Abrí el maletero muy lentamente, para evitar que chirriase. La luz de la luna iluminó a Doctor Dee, Grossman y la tuba huérfana, cada uno durmiendo su particular sueño. Envolví a Doctor Dee con la manta, plegué las puntas bajo su pelvis y pecho, levanté el rígido cadáver y me lo coloqué sobre los brazos. Parecía que pesaba menos que la noche anterior, como si la materia de su cuerpo se fuese evaporando en forma de pestilentes gases.

—Tú serás la siguiente —le prometí a Grossman. En cuanto a la tuba, todavía no tenía decidido qué hacer con ella.

—¿Te parece bien que te esperemos aquí? —preguntó Crabtree a través de la ventanilla abierta mientras yo rodeaba el coche. Oí el leve golpeteo de las píldoras en el frasquito que tenía en la mano.

—Lo prefiero —dije.

Miré a James, que estaba en el asiento trasero junto a Crabtree. Tenía los ojos vidriosos y la sonrisa petrificada de alguien que trata de sobrellevar un moderado malestar intestinal. Me di cuenta de que hacía un serio esfuerzo por no dejarse arrastrar por el pánico.

—Y tú, James, ¿estás de acuerdo con el plan? —le pregunté, e hice un gesto con la cabeza que abarcaba el cadáver de Doctor Dee que sostenía entre los brazos, el amplio y sombrío asiento trasero del coche, la mansión de los Leer, la luz de la luna, el desastre que se avecinaba.

Asintió y me advirtió:

—Si oyes un ruido raro, como de un ascensor, sal corriendo.

—¿De qué es el ruido?

—De un ascensor.

—Vuelvo enseguida —dije.

Cargué con Doctor Dee por el camino de gravilla y rodeé la parte trasera de la casa hasta la habitación de James. Necesitaba una mano libre para girar el pomo, así que apoyé el cadáver del chucho contra la puerta, abrí y entré. Aguantando todo el peso de Doctor Dee con un solo brazo, retiré la colcha de la cama de James y tiré al perro sobre el colchón. Los muelles resonaron como campanas. Volví a colocar la colcha hasta cubrir la cabeza de Doctor Dee y dejé que asomase un mechón de pelo negro. Me daba cuenta de que era algo pueril, pero resultaba tan convincente, que no pude menos que sonreír.

Cuando volví a entrar en la sala de billar para dejar la manta, reparé en otro conjunto de fotografías colgadas en la pared, encima del televisor. Éstas, sin embargo, no eran de ninguna película. Eran viejas fotos de familia, la más reciente de las cuales mostraba a un inconfundible James de cinco años, con un disfraz de cowboy rojo y negro y blandiendo con gesto serio un par de revólveres cromados. En otra aparecía un hombre apuesto que me resultó completamente desconocido con un James bebé en brazos; al fondo los vagones de un tren atravesaban un paisaje invernal. En otra se veía a James con una minúscula pajarita roja sentado sobre el regazo de una Amanda Leer mucho más joven. El resto de las fotografías eran típicos retratos de estudio de la Europa y la América de antes de la guerra, con hombres engominados, mofletudos bebés con vestidos de volantes y mujeres de tonos sepia con ondulantes bucles. Probablemente no me habría fijado en ellas de no ser porque una era la copia exacta de una fotografía que colgaba de la pared del amplio recibidor de mi casa, en el que Emily había enmarcado y colgado su museo histórico personal.

En la fotografía aparecían nueve varones de semblante serio, entre la juventud y la mediana edad, ataviados con trajes negros y sentados en sillas de respaldo recto tras una lustrosa pancarta de terciopelo. Sabía que el hombre que ocupaba el centro del grupo, un individuo pequeño, pulcro y con un aire ligeramente enojado, era Isidore Warshaw, el abuelo de Emily, que había sido propietario de una confitería en Hill, no lejos de donde modernamente se erigía el Hit-Hat de Carl Franklin. CLUB SIONISTA DE PITTSBURGH, se leía en la pancarta, formando un arco sobre una estrella de David. Había una segunda inscripción, bordada bajo la estrella en brillantes carácteres hebreos. Me sorprendió tanto encontrar esa fotografía en casa de otra persona, que tardé un minuto en darme cuenta de que no era la que tenía en la mía, sino una copia idéntica. Reparé entonces en el tipo alto y delgado sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la fotografía, que miraba hacia su derecha mientras todos los demás tenían la vista fija en la cámara; siempre había estado allí, así que debía haberlo visto miles de veces antes, sin fijarme en él. Era delgado, apuesto, de cabello oscuro, pero sus facciones parecían borrosas, distorsionadas, como si hubiese movido la cabeza en el instante en que el obturador de la cámara se abría y cerraba.

Oí un ruido, una especie de gemido semihumano, débil y afligido, como la llamada de un faro entre la niebla. Durante un extraño instante me pareció escuchar el sonido de mi propia voz, pero comprobé que el sonido provenía de las profundidades de la casa y hacía vibrar las vigas, el techo y el cristal de las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared. Era el ascensor. Amanda Leer bajaba, tal vez para cerciorarse de que su hijo no había seguido los pasos de George Sanders y Herman Bing hacia la definitiva disolución.

