Después que James se marchó subí a la antigua habitación de Sam y me quedé un rato en la puerta. Por la ventana se filtraba la luz de la luna, que iluminaba la cama sin hacer, vacía, deslumbrantemente desnuda y fría. Me sentí como imantado por ella. Entré en el cuarto y encendí la luz. Varios años después del fallecimiento de Sam, su dormitorio de la casa de la avenida Inverness fue reconvertido en una especie de cuarto de costura y estudio para Irene, pero su habitación de la casa de campo no fue tocada, y tanto la decoración como el mobiliario eran los de un dormitorio juvenil pasado de moda. La colcha estaba adornada con el semiborrado dibujo de unos vaqueros a caballo tirando el lazo. Los libros colocados en el estante sobre el pequeño escritorio tenían títulos como El gran libro de la policía montada del Canadá, ¡Ensayo!, Historia de la Academia Naval y Lew Walker, cirujano del espacio. La cabecera de la cama, el armario y el ya mencionado escritorio eran del mismo estilo, de inspiración vagamente náutica, y estaban guarnecidos con cuerdas y falsas anillas de hierro. Todo estaba descolorido y raído, con manchas de moho y agujeros causados por la carcoma. Irene e Irv nunca habían pensado conscientemente en convertir la habitación en un santuario o un museo dedicado a su hijo —su único hijo biológico— muerto, pero lo cierto es que no habían tocado nada, y algunas de las viejas pertenencias de Sam de la casa de Pittsburgh —una caja hecha con un caparazón de tortuga, una estatuilla de Kali, un banderín del instituto Reisenstein— habían ido a parar, como huesecillos de dedos a un relicario, al dormitorio de Sam en Kinship.

Me senté en la pequeña cama y me dejé caer hacia atrás. Mientras intentaba levantar las piernas para estirarlas sobre el colchón, el tobillo sano se me enredó con algo semejante a una cuerda. Me reincorporé y vi que eran las correas de la mochila de James. Cuando descubrí que se la había dejado sentí una aguda punzada de culpabilidad. Pensé que no debiera haber permitido que aquel par de fantasmas lo secuestrasen y se lo llevasen en su fantasmagórico coche gris.

—Lo siento, James —dije.

Metí la mano en la mochila y saqué el manuscrito de El desfile del amor. Lo abrí y volví a estirarme, con la cabeza apoyada en la cabecera de la cama de Sam. A mi alrededor, la casa y sus ocupantes dormitaban. Estaba enclaustrado, aislado del mundo por el haz de luz de la lámpara de la mesilla de noche. Empecé a leer.

Comprobé que era una novela de época, ambientada a mediados de los años cuarenta. Comenzaba en una triste y sucia población industrial del árido interior de Pensilvania, surgida de lo más profundo de la imaginación de James. El protagonista, un chico de dieciocho años llamado John Eager[36], vivía en una destartalada casa a orillas de un río apestoso con su padre, conductor de carretilla elevadora en la fábrica de maniquíes Seitz, y su abuelo paterno, un viejo cabrón llamado Hamilton Eager que aparecía por primera vez en la página 3 envenenando al perrito del chico. La madre de John Eager, una mujer enfermiza que era cocinera en la cantina de la fábrica de maniquíes, había fallecido la primavera anterior de neumonía; sus últimas palabras dirigidas a su hijo fueron: «Eres un chico apuesto».

Tan apuesto era, que resultaba invisible, según se desprendía del párrafo siguiente:

Su rostro era como el de uno de los maniquíes para sombreros de la fábrica Seitz. La nariz, semejante a una aleta de tiburón. Los labios, rojos como una señal de stop. Los ojos, negros, con largas pestañas, y vidriosos como los de una cabeza de ciervo colgada en una pared. No había nada en su rostro que quedase grabado en la memoria de la gente que lo veía. Sólo la vaga impresión de que era apuesto. En las fotografías siempre aparecía como si hubiese movido la cabeza en el momento de tomarlas.

