La suerte que le esperaba a James Leer no se debatía en la benedictina penumbra del despacho de Walter Gaskell en la tercera planta del Arning Hall, sino en aquella especie de frío y aséptico terrario que era el edificio administrativo —una construcción ultramoderna obra de un discípulo de un discípulo del hijo de Frank Lloyd Wright—, en la desoladora brillantez formal del despacho de la rectora, con su moqueta negra y su mobiliario de acero. Alcancé a Crabtree a medio camino entre el Arning Hall y el edificio administrativo, y juntos nos dirigimos al encuentro con los Gaskell. La puerta de la sala de espera era un simple panel de cristal grueso, así que cuando salimos del ascensor vimos a James Leer hundido en un sofá bajo, con las rodillas separadas, los tobillos juntos, las manos en el regazo y pinta de estar aburriéndose soberanamente. Al vernos aparecer con la chaqueta de Marilyn se reincorporó y nos saludó con la mano, con cierta indecisión, como si no tuviese muy claro si nuestra llegada anunciaba buenas o malas noticias. Yo mismo tampoco estaba muy seguro al respecto. Había bastado una calada de aquel canuto de legendaria marihuana para que lo viese todo ligeramente borroso. Me arrepentí de haberla dado. Tarde o temprano siempre acababa arrepintiéndome de haber fumado.

—¡Vaya, mira a quién tenemos aquí! —dijo Crabtree—. Es Santa María de las Flores[45] en persona.

—Estoy jodido —anunció James, no muy apesadumbrado, mientras entrábamos.

—¿Te van a expulsar? —pregunté.

James asintió y dijo:

—Sí, creo que sí. No estoy completamente seguro. Llevan ahí dentro un buen rato. —Bajó la voz y añadió—: De hecho, me parece que se están peleando o algo por el estilo.

—¡Dios mío! —dijo Crabtree, que volvió a flexionar el cuello para desagarrotarlo antes del combate.

Escuchamos con atención: se oía una voz masculina, un murmullo ininteligible que argumentaba algo. No oí a Sara.

—Ahora no se pelean —dije.

—Vamos allá —propuso Crabtree, y se acercó a la puerta para llamar.

—Han dejado de pelearse cuando han llegado Fred y Amanda —explicó James.

La mano de Crabtree se quedó congelada en mitad del gesto de golpear con los nudillos en la puerta.

—¿También están ahí dentro?

—Sí —respondió James—. Ya os lo he dicho, estoy jodido.

—Ya veremos.

—Han traído al perro.

—Entonces sí que estamos jodidos —le dije a Crabtree.

—Quizá tú lo estés.

—¿Parezco colocado? —El corazón me empezó a latir con fuerza. La clásica obsesión de todo adicto a la marihuana es parecer totalmente sobrio (y, si es posible, manejar alguna maquinaria complicada) mientras una chillona nebulosa estalla en su cerebro. Fracasar (ser descubierto) conlleva una misteriosa carga de ansiedad y vergüenza—. ¿Cómo tengo los ojos?

—Parece que te acaban de gasear —respondió sin contemplaciones Crabtree. A causa de aquel súbito ataque de paranoia, me entraron serias dudas sobre si realmente estaba contento de tenerme a su lado—. Limítate a quedarte detrás de mí, ¿de acuerdo? Deja que hable yo.

—¡Oh, por supuesto! —dije.

Sara abrió la puerta. Hay que decir en su honor, como administradora y como amante de un personaje imprevisible como yo, que no pareció particularmente sorprendida de vernos allí a Crabtree y a mí.

—Pasad —dijo, y puso en blanco sus fatigados ojos. Entonces vio la chaqueta y eso sí la sorprendió—. ¿La habéis encontrado? ¡Walter, la han encontrado!

