Todavía sin aliento por la emoción de haber logrado salir airosos, Crabtree se lanzó a recapitular los acontecimientos de los últimos veinte minutos, estableciendo los más mínimos detalles de nuestra huida con una precisión narrativa equivalente a la de un relojero con unas pinzas y abrillantando la fachada de la trama con una retórica equivalente al chorro de agua de una manguera.
—¿Te has fijado en que Booger llevaba un tatuaje en el dorso de la mano? Era un as de corazones, pero el corazón no era rojo, sino negro. ¡Hasta he podido olerle el aliento, Tripp! ¡Había bebido cerveza negra, lo juro por Dios! En un determinado momento incluso he pensado que iba a besarme. ¡Dios mío, era feísimo! Ambos lo eran. Y qué me dices de la pistola, ¿eh? ¿Era una nueve milímetros? Lo era, ¿no? ¡Coño, esas balas sonaban como jodidos colibríes!
En la hipotética biografía de Crabtree ya había un breve capítulo titulado «Gente que me ha disparado», y ahora, de camino al campus, lo estaba revisando concienzudamente, empezando por el episodio protagonizado por ambos unos once años atrás, cuando le ayudé a introducir a su amante de aquel entonces, el pintor Stanley Feld, en una casa de East Hampton propiedad de un abogado coleccionista de arte que se negaba a cumplir la promesa de permitir que Feld fuese a ver el que consideraba su mejor lienzo. Como todas nuestras grandes aventuras, era, en teoría, un noble acto solidario para echarle un cable a un amigo, pero desde el primer momento de su ejecución se convirtió irremediablemente en un disparate. En aquella ocasión, debido a que Feld olvidó mencionar que el coleccionista en cuestión era un abogado de la mafia y que no sólo su colección, sino toda su propiedad, estaba custodiada por gorilas armados hasta los dientes, cuya puntería, por suerte para nosotros, dejaba mucho que desear. Después de aquel episodio, en el que varias ráfagas disparadas por armas automáticas arrancaron una rama de una picea a unos palmos por encima de nuestras cabezas, Crabtree pasó, como era de esperar, a rememorar las dos balas que seis meses después le disparó un enojadísimo Stanley Feld, una de las cuales acabó alojada en su nalga izquierda.
Ahora tenía una nueva anécdota que añadir a su hipotético capítulo favorito, y pude comprobar que estaba encantado con ello.
—¡Qué caos! —exclamó. Bajó la ventanilla y aspiró profundamente, como si llegase hasta su nariz el olor de hierba recién cortada o del océano. Meneó la cabeza entusiasmado y añadió—: ¡Qué confusión!
—Y que lo digas —repliqué, y bajé la vista hasta los patéticos restos de Chicos prodigiosos que tenía sobre mi regazo.
Pensé que yo debería tamborilear en el salpicadero, cantar alabanzas al dulce caos, contrario a la muerte y que por ello le impedía actuar, y manifestar, para que quedase constancia de ello, que el aliento de Vernon Hardapple tenía un olorcillo anisado de salchicha italiana, con un punto amargo de cerveza. Desde el día en que, hacía casi veinte años, caí bajo el hechizo de Jack Kerouac y su errabunda prosa jazzística de estilo libre, con toda su peligrosa blandura y pobre puntuación, siempre había considerado de manera instintiva como un artículo de fe que las incursiones como el rescate de James Leer de su mazmorra de Sewickley Heigts, o la recuperación de la chaqueta desaparecida, eran intrínsecamente buenas. Buenas como material literario, como material para una charla de bar, como vigorizantes del espíritu. ¡El caos! Debería aspirar sus efluvios igual que Knut Hamsun, sentado sobre una locomotora que atravesaba el corazón de América, tragó miles de kilómetros de aire helado en su afortunada tentativa de liberar a su cuerpo de la tuberculosis. Debería darle la bienvenida al luminoso ángel del desorden, que entraba en mi vida como el hormigueante caudal de sangre que revitaliza un miembro adormecido.
Pero, en lugar de eso, me pasé todo el trayecto hasta la universidad tratando de evaluar y asimilar el fatal golpe asestado al manuscrito de Chicos prodigiosos. Crabtree había logrado impedir que salieran volando del coche exactamente siete páginas. Todas tenían la marca de la suela de sus zapatos o habían quedado rugosas, como la superficie granulada de una pelota de baloncesto, tras ser aplastadas contra el asfalto; a una de las páginas, además, le faltaba un trozo. Dos mil seiscientas cuatro páginas —¡siete años de mi vida!— habían quedado desperdigadas por el callejón que había detrás de Kravnik, Material Deportivo, junto a una decrépita camioneta Ford y tres cuartas partes del cadáver de una serpiente. Reagrupé los escasos restos de mi manuscrito, atontado, perplejo, como un accionista arruinado tras una súbita caída de la bolsa, apretando el fajo de tinta y papel arrugado que era el único resto de lo que sólo una hora antes constituía mi fortuna. Era una muestra completamente aleatoria de mi novela, una serie de páginas sin ninguna relación entre sí, excepto un par en las que, por pura coincidencia, se mencionaba una marca de nacimiento en la espalda de Helena Wonder que tenía la forma de su estado natal, Indiana. Dejé caer la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el reposacabezas y cerré los ojos.
