Llegamos a Sewickley Heights hacia las tres de la madrugada y circulamos con la capota bajada por calles sinuosas y oscuras. Las aceras estaban bordeadas por enormes sicomoros y altos setos que ocultaban las mansiones que había detrás. Crabtree tenía en las manos un plano de Pittsburgh y sus alrededores, y sostenía entre los labios una notificación de retraso en la devolución de un libro de la biblioteca de la universidad, enviada por correo hacía un par de semanas a James Selwyn Leer, Baxter Drive, 262. Los Leer, tal como pudimos comprobar en la cabina telefónica de una gasolinera Shell, no figuraban en el listín; pero Crabtree, como hombre de recursos que era, inspeccionó la mochila de James y encontró la notificación entre las páginas de la biografía de Errol Flynn. Ahora la mochila descansaba sobre su regazo.

—¿Y la dirección que figura en el manuscrito? —preguntó Crabtree, que ladeó el plano para aprovechar la débil luz de la guantera—. Harrington 5225.

—Es la casa de su tía. Está en Mount Lebanon.

—Lo he mirado en el índice y el nombre de esa calle no está.

—¡Qué extraño!

Mientras conducía hacia la zona residencial de las afueras de Pittsburgh, había puesto a Crabtree en antecedentes de lo que nos había sucedido a James Leer y a mí desde el momento en que le quité al chico su pequeña pistola la noche anterior, así como todas las verdades y mentiras que había descubierto acerca de él. Pero me salté la parte que concernía a la chaqueta de Marilyn Monroe. Me dije que, a fin de cuentas, la tenía perfectamente doblada en el asiento trasero, así que lo único que debía hacer era dejarla ahí hasta mañana y devolverla cuando acompañara a James a casa de los Gaskell para aclararlo todo. Pero lo cierto era que me incomodaba hablar de eso con Crabtree. No tenía ninguna gana de intentar explicarle qué hacíamos James y yo en el dormitorio de los Gaskell. Así que le dije que fue un estúpido accidente el que James le pegara un tiro a Doctor Dee. Mientras le hablaba de James y su libro, Crabtree parecía cada vez más convencido no sólo de que el chaval llegaría a convertirse en un excelente escritor —durante el trayecto le echó un rápido vistazo profesional al manuscrito de El desfile del amor a la luz de la lamparilla de la guantera—, sino, además, de que él, Terry Crabtree, Agente del Caos, era un cambio de agujas hacia el que el tren de James Leer se precipitaba inexorablemente. También le hice un breve resumen de mis penosas andanzas con Emily y los Warshaw, pero no pareció interesarse demasiado por mis problemas, o, al menos, eso era lo que quería que creyese. Todavía estaba enojado conmigo por haberlo dejado solo por la mañana. En cuanto a Chicos prodigiosos, no hizo ningún comentario, y me daba miedo preguntarle al respecto. Si se lo había mirado y no tenía nada que decirme, su silencio resultaba bastante significativo.

—La calle Baxter es la siguiente —dijo levantando la vista del plano.

Opté por girar a la izquierda. La numeración empezaba en el 230 e iba hacia arriba. Apagué los faros, y cuando nos aproximábamos al 262 paré el motor. Gracias al impulso que llevaba, el coche se deslizó hasta el camino de acceso a la mansión de los Leer. La entrada estaba bordeada por columnas coronadas por piñas de piedra. A ambos lados se extendía una verja de hierro con unas puntas de lanza de aspecto horrible, que se extendía unos treinta metros hacia ambos lados y después se perdía en la oscuridad. Nos apeamos del coche y cerramos con sumo cuidado las puertas. Después nos adentramos con paso inseguro en el camino de acceso a la casa de los Leer, un largo y serpenteante río de la mejor gravilla, con piedrecitas que parecían hematites y ópalos tallados, y que describía una serie de perezosos meandros a través de los treinta metros de césped que nos separaban del amplio porche de la casa. Éste tenía que ser amplio por fuerza pues rodeaba por completo la mansión de los Leer, un excéntrico edificio de piedra con cubierta de tejamaniles y adornado con marquesinas, entramados y ventanas abuhardilladas que asomaban en todas direcciones, a lo que habría que añadir una amplia colección de aleros. La puerta principal y buena parte de la fachada estaban iluminadas por focos ocultos entre los setos.

