia de Silja, pues el viento soplaba con fuerza; pero no era necesario. Para él aquella jornada no era penosa. Habían acabado sus luchas interiores, sabía a donde iba y se sentía liberado.

Hilma sollozó durante mucho tiempo. Vurenmaa la emprendía sin motivo contra el caballo. Había envejecido hasta el punto de que, en la encrucijada de los caminos, su mentón tembló y sus ojos se nublaron cuando oyó los suspiros de Hilma, y pensó en lo que representaban los Plihtari en su propio destino y en el de sus amos.

El camino atravesaba un bosque de la propiedad de Salmelus. Kustaa no hubiese pensado en ello si no hubiese visto a uno de sus hombres que trabajaban en la tala de árboles. Eran servidores de Roimala, entre los cuales había varios que habían estado al servicio de Kustaa. Acababan de derribar un abeto enorme, al que despojaban de sus ramas. Al ver los trineos en el camino, interrumpieron su trabajo para mirarlos con ojos inexpresivos, y permanecieron largo tiempo inmóviles, como si el desfile hubiese terminado más pronto de lo que deseaban.

La calma abandonó un tanto a Kustaa, como si hubiera dirigido una nueva mirada distraída, por la puerta de la granja, hacia el sitio donde había muerto su padre. Pensó un instante en su propia muerte, preguntándose cómo y dónde le sorprendería. Hilma se había calmado. Vurenmaa dejaba al caballo andar a su guisa. Transcurría el día; el fin se acercaba.

Sucedió que la pequeña Silja no pudo almacenar ninguna impresión de su entrada en la nueva casa. Al fin del viaje, durmió tan profundamente que no se despertó cuando la acostaron. Los antiguos inquilinos habían encendido la estufa al rojo vivo antes de marchar, lo que resultó muy agradable, pues la puerta tenía que permanecer abierta mientras se entraban los muebles en la casa. Silja durmió con sus vestidos puestos.

Al día siguiente, lo primero que saludó a sus grandes pupilas recién abiertas fue el sol, cuyos rayos jugaban en el suelo de una habitación desconocida y maravillosa. Padre y madre se encontraban presentes, parecidos a ellos mismos; pero el padre manejaba la garlopa delante de la ventana y la madre pelaba patatas cerca del hornillo de la estufa. Taavetti y Laura faltaban; se habían quedado allá abajo, en la fosa —o en el cobertizo, pero aquel cobertizo no se encontraba seguramente aquí—. El cepillo del padre levantaba hermosas virutas rizadas. ¿Se encontraban en la sala común? Nunca, al despertar, había visto Silja a su padre cepillar la madera junto al banco; fue la gran sorpresa de aquella mañana. El cuchillo de la madre se deslizaba sobre las patatas. ¿Se encontraba, pues, en la cocina? Y ¿hacía la madre el trabajo de la sirvienta? Pero lo más sorprendente era el sol y también la luz que entraba por tres ventanas, mientras allá abajo, en la casa, sólo había dos ventanas en la misma pared. ¡Qué extraño era ver a padre y madre trabajar en la misma habitación al despertar!

Todo iba bien. En verdad, madre tosía al pelar patatas y tenía cara de sufrimiento. Pero Silja sabía perfectamente que si saltaba de la cama y corría hacia su madre, ésta interrumpiría su trabajo para acariciarla y mimarla, y que padre dejaría su garlopa y dirigiría su sonrisa hacia ella y su madre. Y en seguida la tomaría seguramente en brazos y la llevaría fuera, al sitio de donde manaba sin parar sobre el suelo aquella luz maravillosa.

Tal fue la primera situación perfectamente clara que se fijó en la memoria de Silja, en la que quedó grabada toda su vida. Recordaba también que su padre le hizo visitar toda la casa, que la llevó en brazos hablándole de abundancia, y que la dejó a veces para hacer con la nieve unas cosas raras que le tiraba para divertirla. Recordaba claramente todo esto, pero no hubiera sabido decir cómo pasó de la cama a los brazos de su padre.

No recordaba por qué su madre, contrariamente a la costumbre, no la había besado ni acariciado, y la había vestido sin que se borrara de sus facciones la expresión enfurruñada que Silja había observado al despertar, cuando, sin que sus padres se dieran cuenta, había abierto los ojos al sol y a todo lo que le mostraba la luz.

«Una mujer con aire fatigado, pelando patatas», tal fue la imagen que Silja conservó de su madre. Hilma vivió todavía algún tiempo, pero una vida cuyo recuerdo no podía conservar una chiquilla. Cuando los hielos del lago próximo llegaron al punto en que la gente prudente no osaba aventurarse por su superficie y cuando los temerarios hacían andar en ellos sus caballos, Hilma Salmelus se metió en cama para no levantarse. Esta última enfermedad fue un acontecimiento en la vida de Kustaa, la última prueba, la mayor depresión, cuando tiempo atrás vendió su propiedad en casa de Roimala; pero esta vez no había humillación, sino que era una fase decisiva en el camino de la purificación de Kustaa Salmelus.

Antaño, aquel hombre había colgado unos arneses bajo el pórtico, inclinándose sobre el hombro de una linda muchacha de la que se enamoró. Ahora, una vecina caritativa vio al mismo hombre apoyar su mejilla sobre la frente helada de su esposa moribunda. Hilma conservaba la lucidez y sonrió a su marido lo mejor que pudo. Con todo, la extraña que sorprendió la caricia no pudo adivinar todo lo que expresaba aquella sonrisa.

En aquel momento, Silja jugaba fuera. Acababa de presenciar algo sorprendente. Se oía aquel día, por la parte del lago, un ruido extraño y continuo, un rumor sordo, cortado de vez en cuando por un crujido espantoso. La chiquilla quedó tan impresionada que no recordó otra cosa. No conservó ningún recuerdo de la muerte de su madre. Por la noche, su padre le dijo que había ido a reunirse con Laura y Taavetti. Mas para Silja tenía entonces mayor importancia el saber el porqué de aquellos ruidos que había oído toda la tarde. Kustaa le habló del derrumbamiento de los hielos mientras la acostaba. «Mira, cuando el verano ha terminado hace frío, cada vez más frío; las flores y las mariposas mueren y los lagos se hielan. Por esto nuestro lago se heló en otoño. Pero después el sol se levanta y todo vuelve a estar alegre y cálido… El hielo se funde en el lago, y al fundirse cruje y hace ruido…».

Kustaa vio entonces que su única hija, ahora su único pariente, dormía ya. Se había amodorrado en el momento en que su padre le hablaba de las flores y las mariposas. Se hubiese dicho que la chiquilla había querido acompañar a sus buenas amigas en el camino ligero de su muerte.

La primavera avanzaba. Kustaa Salmelus vivía en su casita y envejecía en ella; pero se había liberado de muchos tormentos cuya opresión había empezado a dejarse sentir no sabía cuándo. Detrás de las nubes grises de su vida, veía mentalmente una dicha inmensa: los días solitarios y dorados de su juventud. Verdaderamente, entonces había sido un solitario y nunca había dejado de serlo; pero el resplandor dorado de los días se había disipado poco a poco hasta la llegada de la vejez.

La primavera avanzaba y la vida de la Naturaleza progresaba y se intensificaba. Bajo las miradas de su padre, Silja parecía prosperar mejor que antes. Habría necesidad de comprarle un vestido nuevo, pues el de invierno se parecía al suelo liberado de las nieves. Tenía que llevar un vestido nuevo y más alegre, como las florecillas que brotaban de la tierra gris cerca de la casa. Irían al pueblo, a casa de la costurera, un domingo por la mañana.

