Al despertarme me encontré en una habitación de hospital escasamente iluminada, desnudo bajo una camisola de papel azul pálido, con un gota a gota en el brazo izquierdo que me suministraba mi glucosa vespertina. Era una agradable habitación de dos camas, con un papel alegre en las paredes y un ramo de nomeolvides en un jarrón sobre la repisa de la ventana, tras la que se veía una impresionante iglesia de piedra negra al otro lado de la calle. Detrás del campanario se vislumbraba una franja de cielo de un azul muy pálido. La cortinilla que me separaba de mi compañero de cuarto estaba corrida, pero veía los pies de su cama y más allá el pasillo, de un azul gélido.
—¿Hola? —dije, dirigiéndome a quienquiera que estuviese al otro lado de la cortinilla—. Disculpe, ¿podría decirme en qué hospital estoy?
No hubo respuesta, así que pensé que tenía un compañero de habitación con la mandíbula cosida, comatoso, afásico o incapaz de contestar por algún otro motivo. Finalmente, caí en la cuenta de que estaba solo. Mientras contemplaba cómo los últimos restos de azul desaparecían en el cielo nocturno tras la ventana, sentí que una tremenda soledad descendía sobre mí.
—¡Sara! —exclamé.
Notaba un ligero picor en la muñeca derecha. Me froté el brazo contra las sábanas durante un rato, antes de bajar la vista y descubrir que llevaba un brazalete de plástico con mi nombre y una serie de números que indicaban en código las características concretas de mi colapso. Encima de estos datos, en letras negras perfectamente legibles, figuraba el nombre del hospital. Era un centro muy conocido y caro, que gozaba de una inmejorable reputación y estaba a quince minutos en taxi del auditorio del campus. Eché un vistazo a la radio-despertador que había sobre la mesilla de noche. Eran las siete y veinte. Sólo había estado inconsciente un par de horas.
A las siete y media entró el médico de guardia. Era un médico residente, joven, con el pelo muy largo, nariz puntiaguda y unos ojos azules tan fríos e inquietantes como los de Doctor Dee. Necesitaba un afeitado y tenía el semblante triste y fatigado de quien está a punto de acabar su turno, semejante al de un viajero que baja de un avión tras treinta horas de vuelo. Leí su nombre en su acreditación: GREENHUT. Me miró con tal expresión de desagrado que, por un momento, me pregunté si me conocía.
—¿Y bien? —dijo.
—He sufrido un desvanecimiento.
Decidí no contarle que además, por lo que recordaba, había estado muerto un rato.
—En efecto.
—Últimamente me pasa a menudo —le expliqué.
—Ajá —dijo—. Tengo entendido que también fuma mucha marihuana.
—Sí, bastante. ¿Cree que por eso sufro estos mareos?
—¿A usted qué le parece?
—Supongo que es posible.
—¿Cuánto tiempo hace que los sufre?
—¿Los mareos? —pregunté, en un tono que me recordó tanto al de Blanche DuBois[48] que temí haberme vuelto afeminado—. Creo que hace aproximadamente un mes.
—Veamos si se puede poner en pie. Tenga cuidado con el gota a gota.
Me incorporé lentamente, evitando movimientos bruscos.
—¿Qué tal se siente?
—Bastante bien —dije.
De hecho, notaba una estabilidad y una claridad mental que hacía tiempo que no sentía, probablemente años. El dolor de mi tobillo había desaparecido casi por completo.
—¿Cuánto tiempo lleva fumando marihuana?
—Bastante.
—¿Cuánto?
—Creo que desde que Spiro T. Agnew era vicepresidente. Sí, unos veinte años.
—Entonces lo más probable es que ambas cosas no estén relacionadas. ¿Ha habido algún cambio importante en su vida durante el último mes?
—Uno o dos. —Pensé inmediatamente en Chicos prodigiosos. Hacía casi un mes que había tenido la imprudente idea de intentar terminar la novela. Al pensar en ello, caí en la cuenta de que los mareos habían aumentado de frecuencia e intensidad a medida que se acercaba el día de la llegada de Crabtree y mis esfuerzos por escribir la palabra «Fin» seguían sin dar resultado—. No me he alimentado demasiado bien. He bebido mucho durante el último par de días, aunque sé que me sienta mal.
—Y su esposa le ha abandonado.
Me senté al borde de la cama. La camisola de papel hizo mucho ruido al arrugarse.
—¿Eso también consta en mi ficha médica?
—Estuve hablando con la mujer que le salvó la vida —me dijo en un tono neutro, carente de cualquier matiz melodramático, como si todo el mundo dispusiese de una mujer así, o al menos supiese dónde se podían alquilar sus servicios.
—Ajá.
