Así que Crabtree y yo emprendimos nuestra peregrinación final al Hi-Hat, la capital provincial del imperio de nuestra amistad a lo largo de su prolongado declive. Era el único lugar en el que pensamos que podíamos dar con la Sombra, aquel implacable trasgo de cabellos tiesos que nos inventamos y perdimos de vista el viernes por la noche. Debido a su insistencia, Crabtree conducía, y lo hacía demasiado deprisa. Manejaba el viejo y traqueteante Renault de Hannah a la francesa, cambiando continuamente de marcha como si entre el coche y él hubiera una relación de caballo a jinete. En sus manos, en sus ojos y en la inclinación de sus delgados hombros se percibía una fría y expectante agitación bajo cuyos efectos hacía años que no le veía. Por el momento, al menos, parecía haber logrado sacar su propia balsa del banco de niebla del fracaso y otros malos hábitos por el estilo, entre cuya bruma habíamos flotado los dos durante largo tiempo. Advertí que mientras conducía, tamborileando sobre el salpicadero y fumándose un Kool, iba considerando mentalmente todos los imprevistos, percances y consecuencias que pudiera acarrear nuestra expedición, y reflexionaba sobre las posibles opciones y estrategias alternativas. En otras circunstancias me hubiese sentido muy satisfecho de verlo tan apasionadamente enfrascado en el análisis de las posibilidades narrativas de nuestro problema. Era como en los viejos tiempos: estaba escribiendo su nombre en el agua. Pero cada vez que nos deteníamos en un semáforo en rojo me miraba, y la expresión de su rostro era de incomprensión, de incredulidad, con un punto de lástima, como si no fuese más que un autoestopista empapado al que hubiera recogido en medio de una tormenta en una carretera entre Zilchburg y Palookaville: un don nadie que no sabía muy bien adónde iba y que desprendía un tufillo a lana húmeda. Tenía el presentimiento de que, si nuestra empresa fracasaba, yo no tendría un papel relevante en su siguiente tentativa de rescatar a James Leer.

Me dediqué a ver pasar las imperturbables casas de ladrillo de Pittsburgh. Me sentía perplejo e inútil tras las críticas de Hannah, aunque, a pesar de todo, esperaba recuperar la bolsita de marihuana que había dejado en la guantera del Galaxie. Ya habíamos recorrido la mitad del camino hasta el distrito de Hill cuando me percaté de que todavía tenía en mis manos el manuscrito de Chicos prodigiosos, con la primera página arrugada entre los dedos. No me extraña que le resultase tan patético a Crabtree con aquella pinta de viejo ilusionista en plena decadencia que guarda sus pañuelos apolillados, sus mugrientas cartas de tarot y las notas de alabanza enviadas por zares y condesas en una pequeña maleta de cartón que lleva sobre el regazo. No había subido al coche con el manuscrito a propósito, sino por puro despiste, y me pareció que probablemente había sido un tremendo error. Pero lo cierto era que tampoco había tenido la clara intención de dejarlo, y aunque me sentía avergonzado, resultaba, como siempre, reconfortante sentir sobre mis muslos aquel montón de papel que pesaba como una sandía. Ni Crabtree ni yo dijimos una palabra.

Los escaparates de la avenida Centre estaban enrejados y cerrados con candados; en las maltrechas aceras no había ni un alma, excepto un grupo de chicas, vestidas con elegantes vestidos almidonados rosas y amarillos, y varias mujeres con sombreros de ala ancha que bajaban por las escaleras de la iglesia metodista episcopaliana africana que ocupaba la esquina del bloque en el que estaba el Hi-Hat. Crabtree metió el coche en el aparcamiento del club, en el que el viernes por la noche nuestra escurridiza Sombra se había puesto a torear al Galaxie. Estaba desierto; tan sólo se veían vasos de plástico, resguardos de apuestas perdidas, trozos de periódico con ofertas de empleo, una redecilla para el cabello y revoloteantes papeles encerados manchados de salsa barbacoa, que giraban en círculo arrastrados por la fuerte brisa. Las negras puertas de acero del club estaban cerradas a cal y canto, y la ventana de la cocina tenía la persiana ondulada bajada. El lugar parecía abandonado, como suele ser habitual en los clubes nocturnos durante el día; todo desconectado, sin pizca de magia, como un kiosko de helados cerrado en un paseo desierto en pleno invierno.

—¡Oh, vaya! —exclamé.

—Ni vaya ni nada —dijo Crabtree. Dio marcha atrás, giró el volante y puso la primera—. Vamos a… ¡Eh!

