Algo más de media hora después llegué a una calle bordeada por frondosos árboles en el corazón de Point Breeze, donde en una época ya lejana los herederos de las grandes fortunas del acero y las especias jugaban sobre la hierba golpeando con mazos de oro pelotas que hacían pasar bajo aros de plata. Caminé junto a una siniestra verja de hierro hasta llegar a la entrada de la residencia de los Gaskell. Era una noche de primavera fría en una ciudad fluvial al pie de las montañas. En el aire flotaba una ligera bruma. La luz de las farolas era débil y difusa, como si la hubiese retocado con el dedo un artista entusiasta del pastel y dado al sentimentalismo. Todavía llevaba conmigo la tuba, sin ningún motivo concreto, salvo el hecho de que en las presentes circunstancias era una agradable compañía; lo cual es una manera de decir que era cuanto poseía. Todas las ventanas de la casa de los Gaskell estaban iluminadas, y mientras recorría el camino de acceso llegó a mis oídos el suave tintineo de un vibráfono. No oí gritos ni otros sonidos humanos de juerga, lo cual, por otra parte, no me sorprendió en absoluto, ya que la fiesta de clausura del festival literario, se celebrase donde se celebrase, era, por lo general, un baile de supervivientes, con una escasa concurrencia de gente cansada y resacosa. Deposité la tuba en el suelo y llamé al timbre.

Esperé. El viento agitó sonoramente las hojas de los árboles y dos segundos después empezó a llover a cántaros. Llamé con los nudillos. Probé con el pesado picaporte y descubrí que la puerta no estaba cerrada. Al entrar, sentí un estremecimiento de miedo.

—¿Hola? —dije.

La casa estaba desierta. Di una vuelta por la planta baja, fui de la sala a la cocina y me abrí paso por las puertas batientes hasta el comedor. Por todas partes había signos de una reciente presencia de gente: vasos de plástico con marcas de carmín, ceniceros llenos de colillas, algunos sombreros y sudaderas tirados de cualquier manera, e incluso un par de zapatos. Toda la escena estaba impregnada de una extraña calma después de la batalla, como tras la acción de un rayo mortal o una nube tóxica.

—¿Hay alguien en casa? —grité hacia el piso de arriba, y empecé a subir las escaleras. Mi llamada no obtuvo respuesta. Desde el pelo me resbaló por la nuca una gota de lluvia, y sentí que un estremecimiento me recorría la espina dorsal. La puerta de la entrada seguía abierta y las susurrantes risotadas de la lluvia que repiqueteaba en los árboles y los charcos creaba una extraña armonía con el claqué de esqueletos danzantes del vibráfono. Una casa vacía, un hombre necio y temerario subiendo las escaleras al encuentro de su fatal destino, la espectral música de una orquesta de diablillos y esqueletos: me había convertido en el protagonista de un relato de August Van Zorn. Tal vez, pensé, nunca había sido otra cosa a lo largo de mi vida. De pronto, a mis espaldas se oyó un ruido sordo, como de un cuerpo golpeando contra el suelo. Pegué un bote y me volví rápidamente, preparado para ser devorado por las babeantes fauces del mismísimo Príncipe de las Tinieblas. Pero era sólo la tuba, que se había volcado en el porche; o eso, o trataba de moverse por sí misma.

—No puedo dejarte sola ni un momento —le dije, bromeando sólo a medias.

Bajé rápidamente las escaleras y me quedé en el recibidor, muy quieto, sin perder de vista la tuba e intentando descifrar qué debía de haber pasado y por qué todo el mundo se había ido. Desde donde estaba veía la cocina, y a través de sus ventanas descubrí que en el jardín trasero había una luz encendida. Entré en la cocina y aplasté la cara contra el cristal de una ventana. En el interior del invernadero de Sara brillaba uno de los neones de tenue luz violeta. Era perfectamente posible que en algunas ocasiones Sara dejase encendida a propósito alguna de las luces del invernadero, y bastante improbable que hubiese elegido aquel preciso momento para echar un vistazo a sus guisantes. A pesar de todo, me subí la chaqueta hasta cubrirme la cabeza y crucé el jardín chapoteando a la carrera. Llamé a la puerta del invernadero con los nudillos un par de veces y después la abrí y me dejé aspirar por aquella extraña casa de cristal con su hedor a abono a base de pescado, flores y putrefacción. Era la primera vez que entraba allí de noche. Sólo había un neón encendido, al fondo. Me quedé inmóvil unos instantes, tratando de adaptarme a la escasa luz y a la densidad del aire, recargado de un olor, mezcla de vainilla rancia y dulzona podredumbre, que identifiqué como el aroma de los narcisos. Era tan abrumador, que casi podía oírlo zumbar en mis oídos como si de un enjambre de abejas se tratase.