En casa de la costurera fue muy divertido; todos se mostraban contentos cuando se tomaron las medidas de la pequeña señorita. Resultaba conmovedor el ver a un campesino hacer semejante encargo. «¡Oh!, esta pequeñuela ha perdido a su madre poco después de su llegada aquí», dijeron en la casa cuando Kustaa y Silja se hubieron marchado; y uno añadió: «Pero su padre la rodea de los mayores cuidados». Y luego todos contaron lo que sabían de los recién llegados. Uno dijo que había tenido que vender su heredad en una parroquia lejana, pero otro observó que Kustaa no parecía un hombre arruinado y que debía de ser, seguramente, un pequeño rentista; había renunciado a la explotación de su propiedad porque su mujer había caído enferma y porque sus hijos habían muerto, y había comprado una pequeña finca…

Silja y su padre regresaban a casa contándose sus impresiones.

—¿Por qué la superficie del lago brilla como si bailaran en ella unos animalitos brillantes? —preguntó la chiquilla.

—Es que pasa una ola; mira, así —Kustaa hizo con la mano un movimiento ondulatorio—. Cada pliegue de la ola es como un espejo que refleja el sol.

Silja iba delante de su padre canturreando y dando saltitos, y ésta la seguía alegremente como un hermano mayor. Luego, en la casa, el padre descolgó el espejo y quiso explicar el porqué del rebrillar del lago, pero muy pronto hubo de limitarse a sonreír y a vigilar para que el espejo no cayera al suelo o se quebrara contra la pared. Silja estaba tan maravillada con el juego de los reflejos que no era posible hablarle de las olas del lago. Paseaba incansablemente la mancha luminosa por las paredes, el suelo y el ángulo de la chimenea, y su alegría no tuvo límites cuando imaginó proyectarla sobre la chaqueta y sobre el mentón de su padre y después sobre los ojos, obligándole a pestañear y hasta a volver la cara… Luego sobre el pie de la cama, sobre el banco y de nuevo sobre su padre.

Kustaa quedó sorprendido por la alegría de su hija; no pensó esto directamente, pero le conmovía que su hija no hubiese jugado hasta entonces con la luz. El sol no daba en el espejo en la casa… Pero la diversión había durado ya bastante y el padre hubo de decir basta; además, la chiquilla se había puesto a manejar el espejo detrás de su espalda y habría podido romperlo.

Su vida transcurrió así sin grandes contrariedades. Kustaa se pasaba casi todo el día trabajando en el banco, excepto cuando preparaba la comida. No quería extraños en la casa si podía prescindir de ellos. En caso de necesidad, iba a buscar a la vieja Miina, en el pueblo, que trabajaba a jornal. Había también en la vecindad un matrimonio de campesinos ancianos que conocían a la familia Salmelus, con la que antaño habían emparentado. La mujer enviaba a veces un pan tierno a Kustaa, sobre todo después que éste le hubo regalado una hermosa mecedora, en la cual le gustaba a la anciana balancear sus viejos huesos.

Kustaa y Silja pasaron el primer verano casi sin separarse un solo momento. La chiquilla aprendió a conocer muchos pájaros y a muchísimas más flores. Vio también a muchos pequeños pescadores con caña que llevaban anchos sombreros y pantalones remangados, y que caminaban por la orilla del agua, lanzando curiosas miradas en dirección a la chiquilla bien vestida, desde lo alto del ribazo. Los chiquillos habían oído hablar de aquellos forasteros, un viejo y una chiquilla, que vivían retirados.

Luego llegó el tiempo de la cosecha. Un campesino amable rogó a Kustaa que fuera a echarle una mano, y éste aceptó. Silja, que le acompañaba, se quedaría en la casa de campo, en compañía de los niños de los labradores. Encontróse entre ellos a los dos hijos de Miina, que no tenían padre, según se decía. «¿Es que murió y descansa en el cementerio de la iglesia, como madre?», preguntó la niña a su padre, mientras correteaba a su alrededor durante la siesta. «Es probable», respondió Kustaa sonriendo, pero ocultó su sonrisa a los hombres que estaban acostados en la hierba. Instintivamente, continuaba comportándose como en los tiempos en que era propietario. «Pero no, no está en el cementerio, sino que corretea por los campos de Kokkinen», afirmó un segador charlatán que acababa de levantarse de la mesa para coger la hoz.

De acuerdo con su costumbre, Kustaa hubiese tenido que levantarse sin replicar, y los jornaleros hubiesen observado que «el amo no estaba de buen humor». Pero ahora no era «amo», sino un segador que trabajaba en casa ajena. Además, ¿adónde hubiera ido mientras esperaba que la campana anunciara la hora de continuar el trabajo? Tenía que quedarse, y su hija con él, hasta que ésta pudiese volver a reunirse con los «hijos sin padre». Pero Kustaa se sentía molesto, y como le preguntara Silja: «Entonces, ¿tienen padre?», le respondió dando a su voz un tono apropiado: «El segador parece estar bien enterado»; pero añadiendo: «Y tú déjate de hacer preguntas», a lo que obedeció inmediatamente la chiquilla. Ésta se alejó en silencio, pero no fue a reunirse con los hijos de Miina. Los hombres estaban casi silenciosos. Su opinión sobre Kustaa Salmelus había sufrido una modificación pequeña, pero importante. Poco después de la cena, cuando los segadores segaban no lejos de la casa, los chiquillos fueron junto a ellos y Silja se estuvo siempre al lado de su padre.

Transcurrió el verano y muy pronto el humo se levantó del tejado de las granjas. Un pajarillo fue a posarse en la ventana delante de Silja y miró hacia el interior de la casa, inclinando la cabeza. El padre fue a buscar miga de pan y pedacitos de carne, que esparció por el alféizar de la ventana. Apenas se hubo alejado, cuando el pájaro volvió y picoteó un pedazo de carne que sujetaba con una pata. Silja tuvo en este pájaro un compañero fiel durante todo el invierno, y creía que no había más que uno, pues raramente veía a varios a la vez sobre la ventana. Cuando veía a otro sólo consideraba el primero como «el verdadero».

La pequeña Silja navegaba por el océano de la vida, alejándose cada vez más de la orilla. Sus sentidos se desarrollaban y su campo de percepción se ensanchaba. Todas las impresiones que el mundo circundante enviaba a su cerebro quedaban grabadas en él, si bien algunas quedaban depositadas en un rincón tan recóndito que la pequeña dueña de este depósito, una vez mayor, no habría podido creer que las poseía. Y, sin embargo, en su rincón secreto ejercían también su acción…

Durante aquel primer invierno se produjo un hueco en la conciencia de Silja. Durante más de una semana y por más que piaran junto a la casa y brincaran ágilmente por la ventana, los pájaros no recibieron ninguna golosina. Todo permanecía tranquilo en la habitación. Y el hombre se movía allí quedamente. El pájaro querido esperó melancólico durante mucho tiempo en la ventana, y a la caída de la tarde regresó a su refugio nocturno.

Silja, sin embargo, se encontraba en la casa durante aquellos días y noches encalmados. Aquella noche, precisamente, se despertó. No sabía cuándo se había dormido. A pesar de que reconocía cuanto la rodeaba, le parecía que acababa de nacer. Sentía mucho calor y su boca estaba seca, pero no le era posible decir nada. La habitación estaba a oscuras, pero distinguía una luz muy rara, cerca de la ventana. Se habría dicho que algo de gran tamaño miraba a través del cristal sin que Silja lo pudiese ver desde la cama. Aquella luz penetraba por la ventana, y el perfil de una persona sentada se recortaba sobre un fondo blanco. Al mismo instante resonó un crujido, como si toda aquella paz blanca no hubiese tenido otra misión que prepararlo. Silja tuvo un sobresalto, lo mismo que el hombre que estaba sentado junto a la ventana, que se volvió hacia la chiquilla acostada en su cama. Era padre, y la chiquilla lo reconocía ahora que se movía. Padre se acercó y le palpó la frente y el pecho. Luego cogió una taza de encima la mesa y le dio de beber, sosteniendo su cuerpecito con una mano puesta detrás de la espalda.