—Siete páginas —dije—. Seis y media.
—Pero tienes copia, ¿verdad? —presupuso Crabtree.
No respondí.
—¿Tripp?
—Tengo borradores y versiones alternativas.
—Entonces la puedes reconstruir.
—Sí, seguro que sí. Espero que la próxima versión me salga mejor.
—Dicen que siempre es así —aseguró Crabtree—. Acuérdate de Carlyle cuando perdió su equipaje.
—Ése fue Macaulay.
—O de Hemingway, cuando Hadley[44] perdió todos aquellos relatos.
—Jamás logró reescribirlos.
—Ése no es un buen ejemplo, pues —dijo Crabtree—. Ya hemos llegado.
Giró por la larga avenida bordeada de tuliperos que llevaba de Folder’s Hill hasta el centro del campus, y lo guié hasta el Arning Hall, donde la secretaría de la Facultad de Lengua y Literatura Inglesa estaba abierta a pesar de ser domingo. Dejamos el coche en el minúsculo aparcamiento de la facultad, en el espacio reservado para nuestro experto en Milton. Crabtree consultó su reloj y se pasó una mano por la melena en un gesto de presumido. Todavía faltaba media hora para que diese comienzo el acto de clausura del festival literario; Crabtree, por lo tanto, disponía de treinta minutos para preparar sus artilugios de mago, los grilletes trucados y la caja con doble fondo, y esconder palomas y conejos para su representación ante Walter Gaskell. Estiró el brazo para coger del asiento trasero la llave maestra de satén negro que le permitiría liberar a James Leer. Después bajó del coche y se puso la americana. Se estiró las mangas, flexionó el cuello y encendió un Kool Mild.
—¿Quieres acompañarme?
—No tengo especial interés.
Crabtree metió la cabeza en el coche y me echó un rápido vistazo, más para darse ánimos que para dármelos a mí, tal como haría un actor que está a punto de salir al escenario y repasa nerviosamente el traje de un compañero de reparto que sale un par de escenas más tarde. Me subió las gafas por el caballete de la nariz empujándolas con el dedo índice.
—¿Estarás bien aquí?
—Por supuesto. Uh, Crabtree —dije—, dime si me equivoco. Antes me ha parecido que no tenías intención de publicar mi libro. ¿Me equivoco?
—Sí. Escucha, Grady, no quiero que pienses… —No acabó la frase. Era horrible ver cómo Crabtree era incapaz de decidirse a decirme alguna de las muchas cosas inconcebibles que no quería que yo pensase—. Pero… quizá…, en cierto modo…, quizá eso… —señaló con un gesto de la cabeza los escasos restos de Chicos prodigiosos que descansaban sobre mi regazo— sea lo mejor que podía pasar.
—¿Te refieres a que ha sido una especie de señal?
—En cierto modo.
—No lo creo —dije—. Mi experiencia me dice que las señales suelen ser más sutiles.
—Ajá. Bueno, de acuerdo. —Se reincorporó y se retocó las solapas de la americana—. Deséame suerte.
—Suerte.
Cerró la portezuela.
—Entonces, ¿sigues queriendo ser mi editor? —le pregunté, con la mirada fija en el parabrisas y en un tono de voz que esperé que sonase diferente y burlón.
—Por supuesto. Dame un respiro. —Su tono era impaciente o burlonamente impaciente—. ¿Tú qué crees?
—Creo que sí —dije.
—Pues así es.
—Te creo.
Pero no le creía.
—Estupendo —dijo. Volvió a mirarme a través de la ventanilla. De pronto, en su rostro reaparecieron la palidez, la delgadez y el aspecto pueblerino de veinte años atrás, cuando lo conocí—. Creo que será mejor que no vengas conmigo.
—Supongo que tienes razón —acepté. Me dolió tener que decirlo. Toda amistad entre hombres es esencialmente quijotesca: sólo perdura mientras ambos amigos están dispuestos a limpiar el casco de batalla, subirse al burro y cabalgar detrás del otro en pos de una dudosa aventura y una ilusoria gloria. Durante veinte años, ni una sola vez había declinado secundar a Crabtree, compartir con él las culpas y ser testigo de sus hazañas. Quería acompañarlo. Pero tenía miedo, y no sólo de tener que confesarle a Walter Gaskell mi papel en el asesinato de Doctor Dee y los ignominiosos medios mediante los cuales había llegado a conocer la combinación del cierre de seguridad de su armario secreto. En estos temas, al menos, sabía, más o menos, qué debía decirle a Walter. Pero si de lo que se trataba era de decidir la posible expulsión de James Leer, esa decisión correspondía a la rectora, y entonces Sara también estaría presente en la reunión. Y lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de qué quería decirles a ella y al creciente grupito de células que albergaba su vientre. Fijé la mirada en la página 765b de mi manuscrito y dije, dirigiéndome al cuello de mi camisa:
—La próxima vez.
