No quería llamar la atención entrando en el auditorio en plena conferencia, así que subí por las escaleras hasta el anfiteatro y tomé asiento en una butaca del fondo. Sin embargo, había menos gente allí escuchando la despedida de rigor a cargo de Walter Gaskell que dos noches atrás en la conferencia de Q., y a los pocos minutos bajé hasta la primera fila y me senté en la butaca de la esquina izquierda. Junto a mi cabeza, sujeta a la pared por un hierro en arabesco, había una enorme cortina de terciopelo llena de polvo. Me apoyé contra ella, inhalé el denso olor del mohoso paño y eché un vistazo a las quinientas cabezas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara.
Di con Crabtree, repantigado y en mangas de camisa en la primera fila, que miraba a Walter con expresión somnolienta y satisfecha. De ser un gato, hubiera estado relamiéndose los bigotes para limpiarse los restos de sangre y plumas. Vi que le había dejado para la ocasión su americana de color champiñón a James, que la llevaba encima de la vieja camisa de franela. James estaba sentado a su lado, muy tieso, con las manos cruzadas pulcramente sobre el regazo y la nuez subiendo y bajando como si estuviese bebiéndose los mesurados consejos de su singular decano, la previsible homilía de Walter Gaskell que, ante una audiencia en la que abundaban agentes y editores, invitaba a trabajar duró en la obra que uno está escribiendo sin pensar en cosas tan vulgares como encontrar agente o editor.
Cuando en la punta de su fila alguien tosió, James se volvió y alzó la vista, y, claro, me vio. Me sobresalté, porque creía que ahí arriba, escondido como John Wilkes Booth[46] tras una polvorienta cortina de terciopelo y tras el telón de mi propia soledad, pasaba totalmente inadvertido. James abrió unos ojos como platos y estuvo a punto de darle un codazo en las costillas a Crabtree, pero lo detuve a tiempo llevándome el índice en posición vertical a los labios y tapándome la cara con un pliegue de la cortina. Aunque en un primer momento pareció dudar, acabó por asentir con solemnidad y se volvió hacia el escenario. Al ver a James con la americana de Crabtree me sentí abandonado, una reacción, sin duda, desproporcionada ante algo tan anodino como que dos amantes compartieran su ropa. De pronto me sentí privado no sólo de Crabtree y su cariño, sino también de la brillante imagen que tenía de mí y de mi trayectoria vital. Ya sé que no está muy de moda en estos tiempos nada románticos que un hombre razonablemente heterosexual piense en encontrar su destino en el amor de otro hombre, pero siempre había tenido esta actitud con respecto a Crabtree. Supongo que se podría decir que siempre había creído que, hasta cierto punto, Crabtree era el hombre de mi vida, y que yo representaba lo mismo para él. Supongo que, en el fondo, era lógico que la que fue la primera gran pasión humana de mi vida fuese la última en abandonar el barco a punto de irse a pique en que me había convertido.
En cualquier caso, no había ido allí para encontrar a Crabtree. Me incliné hacia adelante en mi butaca y seguí inspeccionando a la gente sentada en las interminables filas de butacas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara Gaskell. Por el momento había conseguido olvidarme de mi respiración, pero la marihuana seguía haciendo efecto en mi cerebro y ahora eran los músculos y la mecánica de funcionamiento de mi garganta lo que me obsesionaba. Estaba pensando tan intensamente en el acto reflejo de tragar, que, de pronto, me resultó imposible hacerlo. No lograba dar con Sara, y de tanto escudriñar la movediza masa de cabezas de abajo empecé a marearme.
—¿Busca a alguien?
Era Carrie McWhirty, la insufrible autora de Liza y los hombres pantera. Era una chica prematuramente maternal, con gafas de montura metálica a través de las cuales me miraba con el ceño fruncido y aspecto de estar algo más que ligeramente asqueada. Me pregunté si ya circularían rumores sobre mi mezquino comportamiento.
—Carrie —dije—, no te había visto.
—Lo sé —dijo ella, en un tono de voz triste como el sonido de un fagot—. ¿Busca a Hannah? —Señaló con un dedo—. Está allí.
Sabía que no debía hacerlo, pero —precisamente por ello— miré. Hannah estaba sentada en una fila alejada del escenario, en la parte derecha, junto a uno de los pasillos. Asentía con la cabeza cada pocos segundos y sonreía tapándose la boca con la mano. Descubrí que la persona que tenía sentada a su derecha le divertía más que Walter Gaskell y, sin duda, lo hacía a expensas de éste. Llevaba el pelo recogido y su nuca quedaba a la vista. De pronto apareció una mano por su espalda y se posó suavemente sobre su hombro izquierdo; ella la toleró. Movió las piernas, embutidas en sus botas rojas, y el programa de actos resbaló de su regazo. Cuando se agachó para recogerlo, pude ver a su acompañante: un sonriente y sonrosado rostro enmarcado por una melena de cabello más rubio incluso que el de Hannah. Me apoyé contra el respaldo de la butaca y cerré los ojos.