Miré y vi que en la otra punta del callejón, donde desembocaba en otra calle, había un deportivo rojo mal aparcado que bloqueaba el paso, como si su conductor tuviese demasiada prisa para preocuparse en estacionarlo de forma que no molestase. Era uno de esos nuevos modelos japoneses de líneas angulosas que tienen un inquietante parecido con el cráneo de una rata.

—¿Crees que es de Carl Franklin? —preguntó Crabtree.

—¿Qué te parece si me acerco a echar un vistazo? —propuse.

—Es una idea.

Asentí. Dejé el manuscrito sobre el asiento y bajé del coche. Crabtree lo miró y por un momento pensé que lo iba a coger. Pero no lo tocó. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos.

—Adelante —dijo, y apretó el encendedor del salpicadero—. No andamos sobrados de tiempo.

Me acerqué a las puertas del club y llamé golpeando con la mano. En un parterre oblongo lleno de barro junto a las puertas vi una servilleta de cóctel manchada de lápiz de labios agitada por el viento. Años atrás allí había habido un seto, superviviente de los días de gloria del Hi-Hat, del que en verano brotaban unas flores blancas del tamaño de gardenias, pero resultaba una diana demasiado atractiva para el club de tiro local, así que ya no había más que barro. Reconocí el lápiz de labios de la servilleta, era Rosa Salvaje. Pasó un minuto. Eché un vistazo al coche, rezando porque Crabtree estuviese leyendo el manuscrito. No, no era así. Estaba sentado, expeliendo el humo del cigarrillo, con las manos sobre el volante, el ceño fruncido y escrutándome, atento a cualquier signo indicativo de que yo estuviese a punto de perder los nervios. Volví a llamar, esta vez más fuerte. Esperé, volví la cabeza para mirar a Crabtree y me encogí de hombros. Golpeó varias veces con el índice en su muñeca, en un gesto de impaciencia, y empecé a caminar de regreso al coche. En ese momento oí el rumor de un cerrojo abriéndose y un chirrido de goznes, y, detrás del parabrisas del coche de Hannah, Crabtree abrió los ojos de par en par. Me volví y ante mí apareció un pecho desnudo, lampiño, sudoroso, rebosante de músculos y de un bonito color como de hígado crudo. Clement, el portero, no sólo iba sin camisa, sino que llevaba los tejanos desabrochados, bajo los que asomaban algunos centímetros de sus calzoncillos de seda rojos. No parecía precisamente encantado de verme.

—¡Hola, Clement! —saludé—. Siento molestarte.

—Ajá. —A sus espaldas, el interior del club estaba oscuro, pero llegaba a mis oídos la lenta exhalación de un saxo y los irresistibles argumentos carnales de Marvin Gaye. Clement cruzó sus sesenta centímetros de bíceps sobre el pecho. A su alrededor flotaba un olor a coño, que escapaba de la bragueta abierta, un olor a comino, a cerdo salado, a serrín todavía caliente—. Pues lo has hecho.

—Lo siento, de verdad que lo siento. Sabes quién soy, ¿verdad? —Me llevé una mano al corazón, que bombeaba enloquecido—. Me llamo Tripp. Solía venir aquí a menudo.

—Tu cara me suena.

—Estupendo, vale. Bueno, escucha, yo…, uh, mi amigo y yo estamos buscando a una persona. Un tipo bajito. Con el pelo tieso. Negro. Con una cicatriz enorme que hace que parezca que tenga una segunda boca aquí.

Me pasé los dedos por la mejilla para indicárselo. Durante un instante Clement entrecerró los ojos y después se relajó.

—¿Ah, sí? —dijo. Se llevó los dedos de la mano izquierda a la nariz y se los olió distraídamente. Estaba claro que eso era todo lo que iba a decir por el momento.

—¿Lo conoces? —le pregunté.

—Me temo que no.

—¿En serio? Apuesto a que frecuenta el local. Es un tipo bajito, parece un jockey.

«Y se llama Vernon», estuve a punto de añadir.

Clement dio un paso atrás y, con una teatral mueca de profundo pesar, empezó a cerrar la puerta.

—El club está cerrado, tío —dijo.

—¡Espera! —Puse ambas manos sobre la puerta. Lo hice sin pensar y el gesto era puramente simbólico, pero enseguida me encontré tirando con todas mis fuerzas. No quería que me cerrase la puerta en las narices—. ¡Eh, colega…!

