Un pálido y sonrosado Terry Crabtree estaba sentado en el lecho, apoyado en un par de almohadas de pluma y un cojín, entre un caótico montón de ropa de cama, desnudo excepto por unos calzoncillos a rayas azules, con las piernas flexionadas. Su vello era mucho más rubio de lo que recordaba, y la luz matinal del domingo, que entraba por la ventana que tenía detrás, formaba una leve aureola dorada alrededor de sus muslos, sus pantorrillas y el dorso de sus manos. Sostenía el manuscrito de El desfile del amor con una mano, apoyado en equilibro sobre las rodillas, y con la otra acariciaba el cabello de su compañero de lecho. Era lo único visible de James Leer cuando entré en el dormitorio; el resto tan sólo se podía intuir entre el montón de mantas y sábanas retorcidas de las que emergía su pelo junto a la almohada, igual que el negro mechón de Doctor Dee que había quedado a la vista. Alrededor de la cama, por el suelo, había camisas y pantalones tirados de cualquier manera. Había cierto aroma otoñal en el ambiente que me recordó el olor de unos guantes de trabajo de cuero, del vestuario del instituto a final de curso, del interior de una vieja tienda de campaña. Me quedé en la puerta, con una mano en el pomo. Crabtree me miró y sonrió. Era una sonrisa amable, sin asomo de ironía. No le había visto sonreír así desde hacía años. Lamenté tener que borrársela.
—¿Está despierto? —pregunté, aliviado por no haberlos interrumpido en plena exploración mutua de las respectivas superficies lunares o enfrascados en alguna otra de las actividades lúdicas favoritas de Crabtree, lo que hubiese obligado a James a recibir al agente Pupcik disfrazado de búho y subido al techo—. Tiene una visita.
Crabtree enarcó una ceja y estudió mi rostro, tratando de leer en él la identidad de la visita de James. Tras unos segundos de inútiles esfuerzos, se estiró sobre la cama y abrió el capullo en el que estaba envuelto James, dejando a la vista su cabeza, su vellosa nuca y parte de su pálida y suave espalda. James Leer yacía enroscado como un niño, con la cara vuelta hacia la ventana y completamente inmóvil. Crabtree frunció los labios, me miró y meneó la cabeza. James estaba profundamente dormido. La sonrisa de Crabtree era indulgente y casi dulce. Pensé que parecía enamorado. Era una idea demasiado turbadora para darle vueltas mucho rato, así que la borré de mi mente. Siempre había confiado, no sin cierta reconfortante satisfacción, en la inmutabilidad del sincero y despiadado desdén con que Terry Crabtree trataba todo amor romántico.
—Supongo que el pobre está agotado —comentó Crabtree, y volvió a tapar a James.
—Pues lo siento —dije—, pero tendrá que levantarse.
—¿Por qué? —preguntó Crabtree—. ¿Quién lo espera? ¿El viejo Fred? —Sonrió e hizo un amplio gesto con el brazo que comprendía todos los olores y el desorden de la habitación—. Dile que pase.
—Un agente de policía —le aclaré.
Crabtree abrió la boca y la cerró. Ante tan inesperada situación, no supo qué decir. Dejó el manuscrito de El desfile del amor en la mesilla de noche que tenía al lado, acercó sus labios a la oreja de James y le susurró algo al oído, tan bajo que no lo entendí. Tras unos instantes, James dejó escapar un leve gimoteo y levantó la cabeza; su cabello engominado salía disparado en todas direcciones. Giró el cuello hasta dar conmigo, bizqueando, todavía no despierto del todo.
—Hola, Grady —dijo.
—Buenos días, James.
—¿Un policía?
—Pues sí.
Tardó unos instantes en reaccionar, después se volvió y se puso boca arriba. Se reincorporó y se apoyó sobre un codo, guiñando un ojo y después el otro y haciendo movimientos circulares con la mandíbula, como si estuviese probando el funcionamiento de los mecanismos de un cuerpo recién estrenado. Las mantas resbalaron de sus hombros, dejando a la vista su desnudez hasta la cintura. La piel de su vientre había quedado sembrada de arrugas durante el sueño. Y en sus hombros se veían las huellas de los labios y dientes de Crabtree.
—¿Qué quiere?