—¿Sara? —llamé.

El murmullo de las flores parecía ir en aumento a medida que avanzaba por el invernadero, pero al llegar al eje central descubrí que el origen no estaba en el efecto que sobre mis nervios pudiese ejercer el denso perfume del lugar, sino en los irregulares y grotescos ronquidos de un maestro contemporáneo del arte del relato. Echado en el viejo sofá púrpura, bajo la palmera plantada en un tiesto, Q. dormía profundamente. Los faldones de la camisa le colgaban por encima del pantalón, tenía la bragueta abierta y en los pies llevaba tan sólo unos calcetines de fantasía con la puntera roja, manchados de tierra. Así que los zapatos de la sala eran los suyos. Incluso en sueños, Q. y su Doppelgänger proseguían su singular combate, ya que, si bien fruncía el ceño angustiadamente, el resto de su rostro mostraba una expresión plácida, incluso satisfecha, como si estuviese disfrutando de un merecido descanso. Aparte de las manchas de tierra en los calcetines, lucía un lamparón de sangre seca en el bolsillo de la camisa y llevaba un número de teléfono o un mensaje garabateado en el dorso de la mano. Me incliné y traté de leerlo. Estaba demasiado borroso para poder descifrar lo que ponía. La primera letra era una «c». Me pareció que CRETINO habría resultado muy apropiado. Encendí una luz del techo.

Q. abrió los ojos.

—¡No! —gritó, y levantó las manos como para defenderse de mí.

—Tranquilo, tío —le dije—. Todo va bien.

Se incorporó.

—¿Dónde estoy? ¿A qué huele?

—Es la respiración de las plantas —le expliqué—. Estás en el invernadero de Sara.

Se frotó la cara y se palmeó las mejillas. Después echó un vistazo a su alrededor durante el cual se detuvo a contemplar las puntiagudas hojas de la palmera y sus calcetines sucios. Meneó la cabeza.

—No —dijo.

—No tienes ni idea de cómo has llegado hasta aquí, ¿verdad?

—Ni la más remota.

Le apreté levemente el hombro, para animarlo.

—De acuerdo —dije—. Trata de responderme a esto: ¿tienes idea de adónde se ha ido toda la gente de la fiesta? —Señalé hacia la casa con la cabeza—. No queda ni un alma, y parece que los invitados se han largado precipitadamente. Hay vasos, cigarrillos y demás tirados por todas partes. —Consulté el reloj. Faltaba poco para las nueve—. Diría que la fiesta ha terminado antes de lo previsto.

—Sí…, uh…, bueno… —empezó, todavía algo confuso—. Sara… —Asintió con la cabeza—. Sara los echó a todos.

—¿Sara? —No podía imaginármela haciendo algo tan bochornoso con toda aquella gente; era un comportamiento que chocaba frontalmente con la imagen de ecuanimidad que como rectora se había construido con tanto cuidado—. No parece propio de ella. —Sólo se me ocurría una posible explicación: había decidido de una vez por todas deshacerse del fruto de mi semilla que crecía en sus entrañas. De pronto se apoderó de mí la irracional certeza de que ya lo había hecho: tras echar a patadas a todo el mundo de su casa, sola e histérica, se había dirigido en coche a una sórdida clínica abortista en algún barrio poco recomendable de la ciudad—. ¿Por qué lo ha hecho?

—No lo recuerdo —dijo Q., y entonces lo recordó. Me miró con ojos como platos que pedían clemencia, como si me hubiesen enviado a darle su merecido por lo que fuese que hubiera hecho. Bajó la cabeza y añadió—: Creo que le rompí la nariz a Walter Gaskell.

—Bromeas, ¿no? ¡Oh, Dios mío!

Se puso a la defensiva.

—Bueno, tal vez no. —Se pellizcó la punta redondeada de la nariz—. Apenas le di. —Asentía con la cabeza para sí a medida que iba recordando los detalles—. Prácticamente ni le rocé con la punta.

—¿La punta?