Clement sonrió, mostrando un diente de oro, y soltó la puerta. Salí despedido hacia atrás y me agarré al pomo como un windsurfista a la barra metálica de la vela antes de perder el equilibrio y caer de culo sobre el polvoriento parterre. El estruendo del impacto fue impresionante, pero carente de toda dignidad. Clement se acercó a mí y se quedó mirándome, con las manos en la cintura. Respiraba concienzudamente, como un corredor preocupado por mantener el ritmo. Supuse que disponía de un par de segundos para decir algo que estuviese a la altura de las circunstancias. Le ofrecí todo el dinero que llevaba en la cartera y también el que pudiese llevar Crabtree. Rechazó la oferta. El diente de oro brilló ante mí. Clement era de esos hombres que sólo sonríen cuando están enfadados. Le hice una segunda oferta y en esta ocasión me tendió la mano para ayudarme a ponerme en pie. Eché un vistazo al parterre en el que había dejado grabado mi sello personal y avancé cojeando hacia el coche mientras me despegaba los tejanos del culo.

Crabtree había bajado la ventanilla. Tenía las cejas enarcadas y mostraba su inconfundible sonrisa, pero algo en la expresión de sus ojos dejaba entrever que la situación no le divertía en absoluto.

—Bueno —dije, y me apoyé contra la portezuela.

—¿Bueno qué?

Tragué saliva y evité su mirada. Me limpié el polvo de los dedos restregándolos contra el pantalón. Y le dije qué le había prometido a Clement a cambio del verdadero nombre de nuestro amigo Sombra.

—De ninguna manera —dijo, pero sin dudarlo ni un segundo metió la mano en el bolsillo de su americana de lino y depositó en la palma de mi mano el frasquito de plástico con píldoras—. Así que lo conoce, ¿eh? ¿Quién es?

—Eso es lo que estoy a punto de averiguar.

—Peterson Walker —me informó Clement mientras se guardaba el frasquito en el bolsillo trasero de los tejanos—. Lo llaman El Guisante. Era boxeador.

Era de esperar; buena parte de las indeseables amistades de Happy Blackmore eran especialistas en hinchar ojos y entusiastas del boxeo de la zona norte de Ohio.

—Peso mosca —conjeturé.

Se encogió de hombros y dijo:

—Más bien peso pulga. Trabaja en una tienda de material deportivo. No recuerdo el nombre. Está por el centro de la ciudad, en la Segunda o Tercera Avenida. Es un nombre que empieza con K.

—¿Está abierta los domingos?

—Tío, ¿de qué vas? ¿Tengo pinta de ser una sucursal de las jodidas Páginas Amarillas?

—Perdón —dije, y me volví para marcharme—. Muchas gracias.

—No vas a conseguir que te devuelva el coche —me aseguró Clement, con un tono súbitamente amistoso. Me detuve y me volví hacia él—. Pero puedes ir a que te pegue un tiro. —Era una posibilidad que en abstracto parecía divertirle—. El Guisante llevaba meses buscando ese coche, tío. Decía que era de su hermano y demás.

—¿Qué le pasó a su hermano?

—Lo tirotearon. —Ladeó su enorme cabeza y se rascó ociosamente el cuello—. Un par de tipos de Morgantown. Era por algo relacionado con un caballo. Oí que en realidad al que buscaban era a Guisante Walker.

—Ah, sí —dije—. Ya lo había oído. —Noté que a Clement le costaba creerme—. Entonces supongo que el tal Guisante llevará una pistola, ¿no?

—En efecto. Una alemana enorme del nueve.

—Supongo que es una de esas cosas que no se te pasan por alto —dije, considerando su reputación como maestro de la confiscación—. ¿Es habitual que la gente venga por aquí con esa clase de armas?

—Uno no se topa cada día con un peso mosca con una pipa —reflexionó Clement, con aires de sabio, mientras cerraba las negras puertas de acero.

—Sorprendente —dijo Crabtree cuando me metí de nuevo en el coche y le conté lo que acababa de oír. Sonrió ampliamente—. La historia que inventamos no iba tan desencaminada.

—No, sólo que nos equivocamos de deporte.

—Es agradable comprobar que seguimos teniendo buena traza.

—Sí, es agradable —dije.

Enfilamos la avenida Centre y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. A diferencia de Crabtree, que parecía haber encontrado en las últimas doce horas una cura para su melancolía, yo me sentía pegajoso, sucio y cansado, y estaba tan ansioso por fumarme un canuto que desde allí podía oler el aroma de menta quemada de la bolsita que había dejado en la guantera del Galaxie.

—¿Qué? —preguntó Crabtree.

—Sí, ¿qué?

—Has suspirado.