Después cayó de nuevo en la inconsciencia, y el hombre volvió a ocupar su lugar. No tenía sueño, su hija estaba demasiado enferma. ¿Iba a dejarle también? Imaginaba ya la soledad y este pensamiento se abría camino con rapidez en su mente, como si se deslizara por encima de la nieve lisa. Se quedaría completamente solo, como había estado siempre. Esto sería la muerte también para él, que había visto morir tantas cosas. Unicamente aquella chiquilla le ataba a la vida.

El solitario se tornaba cada vez más sombrío. Oía apenas la respiración de Silja, que se quejaba a veces y trataba de expresar su dolor con sus débiles fuerzas. La pequeña alma se encontraba sumergida al abrigo del cuerpo que ardía, pero sentía, sin embargo, un frío glacial. Se creía en la sala grande de la propiedad de «Salmelus» de la que ella fue heredera. Se encontraba sola allí, y por la puerta, que había quedado abierta, regolfaba la nieve en la habitación, como un gato, un gato desconocido, grande como un perro, cuyo pelaje tenía unos colores espantosos, con amarillo y verde en los ojos y alrededor de la boca. Maullaba furiosamente, como si tuviese frío, y luego, al ver a la niña, se encogía como para saltar sobre un ratón o sobre una brizna de paja. Mas luego, saltaba sobre la chiquilla que permanecía inmóvil, y se instalaba sobre su pecho, poniéndose a runrunear y a lamerse. Pesaba, pesaba y se desperezaba pesadamente. Luego se levantaba y estiraba sus miembros hundiendo sus uñas en la carne y en los costados.

Padre ha encendido la lámpara, y, sentado junto a la cama, cruza las manos. Una ola de amor, grande y fuerte, se abate en este instante sobre su corazón. No toca a la pequeña, pues sabe que lucha, pero, en espíritu, la oprime sobre su corazón mejor que podrían hacerlo unos brazos carnales. Piensa en plegarias que no formulan sus labios. Ve a su hija vivir y crecer y alcanzar la madurez, hermosa y esbelta, con el alma que pasa ahora por el fuego. Esta visión es una esperanza, una plegaria ardiente que cree con certeza que será escuchada. Piensa también en las malas acciones que ha cometido y siente que la fiebre de aquella criatura le purifica también a él de sus escorias.

El alba se acerca. El padre palpa de nuevo el pecho de la enfermita, que está bañado en sudor. En su inexperiencia comprende, sin embargo, que hay que dejar a la pequeña en paz y arroparla cuidadosamente, para que no se enfríe. La cuida con recogimiento, y se siente casi una madre, una mujer… Ha encendido el fuego y busca ropa limpia para cambiar a la enferma cuando se despierte. Se pone a preparar café bien cargado, para mantenerse despierto. Todo va bien, la respiración de Silja es regular. Calienta la camisa junto al fuego, mientras se pregunta cómo se las arreglará para cambiarla. Dará a Silja un poco de café.

La enferma no tiene nada de fiebre y esta desaparición rápida intranquiliza al padre. Después de haber tomado un sorbo de café, recobra sus fuerzas y puede empezar a hablar claramente, con alegría. Sus cortas frases invitan a tener esperanzas, como el despuntar del día. Pronto llegará el verano —y aunque muriera entonces no la meterían en el granero frío…—. Silja se acuerda de los pájaros y habla de su alimento. Padre ríe, dándose cuenta de que no se ha acordado de ellos. Se apresura a reparar su olvido, y anuncia al poco a Silja que todo está en orden, pero que hay que esperar un poco. «Los pájaros se marcharon para no estorbarte cuando estabas enferma, pero van a volver en cuanto sepan que estás mejor. Estáte tranquila; de lo contrario, volvería la fiebre».

Los pájaros no tardaron en acudir, y Silja tuvo tantas ganas de verlos que Kustaa hubo de cogerla suavemente en sus brazos y llevarla hasta la ventana. Silja miró riendo y sus pulmones obstruidos dieron a su risa un curioso sonido ronco. Luego su respiración se hizo más rápida y, al percibir un ligero jadear, Kustaa la volvió a meter rápidamente en la cama.

El mismo día, la buena campesina, que se había enterado de lo que pasaba, vino a traer unas golosinas a la enfermita. Encontró a los dos moradores de la choza durmiendo juntos en la cama grande. Silja descansaba sobre el costado, al lado de Kustaa, que había pasado su brazo por debajo de la cabeza de su hija, con tanta habilidad que muchas madres no hubiesen sabido hacerlo mejor, según pensó la buena campesina, antes de despertarle.

Kustaa tuvo la impresión de que su hija volvía a nacer. La convalecencia fue una época de alegría. Al mirar a Silja, Kustaa se preguntaba a menudo qué hubiera sido de él si hubiese perdido a su último hijo. Pero, ya que había podido dejar la cama, la niña debía ocupar un lugar aquí abajo. Kustaa entraba a menudo en una disposición de ánimo que era como una larga plegaria —si bien aquel hombre de corazón puro no se daba cuenta—, una especie de acción de gracias por haberse realizado sus votos; pensaba entonces en algunas de sus acciones y pensamientos que su conciencia había en ocasiones reprobado.

Una vez curada, Silja se puso a crecer y a prosperar de nuevo con rapidez. En sus escapadas salía de los límites de la pequeña propiedad, lo que obligaba a Kustaa a extremar su vigilancia, pues no quería que vagabundeara por el pueblo cómo los hijos de Miina. Pero le costaba mucho trabajo hacer comprender a la chiquilla todo lo que no tenía que hacer, lo que fue causa de que Silja se extraviara algunas veces en sus correrías. Los domingos por la tarde se escapaba a menudo con los hijos de Miina hacia un campo de juego situado junto al pueblo, en donde la vida era divertida, alegre y nueva para ella, hasta que oía la voz de su padre que la llamaba desde la ladera del bosque. Entonces todos los chiquillos cesaban de jugar para mirar a la pobre Silja, que dejaba el alegre enjambre para ir a reunirse con su padre. Era un castigo más severo que una azotaina, si bien la chiquilla no había recibido nunca ninguna. Kustaa la cogía por la mano y padre e hija seguían el camino sombreado lleno de charcos de agua. El barro se metía dentro de los zapatos de la niña, pues no miraba donde ponía los pies. Llegaban a la casa al fin sin haber cambiado una palabra. Silja entraba con los pies embarrados, pero el padre iba a buscar un lebrillo de agua y su primera frase era la orden que recibía Silja de lavarse los pies. Cuanto más crecía Silja más frecuentes se hacían los incidentes de ese género, pues Kustaa no sabía educar directamente a su hija.

Luego llegó el momento en que Silja hubo de aprender a leer. Padre compró en el pueblo un hermoso abecedario nuevo y se puso a enseñarle las letras y su pronunciación. A veces iba de visita a la casa de una chiquilla con la cual Silja había trabado amistad, y las dos niñas discutían en voz baja recorriendo las páginas del libro. Después de estas entrevistas, Kustaa se daba cuenta de que su hija sabía cosas que él no le había enseñado, y que algunas de ellas él tan sólo las comprendía a medias. Le parecía entonces que Silja había cometido un acto ilícito.

Silja frecuentó en un principio una escuela ambulante y después la escuela primaria, que se encontraba a dos kilómetros de la casa, en otra municipalidad. Cuando iba en ella a la última clase, se produjo un domingo de primavera un suceso que fue único en las relaciones entre padre e hija. Afuera la nieve se fundía. Como acostumbraba, Kustaa estaba tendido en la cama y Silja leía distraídamente los libros de clase. Como tenía tiempo, no leía sus deberes, sino otra cosa, y de vez en cuando dirigía unas palabras a su padre. Si la frase no requería respuesta, Kustaa permanecía en silencio y ni siquiera abría los ojos; pero cuando Silja le hacía directamente una pregunta, abría los párpados y no tardaba en responder. Silja hojeaba la Historia Sagrada en la que había un mapa de Palestina o Tierra Santa. Este mapa dio lugar a numerosas preguntas.

—¿Existe todavía Jerusalén? ¿Y Belén…?

—¡Claro! ¿No está en el mapa?