Walter Gaskell saltó de su silla y se precipitó hacia nosotros. Por un instante tuve la sensación de que se me iba a tirar al cuello y di un paso atrás, pero él ni siquiera me miró. Fue directo hacia el trofeo de satén negro. Crabtree se mantuvo firme, con la chaqueta colgando del antebrazo, y se la ofreció a Walter para que la examinara con orgullo y refinada delicadeza, como un sommelier con una botella de un tinto de crianza de una añada excelsa. Walter la tomó con pareja delicadeza y la sometió a un minucioso repaso en busca de cualquier posible signo de deterioro.

—Parece que no ha sufrido ningún daño —anunció.

—¡Oh, gracias a Dios! Bueno, James Leer, tienes mucha suerte —dijo la señora Leer, y añadió, con la mirada: «de estar vivo».

Ella y su marido se habían levantado de sus sillas cuando entramos, y ahora el señor Leer le rodeó la cintura con su huesudo brazo en un gesto a un tiempo protector y triunfante, como diciendo: «¿Lo ves?, ya te dije que todo saldría bien». Imaginé que él siempre estaba diciéndole cosas por el estilo, con la vana esperanza de que esas lecciones de buen talante acabasen haciendo efecto por su fuerza acumulativa y un buen día ella se diese cuenta de que, en general, todo solía tener un final feliz. Me dije que el principal obstáculo para una buena relación matrimonial era ese perpetuo abismo entre el fundado y loable pesimismo femenino y el totalmente estúpido optimismo animal masculino. Esta última fuerza era, además, la principal responsable del lamentable estado del mundo. La señora Leer iba vestida como para un funeral, con un traje negro con cinturón, medias negras y zapatos negros, y llevaba su cabello claro recogido en un moño, impecablemente sostenido sobre su cabeza como si de una cofia de enfermera se tratase. Y era obvio que había pasado a buscar a Fred por un campo de golf para que la acompañase a la ciudad. De acuerdo con la vestimenta de éste, estaba claro que a Fred le encantaba el color pistacho. Amanda Leer se liberó del protector brazo de su marido y se me acercó.

—Ahora escúchenme todos —pidió Crabtree, tratando de interponerse entre la señora Leer y yo. Ella lo rodeó y se plantó ante mí. Su vestido desprendía un intenso olor acre a cedro.

—Es usted un caradura, señor —me espetó.

—Lo siento —dije.

La severidad de su tono atrajo la atención de Walter, que levantó la vista de la chaqueta.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo sin mirarme a la cara, me pareció que no porque mi presencia lo intimidase, sino porque sentía vergüenza ajena. Mi paranoia de adicto al cannabis volvió a hacer de las suyas. ¿Vería todo el mundo que iba colocado?—. Tú y yo tenemos que hablar.

—Supongo que tienes razón —dije. Me pregunté cuánto le habría contado Sara. Probablemente, pensé, todo.

Crabtree cogió del brazo a Walter, intentando que se calmase.

—Walter, si pudiéramos…

—No creo que haya nadie en esta habitación que en estos momentos te tenga en gran estima, Grady —me dijo Sara en un tono amenazador.

Miró hacia una esquina de su despacho en la que había una enorme bolsa de nailon de esas que utilizan los esquiadores para llevar el equipo. No tuve excesivas dudas sobre cuál podía ser su contenido. La imagen del cadáver de Doctor Dee en su ataúd de nailon me conmovió profundamente. De pronto recordé su afición a colocar palos sobre la hierba del jardín trasero de los Gaskell de manera que formaban jeroglíficos casi descifrables. Se había pasado toda la vida tratando desesperadamente de comunicar algún importante mensaje que nadie fue capaz de entender y que se llevó a la tumba consigo. Esta reflexión me produjo una reacción sorprendente. Sorprendente al menos para mí. Me senté ruidosamente en una de las sillas de cuero y cromo del despacho, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar.