—¿Sí? —dije—. No me pasa nada. Sólo estaba pensando en que me gustaría tener buena traza para otras cosas.

—¿Por ejemplo?

Levanté el manuscrito que llevaba sobre el regazo.

—Por ejemplo, para escribir novelas —dije—. ¡Ja, ja, ja!

Crabtree asintió y esbozó una sonrisa para mostrar que había captado el chiste. Nos acercamos a un semáforo en rojo y empezó a reducir velocidad. Se puso verde y aceleró. Seguimos avanzando en el pequeño coche de Hannah, que olía a moqueta vieja y tierra húmeda, sin decidirnos a hablar de Chicos prodigiosos.

—¿Realmente es tan mala? —pregunté al fin.

—¡Oh, no! Hay en ella muestras de gran talento, Tripp —me aseguró Crabtree en tono conciliador—. Hay un montón de cosas admirables.

—¡Mierda! —dije—. ¡Oh, Dios mío!

—Escucha, Tripp…

—Por favor, Terry, ahórrame el típico discursito de editor, ¿de acuerdo? —Incliné la cabeza hasta que las cejas tocaron el salpicadero. Permanecí así unos instantes, mirando hacia abajo, suspendido como un puente sobre las aguas turbias del serpenteante río de mi novela—. Limítate a decirme lo que piensas. Sé honesto.

—Tripp… —empezó, pero se detuvo para dar con frases amables y argumentaciones diplomáticas.

—No —dije, y levanté la cabeza con un movimiento tan brusco que por unos instantes me faltó irrigación sanguínea en el cerebro y aparecieron ante mis ojos lucecitas parpadeantes. Temí que me viniera una nueva crisis, así que me puse a hablar deprisa para ahogar el zumbido de la sangre circulando por mis venas—. Escucha, he cambiado de opinión, olvídalo. No me digas lo que piensas. Quiero decir que ya estoy harto de este juego. ¡Harto! Admito que no la he terminado, ¿vale? ¿De acuerdo? ¡Mierda!, es evidente. No la he terminado, ni mucho menos. Llevo siete años trabajando en esa maldita novela, y me parece que tengo para otros siete. ¿Vale? Pero voy a terminarla.

—Seguro que sí. Por supuesto.

—Y quizá sea verdad que tiene ciertos problemas. Es algo errática, de acuerdo. Pero es una gran novela. Y eso es lo que cuenta. Lo sé. Es lo único que tengo claro.

Habíamos llegado al centro de la ciudad; ante nosotros apareció la enorme y siniestra mole de la cárcel del condado de Richardson. Es un edificio célebre, y sin duda merece serlo. Con sus torres y torrecillas, y sus torreones rematados por lo que parecían sombreros de verdugo, y con aquellas aberturas en la piedra que recordaban cuencas vacías en un rostro sombrío, siempre me había parecido un castillo encantado lleno de prisioneros y enanos, en el que se horneaba a los niños para convertirlos en galletas y se asaba vivos a hermosos ejemplares de pájaros cantores ensartados en largos espetones. Esa parte de la ciudad estaba incluso más desierta que la zona de Hill; no se veía ni un alma aquella ventosa mañana de domingo, y en las calles apenas había coches aparcados. Parecía fácil dar con un Galaxie verde mosca.

—No has sido honesto conmigo —dije.

—Acabas de decirme que no querías oír mi opinión.

—Y no quiero.

—Entonces, asunto zanjado.

—Bueno, dímela de todos modos.

—Es una novela caótica. —Hablaba con un tono de voz suave, vagamente apesadumbrado—. Resulta confusa. Hay demasiados personajes. El estilo cambia cada cincuenta páginas. Y has metido todo ese rollo a lo García Márquez, lo del bebé fosforescente, el cerdo vidente y demás. En mi opinión, todo eso no acaba de funcionar bien, y…

—¿Cuántas páginas has leído?

—Las suficientes.

—Tienes que continuar —le dije—. Tienes que seguir leyendo. —Era un razonamiento que llevaba años haciéndome a mí mismo, al severo e infatigable editor que llevaba en lo más profundo de mis entrañas—. Es un libro del estilo de Ada o el ardor, ya sabes, o de El arco iris de gravedad. Te va enseñando cómo leerlo a medida que lo lees. O de… Kravnik.

—¿De quién es eso? ¿De Gombrowicz? —preguntó Crabtree—. No lo he leído.

—Kravnik, Material Deportivo. Acabo de acordarme. —Lo había visto cientos de veces sin prestarle atención, en la Tercera Avenida, cerca de Smithfield—. Gira aquí. A la izquierda. Después creo que es la primera a la derecha, allí. Ahora en serio, Crabs, ¿cuántas páginas has leído?