—¿Por qué se llama Tierra Santa?

Kustaa comenzó una larga explicación, que le reveló las lagunas de sus propios conocimientos. Pero, de pronto, tuvo una reminiscencia feliz. Habían hablado extensamente de la destrucción de Jerusalén, y Kustaa recordó que al final del Salterio había un largo relato de dicha destrucción. Se levantó y fue a coger del armario el voluminoso libro. Silja le seguía con los ojos con curiosidad mientras lo hojeaba. Cuando hubo encontrado el relato colocó el volumen ante la niña, le enseñó el pasaje con el índice y le pidió que leyera en alta voz. Luego volvió a tenderse en la cama.

Silja empezó a leer y quedó admirada al encontrar en el Salterio el relato siguiente: «Por orden del emperador, Vespasiano se dirigió a Galilea, provincia muy poblada, y la devastó con tanta crueldad que parecía que no iba a llegar nunca el fin de tantas matanzas, pillajes e incendios. Hizo dar muerte a muchos judíos y, en una sola vez, a más de cincuenta mil robustos soldados, sin contar los niños y mujeres. El enemigo no perdonó a los jóvenes ni a los viejos, ni a las mujeres encinta, ni a los niños de pecho. Vespasiano envió a seis mil hombres a Aquea para que abrieran una zanja. Fueron vendidos treinta mil soldados como esclavos, y otros cincuenta mil se mataron de desesperación, arrojándose a los precipicios desde lo alto de las montañas… Luego se apoderó de la ciudad de Gadara, y, con su lugarteniente Plácido, degolló a más de treinta mil habitantes que huían, e hizo dos mil prisioneros; todos los que habían logrado escapar se arrojaron al Jordán, y la corriente se llevó sus cadáveres hasta el lago de Asfalto, que se llama mar Muerto».

Silja continuó su lectura en la habitación endomingada. El padre, tendido en la cama, escuchaba a la hija que se detenía para respirar a destiempo. Llegó al final: «Así, pues, que nadie crea que el castigo del malo es inminente, pues los impíos correrán la misma suerte que Jerusalén. Hemos de pensar en esto seriamente y grabarlo en nuestra alma, arrepentimos de nuestros pecados y convertirnos a la verdadera fe cristiana. Amén».

Luego, Silja volvió rápidamente las últimas páginas y leyó algunos versos del final del libro, con la melodía de un coro de niños. Al fin dijo: «¡Gloria al Altísimo!».

Silja cerró bruscamente el libro de tapas de madera, y Kustaa permanecía inmóvil, como para aumentar así la eficacia del texto leído. Silja tenía las mejillas encendidas; vagabundeó unos momentos por la habitación y preguntó al fin qué tenía que hacer. En el patio continuaba fundiéndose la nieve. Era más tarde de mediodía, pero había todavía mucha luz y belleza en el aire, en la tierra y en las copas de los árboles. Silja cogió su pañoleta de lana y sus guantes, mirando si su padre la veía. Pero éste continuaba inmóvil, tendido sobre los hombros y con los ojos cerrados y la cabeza un poco vuelta, de suerte que Silja distinguía la parte inferior del mentón, el arco de las aletas de la nariz y los agujeros de los ojos. Aquel aspecto de su padre le pareció muy extraño. Salió del zaguán, cogió sus esquíes y se deslizó con desenfado hasta la orilla del lago helado.

La pista lisa arrastró a la chiquilla hacia el camino prohibido. Ya no había nieve sobre el hielo y los esquíes se deslizaban bien. En aquel sitio había incluso agua, y unía únicamente el hielo del lado de la orilla un estrecho pasadizo. Silja se dirigió hacia este puente. La excitación que le había producido la lectura reciente dominaba aún sus nervios. Muy pronto se encontró al borde del agua. Se detuvo un instante para oír el latido de sus sienes y luego percibió un rumor, que era el mismo que percibiera el día en que murió su madre. El ruido era algo más débil, pero se iba acercando y parecía murmurar una acusación a su oído… El pasadizo que los esquíes acababan de franquear se había quebrado. Silja tuvo miedo y quiso regresar a la orilla, pero el agua negruzca le separaba de ella. El témpano sobre el cual se encontraba empezó a moverse. Le pareció discernir en el ruido del hielo y en los latidos de su corazón la voz de su padre. ¿Adónde ir? Se esforzaba para no llorar; su cuerpo se contrajo y las lágrimas contenidas retorcieron sus facciones. Dos paseantes que pasaban por el camino se detuvieron. Entonces, Silja llamó, esforzándose por ver a través de los árboles la puerta de la casa.

El banco de hielo se desplazaba lentamente, pero sin detenerse. Los dos hombres corrieron hacia la orilla, y cuando iban a alcanzar el borde del hielo fueron alcanzados por Kustaa Salmelus, que iba con la cabeza desnuda y sin abrigo; sus ojos chispeaban. Antes de que pudiesen intervenir, saltó sobre un témpano de hielo cuyo borde se rompió; pero, a la segunda tentativa, consiguió coger a su hija. La tomó en sus brazos y dio un salto, para alcanzar de nuevo la orilla; pero la distancia que le separaba de ella era tan grande que cayó en el agua; en cuanto a Silja, había tenido tiempo para depositarla en seco sobre el hielo.

El agua le llegaba ya a Kustaa a los hombros cuando pudo apoyarse lo suficiente en el hielo para izarse. Los dos aldeanos cesaron de abrir los ojos de par en par y se apartaron unos pasos, pues el hombre que pasaba por delante de ellos tenía en la mirada un resplandor tan terrible que temieron por ellos. Kustaa corrió hacia Silja y la sacudió con viveza cogiéndola por los cabellos. La chiquilla no gritó, limitándose a mirar a su padre con ojos asustados. «¿Así es como te portas?», le gritó éste, y su mentón temblaba. Poco a poco se calmó, miró a su alrededor y regresó a su casa con Silja.

La vecina amable, que miraba por la ventana balanceándose en su mecedora, había presenciado toda la escena, que terminó antes de que se levantara. Pero sabía lo que tenía que hacer. Se dirigió a un armario, cogió una botella de aguardiente y unos pedazos de alcanfor y llamó a su sirvienta explicándole el caso. «Si Salmelus no toma un remedio, está perdido. Llévale esto y dile que no se preocupe».

La sirvienta se puso una pañoleta y salió. La mujer se vistió y se dirigió también a casa de Kustaa. Por el camino encontró a su criada y se enteró de que Kustaa había seguido sus consejos.

Kustaa se encontraba en calzoncillos cuando ella entró. Tenía las mejillas coloradas y el brillo de sus ojos se había convertido en una suave claridad. Le contó que se había despertado con sobresalto y que, sin saber nada, se había precipitado en dirección a la orilla, como si le hubiesen dicho en sueños que su hija corría peligro. En una taza que había en la mesa quedaba todavía un poco de alcohol alcanforado. Kustaa la vació de un sorbo y continuó su relato animadamente.

—Me encontraba tan fuera de mí que le tiré de los cabellos… Tengo todavía un poco de vértigo… Ha sido una suerte que me enviara ese remedio, pues no sé lo que habría pasado si no…

La vieja continuaba preguntándose cómo terminaría todo aquello. La emoción de Kustaa, ¿provenía del alcohol o del accidente? Para mayor seguridad preparó una nueva toma y recomendó a Kustaa que lo bebiera, y que se metiera inmediatamente en la cama. Examinó también a Silja, y cuando se hubo convencido de que la pequeña no corría ningún peligro, emprendió con calma el regreso a su casa. Al andar pensaba sonriente en aquella curiosa pareja, a la que había encontrado durmiendo en la misma cama, cuando la niña estaba convaleciendo… Se sentía feliz.