—Estaba probando uno de sus bates. Uno enorme, que pesaba más de un kilo, amarillo y lleno de manchas. Parecía una especie de viejo colmillo de elefante. Perteneció a Joe DiMaggio. —Al recordarlo, se relajaron un poco los músculos de su rostro—. Una auténtica hermosura.

—Ya sé a cuál te refieres —dije.

—Y, en cierto modo, todavía emana de él mucha energía. Cuando lo coges, sientes como si hubiese algo muy poderoso en su interior tratando de salir.

—Supongo que así es —concedí—. Y supongo que fue eso lo que le rompió la nariz a Walter.

—Ajá —dijo Q., y ladeó un poco la cabeza. Su voz se hizo más aguda—. Al menos, no lo robé.

—Es un detalle a tener en cuenta —dije—. Bueno, y entonces qué, ¿ella lo acompañó al hospital? Me refiero a Sara.

Había ido hasta allí en su busca, y probablemente había estado todo el rato en urgencias.

—No lo sé. Él sangraba y gritaba, y probablemente yo también gritaba un poco. De pronto, entró Sara y discutieron a voz en grito durante un rato. Lo siento, pero no recuerdo sobre qué discutían. Entonces ella echó a todo el mundo de su casa. Si no está allí, no tengo ni la más remota idea de adónde puede haber ido.

—¿Y Walter? —pregunté.

Q. enarcó una ceja y con la peluda barbilla señaló vagamente hacia la puerta del invernadero. Sonrió. Lo miré sin entenderlo. De pronto, percibí en su mirada un destello de malicia de su Doppelgänger. Quería que me volviese. Me volví, casi esperando encontrarme con que la tuba me había seguido.

—¡Hola, Grady! —saludó Walter.

Surgió de entre las sombras del invernadero, con el bate manchado de brea de Joe DiMaggio colgando de una mano. Era una pieza que había adquirido el pasado otoño, en pleno apogeo de su frenesí coleccionista. Tan intenso era, que se olvidó del cumpleaños de Sara, y lo único que se le ocurrió fue echar mano del bate de madera de fresno como poco convincente e insincero regalo. Una decisión que resultó ser un golpe fatal para la salud de su matrimonio, al menos por lo que a Sara concernía. Si algún día decidía abandonar a su marido de modo definitivo, la historia de ese bate, nominalmente suyo, sería uno de los reproches que le echaría en cara. Era uno de los bates que, según se decía, había utilizado DiMaggio en los míticos partidos de 1941; al parecer, usó muy pocos, y por ello eran merecedores de particular devoción, cosa que intenté hacerle comprender a Sara. Con la otra mano Walter sostenía una bolsa de hielo a cuadros apretada contra el caballete de su nariz. Su camisa gris estaba manchada de sangre.

—¡Hola, Walter! —dije.

—Siento lo de tu nariz, Walter —se disculpó Q.—. Debía de estar muy borracho.

Walter asintió y dijo:

—Lo superaré.

—Y yo… —intervine—. Uh… Ya sé que te parecerá una imbecilidad que lo diga a estas alturas, Walter, pero quiero que sepas que también siento mucho todo lo que ha pasado. Estoy muy avergonzado. —Hice una pausa para humedecerme los labios. La verdad es que no estaba tan avergonzado, ni mucho menos; simplemente, trataba de evitar que Walter me partiera la cara con el bate—. Yo… ¡Ojalá pudiese reparar todo el daño que te he hecho!

—No creo que puedas conseguirlo nunca, Grady —dijo Walter. Golpeó suavemente el bate contra su muslo, mientras sus dedos jugueteaban con la vieja y gastada cinta aislante que recubría la empuñadura. Recuerdo que no parecía irritado, ni especialmente predispuesto a ajustar cuentas, ni satisfecho, como sucede en las películas cuando un personaje que lleva tiempo pensando en la venganza deja que asome a sus labios una sonrisa perversa. Por el contrario, tenía ojeras, una bolsa de hielo aplastada contra la nariz y, sobre todo, la expresión preocupada de un jefe de departamento tras una trifulca nocturna con el gabinete de contabilidad provocada por el brutal recorte de los presupuestos de sus cursos para el próximo año—. El departamento va a tener que abrirte un expediente disciplinario, por supuesto.

—De acuerdo —acepté—. Me parece justo.

—Y es probable que pierdas tu plaza de profesor. Por mi parte, desde luego, haré todo lo posible para que te despidan.