—No lo sé. Le he echado un vistazo en diagonal.

—¿Pero cuántas aproximadamente? ¿Cincuenta? ¿Ciento cincuenta?

—Las suficientes, Tipp, he leído las suficientes.

—¡Joder, Crabtree! ¿Cuántas has leído?

—Las suficientes para llegar a la conclusión de que no me apetecía seguir.

No supe qué responder a eso.

—Escucha, Tripp, lo siento. Lo siento muchísimo. No debería haber dicho eso. —Pero no parecía sentirlo demasiado. Seguía manejando el volante con aplomo y exhalando nubes de humo mentolado que desaparecían a una velocidad vertiginosa por la ventanilla. Iba tras la pista de Guisante Walker y estaba preparado para negociar la salvación de James—. No puedo hacer nada con un libro como ése. Al menos por el momento. Tiene demasiados problemas. Siento decírtelo así, Tripp, pero trato de ser sincero, aunque sólo sea por una vez. Por el momento no puedo dedicarle ni un minuto de mi tiempo a Chicos prodigiosos. Como tú bien sabes, mi situación en Bartizan pende de un hilo. Tengo que presentarles algo nuevo. Algo vigoroso y deslumbrante. Algo que resulte encantador y perverso al mismo tiempo.

—Algo como James —dije.

—Es mi última esperanza —reconoció Crabtree en el momento en que nos deteníamos ante Kravnik, Material Deportivo—. Si todavía no es demasiado tarde.

—Demasiado tarde —repetí, deprimido.

Kravnik ocupaba la planta baja de un edificio de oficinas de diez pisos que, como la mayoría de los obsoletos rascacielos de aquella parte del centro, fue en su época un audaz exponente del capitalismo decimonónico. Las ventanas estaban cubiertas de una película de polvo y las paredes tatuadas con carteles. El rótulo, con su enorme K roja, estaba decorado en una esquina con una grotesca caricatura de Bill Mazeroski[43], cuyo tono de piel se había tornado verdoso tras treinta años a la intemperie. En las mugrientas ventanas había unos plásticos azules translúcidos para filtrar la luz del sol, que hacían prácticamente imposible ver el interior. Era una de esas tiendas semienterradas en polvo, hollín y un enigmático manto de penumbra centroeuropea, cada vez más raras en Pittsburgh, que venden llanas para yeseros, moldes para repostería rusa o brazos ortopédicos y a cualquier hora del día o de la noche parecen llevar siglos y siglos cerrados. Sin embargo, en la puerta de Kravnik había un cartelito que en brillantes letras rojas proclamaba todo lo contrario.

—Estamos de suerte —dije—. Está abierta.

—Estupendo —se alegró Crabtree—. Escucha, Tripp, dame un par de meses, ¿de acuerdo? Tómate un par de meses más. O un año. Métele tijera. Tómate tu tiempo para acabarla. Para entonces, cuando realmente la hayas terminado, yo estaré en una situación mucho mejor para echarte un cable, ¿de acuerdo?

—Un par de meses. —No me satisfizo en absoluto conseguir por fin la ampliación del plazo de entrega con la que llevaba semanas soñando. La promesa de Crabtree sonaba vaga y burocrática, y además… ¿meterle tijera? Cómo iba a saber dónde cortar si ya ni siquiera tenía claro de qué iba el libro—. Mira —dije, señalando con un dedo y tratando de parecer de buen humor—. «Aparcamiento gratuito detrás de la tienda».

Crabtree metió el coche por un estrecho callejón que había entre Kravnik y el edificio de al lado. Al pasar junto a la fachada de la tienda, traté de vislumbrar su interior a través de los sucios escaparates, pero sólo entreví la difusa silueta de varios maniquíes sin cabeza, equipados para practicar deportes rarísimos o pasados de moda, como la cacería del oso con perros, el lanzamiento de martillo o la caza del armiño. Salimos a una amplia zona de carga y descarga cuadrangular, repleta de contenedores de basura y paletas de madera desechadas, parte de la cual servía de improvisado aparcamiento. Entre algunos de los edificios vecinos había estrechísimas callejuelas que, sin una ordenación clara, desembocaban en aquel espacio, partido por la mitad por un callejón más amplio paralelo a la Tercera Avenida, que iba desde la calle Wood a Smithfield. Había media docena de plazas de aparcamiento reservadas para los clientes de Kravnik, y Crabtree, disciplinadamente, metió el coche entre las líneas paralelas de una de ellas. Tres plazas más cerca de la parte trasera de la tienda estaba aparcado el Galaxie, vacío y con las ventanillas cerradas. Y junto a él había un Coupé de Ville de hacía diez años en cuya matrícula se leía KRAVNIK. Aparte de esos dos automóviles, el aparcamiento estaba desierto.