Caía la tarde. Kustaa estaba acostado y Silja permanecía junto a la ventana. Los vestidos mojados del padre se secaban al lado de la estufa, y los zapatos de la niña estaban puestos boca abajo cerca del horno. Reinaba el silencio. Silja sentía que algo había cambiado, y no tan sólo a causa del accidente. Le parecía que, a partir del momento en que había leído el Salterio, había transcurrido una eternidad. El hombre que descansaba en la cama era completamente diferente del que le había hecho leer el relato de la destrucción de Jerusalén. Le había tirado de los cabellos y se lo había contado a la vecina como algo extraordinario. Sin querer, observaba de nuevo el mentón y las cuencas de los ojos de su padre tendido en el lecho.

Kustaa no cayó enfermo a consecuencia de su baño frío; al día siguiente se dedicó a sus quehaceres como de costumbre. Envió a Silja a devolver la botella a la vecina. Pero la dulzura que había hecho su aparición en él después del accidente duraba todavía. En los días siguientes, contaba animadamente a cuantos encontraba la emoción que le había producido el «coger a aquella chiquilla por los cabellos». Cuando esta frase hizo sonreír al fin a la pequeña, Kustaa experimentó una gran satisfacción.

Llegó la primavera en que Silja tenía que asistir a las clases de catecismo. Como la iglesia se encontraba a una decena de kilómetros, fue preciso buscarle una habitación en donde pudiera pasar la noche. Varias muchachas se encontraban en el mismo caso, y se alojaban en grupos en las granjas cercanas a la iglesia. Por la tarde, se reunían en el embarcadero o en el muelle, donde podían oír los dichos desabridos y las ruidosas risotadas de los jóvenes de su edad. Muchas de ellas, por natural disposición, respondían en la misma forma, y en cuanto a las tímidas, su espíritu empezaba a preocuparse por algunos problemas presentidos con vaguedad hasta entonces. Iban a convertirse en mujeres, y el verano, que progresaba día y noche, sería su primer verano de libertad, y más de una aprendería para qué han sido hechas las mujeres.

Los sábados por la tarde, se las veía a todas con aire de felicidad desparramarse por los caminos que se alejaban de la iglesia. Se detenían un instante en las encrucijadas para charlar antes de separarse, y se parecían cómicamente en esto a las mujeres. Para los muchachos, las escenas que ocurrían en los mismos parajes tenían otro carácter; se oían insultos dirigidos a los camaradas de otras aldeas, volaban las piedras y a veces se llegaba inclusive a las manos, para bajar los humos a algunos grandullones que hablaban demasiado alto durante los recreos delante de la iglesia o, al anochecer, en el pueblo. Pues allá abajo nadie osaba pelearse por miedo de los agentes de policía y de los pastores.

Las catecúmenas se portaban como muchachas muy bien educadas.

Algunos campesinos que vivían lejos se las arreglaban para ir al pueblo por la mañana, para llevarse a sus hijas orgullosamente sentadas a su lado. Cambiaban asimismo saludos entre ellas, a pie o en carruaje, y se mostraban siempre alegres y bien educadas. Los rayos del sol jugaban con el resplandor de los ojos y con el brillar de los dientes.

Silja Salmelus regresaba también a la casa paterna, primero con dos amigas, luego con una, y finalmente sola. Su padre podía verla acercarse, pues en aquella hora acostumbraba a cortar leña en el patio. Silja, al llegar, le dirigía una mirada franca, sin darle las buenas tardes, y entraba en la casa. Resonaban los golpes de hacha y volaban esquirlas de madera por los aires. Silja volvía a salir con su vestido de diario y preguntaba a su padre si podía ayudarle.

—Lleva la leña a la estufa y enciende el fuego, así el baño quedará preparado antes —respondía Kustaa.

Así era cómo se saludaban las voces. Los quehaceres del sábado por la tarde se desarrollaban con una prisa divertida, unidos padre e hija por una cálida simpatía recíproca y un profundo afecto humano, que los años habían desembarazado de todos los elementos accesorios o importunos.

Cuando, después de cortada la leña, Kustaa cepillaba cerca de la ventana sus cabellos, todavía abundantes, y Silja se atareaba en la cocina como un blanco fantasma sonriente, se entablaba por primera vez la conversación. Padre pedía noticias del alojamiento, que no conocía, y si se enteraba de algún detalle que no era de su gusto no hablaba nunca de él directamente, sino que continuaba sus preguntas y daba su opinión de forma que ambos interlocutores parecían declararse mutuamente que eran del mismo parecer. El viejo campesino estaba sentado, y Silja podía ver su perfil firme y bueno recortarse en la ventana, como antaño durante sus noches de fiebre. Luego se acostaba y no hablaba ya a su hija ni parecía seguir sus acciones o gestos. Se extendía el silencio por la casa y los pensamientos vespertinos del viejo llenaban el ambiente.

Quedamente, procurando no hacer chirriar la puerta, Silja salió al patio, en donde el crepúsculo primaveral parecía detenerse. Las matas floridas de los cerezos silvestres, que había en las orillas lejanas y a lo largo de los caminos, parecían suspendidas en el aire. El piar de los pájaros iba cesando lentamente en los alrededores de las casas; pero, en el corazón de los bosques lejanos, varios potentes cantores expresaban con su larga e interminable melopea el profundo encanto de la noche de verano nórdica que les había atraído, desde más allá de los mares y tierras. Había ya nidos y huevos… Las flores se abrían en el crepúsculo bajo la palidez del cielo… Era la música calmante de la Naturaleza… Alguna mujer solitaria permanecía en éxtasis en alguna parte…

Silja Salmelus se paseaba lentamente y escuchaba y aspiraba la noche estival.

Llegó tranquilamente hasta el extremo de la península, hasta el ribazo frondoso, y se sentó sobre el tronco de un álamo curvado. Su alma juvenil se dilató y enardeció. Nadie iría a estorbarle. En la casita, situada a una pedrada de distancia, el padre dormía con sueño tranquilo. No pasaba ningún camino por allí.

El lago, sus islas y sus orillas reposaban lo mismo que en una estampa que había visto. El espejo del agua reflejaba en profundidad todo lo que se elevaba del suelo. Las percepciones de los sentidos parecían asegurar a Silja su bondad, murmurando: «Si te falta algo, solamente podemos mecer tu languidez y tus deseos…».

Aquel lenguaje de la Naturaleza hacía que Silja abriera sus ojos de par en par, como si éstos, lo mismo que el lago, quisieran reflejar también todo lo visible. A aquella joven de dieciséis años le faltaban muchas cosas que no hubiese podido tener y de las que había oído hablar a veces, aunque sin deplorar su ausencia. A esto se debió, quizás, el que en aquella noche primaveral, durante una visita hecha a su padre solitario mientras asistía a las clases de catecismo, sus ojos se nublaron y exhalara un suspiro. Su padre descansaba solo en la casa, y este pensamiento proporcionaba al fin una base a la melancolía de la joven, que sintió que era el único apoyo de su padre. Se miró y se dio cuenta de que era ya una mujer.

La noche se oscurece, Silja se levanta y da algunos pasos a lo largo del ribazo, proponiéndose regresar pronto a casa. Siente ganas, sin embargo, de quedarse un poco más. El paisaje ha cobrado un carácter más expresivo cuando, detrás de una isla, aparece una barca que se dirige del Sur al Norte. El ritmo de los remos revela el estado de ánimo del remero; la noche estival le subyuga y le dicta sus pensamientos, lo mismo que el compás con que mueve los remos. El ruido no es importuno, pues no hace más que traducir los pensamientos… Con gesto maquinal, Silja coge una flor y mira la embarcación, que se encuentra muy cerca ya. El remero abandona unos instantes los remos, como para responder al acto de la joven, aunque no la ha visto. Se trata seguramente de un admirador solitario de la noche de verano, de un joven desconocido de Silja, cuyos vestidos indican que es huésped de una de las villas de veraneo. Ella está segura de haberle visto, la semana pasada, cerca de la iglesia, en bicicleta… Por esta razón reconoce el vestido… Tiene la nariz aguileña y sus dientes se descubrieron al hablar con la mujer del panadero… Era él, estaba muy cerca y muy visible… Silja agita la flor que tiene en la mano; sus ojos castaños brillan a través de sus largas pestañas; luego se dirige hacia la casa, y cada uno de sus pasos es un acontecimiento, una especie de confirmación. Nota que el joven remero, que se encuentra detrás de ella, en el lago, permanece inmóvil.