Miré a Q., que fijaba la vista alternativamente en Walter y en mí con aparente tranquilidad, aunque creí entrever una ligera mueca de frustración en su rostro. Supuse que habría dado cualquier cosa por tener a mano un bolígrafo para tomar notas.

—¡Eres un maldito farsante, Grady! ¡En todo el tiempo que llevas aquí no has escrito ni una sola línea! —me espetó Walter. Y, suavizando un poco el tono, añadió—: Creo que hace ya siete años, prácticamente ocho. —Nombró a dos de mis colegas en el departamento—. En los últimos siete años, entre los dos han publicado nueve libros. Y uno de los de ella ganó un Premio Nacional, como sin duda sabes. Y tú, Grady, ¿qué has hecho?

Ésa era la gran pregunta, la acusadora pregunta que llevaba tanto tiempo esperando sin haber sido capaz de dar con una respuesta adecuada. Bajé la cabeza.

Q. se aclaró la garganta y matizó, muy apropiadamente:

—Supongo que te refieres a qué ha hecho aparte de acostarse con tu mujer.

Walter apartó la bolsa de hielo de su nariz y la dejó caer al suelo. Levantó el bate y empezó a moverlo describiendo pequeños arcos entre Q. y yo. Lo agarraba con ambas manos, moviendo los dedos sobre la empuñadura. Tenía la cara hinchada y manchada de sangre, pero había una mirada sosegada en sus ojos azules como los de Doctor Dee.

—¿Vas a golpearme con eso? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. Es posible.

—Adelante —le dije.

Y lo hizo. En mi opinión, la mayor parte de la violencia entre los hombres es, de una u otra forma, consecuencia de la ligereza con que utilizan los comentarios mordaces. Le dije que adelante, y me tomó la palabra, dispuesto a partirme la crisma con el histórico bate. Levanté un brazo para protegerme, pero aun así se las arregló para asestarme un golpe oblicuo en la sien izquierda. Mis gafas salieron volando. Oí un ruido como de una roca enorme estrellándose contra una plancha metálica, vi algo semejante al fogonazo de un flash y en mi retina floreció y se marchitó una luminosa rosa. Sentí dolor, pero no tanto como me había imaginado. Después de parpadear varias veces, recogí mis gafas, me las coloqué sobre el caballete de la nariz, me enderecé y, con la exagerada dignidad de un tambaleante borracho, me alejé. Por desgracia para mi esforzada escenificación de imperturbabilidad y autocontrol, me equivoqué de dirección y acabé en la otra punta del invernadero, donde se me enredaron las piernas en un rollo de tela metálica y caí de bruces.

—¿Grady? —gritó Walter. Por el tono de su voz parecía sinceramente preocupado.

—Estoy bien —dije.

Me liberé de la tintineante trampa de alambre y me dirigí hacia donde recordaba que estaba la puerta. De camino a la salida crucé el eje central del invernadero, y al pasar junto al sofá púrpura me detuve un momento.

—Espero que no hayas perdido detalle —le dije a Q.

Asintió. Me pareció que estaba un poco pálido.

—Quisiera hacerte una pregunta —añadí, señalando su mano—. ¿Qué pone ahí?

Miró la borrosa inscripción en tinta azul sobre el dorso de su mano izquierda y frunció el ceño. Tardó varios segundos en recordar de dónde había salido aquello.

—Pone «Frank Capra» —dijo, y se encogió de hombros—. Es algo que vi anoche; creo que de ahí podría salir una novela.

Asentí y le tendí la mano; me la estrechó. Al avanzar hacia la puerta estuve a punto de rozar a Walter Gaskell, y al apartarme me tambaleé un poco. Levantó una mano para sostenerme, y, por un instante, estuve a punto de desmayarme en sus brazos, pero rechacé su ayuda y crucé a grandes zancadas el jardín, que parecía girar a mi alrededor, camino de la casa.