—Espera aquí —le dije a Crabtree mientras abría mi portezuela. Dejé el manuscrito de Chicos prodigiosos debajo del asiento y rebusqué en el bolsillo las llaves del Galaxie—. Prepárate por si tenemos que largarnos a toda prisa.

—Estoy preparado para salir pitando —dijo Crabtree medio en broma—. Ahora en serio, Tripp, ¿no crees que sería más sencillo hablar con él? No entraba en mis planes dedicar la mañana a… bueno, ya sabes, a cometer un robo.

—Ese tipo no querrá hablar con nosotros —le expliqué a Crabtree—. No se fía de nosotros. No le caemos bien.

—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no ha de querer hablar con nosotros?

—Porque supone que somos amigos de Happy Blackmore.

—Hábil deducción —admitió Crabtree—. Pues venga, date prisa.

Me acerqué rápidamente al Galaxie y eché un vistazo al interior a través del cristal trasero, utilizando la mano como visera para protegerme los ojos del reflejo de la luz. La chaqueta estaba en el suelo, justo detrás del asiento del conductor, pero pude comprobar que seguía pulcramente doblada y, al parecer, intacta. Abrí la portezuela, cogí la chaqueta, pasé al asiento delantero y alargué la mano libre hasta la guantera. Sentí un estremecimiento de desesperación en el estómago. Era imposible que la bolsita de marihuana siguiera allí. Sabía que al abrir lo único que encontraría sería un desordenado surtido de mapas de carreteras mexicanas y un boleto de apuestas del hipódromo de Charles Town con marcas en los nombres de los caballos elegidos por el poco afortunado Happy Balckmore.

Milagrosamente, la hierba seguía allí. Supuse que la guantera era un escondite tan bueno para Guisante Walker como para mí. Salí del coche exultante, y, con la emoción, metí la bolsita en el bolsillo de mi chaqueta con tal ímpetu que mi mano atravesó el bolsillo y llegó al forro.

—¡Mierda! —dije; había sentido una leve punzada de pánico al oír cómo se rasgaba la seda, y fue en ese momento cuando comprendí que Crabtree no iba a publicar Chicos prodigiosos. Me iba a borrar de su lista de escritores. De pronto sentí que me faltaba el aire y que mi corazón había dejado de bombear. No había ni un solo pájaro en el cielo, ya no hacía viento y acababa de estropear mi chaqueta de pana favorita. Entonces respiré, una ráfaga de viento arrastró por el aparcamiento vacío un espectral montón de hojas de periódico. Miré hacia nuestro coche y vi que Crabtree seguía mi incursión con moderado interés y sin levantar el pie del acelerador.

Sin dejar de pensar en las ideas que me rondaban por la cabeza, subí de nuevo al Galaxie y me coloqué detrás del volante. Todavía tenía las llaves de aquel coche, y pensé que era una de las pocas cosas que me quedaban. Así que me pareció que lo que debía hacer era sacar el coche del aparcamiento, enfilar el callejón hasta la calle Smithfield, atravesar el río Monongahela y largarme de Pittsbourgh a la mayor velocidad que pudiese alcanzar aquel viejo cacharro de Michigan. No había ningún lugar en concreto al que quisiera llegar con él, pero eso tampoco era una buena razón para quedarse. Me acomodé, ajusté el retrovisor y eché el asiento hacia atrás. El coche estaba impregnado de un olor nuevo, pero que me resultaba extrañamente familiar, un olor penetrante, con algo de jengibre, que me despejó la cabeza y me llenó el pecho de un ligero y bienvenido estremecimiento de pesar. Olía a Lucky Tiger: Irving Warshaw y Peterson Walker usaban la misma colonia. Sonreí y metí las llaves para dar el contacto, pero dudé. Antes de ir a donde fuera, quería desembarazarme de todo lo que me había estado persiguiendo durante el fin de semana como un montón de ruidosas latas atadas a una cuerda.

—¿Qué estás haciendo, tío? —preguntó Crabtree cuando volví a salir del coche—. Me ha parecido oír que se acercaba alguien.