Cuando quedó invisible en la espesura, oyó de nuevo el batir de los remos. Después reinó un corto silencio y, cuando el ruido de los remos volvió a empezar, Silja observó que el ritmo no era el mismo.

La noche era profunda. Silja se preguntó cuánto tiempo había permanecido fuera. Al penetrar en la habitación, sintió que llevaba en sus vestidos el delicado aliento del perfume nocturno, la flor continuaba en su mano y sentía deseos de conservar todo lo que había recogido durante su paseo.

Le costaba dormirse y fue a sentarse cerca de la ventana, desde donde la vista se extendía a lo lejos, sobre los campos y hacia el pueblo. Aquella noche era verdaderamente maravillosa, y la primera en su género en la vida de Silja. Sobre la cama, en un ángulo de la habitación, distinguía la silueta blanca de un hombre: padre dormía sin manta.

Experimentó una especie de confusión al ver de aquel modo a su padre… Padre es anciano y ha sufrido mucho en la vida, le han dicho… Vivo con este hombre viejo; es mi padre… ¿Qué querrá decir esto exactamente?

Kustaa descansaba, inmóvil, tendido sobre la espalda. No se percibía su respiración y había en su actitud algo que asustaba. Silja se acordó de que su abuelo había sido encontrado muerto en la granja, sin que nadie asistiera a su defunción… Padre estaba quizá despierto, aunque no se movía. No se atrevió a hacer ninguna pregunta ni a moverse. Fue a mirar por las tres ventanas, y en todas partes reinaba la noche, que parecía ahora más vacía que antes. El centelleo del lago se borraba.

Al fin, padre se movió en la cama y dejó oír un pequeño gruñido parecido a una tos. Luego se levantó y se acercó a la ventana que daba al promontorio. Apoyado contra el cristal permaneció inmóvil durante un instante. A continuación, se volvió suspirando y vio a Silja en el otro extremo de la habitación.

—¡Ah!, ¡ya has vuelto! —dijo con voz dormida, acostándose de nuevo.

Silja comprendió que no la había visto al levantarse.

En el fondo de la habitación, se movía silenciosamente en el crepúsculo una esbelta muchacha; su silueta se hizo blanca y desapareció en la cama. Todo dormía en la casa. En el lago, había cesado desde hacía mucho tiempo el ruido de los remos. Muy pronto despuntaría la aurora del domingo.

Era el último domingo antes de san Juan, larga jornada de claridad. Los hombres y los animales experimentan el hechizo de la calma y el calor. Hasta los viejos salen fuera en mangas de camisa mientras el sol brilla y calienta. Los animales domésticos que lo ignoran todo de la fiesta —el gato, el perro, el gallo, las gallinas, las golondrinas…— parecen ponerse al unísono de las disposiciones de los humanos. Sentado en la escalera de la granja, el hombre puede observar a estos animales, a los que apenas presta atención en tiempo ordinario.

Nada tiene de sorprendente ver en este día a un anciano pasearse para matar el tiempo. La tierna verdura del césped y de los árboles es un fenómeno tan impresionante y expresa tan bien la pujanza de las fuerzas naturales que no resulta vergonzoso para un adulto el contemplar su suprema belleza. Los campesinos, incluso los más palurdos, van a mirar y a evaluar las cosechas próximas. Para el infeliz jornalero, que sólo posee un arpend de tierra y debe trabajar por cuenta de otros para poder vivir, la alegría tranquila y gratuita de este día de descanso resulta aún más agradable.

El lago, cuyas orillas e islas se recortan tan suavemente en el atardecer, brilla y chispea bajo la luz del sol. El viejo Kustaa se paseó por el promontorio, en el sitio donde ha visto errar a su hija. Ve el olmo retorcido, pero a su edad no es conveniente sentarse ni permanecer mucho tiempo inmóvil. Tampoco piensa hacerlo, e ignora que son sus observaciones de la noche pasada las que guían su tranquilo paseo. Ningún día se parece a otro en una vida larga; pero para Kustaa Salmelus aquel domingo tenía, sin embargo, un carácter particular. Se debía acaso a que su hija única, a la que se sentía tan unido, se había ausentado por primera vez durante toda una semana y se encontraba de nuevo en la casa, para volver a marcharse muy pronto. En el barco de la noche, ya.

No se encontraba en la casa ahora. Había ido probablemente al pueblo para ocuparse de sus vestidos de primera comunión. Las muchachas iban los domingos a casa de la costurera para probarse sus vestidos, y discutían allí confiadamente sobre su corte y confección. Dentro de una semana, Silja se acercaría a la sagrada mesa. Antaño había sido bautizada en la sala grande de «Salmelus»…, y ahora se probaba su vestido de nueva comulgante. Kustaa evocó las caras grises de sus hijos difuntos… Un anciano solitario piensa muchas cosas al pasearse sin objeto y a lo largo de un promontorio y al detenerse en el ribazo. Llevaba tan sólo el chaleco, y las mangas de la camisa azul se detienen en las muñecas robustas, por encima de los dedos ágiles todavía. Si la madre de este hombre volviera creería estar viendo, en este momento, a su marido. El color de los cabellos y de los ojos, que fue antaño el de la madre, había palidecido en las tempestades y borrascas de la vida, hasta el punto de recordar ahora el del padre.

El hijo de Vihtori Salmelus sube ahora hacia su casa. Muy pronto se encontrará dispuesto a su vez…, si bien, por el momento, piensa en su hija que no ha regresado aún. Podía poner la mesa, como lo había hecho muchas veces durante los últimos años y hasta en la pasada semana. Pero le gustaría que su hija le acompañara en este quehacer, ya que había regresado de la modista.

Hela aquí que se acerca con una amiga. Se detiene a la entrada del sendero que lleva a la casa. Las dos jóvenes hablan animadamente y luego se separan y se alejan, mientras continúan su conversación, que termina a gritos. Silja llega al fin a la casa, pero se adivina que sus pensamientos no la preceden, sino que se arrastran tras ella. Kustaa le pregunta:

—¿Con quién has venido?

Esta pregunta debe de ser extraña, pues Silja mira a su padre con aire de sorpresa antes de pronunciar el nombre de su amiga.

—Eso es, eso es, no la había conocido —dice Kustaa para liquidar el incidente.

Silja pone la mesa con una vivacidad desacostumbrada. Dirige una mirada distraída sobre el mantel y luego en dirección a su padre, como diciendo: «Ya está». Padre se aproxima y mira antes de sentarse. Luego dice a Silja, con franca sonrisa:

—¿No quieres darme pan?

Era verdaderamente un curioso domingo, con toda aquella belleza y claridad. Silja y Kustaa no se habían hablado nunca de aquel modo. La joven parecía casi enojada cuando trajo el pan.

Kustaa experimentaba siempre la necesidad de hablar en la mesa cuando tenía compañía. Había tomado esa costumbre en su propiedad, a ejemplo de su padre. Alrededor de la mesa grande de la granja, la conversación amenazaba languidecer o desviarse si el amo cesaba de dirigirla. Silja estaba acostumbrada a oír a su padre dirigirle frases triviales durante las comidas, cosas que nada tenían que ver con la vida cotidiana de la familia. Era entonces cuando exponía su modo de pensar sobre la gente y los acontecimientos de los alrededores. Silja no hubiera podido recordar ni una sola de esas frases que le hubiese hecho daño. Al contrario, a menudo la habían divertido, provocando asimismo en ella algo de admiración por su padre al que observaba entonces a hurtadillas.

Pero hoy padre comía sin decir una palabra. No parecía enfadado, pero estaba absorto o ausente. Silja prestaba gran atención, para no olvidar nada del servicio. Kustaa no llegaba a expresar lo que tenía ganas de decir. «Parece que empieza a salir por la noche», pensaba, pues no sabía si era verdad. Al terminar la comida se limitó a decir: «Come tú también, querida».