Me llevé los dedos a los labios, todavía doloridos e inflamados por la presión a la que durante un buen rato los había sometido el beso salvador de Sara.
—Está preocupada por usted —dijo el doctor Greenhut. Consultó su reloj a hurtadillas. Para evitar que se notase que lo hacía, lo llevaba al revés, con la esfera en la cara interna de la muñeca. Era un buen tipo, y se esforzaba por mostrar interés por mi caso, pero yo tenía claro que mi desvanecimiento no era más que una minucia en su agotador día a día—. Debería consultar a un médico, señor Tripp, a un internista.
—Eso haré —dije.
Hubo una pausa en nuestra conversación mientras el doctor Greenhut consultaba la tablilla que tenía en las manos. Al volver a dirigir su atención hacia mí, dijo:
—Y creo que también debería pensar seriamente en acudir a un psicoterapeuta.
—Le han explicado lo del perro, ¿no?
Asintió. Cogió la butaca de cuero que tenía detrás, la acercó arrastrándola hasta los pies de mi cama y se sentó con cierta precaución, como si temiese no ser capaz de levantarse de ella.
—Tiene un problema con las drogas, ¿de acuerdo? —Lo dijo sin particular amabilidad ni desdén—. Y no hay duda de que últimamente no se ha cuidado demasiado. Está desnutrido. Además, ese perro le mordió el tobillo, y se ha infectado. Tuvo suerte de que lo trajeran aquí hoy. Uno o dos días más y habría perdido el pie. Hemos tenido que administrarle una dosis masiva de antibióticos.
—Gracias —susurré débilmente.
—En cuanto a los mareos, no sé. Tengo entendido que últimamente ha estado sometido a una gran tensión. Eso podría explicarlos.
—¿Son ataques de ansiedad?
—Posiblemente.
—¡Qué decepcionante! —ironicé.
Se frotó la comisura de los labios con un nudillo para que no notase que mi broma no le hacía sonreír. Supuse que estaba demasiado cansado para hacerlo.
—¿Y mi amiga, Sara, sigue ahí fuera?
—No —respondió, y dejó que asomase en sus ojos un ligero brillo de lástima—. Dijo que tenía la casa llena de invitados.
—Tengo que verla —le aseguré—. ¿Me va a poner muchos problemas para dejarme marchar?
—Mmmm.
Repasó mentalmente mi caso durante unos segundos, sin necesidad de consultar las notas de la tablilla de aluminio, que ahora tenía bajo el brazo. Al final creo que basó su decisión en la desesperación de mi mirada.
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo—. Dejaré que se vaya con una condición.
—¿Cuál?
—Que sea la última estupidez que haga.
—Entonces, será mejor que me vuelva a meter en la cama —dije. Esta vez no necesitó llevarse el nudillo a la comisura de los labios—. Era una broma.
—Escuche —dijo. Volvió a consultar su reloj, ahora sin disimulos—. En realidad, no puedo retenerlo aquí si desea marcharse. Hablaré con la enfermera. Voy a recetarle un tratamiento a base de ampicilina para la mordedura, ¿de acuerdo? Pida la receta al salir y sígala al pie de la letra.
—Al pie de la letra —repetí—. Bueno, gracias por todo.
Pero el médico ya prácticamente había salido de la habitación, en la que sólo quedaban los ondulantes faldones de su bata. Un minuto después entró una enfermera y me liberó de mi cena intravenosa. Me puse mis mugrientos tejanos, la camisa, que apestaba a sudor, y la chaqueta de pana con el bolsillo agujereado. Fue al salir de la habitación cuando descubrí la identidad de mi silencioso compañero de cuarto.
—No se olvide su tambor para encantar serpientes, o lo que sea, señor Tripp —dijo la enfermera.
Se trataba, evidentemente, de la negra y pesada sombra que me perseguía, mi Alecto[49] de latón, la Tuba digna de un relato de August Van Zorn. Bajó conmigo en el ascensor, me siguió por la recepción hasta las puertas del hospital y se quedó contemplándome mientras calculaba la distancia que había caminando hasta casa de Sara y me enfrentaba al para mí poco familiar ejercicio de tomar una decisión. Si mi recién curado tobillo resistía, podía llegar en media hora. Pero una vez allí, ¿qué iba a decirle? Durante el último fin de semana, al menos, dos cosas habían quedado claras para mí: la primera era que, con la vida que llevaba entonces, sería una irresponsabilidad introducir en ella a un bebé; la segunda era que, si Sara abortaba, nuestra relación se iría a pique. Ella había decidido —y supuse que resultaba comprensible— que aquél fuese el momento de la verdad en la hasta entonces imprecisa historia de nuestro amor; por tanto, o acabábamos siendo los padres de nuestro hijo, o nos convertiríamos en un par de amargados examantes que al mirar atrás se encontrarían con cinco años perdidos en una relación fracasada. Ya era mala suerte que mis poco atléticos espermatozoides, sometidos a una dieta de marihuana, se las hubiesen apañado para reunir fuerzas y emprender una última y descabellada incursión uterina, a consecuencia de la cual cinco maravillosos años de amor, complicidad y estimulantes relaciones furtivas acababan convirtiéndose en un referéndum sobre mi idoneidad como padre. Era mala suerte, pero así estaban las cosas.