Sin responderle, fui hasta el maletero del Galaxie y lo abrí. La tuba y los restos de la pobre Grossman seguían allí, sin que, al parecer, el dueño del automóvil se hubiese percatado de su presencia. Durante la noche Grossman no había hecho gran cosa por aligerar el hedor, y me pregunté si Walker no habría rociado generosamente el interior del coche de Lucky Tiger en una batalla predestinada al fracaso contra el hedor de la putrefacta boa. Cogí la maltrecha funda del instrumento con una mano y agarré a Grossman con la otra. Estaba retorcida y rígida, y pesaba mucho.

—¿Qué cojones es eso? —preguntó Crabtree.

—¿A ti qué te parece? —le dije.

Pensé que la pregunta le mantendría ocupado un rato. Al otro lado del aparcamiento había un caótico batallón de contenedores de basura de color verde. Justo cuando empezaba a dirigirme hacia ellos con mi surrealista cargamento escuché el chirrido de un automóvil que tomaba con brusquedad una curva cerrada y, al levantar la vista, vi una camioneta blanca de reparto que venía hacia mí por el estrecho callejón por el que Crabtree y yo habíamos entrado hacía un rato. El asiento del acompañante lo ocupaba Guisante Walker, mientras que al volante iba un tipo blanco mucho más voluminoso y con el cráneo rapado que conducía la camioneta directamente hacia mí. El tipo entresacaba la lengua por la comisura de los labios como si estuviese muy concentrado en conseguir aplastar a su presa. Pero, obedeciendo a una indicación de Walker, giró el volante e interpuso la camioneta entre mi persona y el coche de Hannah, dejándome bloqueado entre los contenedores. Entonces dio un frenazo.

Walker saltó de la camioneta y, sin decir palabra, vino hacia mí dando enérgicos saltitos y ladeando la cabeza como si estuviese encantado de volver a verme. Vestía un vistoso chándal color berenjena y un par de zapatillas deportivas de rebuscado diseño; tanto el calzado como la ropa estaban adornados, igual que si de un códice maya se tratase, con todo tipo de jeroglíficos y pictogramas. Llevaba una enorme botella, cuyo contenido no logré adivinar, envuelta en una bolsa de papel marrón. La dejó en el suelo con pesar y le dio una palmadita al tapón.

—¡Eh, Booger, encárgate del tipo del coche! —le dijo a su colega.

El tal Booger obedeció y saltó de la camioneta para lanzarse sobre Crabtree. Este optó por una peculiar estrategia defensiva consistente en hacer sonar la bocina repetidamente. Cuando se percató de que la idea resultaba, como no era de extrañar, del todo ineficaz, arrancó marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento, dio un brusco giro y enfiló el callejón que desembocaba en la calle Wood. Durante la operación derribó, sin querer, al calvo Booger y le aplastó el pie izquierdo con la rueda trasera.

—¡Joder! —aulló Booger.

Quedó tendido en el suelo, apoyado en los codos. Parecía indignado. Volví a dirigir mi atención hacia Guisante Walker, alerta a la posible aparición de la pistola que Clement había mencionado. Pero, para mi sorpresa, mientras se acercaba a mí, lo único que Walker blandió fueron sus puños, moviéndolos en el aire como si fueran gatitos tratando de atrapar un cordel. Aquellos puños eran gruesos y deformes como nudos de un manzano. Yo pesaba como mínimo unos cincuenta kilos más que él. Sonreí; Walker también. El tipo tenía los ojos inyectados en sangre, balanceaba ligeramente la cabeza y al sonreír mostraba la falta de un considerable número de dientes. Me pregunté si sería consciente de ello.

Mientras calibraba el valor estratégico de limitarme a dejar que Walker me arrease algún que otro puñetazo con sus calamitosos puños de peso mosca, él metió la mano bajo su chándal púrpura a la altura de la cintura y sacó una pistola ridículamente enorme, el diámetro de cuyo cañón era sólo superado por el de su desagradable sonrisa. La mano con la que sostenía el arma no parecía estar dotada de un pulso demasiado firme, pero supuse que a la distancia a la que estaba de mí eso carecía de importancia.

Hice una finta hacia la izquierda y salí corriendo hacia el coche de Hannah. Pero la tuba y el pedazo de boa me entorpecían los movimientos, y Walker tuvo tiempo de reaccionar y cortarme el paso.

—Eh, Guisante —dije.

—¿Qué pasa?

Permanecimos así un minuto; un Minotauro roñoso, obeso y miope, y un Teseo cascado, desdentado y de manos temblorosas.

Cara a cara en el punto en que confluían nuestros dispares laberintos. El viento soplaba con más fuerza y levantaba a nuestro alrededor nubes de polvo y arrastraba papeles y otros desechos.