Subí por las escaleras del porche trasero y atravesé la casa, sintiéndome un poco menos aturdido a cada paso que daba. Al llegar al porche delantero comprobé que la tuba seguía allí, esperándome. Casi me alegré de verla. Me quedé allí, iluminado por la luz que salía de la puerta abierta que tenía a mis espaldas y se desparramaba hacia la calle, mientras la lluvia se deslizaba por los cristales de mis gafas y las aletas de mi nariz, tratando de reunir el ánimo necesario para emprender el camino de regreso a mi casa vacía en la calle Denniston. Eché un vistazo al recibidor para comprobar si, por casualidad, alguien se dejó olvidado un paraguas o había alguna cosa con la que, al menos, pudiese cubrirme la cabeza. No vi nada que resultase adecuado. Me volví, respiré profundamente y levanté la tuba por encima de mi cabeza para resguardarme un poco de la lluvia. Y así emprendí el camino de regreso a casa. Pero la tuba pesaba demasiado para llevarla mucho rato de aquel modo, así que no tardé en bajarla y seguir adelante empapándome. La ropa empezó a parecerme más pesada, los zapatos rechinaban a cada paso y los bolsillos de la chaqueta se llenaron de agua. Finalmente, decidí sentarme sobre la funda de la tuba y esperar, como un hombre agarrado a un tonel vacío, a que me arrastrase la riada.

La riada, pensé. Ése era el verdadero final que siempre había pensado para Chicos prodigiosos. Un día de abril, tras un duro invierno, el río Miskahannock se desbordaba y arrasaba la agitada ciudad de Wonderburg, Pensilvania. Para el último párrafo tenía una idea muy concreta: una chica y una vieja jorobada avanzaban en una barca por el enorme recibidor de la mansión de los Wonder. Había algo en esa imagen de la pequeña barca que, cargada con todo lo que quedaba de la familia Wonder, se dirigía trabajosamente hacia la puerta de la mansión para perderse entre las ruinas y los restos flotantes del mundo, que me conmovía hasta las lágrimas. En un gesto automático, me palpé los bolsillos tratando de encontrar un bolígrafo y una hoja de papel para tomar algunas notas. Había algo en uno de los bolsillos de la chaqueta. Eran las siete páginas supervivientes de Chicos prodigiosos, dobladas y mojadas. Las apoyé contra uno de mis muslos y, con sumo cuidado, las desplegué y las alisé.

—¿Y bien? —le dije a la tuba—. ¿Qué te parece si ponemos el punto final de una vez por todas?

Tomé las siete hojas y me dispuse a plegarlas. Empecé por las puntas superiores y las fui doblando hasta convertirlas en un empapado y blando barquito de papel. Deposité la poco marinera embarcación a mis pies, en la cuneta, y contemplé cómo se escoraba y se deslizaba calle abajo, hacia el río Monongahela primero y camino del mar abierto después. Así, tal como habían presagiado las profecías de las brujas y yo había dejado escrito en un borrador de nueve páginas redactado una tarde de abril de hacía cinco años, la riada se llevó los últimos restos de las posesiones de los Wonder. Me puse en pie y descubrí que se me había despejado considerablemente la cabeza y que el aturdimiento que sentía en ella hacía un rato había pasado, como si de corriente eléctrica se tratase, a mis extremidades. Las manos no me respondían bien, sentía las piernas inseguras y mi corazón parecía etéreo. No estaba exultante de felicidad, precisamente; había dedicado demasiados años de mi vida a aquella novela, había vertido en ella demasiados miles de ideas, situaciones y frases elegantemente resueltas, fruto todo ello de un arduo trabajo, para no sentir un profundo pesar al abandonarla definitivamente. Pero, a pesar de todo, me sentía ligero, como si me hubiese criado en los superpoblados barrios del planeta Júpiter y de pronto, rebosante de energía y entusiasmo, pudiese recorrer libremente las calles de Point Breeze dando saltos, cubriendo tres metros con cada zancada y con la tuba como único lastre para evitar salir volando.

Después de caminar un rato en dirección a casa, temblando, mientras en mi cabeza se repetían sin cesar los pensamientos que cabe esperar que se le ocurran a un hombre que acaba de ser aporreado con un bate del mismísimo Joe DiMaggio, un coche me adelantó e inmediatamente se detuvo junto al bordillo. Sus faros proyectaban unos haces de luz que iluminaban las gotas de lluvia haciéndolas resplandecer. Era un Citroën DS23. La lluvia repiqueteaba sobre su capota de lona negra.

Sin abandonar la tuba, subí al bordillo, me agaché un poco y eché un vistazo al interior del coche. Estaba iluminado por el débil resplandor ámbar del tablero de mandos, y de la ventanilla abierta emanaba calor. Olía a una mezcla de ceniza mojada y lana húmeda del abrigo de Sara. La radio emitía mensajes publicitarios con sordina. Cuando asomé la cabeza, Sara me dirigió una mueca, abriendo mucho los ojos, para que supiese que estaba enfadada, pero que no había perdido del todo el sentido del humor. Tenía el cabello mojado y echado hacia atrás, y el rostro húmedo y con restos del lápiz de labios naranja de alguna de sus invitadas en la mejilla.

