James y el policía estaban de pie en el porche, el uno junto al otro, y miraban hacia el interior de la casa a través de la puerta abierta como un par de repartidores de periódicos que hubieran ido a cobrar. Me tranquilizó comprobar que las esposas seguían colgadas del cinturón del agente Pupcik.
—Lo siento mucho, señor Tripp —dijo el policía—, pero tengo que llevarme a James al campus. El doctor Gaskell quiere hablar con él.
Asentí, miré a James, me encogí de hombros y levanté las palmas de las manos, entregándolo una vez más a la custodia y juicio de otras personas. Pero en aquella ocasión no había en sus ojos la concomitante mirada de reproche. Se limitó a sonreír y siguió a su captor por las escaleras del porche a paso ligero.
—Espera un momento, James —dije, y cogí de la mesilla de madera que había junto a la puerta las llaves del coche. Ambos se detuvieron y se volvieron. Alcé y agité las llaves y señalé con la cabeza la esquina de la casa en la que había aparcado el Galaxie—. Hay algo que sería mejor que te llevases, ¿no crees?
—¡Oh, sí! —respondió James, y se sonrojó ligeramente. Era obvio que se sentía rebosante de cariño, satisfecho sexualmente, extraño y terso y delicado como el pétalo apenas abierto de una flor. Era difícil que algo le afectase. Supuse que se había olvidado por completo de la chaqueta y le traía sin cuidado el terrible destino que pudiera aguardarle en el despacho de su jefe de departamento. Se limitaba a dejar que las cosas sucediesen y a esperar el siguiente acontecimiento—. Me parece que ayer la vi en el asiento trasero.
—¿Qué? —preguntó el agente Pupcik.
—La chaqueta de Walter —dije—, del doctor Gaskell. Uh, bueno, él es su propietario. Fue un malentendido. Yo tuve la culpa. Le dije a James que le enseñaría una cosa en el piso de arriba y él no comprendió que no era mía y… —Me detuve, porque comprobé que la mirada del agente Pupcik empezaba a nublarse. A un policía ninguna explicación le parece lo bastante concisa o sincera—. En cualquier caso, a James le gustaría devolverla.
—¡Oh! —dijo el agente Pupcik—. Entonces, ése es el problema, ¿no? —Asintió, con pinta de estar encantado consigo mismo por haberlo entendido—. Lo ha llevado usted al taller. —Levantó el pulgar por encima del hombro, señalando el camino de acceso—. Le repateaba verlo con esa horrible abolladura en el capó, ¿no?
—¿Qué? —pregunté—. No entiendo… ¡Dios mío!
Bajé las escaleras del porche y miré hacia el camino de acceso, detrás del parterre. No había nada, excepto una espesa y negra mancha de aceite sobre el cemento.
—¡Oh, mierda! —dije.
—¿Qué sucede? —preguntó el agente Pupcik.
—¿Grady? —dijo James.
—No pasa nada, James —dije, tratando de ganar tiempo y de recordar dónde podía haber dejado el coche la noche pasada. Había vuelto a casa caminando después de la conferencia en el campus, sí y… No, eso fue dos noches atrás—. Trata de explicarle lo mejor que puedas al doctor Gaskell lo ocurrido. Yo iré con la chaqueta en cuanto la recupere.
—Bueno, pero ¿dónde está? —preguntó el agente Pupcik.
—¿Dónde está el qué? ¡Oh, en el mecánico! Sí, exacto. ¡Mierda! Deberla haberla sacado antes de dejárselo.
—¿Quiere que le acerque hasta allí con mi coche?
—Sí, por supuesto. Uh, bueno, no —rectifiqué a tiempo—. No hace falta. Todavía no estoy listo para salir de casa. —Con un gesto que esperé que resultase gracioso, di un tirón al faldón del albornoz de la señora Knopflmacher—. Tengo que vestirme. Crabtree…, mi editor, Terry Crabtree…, me acompañará. Ve, James, nos reuniremos contigo.
James asintió. Ahora parecía menos seguro del cariz que podía tomar aquel asunto. El agente Pupcik lo cogió del codo con aire profesional y lo condujo hasta el coche patrulla. Los acompañé hasta el final del camino de acceso, con las manos congeladas metidas en los bolsillos adornados con un motivo de geranios de mi enorme albornoz afelpado. Mientras se metían, cada uno por un lado, en el coche, ambos me miraron con casi idéntica expresión de recelo.
Antes de arrancar, el agente Pupcik bajó su ventanilla. Sostenía unas gafas de sol de aviador en una mano, pero no parecía muy decidido a ponérselas.
—Bueno, a ver si he comprendido las cosas —dijo—. Ha dicho usted que tiene algo que pertenece al doctor Gaskell, o que al menos sabe dónde encontrarlo, ¿es así?