—Bueno, creo que quiere hacerte unas preguntas sobre lo que pasó el viernes por la noche en casa de la rectora.
James no dijo nada. Se quedó recostado, sin moverse, con la sien izquierda tiernamente apoyada contra el bíceps del brazo derecho de Crabtree.
—¿Sabes que roncas? —le dijo a Crabtree.
—Eso me han dicho —respondió éste, y le dio un cariñoso golpecito con el hombro—. Vamos, Jimmy —añadió—. Dile a ese poli lo que te he dicho que digas.
James asintió lentamente y contempló con nostalgia el profundo socavón, que ya empezaba a enfriarse, en el centro de su almohada. Después abrió completamente los ojos y me miró.
—De acuerdo —dijo. Hizo un decidido gesto de asentimiento con la cabeza, sacó las piernas del colchón, se puso en pie y fue con el culo al aire hasta el pie de la cama, donde dio con sus calzoncillos. Se vistió con decisión y rapidez. Mientras se ponía la camisa, descubrió el archipiélago de marcas de incisivos en su hombro. Pasó la mano por encima con delicadeza y miró a Crabtree con una sonrisa turbia y medio agradecida. Me pareció que no estaba particularmente angustiado o aturdido al despertarse tras compartir el lecho por primera vez con un amante de su mismo sexo. Mientras se abotonaba mi vieja camisa de franela no le quitó ojo a Crabtree, al que no contemplaba con sensiblería sino con determinación y cierto asombro, como si estuviese estudiando su cuerpo, memorizando la geometría de sus rodillas y codos.
—Bueno, ¿y qué le has dicho que diga? —le pregunté a Crabtree.
—Oh, que siente muchísimo haberse cargado al perro de la rectora y que está dispuesto a hacer lo que sea para reparar el daño causado.
James asintió y se inclinó para recoger sus calcetines.
—Me temo que no será tan sencillo —dije.
James se reincorporó.
—Los zapatos los dejé en el pasillo —dijo.
—No creo que vayas a necesitarlos —dijo Crabtree—. Ese tipo no te va a arrestar.
Se oyeron un crujido del parquet y un tintineo metálico procedentes del recibidor. Los tres nos miramos.
—¿Señor Tripp? —llamó el agente Pupcik—. ¿Todo en orden por ahí?
—Sí —respondí—, ahora mismo salimos. —Puse una mano sobre el hombro de James y lo conduje hacia la puerta—. Vamos, Jimmy.
Mientras salíamos del dormitorio, James se volvió hacia Crabtree y señaló con un movimiento de la cabeza el manuscrito que reposaba sobre la mesilla de noche.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó.
Crabtree alzó el mentón, echando la cabeza hacia atrás hasta que el cabello le rozó los hombros, y miró a James con los ojos entrecerrados. Se me ocurrió la idea de que un editor era una especie de Oppenheimer[42] en versión artística, y necesitaba gruesas gafas protectoras para contemplar el tremendo resplandor producido por la vanidad de los escritores.
—No está mal —dijo, con un tono no precisamente neutro—. No está nada mal.
James sonrió y agachó la cabeza con infantil deleite. Después recogió sus zapatos, pasó ante mí rozándome, bajó dando brincos hasta el recibidor y se dirigió al porche, donde yo había dejado al agente Pupcik esperando.
Crabtree se reacomodó en la cama y volvió a abrir los ojos de par en par.
—Quiero publicarlo —aseguró al tiempo que cogía el manuscrito y dándole una manotada—. Espero que me dejen hacerlo. Estoy convencido de que así será, porque es realmente brillante.
—Estupendo —dije, no sin sentir una leve punzada de celos—. Sólo hace falta un poco más de ayuda de tu parte y del agente Pupcik para que acabe convertido en el nuevo Jean Genet. Hace mucho tiempo que nadie escribe un buen libro en la cárcel.
Arrugó la nariz y comentó:
—No creo que matar al perro de alguien sea un crimen tan terrible, Tripp. ¿No se considera un mero acto de gamberrismo?
—¿No te ha dicho nada de la chaqueta, Crabtree?
Negó con la cabeza, y su expresión cambió y se hizo ligeramente vaga; había conseguido alarmarlo. Y ésa era otra constatación inquietante.
—Míralo de esta manera —le dije—: no tendrás ninguna dificultad para hacerle publicidad.