Crabtree asintió, tosió tapándose la boca con el puño cerrado y cruzó el aparcamiento hacia el Arning Hall, dejándome allí con la tuba, que parecía tan empeñada en seguirme a todas partes que empecé a mirarla con cierta inquietud. Contemplé a Crabtree mientras subía por los escalones de granito del Arning Hall. Llevaba la chaqueta de satén cogida de los hombros y la sacudió suavemente, como quien sacude un mantel para que caigan las migas. Después desapareció en el interior del edificio.
Voluntariamente, o por despiste, había dejado las llaves del coche puestas, y encendí la radio. Estaba sintonizada en la emisora WQED. Un reportero de la sección cultural local por el que no sentía especial admiración entrevistaba al viejo Q. sobre su vida, obra y demonios personales. Reflexioné unos instantes sobre el eufemismo periodístico consistente en hablar de los demonios personales de un escritor en lugar de decir, simplemente, que estaba como una chota.
ENTREVISTADOR: Entonces, ¿diría usted, quizá, que era una especie de, y ya sé que es un término muy manido pero permítame utilizarlo, una especie de catarsis el revelar o descubrir, si prefiere esta expresión, en su relato La verdadera historia, utilizando la palabra «descubrir», por supuesto, en su sentido original de «retirar lo que cubre algo», los abismos en los que un hombre, un hombre quizá en muchos aspectos muy parecido a usted, aunque, como es natural, no usted mismo, se hunde en su desesperada e incluso me atrevería a decir extrañamente heroica búsqueda de lo que él denomina «la verdadera historia»? Me refiero, en concreto, a la escena de la lavandería, en la que el protagonista roba del bolso de la anciana el medicamento antihistamínico.
Q: Sí, exacto. (Una risa embarazada). Algunas de esas píldoras producen un efecto contundente.
Pasé a AM y moví el dial hasta que di con una polca. Bajé y subí la ventanilla varias veces, retoqué el retrovisor, ajusté el asiento, abrí y cerré la guantera. Hannah la mantenía muy limpia y ordenada, y seguían allí los mapas de carreteras que la habían conducido de Provo a Pittsburgh dos años atrás. Había también una linterna, un pequeño paquete de tampones y una cajita de hojalata de puritos Wintermans que me resultó vagamente familiar.
La abrí y descubrí que contenía nada menos que varios cigarrillos de marihuana impecablemente liados. No me sorprendió en absoluto esa maestría, ya que fui yo quien los lió y le regalé la cajita a Hannah en octubre, por su cumpleaños. Le regalé una docena, y seguía habiendo doce. Me pasé uno por debajo de la nariz e inhalé el aroma como de corcho, mezcla de marihuana y cigarro puro desmenuzado. Recordé que la hierba que había utilizado era de gran calidad, la mejor mierda afgana que jamás había llegado al valle del río Ohio. Apreté el encendedor del coche, me acomodé en el asiento y esperé. Por el retrovisor vislumbré la tuba, que me había estado acechando durante todo el fin de semana, y me estremecí. Me vino a la memoria uno de los últimos relatos que escribió August Van Zorn antes de abandonar su magistral cultivo de aquel género literario menor que era su especialidad en favor del humor suburbano y los chistes inacabables y sin gracia. Era un relato titulado Guantes negros. Trataba de un hombre, un poeta fracasado, que había cometido algún crimen no especificado, pero sin duda horrible, y que continuamente se encontraba —en un bar, en el andén mientras esperaba el tren, en alguna habitación de cada casa que visitaba, en su estudio sobre un busto de Hesiodo o incluso entre las sábanas de su cama— un par de guantes negros de mujer. Los tiraba a la basura, los echaba al río, los quemaba, los enterraba, pero irremediablemente reaparecían. Una noche se despertó y aquellas negras manos huecas lo estaban estrangulando.
El encendedor saltó, y pegué un bote. Las páginas de Chicos prodigiosos cayeron al suelo y quedaron amontonadas alrededor de mis tobillos. Di una calada al potente canuto y me llené los pulmones del apestoso humo verde. Lo exhalé. En el breve intervalo entre la inspiración y la exhalación me sentí a disgusto conmigo. Apagué el canuto, lo volví a guardar en la cajita de hojalata, la tapé y la metí en la guantera. Tratando de evitar cualquier movimiento brusco que pudiese alarmar a la tuba, bajé del coche, me monté en mi burro y salí trotando por el tortuoso camino tras los pasos de Terry Crabtree.