—¡Dios mío, Crabtree! —dije en voz baja—. Esta casa tiene cincuenta o sesenta ventanas. ¿Cómo vamos a dar con el dormitorio de James?

—Lo tienen confinado y encadenado en el sótano, ¿recuerdas? Sólo tenemos que encontrar la puerta de la bodega.

—Si es que James no mentía —comenté—. Si es que no es mentira todo lo que ha contado.

—Si todo lo que ha contado fuese mentira —reflexionó Crabtree—, ¿cómo habríamos llegado hasta aquí?

—Buena pregunta —admití.

Recorrimos el camino en dirección a la casa y cuando ya estábamos cerca, vislumbré una larga y estrecha franja de luz que se filtraba a través de los árboles de la izquierda. En alguna parte del piso superior, en un extremo de la casa, había una lámpara encendida.

—Sus padres todavía están despiertos —dije señalando la luz.

—Deben de estar afilándose los dientes —comentó Crabtree, que a causa de la genuina simpatía y el creciente deseo que sentía por James Leer se sentía inclinado a decir tonterías; era algo habitual en él—. Vamos.

Lo seguí. Rodeamos la casa y llegamos al jardín trasero. Parecía saber adónde se dirigía. La gravilla crujía ruidosamente bajo nuestros pies, y traté de caminar con el sigilo de los indios, apoyando sólo la punta y el talón de uno y otro pie alternativamente, pero me resultaba doloroso, así que al final opté por recorrer el trecho sembrado de gravilla lo más deprisa que pude.

No se veía ninguna puerta de una posible bodega, ni había señales de que hubiera una bodega, pero en los cimientos de cemento visto de la parte trasera de la casa había una especie de piso bajo con una puerta acristalada y una ventana a cada lado. Las ventanas estaban tapadas con visillos punteados, que filtraban el brillo de la luz proveniente del interior. Al otro lado de la puerta una dulce y melancólica voz femenina cantaba:

¿Por qué estar triste,

aunque él me haya abandonado?

¿Por qué llorar, suspirar y preguntarse el porqué?

¿Y preguntarse el porqué?

—Es Doris Day —dijo Crabtree.

Sonreí, y asintió.

—Aquí está James Leer —dijimos al unísono.

Golpeé con los nudillos en la puerta de vidrio y después de varios segundos James abrió. Vestía un pijama rojo que le iba corto de mangas y de piernas, le sobraba en los fondillos y tenía agujeros y manchas de tinta por todas partes. Estaba despeinado, le brillaban los ojos y no dio muestras de sorprenderse de vernos. De hecho, al principio ni siquiera pareció reconocernos. Se rascó la nuca con la punta de un lápiz y parpadeó.

—¡Hola! —nos saludó, meneando la cabeza como para acabar de despertarse de un sueño—. ¿Qué hacéis aquí?

—Hemos venido a rescatarte —le dijo Crabtree—. Vístete.

—Teniendo en cuenta el pijama que llevas, no entiendo por qué te reías de mi albornoz —añadí.