—Grady. —Sara acudió a mi lado, tan cerca que hubiera podido tocarme; pero no me tocó—. ¿Terry? —insistió, en un tono de voz entre suplicante y recriminatorio. Supongo que creía que Crabtree me había suministrado alguna cosilla de su legendaria farmacia ambulante. Cuando Sara y yo nos conocimos abusaba del alcohol, pero hacía muchos años que no me veía llorar, y nunca lo había hecho cuando otras personas se encontraban a nuestro alrededor. Debo añadir que cuando digo que me senté y rompí a llorar no me refiero a copiosas lágrimas y a un vigoroso sollozo de ópera de Puccini. No. Tan sólo fui capaz de la más trillada muestra de aflicción masculina, sofocada, prácticamente silenciosa, con los ojos apenas humedecidos, como alguien que trata de contener un bostezo.

—Sí, bueno… —dijo Crabtree. Tras comprobar que perdía el control y me metía en un arcén lleno de zarzas, decidió coger el volante—. Señora Leer, señor Leer, encantado de conocerlos. Me llamo Terry Crabtree, y soy editor de Bartizan. He estado leyendo la obra de James este fin de semana y he quedado maravillado por su talento. Deberían sentirse orgullosos de él.

—Oh… Bueno… —Fred Leer echó un vistazo a la expresión de su esposa para decidir qué debía responder. Ella asintió—. Por supuesto que lo estamos. Pero…

—Walter, si tú, James y los señores Leer queréis acompañarme… Sara, ¿hay algún sitio donde podamos hablar tranquilamente? Walter, por fin he podido echarle una ojeada a tu libro, y hay varias cosas que querría comentarte.

—¿En serio? Pero yo… Creo que debería…

—He quedado impresionado.

—Walter —intervino Sara, en un tono seco y administrativo—, ¿por qué no acompañas al señor Crabtree y a los señores Leer a la sala Hurley? Yo me ocuparé del profesor Tripp.

Walter dudó unos instantes, sin dejar de mirar a su esposa. Su rostro de facciones marcadas mostraba una sonrisa pétrea, que tanto podía denotar enojo como mera resignación. Advertí que evitaba de forma deliberada mirarme a la cara. Pensé que, de todas las posibles formas de reaccionar ante mi presencia, aquella ofendida altivez no era ni la menos adecuada ni la menos merecida por mi parte. Walter llevaba la chaqueta de Marilyn colgada de un brazo y acariciaba su cuello maquinal y delicadamente. Su mirada ausente seguía fija en su esposa. Pensé que le estaba dando una última oportunidad. Ella puso una mano sobre mi hombro. Él asintió y salió del despacho detrás de Crabtree y los Leer.

—Bueno, ¿qué mosca le ha picado, profesor Tripp? —me preguntó Sara.

En un primer momento no respondí, porque me costaba respirar.

—He perdido mi novela —conseguí decir, identificando por fin el origen de mis lágrimas. La imagen de Doctor Dee ordenando inútilmente sus palos sobre la hierba me había hecho sentir una terrible lástima, pero, evidentemente, no por él—. He perdido Chicos prodigiosos.

—¿El manuscrito entero?

—Salvo siete páginas.

—¡Oh, Grady! —Se acuclilló junto a mi silla y atrajo hacia su pecho la confusa cabeza en la que vastos universos aullantes estaban estallando en mil pedazos. Apoyó la fría palma de su mano sobre mi frente, como para comprobar si tenía fiebre. El tono de su voz era áspero pero tierno—. Eres un desastre.

—Lo sé.

Echó un vistazo a mis sienes en busca de canas. Cuando encontró una, dio un despiadado tirón.

—¡Aaay! ¿Cuántas tengo?

—Docenas. Es lamentable.

—Ya soy viejo.

—Muy viejo. —Me arrancó otra y se puso a examinarla con aire filosófico, como Hamlet con la calavera—. Bueno, pues se lo he contado todo a Walter.