Esta frase se apartaba de sus costumbres, y a pesar de su dulzura, turbó a Silja. Se hubiese dicho que había sido pronunciada por un enfermo muy debilitado. Silja no se sentó a la mesa hasta que su padre se hubo levantado para dormir la siesta en la cama.

Había transcurrido la mitad de la jornada. Claro, tranquilo y feliz, el sol ejercía su acción irresistible sobre la Naturaleza viva o inanimada. A cada edad, traía al hombre un encanto y una calma diferentes. Simbolizaba e intensificaba sus instintos y las pasiones que forman parte de la vida humana.

Al terminar de comer, Silja dijo a su padre, que estaba tendido en la cama:

—Quisiera ir un momento a casa de Mikkola.

Era el nombre de familia de la compañera con la que acababa de regresar.

Kustaa no supo qué responder, y su silencio duró acaso demasiado.

—Procura que no se te escape el barco; si no, tendrás que marcharte a pie.

—Sí, padre —respondió Silja con voz insegura.

Se fue y Kustaa se quedó solo nuevamente en la habitación llena de sol. Se retrasó en la cama, mientras sus pensamientos inexpresados se acumulaban pesadamente.

El hermoso domingo de verano continúa. Subsiste fuerte y feliz aún mucho tiempo después del mediodía. Los paseantes que se cruzan por los caminos se hacen sus intérpretes.

Silja pasó toda la tarde en casa de Mikkola. Kustaa preparó el café esperándola, y luego la vio regresar, lentamente, meciendo una rama de cerezo florido. Dentro de dos horas iba a pasar el barco. Y Kustaa permanecería solo durante toda la semana, mientras su hija se prepararía para poder comulgar el día de san Juan. El momento sería solemne, si bien la muchacha no podría acercarse al mismo altar al que sus antepasados, de generación en generación, habían llevado sus labios para recibir, con reverencia y pureza, los maravillosos símbolos de la gracia. Silja vivía en otra parroquia.

Habría podido creerse que Kustaa se percataría de la solemnidad de este acontecimiento; pero sólo experimentaba sentimientos confusos, cuya causa le era imposible adivinar, sobre todo cuando Silja se encontraba en la casa. Su hija era tan hermosa y pura como antes, era asimismo juiciosa y tenía el mismo carácter. Si salía un poco, nada tenía de extraño; ¿por qué permanecer en casa en aquel hermoso domingo, puesto que era libre? En los alrededores, la única compañera de su misma edad era Mikkola. A decir verdad, Kustaa no sabía nada preciso sobre su hija, salvo algunas palabras oídas al azar, y esto era todo. Si durante un hermoso atardecer Silja se retrasaba un poco, cerca de la casa, era porque deseaba recogerse. Una niña desea reflexionar un poco en la soledad sobre los problemas que el pastor ha planteado durante la semana.

Pero, sin embargo, las firmes relaciones entre el padre y la hija se habían alterado.

No era ciertamente la primera vez que Kustaa preparaba e café y ponía la mesa; Silja lo había visto muchas veces antes. Kustaa no había querido nunca llamar a la casa a una ayudanta, y, descuidando un poco sus quehaceres, se había puesto a cocinar con habilidad. Pero aquel día, cuando Silja regresó y vio a su padre disponer las tazas sobre la mesa y cuando sintió el olor del café recién hecho, experimentó la misma confusión que por la mañana; aunque más intensa y dolorosa. Padre había envejecido, y Silja se lo decía a sí misma por primera vez, mientras se despertaba en ella una especie de piedad. Se apresuró para ayudar a su padre.

Aquel domingo, la marcha de Silja para el pueblo fue mucho más imponente que ocho días antes. La muchacha se había marchado el lunes por la mañana, y padre la había acompañado al carruaje, porque no había barco. Silja echaba de menos la casa y temía entablar relaciones con extraños… Pero hoy esperaba con impaciencia la hora de la marcha. Era divertido tomar el barco; volvería a encontrar en él a dos o tres amigas de los pueblos lejanos, de la región de donde había venido el remero nocturno… Y era todo tan alegre en el patio de la granja…, y había además un prado grande, donde se reunían los jóvenes los domingos por la tarde para jugar.

Sin pronunciar una palabra, Kustaa siguió con la mirada los preparativos para la marcha. Su oído podía percibirlos también, pues Silja canturreaba. La melodía recordaba un cántico, quizás algún salmo; era en todo caso una tonada aprendida en la iglesia. La muchacha se afanaba y ni una sola vez miraba a su padre. Luego, buscando algo, le hizo una pregunta trivial; se hubiese dicho que, entreabriendo la puerta de la habitación, daba una orden a una criada. Al mismo tiempo, inconscientemente, dirigió una mirada a su padre, cuyos ojos llamaron su atención. Sumergió entonces su mirada en aquellos ojos, sin poder apartarla. Parecía no haber oído la pregunta, y el extraño resplandor de sus pupilas lo atestiguaba; parecía responder a la muchacha con otra pregunta más solemne.

Kustaa se levantó y fue a tenderse en la cama.

—No me siento bien —dijo—. ¿Hay un poco de agua?

Silja abandonó sus ocupaciones y corrió hacia el cubo, que estaba vacío. Salió. Kustaa permaneció solo. Casi se podría hacer figurar el aire de la habitación como un personaje de esta escena. Kustaa tuvo la impresión de que aquel aire le miraba, que era lo único que lo comprendía todo y que era un ser con el cual tendría que vivir en adelante. Se sentía enfermo. Miró al suelo y recordó una mirada idéntica —hacía mucho tiempo—, la que había lanzado por la puerta de la granja, en «Salmelus», en la vieja propiedad que había casi olvidado. Se dirigió a la ventana, junto a la cual estaba el espejo. Se le ocurrió mirarse en él; desde hacía mucho tiempo no había escrutado así su rostro… Vio a un hombre, pero ¿quién era? El hombre que se había vuelto hacia él antaño para preguntarle su parecer sobre un asunto de la granja, en el último mes de su vida. Aquella pregunta y aquella mirada conmovida y atormentada eran los únicos gestos mediante los cuales Vihtori Salmelus había transmitido su heredad a su hijo. Kustaa veía de nuevo aquel rostro en el espejo; eran los mismos ojos y boca, y había la misma dulzura interrogativa en la mirada.

¿Qué iba a sucederle? ¿Qué decían el aire de la habitación y el suelo…? Silja iba a volver y se marcharía muy pronto. No, no; hay que hacer frente, como otras veces, en ciertas circunstancias de la vida…

Silja trajo el cubo y luego miró a su padre; éste se acercó, con las mejillas encendidas, llenó el cucharón y bebió.

—¿No es hora de que te marches, querida? —dijo, separando el cucharón de sus labios.

Había dicho «querida» por dos veces aquel día. La larga visita de la tarde, las numerosas impresiones recibidas del cielo y de la tierra y las miradas y las palabras de la gente, habían hecho olvidar a Silja la opresión que se había cernido por la mañana en la casa y que, inconscientemente, había tratado de rehuir. Padre acababa de decir que no se sentía bien; estaba enfermo. La enfermedad era algo que —lo mismo que la vejez— Silja no llegaba a relacionar normalmente con su padre. Miraba ahora al anciano como se ve venir una desgracia a la que no se puede escapar. Padre observa, antes que ella, que unas lágrimas corren por sus mejillas.

—No te aflijas, querida Silja —dice—; ya se me pasará. No vayas a perder el barco.