—Exacto. Está a buen recaudo.
—Y en cuanto lo recupere del interior de su coche, que está en el mecánico, se lo llevará al doctor Gaskell.
—Eso es.
Asintió lentamente, echó una última mirada furtiva al albornoz de la señora Knopflmacher y se puso las gafas de sol. Subió la ventanilla y se alejó con James en el asiento del acompañante. Los despedí moviendo la mano sin demasiado entusiasmo. Y mientras seguía saludando a la calle ya vacía, como una reina loca presidiendo el desfile de la flota, apareció Crabtree a mis espaldas.
—¿Adónde se lo lleva? —preguntó. Se había puesto una de mis viejas camisetas, que le cubría los calzoncillos, y unas sandalias que años atrás me llevé de su armario. De hecho, recordé que también la camiseta había sido suya; era de propaganda y se la había regalado un antiguo amante, farmacéutico de profesión; decía en letras azul lavanda que Ativan mejoraba tu estado vital. Me pregunté si me reclamaría todo lo que me había llevado de su casa—. ¿Qué es eso de la chaqueta? ¿Qué hizo con ella?
—Creo que ya te lo expliqué —le dije—. Es una chaqueta de satén negra, con el cuello de piel. La llevaba Marilyn Monroe el día que se casó con Joe DiMaggio.
—¡Ah, sí! —recordó Crabtree. Cruzó los brazos sobre su pecho. Era una mañana ventosa y fría, que amenazaba lluvia—. Siempre he deseado verla.
—Llevé a James al dormitorio de los Gaskell para enseñársela. Y supongo que le apenó verla allí, tan sola.
—¿Y?
—Y mientras yo estaba en el pasillo, ya sabes, luchando con Doctor Dee… se la metió en la mochila.
—Muy propio de él —dijo Crabtree. El acerado centelleo de la ironía volvía a estar presente en su tono—. Pero ¿y qué? No veo dónde está el problema.
—¿No?
—Puede devolverla.
—Ajá. Muy agudo, Crabs.
Me miró de soslayo, tratando de descubrir por qué mi tono parecía indicar que le estaba tomando el pelo.
—Bueno, ¿dónde está? —preguntó.
—En el asiento trasero del coche.
Crabtree volvió la cabeza y echó un vistazo al camino de acceso por encima del hombro.
—Ya veo —dijo al cabo de unos instantes—. ¿Y dónde lo dejamos anoche? La verdad es que no lo recuerdo.
—Estoy casi seguro de que lo dejamos exactamente donde estás mirando.
—¿Eh? ¡Mierda, Tripp, lo han robado!
—No exactamente —dije—. Creo más bien que ha sido recuperado por su propietario.
—¿Su propietario? ¿Qué quieres decir? Si no oí mal, me dijiste que el jodido coche era el pago de una deuda de Happy Blackmore, que te debía dinero.
—Lo era —dije—. Porque, en efecto, me debía dinero. El problema es que me temo que el coche no debía de ser exactamente suyo. No sé si me explico. Nunca me trajo ningún papel. Todavía no he podido hacer el cambio de nombre. —Sentí que me ruborizaba—. Cada vez que le pedía la documentación, me decía que la tenía en su archivo.
—¿En su archivo? —preguntó Crabtree, en cuyos ojos había aparecido una mirada burlona—. ¿El de Happy Blackmore?
—Lo sé —admití—. Ya sé que parece el colmo de la gilipollez.
Años atrás, Crabtree le pagó a Happy un adelanto de varios miles de dólares para que escribiera como negro la autobiografía de un jugador de béisbol, una estrella en alza que jugaba en el equipo de Pittsburgh y hacía unas carreras de las que se recuerdan durante años. El bueno de Happy se pasó meses enfrascado en lo que llamaba, con tono solemne, investigaciones preliminares, antes de entregar un bosquejo tan pobre y lleno de inexactitudes que Crabtree y sus jefes decidieron rescindir el contrato inmediatamente. Poco después, el gran bateador objeto del libro murió en un accidente automovilístico en la carretera de Mount Nebo, y en el famoso archivo de Happy no quedaron más que retazos dispersos de la vida de un fantasma.
—Quizá encontremos el coche por aquí cerca —dije esperanzado.
—Seguro. Quizá por error lo aparcaste en el camino de acceso de alguna otra casa.
—¡Sería capaz de haberlo hecho! —dije—. ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —coreó Crabtree—. ¡Yo también!
Entramos en casa, nos pusimos los pantalones y los zapatos y dimos la vuelta a la manzana para ver si encontrábamos el Galaxie. La mañana era fría y poco propicia, y me deprimía comprobar que tras el paréntesis de sol del día anterior habían vuelto las habituales nubes, bajas y amenazantes, que filtraban la luz solar y proyectaban un resplandor tan intenso que hacía daño a los ojos. Mientras caminábamos, le relaté a Crabtree mi rifirrafe con Vernon Hardapple en el Hi-Hat.
