Silja, la joven y hermosa campesina, se extinguió ocho días después de San Juan, cuando el verano resplandecía adornado con sus mejores galas. Dada su condición, puede decirse que tuvo un final decente. Aunque no fuese más que una sirvienta huérfana de padre y madre, sin otros parientes que pudieran asistirla, y aunque hubo de recurrir un tiempo a los cuidados ajenos, pudo prescindir de la asistencia pública: así le fue ahorrada esa pequeña vergüenza, anodina desde luego. La granja de Kierikka, en donde estaba entonces colocada, tenía un cuartito al lado de la estufa, y allí se instaló Silja; tomaba también allí sus yantares, que no podía terminar. Este trato humano no era consecuencia de una bondad particular de sus amos, sino más bien cierto abandono que caracterizaba a aquella propiedad un tanto ruinosa. Pensaban quizás aquéllos en las economías de Silja, que tenía también buenos vestidos; todo sería para los que hubiesen cuidado de ella, y ya alguna vez la dueña de la casa había echado mano del guardarropa de la sirvienta.
Habiendo heredado la natural pulcritud de su padre, Silja supo hacer agradable y cómodo el reducto donde se alojaba. Por la ventana mal encajada, su tosecilla seca se oía desde el prado en que jugaban y corrían los pálidos chiquillos de la casa. Aquella tos fue uno de los elementos que, aparte las flores y las hierbas, contribuyeron a formar el ambiente de la casa de campo en aquel verano.
En sus últimos instantes, la joven experimentó el incomparable encanto de la soledad. Al conservar hasta el fin su lucidez, como ocurre casi siempre con los enfermos de pecho, aquella soledad estival fue un derivativo soberano para la tensión de su vida sentimental. Su soledad era tan sólo aparente, pues tenía siempre unos compañeros amables, privados de la palabra, es verdad, pero tanto más devotos. El sol, que alegraba la habitación, y el piar de las golondrinas, que tenían su nido en el alero, proporcionaban a sus sentidos afinados unos pensamientos luminosos y felices. Las espantosas imágenes de la muerte permanecieron alejadas y la enferma apenas se dio cuenta de que lo que se acercaba en aquel momento era la muerte, de la que tan a menudo había oído hablar. Ésta se la llevó cuando las gracias indecibles de la Naturaleza se encontraban en el apogeo de su delicadeza e intensidad. Fue en el alba, hacia las cinco, en el instante que es propiamente del sol y de las golondrinas. El día que nacía era un domingo, y nada había empañado aún su pureza.
Considerada en el instante de la muerte, la vida de un ser no es más que una corta visión inmóvil. Nuestra Silja había vivido veintidós años; había nacido ocho leguas más al Norte, y durante su vida se había ido desplazando poco a poco hacia el Sur. Su destino no tenía muchos rasgos que perder. Desde sus principios ocultos más allá del tiempo, todo su ser se había ido edificando gentilmente al correr de los días de su vida. Una piel sana y limpia encerraba con sus superficies suaves una oscuridad en la que el oído de un enamorado había percibido el latir de un corazón, y su vista el resplandor de una mirada. Durante su vida, la muchacha sólo había tenido tiempo de ser una criatura que realizaba su destino sonriendo. Casi todo lo que se refiere a Silja, que se durmió para siempre junto a la estufa de Kierikka, es de una insignificancia deliciosa.
A partir de los tiempos lejanos en que nació esta muchacha, se desarrollan una serie de acaecimientos en los que el destino despliega una redoblada energía para orientar por nuevos caminos la felicidad terrestre de una familia en vías de extinguirse. Pues Silja era la última de su linaje. Nadie presta atención, es verdad, a la extinción de familias tan modestas, pero, sin embargo, se ven repetirse aquí los mismos rasgos melancólicos que en otros medios más elevados.