—Me lo figuraba. ¡Ay! Ya lo sabía, ¿verdad?

—Por lo que me ha dicho, no.

Levanté la cabeza y la miré.

—¿Todavía te quiere?

Sara meditó la respuesta. Apretó la lengua contra una mejilla, se balanceó sobre los talones y entornó los ojos, tratando de recordar la conversación que habían mantenido.

—No me comentó nada al respecto —dijo finalmente—. Y tú, ¿todavía… quieres a Emily? No me respondas. ¿Qué dijo cuando le contaste lo nuestro?

¿Le había contado a Emily lo nuestro? Era incapaz de recordarlo. Todavía sentía la fría huella de la mano de Sara sobre la frente.

—No —dijo cuando se dio cuenta de que de mi bloqueado cerebro no saldría ninguna respuesta en breve plazo—. Tampoco me respondas a eso. Sólo… Sólo dime qué piensas hacer.

De pronto fui consciente de la presencia de mis pulmones, de su inexplicable y regular funcionamiento, del ritmo de mi respiración, siempre presente, audible, visible, palpable. ¿Por qué mis pulmones no se detenían sin más? ¿Qué sucedería si lo hiciesen? ¿Qué sucedería si lo único que hubiese mantenido a mis pulmones en funcionamiento durante todos aquellos años hubiera sido el mero hecho de que jamás había pensado en ellos?

—¿Grady?

—No puedo respirar —dije.

La mente académica de Sara Gaskell creyó descubrir en mi comentario algún mensaje subliminal. Se puso en pie y se apartó de mí, como si la hubiese magreado. Sara entendió que lo que yo pretendía decir era que ella y el asunto del bebé me asfixiaban. Y tal vez fuese cierto.

—Muy bien —dijo, señalando la puerta—. Fuera. Adiós.

—No, lo siento. —Extendí una conciliadora mano hacia ella—. No quería decir eso…, es sólo que estoy muy cansado.

—Muy colocado, querrás decir.

—¡No! ¡Sólo he dado una calada! ¡De verdad! ¡Después lo he apagado inmediatamente!

—¡Vaya novedad! —dijo con sorna, y consultó su reloj—. ¡Las dos menos cuarto! ¡Dios mío, la fiesta de clausura!

Cuando levantó la vista, su mirada era cortante, fría y no desprovista de odio. Le había hecho perder el tiempo, y eso era lo peor que uno podía hacerle a Sara Gaskell.

—Muy bien, Grady, tú te quedas y yo me marcho. Tengo que solucionar el tema James Leer antes de la fiesta de clausura. Tú puedes quedarte aquí sentado y recuperar la respiración, ¿de acuerdo? Respira mucho. Respira, fúmate un porro y tal vez consigas alguna que otra absurda lagrimita más.

—Sara…

Me puse en pie, di un paso hacia ella e hice la última intentona cínica y patética que cualquiera que me conociera bien esperaría de mí.

—Sara —dije—, ¿qué me dirías si te propongo que te cases conmigo?

Sara extendió el brazo, puso su mano izquierda sobre mi estómago y me mantuvo unos instantes a esa distancia. Después, como si me estuviese balanceando sobre el estrecho filo de una roca, en lo alto de un cañón, con un profundo abismo a mis espaldas, Sara me dio el más cariñoso de los empujones. Antes de caerme, me fijé, con una súbita punzada de dolor, en el pálido brillo de su alianza. Después me di un buen golpe contra el suelo.

Pasó por encima de mí, salió a la sala de espera y se marchó con paso presuroso hacia la sala Hurley. Sus tacones resonaban contra el suelo de mármol y el dobladillo de su falda plisada se mecía en el aire tras ella como las colas de un látigo. Al cabo de un rato oí voces en el pasillo y el traqueteo del ascensor. Después, silencio absoluto. Y ésa, habría opinado sin duda cualquiera que me conociera bien, era exactamente la respuesta que me merecía.