—¿Quién es ese tío? —preguntó Carrie—. ¿Lo conoce?
—Se llama Jeff —le informé.
Tardé un buen rato en poder abrir los ojos de nuevo. Estaba sentado, escuchando la suave voz de Walter con su ligero acento granítico típicamente neoyorquino. Parecía que estaba terminando su discurso; relató algunos incidentes supuestamente divertidos de los últimos días, ninguno de los cuales tenía relación ni con el asesinato de un perro, ni con el robo de una prenda sagrada, ni con una esposa que llevaba en sus entrañas al hijo de otro hombre.
—Y ahora —dijo—, tengo algunas buenas noticias y varias felicitaciones que transmitirles.
Hizo una pausa. Por fin había llegado el gran momento. Una de las participantes en el festival literario había encontrado editor para su libro infantil Manchas de sangre en un sujetador. Otro, un tipo al que yo conocía y que escribía artículos para el Post-Gazette, había colocado su novela policiaca El langostino solitario en la editorial Doubleday. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez he invertido los títulos. Se escucharon aplausos que, imaginé, hicieron que los agraciados se pusieran en pie para agradecerlos.
—Y resulta particularmente emocionante —continuó Walter— anunciar que James Leer, estudiante de esta facultad, ha encontrado editor para su primera novela, cuyo título, si no me equivoco, es El delicioso desfile[47]. Abrí los ojos a tiempo para ver cómo Walter, con una sorprendente expresión de cariño y benevolencia en su rostro, felicitaba a James. El público aplaudía y reclamaba que el triunfador se pusiera en pie, pero él siguió inmutable en su butaca de la primera fila, con las manos sobre el regazo y la mirada fija al frente, contemplando el polvo que flotaba en los haces de luz de los focos del auditorio. Por fin, Crabtree le dio un codazo en las costillas y James se levantó como un títere movido por hilos. Carrie McWhirty lo señaló con el dedo y le susurró al oído a la persona que tenía al lado:
—Vamos a la misma clase.
James se volvió para encararse a las quinientas personas que tenía detrás y a las cincuenta que tenía encima. Parecía desorientado y asustado, como un niño en medio de una bandada de palomas que levantan el vuelo en una plaza. La americana que le había dejado Crabtree le sentaba realmente mal a su larguirucha figura. El cuello le quedaba excesivamente grande y de las mangas sobresalían varios centímetros de pálida muñeca. Llevaba los ajados zapatos negros de siempre y la camisa roja a cuadros, que contribuía considerablemente a su desastrado aspecto. Permaneció en pie, como un espantapájaros colgado de un clavo, mientras los aplausos primero perdían intensidad, después se espaciaban y, finalmente, cesaban por completo. El auditorio quedó en silencio y James siguió de pie, bamboleándose ligeramente y tragando saliva ostensiblemente, con aspecto de estar a punto de vomitar. Comprobé que no era, en absoluto, ese momento mágico que retratan las películas y las novelas en que el chiflado de turno, diana de todas las burlas y odios, recibe por fin una gran ovación. La admiración de quienes lo atormentaban no era para él más que un nuevo tormento.
—Ese tío es una especie de extraterrestre —le comentó Carrie a su vecino de butaca—, ¿entiendes lo que quiero decir?
—¡Haz una reverencia, James! —le pidió Hannah en voz lo bastante alta para que el auditorio en pleno lo oyese. La gente se rió. James la miró. Se había puesto rojo como un tomate. Tras un último e inocente instante como extraterrestre, James abrió los brazos, inclinó la cabeza e hizo su primera reverencia de chico prodigioso. Después se dejó caer sobre su butaca como un paraguas arrastrado por el viento y se tapó la cara con ambas manos.
Walter Gaskell se aclaró la garganta y prosiguió su discurso, como si estuviera impaciente:
—Por último, aunque probablemente no por ello sea menos importante, debo decir que Terry Crabtree, de Bartizan, también ha decidido publicar mi libro, El último matrimonio americano, del que algunos de vosotros ya conocéis varios fragmentos.
Aplausos estruendosos, entusiastas, obsequiosos. Crabtree le dio a James una palmada en el hombro y un afectuoso apretón; un nuevo episodio para ser recreado por la ágil pluma de Terry Crabtree en sus hipotéticas memorias. Walter hizo una rápida y digna reverencia, dio las gracias a las secretarias y voluntarios de la organización, citó una frase de Kafka sobre hachas y hielo, nos deseó un año productivo y, con una risotada muy televisiva, dejó que la audiencia de escritores en cierne levantara el vuelo como una bandada de horribles murciélagos. Se encendieron las luces y la gente empezó a salir del auditorio.
—¿Viene, profesor Tripp? El señor Q. da una fiesta en casa de los Gaskell —me comunicó Carrie—. Me dijo que estaba invitada —añadió.