Cambié la tuba de mano. Traté de imaginarme dentro de ocho meses, sosteniendo contra mi velludo pecho a una dulce criatura pecosa; una pequeña quimera, con algo de Sara, algo mío y algo de azar genético. Me imaginé un bebé cabezón, de ojos hundidos, como los que representaba Edward Gorey[50], embutido en un anticuado camisón, con los puños cerrados y una naturaleza vandálica. Admitamos, me dije, para hacer las cosas más simples, que traer al mundo a otro horrible mutante de la estirpe Tripp no tiene por qué ser por definición una mala idea. ¿Cómo se las arregla uno para saber si realmente quiere tener un hijo o no? Durante todo el tiempo que Emily y yo estuvimos supuestamente tratando de conseguir que ella quedase encinta, jamás se me ocurrió preguntarme si realmente deseaba que nuestro empeño llegase a buen puerto; tal vez porque en el fondo estaba convencido de que ninguna relación amorosa expuesta durante largo tiempo a las perniciosas radiaciones de mi carácter podía dar algún fruto. ¿Se sentía la necesidad de tener un hijo? ¿Consistía en una determinada forma de ansiedad física, de anhelo espiritual, de obsesivo hormigueo como el que se siente cuando a uno le amputan un miembro?
Volví a entrar en la recepción con la tuba y me dirigí al mostrador de información, atendido esa noche por una elegante mujer madura con una blusa a rayas. Tenía el cabello plateado y llevaba las uñas pintadas y un broche con una esmeralda. Estaba leyendo la tercera novela de Q. —la protagonizada por el juez de primera instancia que es un obseso sexual— y parecía estar cautivada y horrorizada al mismo tiempo.
—¿Tienen ustedes, por casualidad, bebés en este hospital? —le pregunté cuando levantó la vista del libro—. Ya sabe, en esa sala donde uno los puede mirar a través de un cristal.
—Bueno —dijo, dejando el libro—, sí, tenemos una maternidad, pero no sé…
—Es para un libro que estoy escribiendo.
—¡Oh! ¿Es usted escritor? —me preguntó, interesada, pero mirando con suspicacia la tuba.
—Lo intento —respondí, y alcé la tuba—, pero la sinfónica me quita muchísimo tiempo.
—¿En serio? Mi marido y yo fuimos el viernes pasado a ver Harold en Italie, ¿qué le parece la obra? Solemos ir a conciertos muy a menudo. Seguro que debemos haber visto…
—Bueno, es una orquesta de Ohio —dije—, la Filarmónica de Steubenville.
—¡Oh!
—Es una orquesta muy pequeña. Tocamos mucho en bodas.
Ahora me miró con más detenimiento. Como me había saltado un botón, me cerré el cuello de la camisa con la mano y traté de poner cara de melómano.
—Quinta planta —dijo finalmente.
Así que la tuba y yo fuimos a echar un vistazo a los bebés. Sólo había dos a la vista en aquel momento, tumbados en sus cunas de cristal como un par de retorcidos nabos gigantes. Había un tipo, que supuse que sería el padre de uno de ellos, apoyado contra el cristal; era un hombre maduro como yo, con restos de serrín en los pantalones, el pelo engominado y un rostro grueso y medio adormecido de capataz de alguna fábrica. Su mirada pasaba continuamente de un bebé al otro y se mordisqueaba el labio como tratando de decidir en cuál de los dos tendría que gastarse el dinero conseguido con el sudor de su frente. Por la expresión de su cara, parecía pensar que ninguno de ellos era precisamente una ganga; ambos tenían una cabeza que parecía abollada, la piel de color púrpura y repleta de venas visibles a simple vista, y, por si fuera poco, no dejaban de agitar sus extremidades con movimientos espasmódicos, como si estuviesen luchando contra algún fantasma o invisible enemigo.
—¡Chico, cómo me gustaría tener uno de ésos! —dije.
El tipo captó la ironía de mi tono, pero interpretó mal el comentario. Me miró, señaló con el pulgar hacia el bebé que no era el suyo y, con una media sonrisa, me dijo:
—Bueno, colega, tengo noticias para ti: ya lo tienes.