Apagué la luz y me dirigí cojeando a la habitación de James. Cuando estaba a punto de apagar también la luz de esa habitación y largarme de la casa embrujada de los Leer, mi mirada se posó sobre la vieja Underwood manual que había en el escritorio, cuya negra masa estaba decorada, como un coche mortuorio pasado de moda, con una tira de hojas de acanto. Me acerqué y abrí el cajón en el que James había guardado lo que estaba escribiendo cuando llegamos. Consistía en diez u once versiones de un primer párrafo, cada una de las cuales tenía una frase más que la anterior. Todas estaban repletas de subrayados y retoques señalados con flechas. En la hoja de encima se leía algo semejante a esto:

ÁNGEL

Cuando fueron a celebrar la comida de pascua con la familia de él, ella llevaba gafas de sol y su famoso cabello rubio recogido en un pañuelo con un estampado de cerezas. En el taxi, camino del apartamento de los padres de él, se pelearon, pero hicieron las paces en el ascensor. El matrimonio de ella había fracasado, y el de él estaba a punto de hacerlo. Ella no estaba muy segura de que aquél fuese el mejor momento para conocer a la familia de él, y sabía que él tampoco lo tenía muy claro. Se habían desafiado mutuamente a dar aquel paso, como niños que apuestan a ver quién es capaz de caminar por la barandilla de un puente. En la vida de ella, las cosas buenas a menudo acababan resultando ilusorias, y nunca sabía si a sus pies había una profunda corriente de agua o tan sólo una tela pintada de azul.

Él le explicó que en una noche como aquélla, en Egipto, hacía tres mil años, el Ángel de la Muerte había visitado las casas de los judíos. Y que en otra noche como aquélla, hacía diez años, su hermano se había suicidado, y le advirtió que en la mesa de la cocina habría una vela encendida en su memoria. Ella nunca había pensado en la muerte bajo la forma de un ángel, y la idea la fascinó. Sería un ángel con aspecto de obrero, con un delantal de cuero, las mangas subidas y los tendones y músculos marcados en los antebrazos. Seis años después, justo antes de suicidarse, recordaría.

El lamento del ascensor se había agudizado hasta convertirse en un mecánico chirrido herrumbroso, como el sonido de una vieja bomba de agua, y se hacía más fuerte a cada segundo que pasaba. La casa se estremecía, suspiraba y bombeaba como un corazón. No disponía de mucho tiempo. Dejé el manuscrito donde lo había encontrado, cerré el cajón y me dirigí hacia la puerta. Cuando pasé junto a la cama, me fijé en el vaso vacío de la mesilla de noche, en el que ya había reparado antes, y descubrí que tenía pegada una etiqueta naranja con el precio, 79 centavos. ¡James había robado de la cocina de los Warshaw el vaso que había contenido la vela en memoria de Sam! Me acerqué a la mesilla y lo cogí. Descubrí que durante sus veinticuatro horas de vida una polilla había caído sobre la vela conmemorativa del yahrzeit y se había ahogado en la piscina de cera. Metí un dedo, saqué el cadáver de la polilla errante y lo deposité sobre la palma de mi mano. Era una polilla pequeña, anodina, de un color como de polvo, con las alas destrozadas.

—¡Pobre bicho! —dije.

El ascensor aterrizó como un martillazo. Se escuchó el crujido de la caja y un chirrido de goznes. Me metí la polilla en el bolsillo de la camisa, apagué la luz y salí corriendo a la profunda, silenciosa y episcopaliana oscuridad, solemne y dulzona como la noche en un campo de golf.

Una vez alcanzada la seguridad del coche, encendí el motor y nos alejamos de la entrada y de su discreto par de piñas.

—James —dije cuando ya habíamos recorrido la mitad de la manzana y ganábamos velocidad. Miré por el retrovisor, casi esperando ver una fantasmagórica silueta en camisón gesticulando indignada junto a la verja de la mansión de los Leer. Pero no había nada, excepto la luz de la luna, los oscuros setos y un lejano y negro punto de fuga—. ¿Eres judío?

—Más o menos —respondió. Iba en el asiento trasero, con su mochila sobre el regazo y aspecto de estar totalmente despierto—. Quiero decir que si, pero mis abuelos… Digamos que… no sé… Creo que abjuraron.

—Siempre había creído que… Como el catolicismo ocupa un lugar tan importante en tus relatos…

—No, simplemente, me gustan los rollos católicos por lo retorcidos que pueden llegar a ser.

—Y esta noche estaba convencido de que eras episcopaliano. O al menos presbiteriano.

—De hecho, vamos a la iglesia presbiteriana —dijo James—. Bueno, ellos van. Por navidades. Mira, recuerdo que una vez fuimos a un restaurante de Mount Lebanon y pedí un cream soda[41]. Se pusieron a chillarme, diciendo que era demasiado judío. Al parecer, tomar un cream soda es lo único que he hecho que puede considerarse propio de un judío.

—Pues te libraste por los pelos —dijo Crabtree con solemnidad—. Antes de que te hubieras dado cuenta, te habrían atado las filacterias.

—Entonces, ¿qué opinas de la pascua? —le pregunté a James—. ¿Y del seder de los Warshaw?

—Fue interesante —respondió—. Y fueron muy amables.

—¿Y estar con ellos te hizo sentirte judío? —quise saber, pues se me había ocurrido que tal vez fuese ésa la razón de que robase la vela extinguida de la cocina de los Warshaw.

—Pues no, la verdad. —Se puso cómodo, echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo estrellado a través del semitransparente dosel que formaban las ramas de los árboles—. Me hizo sentir que no era nada.

Añadió algo más, pero, como tenía la cabeza echada hacia atrás, la voz le salía ahogada de la laringe y el viento que pasaba por encima del coche se llevaba sus palabras.

—No he oído la última frase —le dije.

—He dicho: «Que no soy nada» —repitió.