—No, creo que no voy a ir —le dije. Vi cómo Jeff seguía a Hannah por el pasillo, con una mano en su cintura. Se detuvieron para felicitar a James, que se levantó y empezó a tirar de los puños de la americana, rodeado de gente que le daba la enhorabuena.
—Bueno —dijo Carrie en tono dubitativo—, pues ya nos veremos, profesor Tripp.
—Seguro —dije, y en ese momento vi a Sara en la otra punta del auditorio, junto a una salida lateral. Me pareció que me miraba. Me puse en pie y levanté un brazo, pero cuando la saludaba, agitando la mano frenéticamente, se volvió y salió del auditorio sin responder a mi gesto.
Le dediqué a Carrie McWhirty una gélida sonrisa y, cuando me dejó a solas, me desplomé sobre la butaca, como alguien agotado por la fiebre. Me puse una mano sobre la frente y me pareció que, de hecho, tenía algunas décimas. El murmullo de las conversaciones de la gente que se despedía en el vestíbulo subió de volumen momentáneamente y después se acalló por completo. En el auditorio apareció Sam Traxler con una aspiradora y un carrito repleto de accesorios de limpieza, y empezó a pasearse por los pasillos y entre las butacas recogiendo los desperdicios más voluminosos, que metía en una bolsa de plástico. Al cabo de un rato también él desapareció y me quedé completamente solo. Lo había perdido todo: mi novela, mi editor, mi esposa, mi amante, la admiración de mi mejor alumno, todos los frutos de la última década de mi vida. No tenía ni familia, ni amigos, ni coche, ni, probablemente, tras los acontecimientos del fin de semana, empleo. Me apoyé contra el respaldo de la butaca, y al hacerlo escuché el inconfundible ruidito de una bolsa de plástico al arrugarse. Metí la mano en el bolsillo roto de mi chaqueta y la deslicé por el agujero hasta el forro, donde encontré la bolsita de marihuana, templada por el calor de mi cuerpo.
En la platea se oyó un chirrido de goznes. Sam Traxler había vuelto a entrar en el auditorio y se disponía a poner en marcha su aspiradora de reluciente acero cromado. Un instante antes de que lo hiciera, le grité:
—¡Hola, Sam!
Levantó la vista lentamente, sin mostrar sorpresa, como si estuviese habituado a que alguien le llamase desde el anfiteatro vacío.
—¡Oh! ¡Hola, profesor Tripp! —dijo.
—Sam, ¿te sueles colocar? —le pregunté.
—Sólo mientras trabajo.
Me asomé por la barandilla, le mostré la bolsita e intenté lanzarla, como un dardo o un avión de papel. Pero quedó enganchada en un pliegue del cortinaje de terciopelo que cubría la parte exterior del anfiteatro. Me asomé más, haciendo fuerza con las piernas contra la butaca que tenía detrás, y sacudí el cortinaje. La bolsita cayó revoloteando como una hoja seca. Sam se acercó para recogerla. Ahora sí que ya no me quedaba nada de nada.
—¡Joder! —exclamó—. ¿Me la da? ¿En serio?
Le aseguré que sí. De pronto, sentí olor a sangre en la nariz y a mi alrededor el aire se llenó de lucecitas parpadeantes y filamentos de perlas luminosas. Un rumor submarino asaltó mis oídos, como si alguien me hubiese aplastado contra las orejas un par de caracolas.
—Oh —dije, y mi cuerpo, que seguía apoyado por el vientre en la barandilla, se balanceó como un piano Stenway en el antepecho de la ventana de un segundo piso.
De pronto sentí, por decirlo de alguna manera, que el aparejo de la polea se destensaba. La verdad es que no sé muy bien qué fue lo que me hizo tambalearme. Un cuerpo de la talla del mío está sujeto a las misteriosas fuerzas gravitatorias que afectan a los océanos y a las laderas de las montañas. Lo que me esperaba al precipitarme al vacío era romperme la crisma y destrozar las butacas vacías que había abajo con unos efectos destructivos semejantes a los de un desbordamiento del río Monongahela. Para ser sincero, debo añadir que, por un instante, justo antes de perder el conocimiento, esa perspectiva me pareció maravillosa. Me desplomé hacia adelante, arranqué un par de puñados de polvo del cortinaje y empecé a caer.
Sentí un fuerte tirón en el cuello. El botón superior de mi camisa saltó y me golpeó en la mejilla. Noté que alguien me subía lentamente hacia el anfiteatro y después me tendía en el suelo boca arriba. Unas manos presionaron delicadamente mi frente. Justo antes de cerrar los ojos tuve una momentánea visión del rostro de Sara. Parecía contemplarme desde una altura indeterminada.
—¿Grady? —dijo, perpleja—. ¿Qué estabas haciendo, maldito idiota?
Abrí la boca e intenté responder a la pregunta, pero no pude. El matiz de ternura en su voz me hizo concebir esperanzas, y sentí un agudo dolor en el pecho al expansionarse súbitamente el último músculo esperanzado de mi cuerpo.