—¿Cómo dio contigo?
—No lo sé. Tal vez Happy… ¡Oh!
Ya habíamos dado la vuelta completa a la manzana y nos acercábamos al camino de acceso a mi casa cuando reparé en un pedazo de cartulina arrugada cuyo color blanco destacaba entre el verde del césped. Me agaché para recogerlo, lo sacudí para que cayera el rocío y se lo tendí a Crabtree.
—Creo que esa noche debí de perder un montón de éstas —dije—, porque se me cayó la cartera.
—«Grady Tripp, novelista» —leyó Crabtree en la sucia tarjeta de presentación, en la que encima de mi dirección y número de teléfono aparecía esta dudosa frase.
—Me las regaló Sara por mi último cumpleaños —le expliqué, haciendo esfuerzos por no ruborizarme—. Creo que intentaba animarme.
—¡Qué tierna! —comentó Crabtree, y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camiseta—. Bueno, entonces está claro que Vernon se ha llevado su coche.
—Sin duda.
—¿Qué hacemos?
—Sí, ¿qué hacemos?
—Tendremos que dar con él y con el coche, y conseguir que nos devuelva la chaqueta. —Asintió, dándose ánimos—. Yo me encargaré de hablar con él, soy capaz de enfrentarme a cualquiera.
—Lo sé, Terry, pero…
—Debemos hacerlo, Tripp. —Su expresión era ahora sorprendentemente grave—. Yo… no quiero…, no permitiré que… le pase nada malo a James. —Me miró con cierta timidez e inmediatamente me dio un puñetazo en un brazo—. ¿Qué coño estás mirando? ¡Vete al carajo!
—Nada —dije.
—Ese chico me gusta.
—Sí, supongo que a mí también —dije. Empezamos a subir por el camino de acceso a la casa—. Voy a preguntarle a Hannah si podemos tomar prestado su coche.
—Yo diría que esa chica dejaría que tomases prestado hasta su páncreas —comentó Crabtree.
Me miró de hito en hito. Era la primera vez que lo hacía en toda la mañana, y pensé que no parecía interesarle demasiado lo que veía. El viento soplaba ahora con más intensidad y empecé a temblar. De pronto, se me ocurrió que cuando Crabtree me observaba con aquella frialdad y aquel distanciamiento, en realidad no me veía a mí, a su viejo amigo, al que los hados habían concedido el acceso a las más estrafalarias promesas de la vida y todas las oportunidades de alcanzar la gloria: tan sólo veía al porrata que había escrito una novela monstruosa de dos mil páginas, hinchada, deslavazada y que nunca acababa de convertirse en una realidad tangible; una mistificación que a él le había costado decenas de miles de dólares y probablemente su carrera.
—¿Eh? —recordó que tenía que preguntarme algo—. ¿Qué hay entre vosotros dos?
—Nada —respondí—. He puesto todo mi empeño en dejarla en paz.
—Sorprendente —sentenció Crabtree.
La puerta de casa estaba abierta, y oí las melancólicas notas de un acordeón procedentes del interior. Hannah se había levantado y estaba preparando el desayuno; de la cocina llegaba un estruendo de cacharros. De pronto me inquietó la idea de verla cara a cara, y me pregunté por qué. Al cabo de un instante me di cuenta de que lo que temía no era ver a Hannah, sino saber su opinión sobre Chicos prodigiosos. Tenía la premonición de que iba a ocurrir un desastre; mi libro llegaba por fin a los lectores, pero no como yo había imaginado, como una gran locomotora aerodinámica, con las luces centelleando, banderines tricolores y las ruedas de acero lanzando chispas. No, lo hacía por accidente, en el momento menos adecuado, como una pequeña camioneta sin frenos a la que han quitado las zapatas que la mantenían fija en el garaje y se desliza marcha atrás colina abajo.
—Crabtree —dije, y tiré de él para que se detuviera en el umbral—. Ni siquiera sabemos cuál es el verdadero nombre de Vernon. Lo de Vernon Hardapple… nos lo inventamos nosotros.
—¡Oh, es cierto! —Crabtree pareció aturdirse. Vi que trataba de reunir todos los datos que poseíamos sobre el tipo de la cabellera tiesa como la cresta de un gallo y la horrible cicatriz purpúrea en pleno rostro—. ¿Sabes? —dijo al cabo de un rato—, si lo piensas bien, podría decirse que ese tipo es producto de nuestra imaginación.
—Sí, no me extraña que se cabrease con nosotros —dije.