Entramos en la habitación, que yo había imaginado como una celda de castigo: bombillas desnudas, un camastro de hierro en una esquina con una colcha andrajosa y paredes sin otro recubrimiento que una fina capa de pintura blanca. En cambio, nos encontramos con una vieja bodega bastante bien arreglada y tan amplia como la propia casa, de la que emanaba un agradable olor subterráneo de barro, libros de segunda mano y mantas enmohecidas. El bajo techo estaba sostenido por imponentes vigas de roble y el suelo había sido pintado en la época en que estaba de moda que los aposentos de la servidumbre pareciesen cubiertos por una alfombra persa roja. La pintura de la falsa alfombra había saltado en su mayor parte, dejando al descubierto el gris original, pero en las esquinas y los bordes todavía quedaban vistosos fragmentos de motivos geométricos de color sangre. La habitación estaba iluminada por una docena de candelabros eléctricos, algunos de ellos tan altos como James; un bosquecillo de árboles negros de hierro forjado con adornos dorados, conectados a un par de enchufes de la pared por medio de un manojo de cables. Las paredes, que eran de mampostería, de un gris muy subido, estaban cubiertas de libros amontonados formando escaleras de caracol, arcos hundidos y puntiagudas torres gaudinianas, y sobre los capiteles de esa ciudad de papel colgaba una colección de fotografías, pósters y otros fetiches cinematográficos reunidos por el entusiasta James. A la derecha de la puerta, bajo un enorme y barroco dosel de terciopelo negro abombado y lleno de agujeros, estaba la cama de James, como un galeón hundido. Junto a la gran cama había una mesilla de noche con la parte superior de mármol rosa encajada en un fino reborde dorado, sobre la que había un paquete de Kleenex, un vaso de zumo vacío y un tarro de vaselina para usos masturbatorios. La cama todavía estaba sin deshacer, y James había doblado cuidadosamente la ropa vieja que yo le había prestado y la había colocado no menos cuidadosamente a los pies. Del abrigo negro no había ni rastro.

—Me gusta cómo te lo has decorado —comentó Crabtree, rodeando uno de los árboles de hierro forjado, mientras echaba un vistazo al lugar. Algunas de las bombillas de los candelabros eran de las que simulan el parpadeo de una llamita—. ¿Cuándo se muda aquí el capitán Nemo?

James se sonrojó, no sé si por la pregunta o por la proximidad de Crabtree. Parecía un poco asustado por su presencia, una actitud realmente juiciosa.

—Son todo cosas de mi abuela —explicó James, que dio un paso atrás para apartarse de Crabtree—. Se iba a deshacer de ellas.

—¿Tu abuela? —pregunté—. ¿La mujer a la que he conocido esta noche?

James no respondió.

—Eh, Tripp me lo ha contado todo sobre tus padres, tus abuelos y demás, y yo te creo, ¿vale? —le aseguró Crabtree, que por supuesto no era sincero pero, como siempre, lograba resultar convincente—. Por eso hemos venido. —Echó un vistazo al escritorio de James, un primoroso buró con tiradores dorados y una silla giratoria de roble a juego, situado junto al televisor. Sobre el escritorio había una vieja Underwood con una hoja de papel en el carro en la que se veía un párrafo interrumpido en mitad de una frase. Al lado de la máquina de escribir había un montón de hojas pulcramente apiladas; en la mitad inferior de la de encima se vislumbraba la mancha de un texto mecanografiado a un espacio—. ¿Qué estabas escribiendo?

A James la pregunta pareció cogerle por sorpresa. Se abalanzó sobre el escritorio, cogió el manuscrito y lo guardó en uno de los cajones.

—Es otra narración —dijo, y cerró bruscamente el cajón—, pero es una mierda.

—Déjamela ver —le pidió Crabtree, indicándole con la mano que se la trajese—. Quiero leerla.

—¿Qué? ¿Ahora? —James consultó el reloj eléctrico que colgaba de la pared junto a la que estaba su cama. Había reemplazado la esfera original por una fotografía en blanco y negro de un mofletudo actor cinematográfico de mirada enloquecida y disparatados bigotes cuya cara me resultaba familiar; era un secundario de los años treinta—. Es muy tarde.

—No es muy tarde, tío, es pronto —le contradijo Crabtree, que le dirigió una mirada a la que yo mismo había sucumbido muchas veces cuando a las tantas de la madrugada mi amigo decidía que todavía quedaban varias horas de diversión—. Además, Grady me ha dicho que no querías quedarte aquí.