—¡Tripp! —gritó Crabtree, para alertarme del peligro que corría o, simplemente, expresando un desesperado deseo de que no me sucediese nada. Avanzaba despacio con el coche por el callejón, como para darme una última oportunidad de reunirme con él antes de abandonarme definitivamente a mi suerte.

Walker volvió la cabeza para echar un vistazo al Renault, momento que aproveché para alzar por encima de mi cabeza el pesado cadáver de Grossman y —como Aarón, la elocuente sombra de Moisés— arrojárselo encima a mi contrincante. Le golpeó en plena cara, con un sonoro chasquido, y el peso mosca perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La pistola salió despedida de su mano y se deslizó ruidosamente, como un patín de ruedas, por el aparcamiento. Corrí hacia el callejón, tropezando con desechos diversos arrastrados por el viento, balanceando la tuba delante de mí y con la chaqueta bajo el brazo. No perdí de vista ni un segundo las tambaleantes rodillas de Booger, que se había puesto en pie y perseguía cojeando al Renault, sin demasiado entusiasmo, me pareció. Probablemente no tenía ni la más remota idea de a quién estaba persiguiendo ni por qué. Evidentemente, Crabtree habría podido dejar atrás a Booger sin ningún problema, pero seguía recorriendo el callejón a tres kilómetros por hora, con la portezuela del acompañante abierta, esperando a que le alcanzase. Cuando llegué a la altura del infortunado Booger, traté de golpearle sin piedad en las rótulas con la tuba. Pero se me desvió un poco el proyectil y le di en pleno estómago, cortándole la respiración en seco. Dio un par de tambaleantes pasos y cayó al suelo. Por el callejón, como si de una maraña de maleza seca arrastrada por el viento se tratara, vino rodando hasta él una mugrienta bola de cinta adhesiva para embalar y hojas de periódico, que se le pegó unos instantes a un lado de la cabeza y después siguió su camino.

—Me has dado con la tuba —se quejó Booger, que me miraba con una mueca de dolorida perplejidad.

—Lo sé —le dije—. Lo siento.

De pronto llegó volando una hoja de papel que se aplastó contra mi cara. Me la quité de encima. Era un folio, y, al mirarlo con cierto detenimiento, descubrí que en él se describía el peor momento de un lamentable episodio de la carrera médica de Culloden Wonder, máximo sinvergüenza y patriarca del lamentable clan. Eché un vistazo al Renault y me percaté de que si Crabtree había estado conduciendo tan lentamente, no era porque me estuviese esperando, sino porque estaba enfrascado en una batalla con la puerta abierta del coche, tratando al mismo tiempo de cerrarla, salir del callejón y, a ser posible, evitar que el viento se llevase hasta la última hoja del manuscrito de mi novela. El aire estaba lleno de páginas de Chicos prodigiosos; de pronto caí en la cuenta de que una considerable cantidad de la porquería que volaba por el callejón y el aparcamiento eran hojas de mi libro. Caían como gigantescos copos de nieve sobre Booger y se abalanzaban como gatitos contra mis piernas.

—¡Dios mío! —grité—. ¡Crabtree, para el coche!

Crabtree frenó y bajó del Renault, y entre los dos intentamos salvar el mayor número posible de páginas, cazándolas al vuelo y recogiéndolas del suelo como si fuesen hojas secas.

—Lo siento mucho, tío —se disculpó Crabtree. Dio un salto para tratar de atrapar una hoja que volaba bastante alto, pero falló por un centímetro y la hoja se alejó—. No me había dado cuenta.

—¿Cuántas páginas han salido volando?

—No muchas.

—¿Seguro? —pregunté alarmado—. Crabtree, parece que esté nevando.

A nuestras espaldas se oyó una detonación. Nos volvimos y vimos a Walker junto a la camioneta blanca, con una rodilla en el suelo, blandiendo la pistola con una temblequeante mano.

—¡Mierda! —gritó Booger, que se llevó la mano izquierda a la flor de un rojo intenso que súbitamente apareció en su brazo derecho, sobre la manga de su camisa.

—¡Dios bendito! —dijo Crabtree, que me agarró y me arrastró hacia el coche—. ¡Larguémonos!

Lancé la tuba al asiento trasero, le di a Crabtree la chaqueta de Marilyn, subí al coche y nos largamos del aparcamiento de Kravnik, Material Deportivo, abandonando a su suerte a mi novela, a la que vimos alejarse como la blanca estela espumosa de una lancha.