—¿Quieres que te acompañe a casa? —me preguntó con burlona afabilidad. Simulaba no estar nada sorprendida de haberme encontrado, pero, por el modo cómo mantenía la boca muy recta, y por cierta reveladora dilatación de las aletas de su nariz, deduje que llevaba horas alarmada por mi desaparición y aún no se le había pasado el susto—. Te he buscado por todas partes —dijo—. Volví al hospital. He ido a tu casa… ¡Dios mío, Grady!, ¿qué te ha pasado en la cabeza?

—Nada —respondí, y me palpé la sien izquierda, que, a decir verdad, se había hinchado considerablemente—. Bueno, Walter me ha atizado con un bate de béisbol. —Además, ahora que tenía ante mí algo concreto en que fijar la vista, me pareció que no controlaba del todo los movimientos de mi ojo izquierdo—. Estoy bien. Ya sabía que me tocaría recibir.

—¿Seguro que estás bien? —Entrecerró los ojos y me escrutó. Trataba de descubrir si iba colocado—. Entonces, ¿por qué bizqueas?

—¿Cómo que bizqueo? Estoy bien, no voy colocado —le aseguré, y, para mi sorpresa, reparé en que era cierto—. Te digo la verdad.

—La verdad… —repitió Sara, dubitativa.

—Me encuentro estupendamente. —Eso también era cierto, excepto por lo que respectaba al estado de mi cuerpo en aquellos momentos—. Me alegro tanto de verte, Sara… Tengo tantas cosas que decirte… Me siento… Me siento tan ligero…

Empecé a explicarle mi muerte simbólica, el último viaje del barco llamado Chicos prodigiosos y la súbita y mágica ligereza de mi viejo corpachón jupiterino.

—Llevo mi maleta en el portaequipajes —me dijo Sara, interrumpiéndome, como de costumbre, antes de que pudiese enturbiar las aguas de una conversación importante con mis habituales divagaciones—. ¿Emily va a volver a casa?

—No creo.

Sus ojos se volvieron a entrecerrar.

—No —dije—. No va a volver a casa.

—Entonces, ¿puedo quedarme contigo? Por poco tiempo. Un par de días. Hasta que encuentre algún sitio. Si —añadió rápidamente— es eso lo que quieres.

No dije nada. La lluvia arreciaba; la tuba me estaba dislocando el hombro, pero no me decidía a dejarla en el suelo, y Sara todavía no me había ofrecido entrar en el coche. Tenía la sensación de que de mi respuesta dependería en gran medida que finalmente lo hiciese o no. Seguí allí, empapado, recordando la promesa que le había hecho al doctor Greenhut.

—Bueno, pues muy bien —dijo Sara, y metió primera. El coche empezó a avanzar lentamente.

—¡Espera un momento! —dije—. ¡Para!

Se encendieron las luces traseras de frenado.

—¡De acuerdo! —dije mientras corría para alcanzarla—. ¡Por supuesto que puedes quedarte conmigo! ¡Me parece una idea estupenda!

Esperaba que después de oír estas palabras me sonriese, me ofreciese entrar en el coche, me llevase a casa y me dejase sobre mi sofá favorito para poder dormir durante los próximos tres días. Pero Sara no estaba dispuesta a dar por finalizadas las negociaciones tan fácilmente.

—He decidido que voy a tenerlo —me informó, y contempló mi cara para comprobar el efecto que me causaba su anuncio—. Por si te interesa saberlo.

—Sí que me interesa.

Levantó las manos del volante, por primera vez en todo aquel rato, y las extendió en un peculiar gesto que resultaba más elocuente y expresaba mejor su incertidumbre que un encogimiento de hombros.

—He pensado que sería una buena idea tenerlo —dijo—, si no voy a tener nada más.

—¿Eso crees?

—Al menos de momento.

Me reincorporé, bajé del bordillo y alcé la vista para mirar el cielo a través de la lluvia. Dejé en el suelo el último de mis agobios y abrí la portezuela del coche.

—Entonces, supongo que no tengo por qué seguir aferrándome a esta tuba —dije.