—No, no quería —dijo James, que sucumbió a su vez—. No quiero.

—Pues entonces no veo dónde está el problema.

James sonrió y dijo:

—No hay ningún problema. Dadme un minuto para vestirme.

—Un momento —intervine. Ambos se volvieron para mirarme—. Yo no lo veo nada claro.

—¿Qué te pasa? —preguntó Crabtree.

—James, debo decirte que tengo la sensación de que una vez más te has estado quedando conmigo.

—¿Por qué? —Parecía nervioso—. ¿Ahora qué he hecho?

—Por lo que me explicaste, parecía que en cuanto llegarais a casa te iban a echar a un pozo repleto de alimañas —le espeté—. Y resulta que vives en un jodido palacio, colega.

James inclinó la cabeza y fijó la mirada en sus manos.

—James —intervino Crabtree—, ¿le dijiste a Grady que tus padres…?

—Son mis abuelos. —Levantó la vista y me lanzó una mirada desafiante—. De verdad.

—No lo pongo en duda. —Crabtree sonrió levemente—. ¿Le dijiste que al llegar a casa tus abuelos te echarían a un pozo repleto de alimañas?

—No, creo que no.

—Bueno. —Crabtree me dio un amigable puñetazo en el brazo, como diciendo: «¿Lo ves?»—. Ve a vestirte.

—De acuerdo. —Fue hasta la cama y recogió rápidamente la ropa que le había prestado por la mañana—. ¿Puedo…? ¿Puedo volver a ponérmela, profesor Tripp? —preguntó.

Lo miré y me encogí de hombros.

—¡Joder, si no hay otro remedio! —dije.

Se arredró y comprobé que lo había ofendido. Asintió lentamente y se quedó de pie durante un minuto, jugueteando nervioso con el cuello de mi camisa de franela. Después se volvió y se alejó arrastrando un poco los pies. Desapareció tras una de las dos puertas que había al fondo de la habitación. Al cabo de un instante oímos el aleteo del ventilador del cuarto de baño.

—¡Qué modesto es! —comentó Crabtree con admiración, no sabría decir si auténtica o burlona.

—Ajá.

—Oh, vamos, Tripp. ¿Por qué estás tan cabreado con él?

—No lo sé —respondí—. En realidad, no creo estar cabreado con él. Es sólo toda esa mierda sobre que sus padres no son sus padres, ¿sabes? Quiero decir que ¿a qué viene todo ese rollo? —Meneé la cabeza—. Supongo que lo único que quiero es saber de una vez por todas cuál es la verdadera historia de este capullo.

—La verdad —dijo Crabtree. Se acercó a una pila de libros y tomó los tres de encima. Eran volúmenes de tapa dura, de un tono oscuro y sin adornos—. Eso siempre ha sido importantísimo para ti, ya lo sé.

Estiré el brazo derecho hacia él con el puño cerrado.

—Elige un dedo —le dije.

—Creo que deberías tomártelo con más calma con respecto a ese chico.

—¿Sí? ¿Y por qué?

—Porque ayer te largaste y lo dejaste a oscuras sentado en el aula.

Bajé el puño y exclamé:

—¡Oh!