La angustia de Silja conmovió al padre hasta el punto que éste olvidó su malestar; el cuerpo realizó sus funciones, durante las últimas horas, sin que el alma participara. Silja tenía que partir y el vapor doblaba ya la punta del promontorio. Salió, y Kustaa la acompañó hasta el camino. Se detuvo en él y asistió a la marcha de su hija que no podía impedir. En aquel hermoso atardecer de verano, Silja caminaba ligera, y su padre admiraba su paso cadencioso. Vio desembocar en el camino a una muchacha que se acercó alegremente a su hija. Un poco más lejos, dos muchachos que Kustaa reconoció se unieron a ellas. Después de una corta parada, el grupo se dirigió al embarcadero. Kustaa vio todo esto antes de regresar a su casa. Tuvo fuerzas suficientes para volver, y alguien vio que Kustaa había efectivamente entrado en su casa, donde fue encontrado muerto un poco más tarde. Lo mismo que había sido descubierto su padre en la granja.

Silja, que había pasado un instante en su alojamiento, jugaba en el patio cuando el dependiente del tendero fue a llevarle la triste noticia, hablando con abundancia, como lo hacía detrás del mostrador. Silja tuvo inmediatamente la impresión de haber abandonado sin saberlo a su padre muerto en el borde del camino. Dirigió una mirada de extrañeza a sus compañeras, como si, a pesar de saber la noticia, hubiesen continuado jugando con ella. El dependiente demostraba no tener prisa para irse. Todos parecían esperar que ella se marchara para continuar los juegos interrumpidos.

Nadie fue a decir a Silja lo que tenía que hacer. El ama de la granja parecía más preocupada por otras cosas que por la muerte del padre de aquella catecúmena. Ignoraba la situación del difunto, y discutió seguramente con su marido sobre el pago de la pensión…

Para Silja, el camino de regreso era casi desconocido, y era ya tarde. Partió, sin embargo, sin hablar con nadie. El ama se admiró; pero se consoló pensando que seguramente la chiquilla regresaría, puesto que no habían terminado aún sus lecciones de catecismo.

Silja continuó su camino. Era domingo por la tarde, y, en los pueblos, los mozos miraban con desparpajo a la joven que pasaba. Nadie intentó acercársele; su expresión extraña contenía a los lugareños, a los que gustaba, no obstante, atormentar a los desamparados.

Eran cerca de las diez cuando Silja llegó al sitio en donde se había separado de su padre. Se detuvo allí como si acabara de comprender lo que había sucedido. Su caminata desde el pueblo hasta aquel sitio había sido una especie de protesta contra las afirmaciones del dependiente de la tienda; a la entrada del sendero que la separaba de la casa, sintió que se resignaba.

Llegó hasta el patio y notó que la puerta había sido cerrada desde el exterior. Se acercó a la ventana, pero las cortinas estaban cerradas y no podía verse nada por la rendija. Reinaba un silencio inmenso; no había un alma en el camino ni una barca sobre el lago. En aquel instante, las vanas distracciones de la víspera y las diversiones de aquel día se encontraban muy lejos.

El viejo Mikkola se acercaba lentamente a la casa por el camino. Vio a Silja desde lejos, pero no aceleró su marcha. Llegó calmosamente, y Silja lo esperó, silenciosa y pálida, cerca de la escalera del patio desierto, helado.

—Así es, ya lo ves, pobre pequeña… Apenas te habías marchado cuando…

Mikkola solía ser habitualmente un tanto grosero, pero habló con Silja con ternura, contándole con toda clase de detalles cómo se había descubierto la cosa y cómo, después de colocar el cuerpo sobre la mesa, había enviado un mensaje a Silja.

Toda la existencia, anterior y reciente, y la juventud huían rápidamente a lo lejos. En la suave noche de verano, el viento glacial de la vida se abatió sobre la huérfana. Mikkola le hablaba como a una persona mayor; era la primera vez que la trataban así. Contaba que no había entrado solo en la casa, sino que había buscado un testigo, para salir al paso de posibles habladurías. Mientras continuaba hablando, abrió la puerta y entró en la habitación sombría.

Silja le siguió. El muerto esparcía un vasto silencio. Las cortinas cerradas impedían ver a Silja dónde se encontraba su padre… Mikkola avanzó hacia la mesa. «Le hemos colocado sobre la mesa; yacía en el suelo, y hemos pensado que…», dijo. Después se fue a abrir las cortinas y se apartó un poco.

Silja vio una vez más la parte inferior del mentón de su padre, el arco de las aletas de la nariz y las cuencas de los ojos, como antaño. Los ojos permanecían entreabiertos, como lo estaban a menudo cuando padre descansaba en la cama y respondía en esta posición a las frases de Silja. Yacía silenciosamente y en su rostro se había helado la sonrisa que se había dibujado en él en tan diversas circunstancias de la vida. Parecía sonreír ahora a Silja y a Mikkola, que lo miraban, y esperaban, quizá, que cambiara de posición. Silja no lo comprendió todo hasta entonces y rompió a llorar como una criatura. Padre le había contado a veces cómo había dormido por primera vez en aquella casa, precisamente sobre aquella mesa.

El rústico campesino no supo qué decir más; retrocedió hasta la puerta, se acercó de nuevo y se puso a cerrar las cortinas. «Lo hago para que no vengan a mirar; él no sabría nada, pero de todos modos es mejor así», explicó, mientras el llanto de Silja se iba calmando. «A propósito; podrías pasar la noche en mi casa. Dormirás con Tyyne, pues no puedes volver al pueblo en plena noche… Y luego habrá que hablar del entierro… Yo me encargaré de todo, si quieres… Tu padre tiene dinero y no habrá que enterrarle a cuenta del Ayuntamiento… Todavía no he mirado si había bastante en la casa, pero, en todo caso, lo hay en el banco y yo puedo adelantar lo que se necesite…».

La hierba mojaba los zapatos nuevos de Silja, pues había ya rocío. Se percibía un ruido nocturno familiar y olía a flores. Silja y Mikkola, que formaban una extraña pareja a aquella hora, se dirigían a «Mikkola», atravesando las granjas dormidas. En un patio, apercibieron a una comadre curiosa que, al ver pasar a Silja hacía un rato y habiendo adivinado de lo que se trataba, quería ver «si la pequeña estaba muy afligida por haber perdido, sin más ni más, a su padre». «Estaba muy seria, pero no lloraba cuando la he visto», fue a contar a su marido, que se había acostado ya.

Cuando llegaron a «Mikkola», todo el mundo velaba aún. El ama de casa y Tyyne, con quien Silja había pasado la tarde, estaban muy preocupadas y le dieron la mano; Tyyne la habló con un tono forzado, como si leyera en voz alta. Luego, madre e hija ofrecieron un poco de alimento a Silja, pero ésta no quiso probar nada; las lágrimas afluían a sus ojos y tenían la boca seca. Se fueron a dormir, y Silja se acostó al lado de Tyyne.

La primera noche de Silja no fue bendecida por el sueño. Tyyne se durmió casi en seguida, y sus movimientos violentos turbaron el sueño ligero de su compañera. Esto desvió un tanto la atención de Silja de las ideas que tendía a rumiar. La robusta campesina proyectaba sin cesar sus piernas sobre la débil Silja, a la que aplastaba, que tenía que luchar para desprenderse; entonces Tyyne se volvía hacia ella y la besaba ruidosamente. Emanaba de su cuerpo un olor agrio. Silja sólo había dormido hasta entonces con su padre, y hacía ya algunos años de esto. Pensaba en su intimidad con aquella muchacha, en los muchachos con los que se habían encontrado al ir a tomar el barco y en cómo había hablado Tyyne… Pensaba también en las preguntas que le había hecho su padre…

Después de aquella noche, Silja no experimentó ningún afecto por Tyyne, a la que había estado a punto de conceder su amistad. Le parecía que Kustaa Salmelus le había indicado la buena dirección en aquella encrucijada.

Por la mañana, Silja, que se sentía muy fatigada, volvió al catecismo, y Mikkola se ocupó de todos los detalles prácticos del entierro, de los que la muchacha no hubiese sabido cómo salirse. Kustaa fue enterrado el mismo día en que Silja hizo su primera comunión; pero estos acontecimientos no causaron ninguna impresión particular a la muchacha ni se grabaron en su memoria.