No se me ocurrió una respuesta mejor. Contemplé con más detenimiento la colección de fetiches cinematográficos de James y descubrí que la decisión de grabarse el nombre del director fallecido en el dorso de la mano no había sido un mero capricho de adolescente. El chico era un fanático de Capra. En la pared contra la que estaba colocado el escritorio se acumulaban en diversos estantes pilas de vídeos en cuyas carátulas se leían títulos como El secreto de vivir, Horizontes perdidos, etcétera, y montones de guiones encuadernados en plástico negro con algunos de los mismos títulos escritos en mayúsculas en los lomos. Y por encima de los estantes estaban colgados los carteles de quince o dieciséis películas de Capra —algunas me resultaban familiares, otras ostentaban títulos desconocidos para mí, como Dirigible o La locura del dólar—, además de docenas de fotografías de plató, la mayoría de las cuales me pareció que procedían de ¡Qué bello es vivir! y Juan Nadie. Esa pared era, por decirlo de algún modo, la capital del reino de la devoción cinematográfica de James, desde la cual su imperio se había ido extendiendo hacia arriba, por las gruesas vigas del techo, y hacia los lados, por las restantes paredes de la habitación, en las que se habían formado prósperas colonias consagradas a algunas de las grandes estrellas que trabajaron a las órdenes de Capra: Jimmy Stewart, Gary Cooper y Barbara Stanwyck, de las que había fotos enmarcadas, pósters y programas de mano de muchas de sus películas, tanto obras maestras como olvidados filmes menores, desde Annie Oakley a Ziegfeld Girl. En las esquinas más alejadas el imperio de la obsesión de James parecía desintegrarse en una vaga zona fronteriza de culto hollywoodiense, en la que se habían establecido unos pocos puestos avanzados en los que asomaban Henry Fonda, Grace Kelly o James Mason.

Después, abriéndome camino entre los candelabros y las pilas de libros y vídeos, me acerqué al enorme y negro barco naufragado que era su cama y comprobé que la pared posterior estaba cubierta por unas cuarenta fotografías en papel satinado de actores de cine cuyo nexo de unión entre ellos o relación con Frank Capra no fui capaz de dilucidar. Ahí estaban Charles Boyer, una exquisita mujer que me pareció que podía ser Margaret Sullavan, y, de nuevo, el rostro sonriente, mofletudo y bigotudo del personaje del reloj de James. Al igual que el de este individuo, los rostros de muchos de los actores de las fotografías me resultaban familiares, pero no podía identificarlos con precisión; algunos otros, en cambio, me eran completamente desconocidos. El centro estaba reservado a varias fotografías muy famosas de Marilyn Monroe —tumbada desnuda sobre terciopelo rojo, leyendo el Ulises, luchando contra la corriente de aire de la rejilla del metro que le levanta la falda—, y mientras las contemplaba creí descubrir cuál era el eje vertebrador de las fotos que colgaban de aquella pared. Deduje que se trataba de un imperio rival que se disponía a conquistar las paredes de la habitación de James: el advenedizo reino de los suicidas de Hollywood. Supuse que la chaqueta de satén habría pasado a formar parte de él.

—¿Herman Bing se suicidó? —le pregunté a Crabtree, y señalé al tipo de los bigotes tiesos—. ¿Reconocerías a Herman Bing si vieras su fotografía?

—Mira esto —dijo Crabtree, haciendo caso omiso de mi pregunta. Y tomó varios libros con cada mano para mostrármelos—. Todos estos volúmenes son de bibliotecas públicas.

—¿Y?

—Y deberían haber sido devueltos —me miró y enarcó las cejas en un gesto de complicidad— hace un par de años. Éste hace tres. —Tomó otro libro y le echó un vistazo al pequeño papel pegado en la solapa. Lanzó un silbido—. Este hace cinco. —Tomó otro—. Éste ni siquiera tiene anotada la fecha del préstamo.

—¿Crees que los ha robado?

Crabtree se puso a revolver los libros, derrumbando torres y hundiendo bóvedas.

—Todos son de bibliotecas —aseguró mientras, acuclillado y dando pasos hacia atrás como un cangrejo, echaba un vistazo a los libros de la parte baja de la pared—. Todos, sin excepción.

—Ya estoy listo —dijo James, que reapareció con mis tejanos, que le iban enormes, y subiéndose las largas mangas de mi camisa de franela.

—Me da la impresión de que le van a caer a usted unas multas de campeonato, señor Leer —dijo Crabtree señalando los libros.

—¡Oh! ¡Ah! Yo…, uh, bueno, yo nunca… —balbució James.

—Tranquilo —dijo Crabtree. Cerró bruscamente uno de los libros robados y me lo tendió—. Toma. —Se enderezó y cogió a James del brazo—. Larguémonos.

—Uh, hay un pequeño problema —dijo James, que se liberó de la mano de Crabtree—. La vieja baja aquí más o menos cada media hora para vigilarme, lo juro. —Echó un vistazo a las manecillas sobre el rostro de Herman Bing—. Probablemente vendrá dentro de unos cinco minutos.

—La vieja —repitió Crabtree, y me guiñó un ojo—. ¿Y por qué te vigila? ¿Qué teme que hagas?

—No lo sé —respondió James, sonrojándose—. Supongo que escaparme.

Miré a James y recordé su aparición en el jardín de los Gaskell con aquel oscilante brillo plateado en su mano. Después eché un vistazo al lomo del libro que Crabtree me había dado y descubrí con asombro que era un ejemplar reencuadernado de Las abominaciones de Plunkettsburg, de August Van Zorn, propiedad de la Biblioteca Pública de Sewickley. Según constaba en la etiqueta de control, había sido dejado en préstamo en tres ocasiones, la más reciente en septiembre de 1974. Cerré los ojos y traté de apartar de mi mente aquella prueba de la inutilidad del arte de Albert Vetch, de la inutilidad de cualquier manifestación del arte, del esfuerzo humano, de la vida humana en general. Sentí un súbito acceso de náuseas y el ya familiar zumbido que me perforaba el cráneo. Me pasé la mano por delante de la cara, como si tratase de ahuyentar una nube de avispas. Comprendí que podía escribir diez mil páginas más de brillante prosa y no por ello dejar de ser un minotauro ciego dando traspiés sin ton ni son, un exchico prodigioso fracasado, adicto a la marihuana, con problemas de obesidad y un perro muerto en el maletero del coche.

—Necesitamos un señuelo —dijo Crabtree—, eso es lo que necesitamos. Hay que meter algo que haga bulto en tu cama para que parezca que estás durmiendo.

—Claro, un par de buenos jamones, por ejemplo —propuso James—. Utilizaron ese truco en La isla de los corsarios.

—No —dije, y abrí los ojos—. Un par de jamones no. —Ambos se quedaron mirándome—. ¿No tienes alguna lona o algo parecido por aquí? O una manta de reserva. Algo resistente.

James reflexionó unos instantes y con un movimiento brusco de la cabeza señaló las puertas al fondo de la habitación.

—Allí. La puerta de la izquierda. En el armario hay varias mantas. ¿Qué pretendes hacer?

—Voy a vaciar mi maletero —respondí.

Fui hasta la puerta contigua a la del lavabo, la abrí y entré en un cuarto oscuro que olía menos a rancio y a humedad que el aposento de James. Encendí la luz y descubrí que se trataba de una especie de informal sala de juegos, con paredes forradas de madera de abeto sin barnizar y una alfombra beréber. Había un bar y un viejo televisor Philco, al fondo, y, justo en el centro, una mesa de billar. En el bar no había nada, el televisor estaba desenchufado y ni rastro de tacos de billar. El armario que había mencionado James estaba junto a la puerta. Lo abrí y en uno de los estantes bajos encontré una pila de andrajosas colchas y mantas. Ninguna de ellas parecía suficientemente grande para lo que tenía pensado hacer, pero había una manta a rayas como la que Albert Vetch solía ponerse sobre el regazo para combatir los gélidos vientos que soplaban desde el vacío cósmico. Me la eché sobre un hombro y volví a la habitación de James. Él y Crabtree estaban sentados en la cama. La mano de Crabtree había desaparecido bajo la camisa de James —mi camisa— y se movía sobre el pecho del chico con un arrobamiento sosegado y metódico. James miraba hacia abajo y contemplaba a través de la abertura del cuello cómo Crabtree le metía mano. Cuando entré en la habitación, James me miró y me sonrió con una expresión soñolienta y vulnerable, como la de alguien sorprendido sin sus inseparables gafas.

—Estoy listo —dije en voz baja.

—Ajá —dijo Crabtree—. Nosotros también.