Las primeras ciento cincuenta páginas del libro consistían en la ensoñación autobiográfica de John Eager mientras viajaba en autobús a Wilkes-Barre para comprar la pistola con la que en la página 163 le dispararía un tiro entre ceja y ceja a Hamilton Eager como venganza por el envenenamiento de su querido perro Warner Oland. Era una ensoñación perturbadora y poética, demasiado larga, pero con momentos muy convincentes relacionados con episodios de abusos sexuales, violación, incesto, cacería de ciervos, instintos pirómanos, la habitual marca de fábrica de James a base de torturado catolicismo en clave bufa, tentativas de suicidio y los momentos de éxtasis del joven protagonista en la primera fila del cine del pueblo, el Marquis. Al lector no podía sorprenderle que John Eager acabara convirtiéndose en un chico solitario que padecía una profunda falta de autoestima y contaba descomunales mentiras al primero que se le ponía a tiro.

Después de asesinar a su abuelo, John Eager hacía una aparición sorpresa en el baile de homenaje a los exalumnos del instituto y le pegaba un tiro a un compañero de clase, un matón llamado Nelson McCool que se había pasado la vida aterrorizándolo de maneras tan diversas y crueles que el lector agradecía que finalmente recibiese su merecido. Tras cometer estos crímenes, con los dobladillos de los pantalones empapados de sangre, John Eager se arrodillaba para confesar sus pecados en la iglesia de San Juan Nepomuceno. Después se largaba en otro autobús que lo conducía, en bastantes menos páginas que en el trayecto anterior, a Los Angeles, donde trataba infructuosamente de entrar en el recinto de la Fox, recibía una paliza en el pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles y, en una escena a un tiempo tierna y siniestra, estaba a punto de ligar con un olvidado actor del cine mudo antes de decidir entregar su infeliz alma al océano Pacífico en la playa de Venice. En la penúltima escena, de camino a Venice en un autobús, se topaba con una chica rubia más bien patética llamada Norma Jean Mortensen, en quien reconocía a un alma gemela —una informe suma de anhelos, mentiras, falta de autoestima y sensación de vacuidad—, y su ajustado suéter barato, sus medias con carreras y su transparente ambición de convertirse en la mayor estrella del mundo ayudaban a John, por algún motivo que no acabé de entender, a reafirmarse en su decisión definitiva de tirarse al mar.

Leí todo el manuscrito —doscientas cincuenta páginas justas— de un tirón en algo menos de un par de horas. Al acabarlo no sabía muy bien qué pensar. La narración era dinámica y sólida, y, como la mayoría de buenas primeras novelas, mostraba esa convicción imperturbable, aunque errónea, de que todos los episodios chocantes y los comportamientos humanos extremos que aparecían en sus páginas provocarían en el lector sensaciones de asombro y horror totalmente nuevas. Se trataba de un ejercicio insolente, ridículo y apasionante a un tiempo, con un poso de genuina tristeza que impedía que la obra naufragase en las aguas revueltas del melodrama. Lo cierto es que James, por evolución personal, por simple aburrimiento o por haberse hartado de escuchar mis continuas críticas y las de sus condiscípulos, había dejado de lado sus estúpidos experimentos de sintaxis y puntuación, y la prosa resultante, aunque caprichosa y cuajada de símiles, resultaba convincente y uno tenía la sensación, al menos mientras duraba la frase o el párrafo que leía, de que los acontecimientos descritos habían sucedido de verdad.

Y, sin embargo, cuando acabé el manuscrito no pude evitar pensar que la mayor parte de lo narrado parecía totalmente falso. La apabullante acumulación de detalles de época, sin un solo anacronismo o dato erróneo, resultaba algo forzada y mecánica: había decenas de referencias a la moda, las orquestas de jazz y los grandes automóviles cromados, pero resultaba obvio que no era material de primera mano, sino que estaba tomado de viejas películas. Aparte de varias anécdotas de la infancia y primera adolescencia, y del extraño episodio con la vieja estrella de cine de cara empolvada y fular anudado al cuello, el grueso de El desfile del amor parecía escrito a base de cosas oídas, retazos y material de segunda mano. La gente hablaba, se divertía y reaccionaba ante los otros como en las películas. Las cosas que sucedían eran las que suelen suceder en las películas. Dejando al margen algunas reacciones emocionales, había muy pocos episodios en la novela que pareciesen provenir de la experiencia vital de su autor. Era una obra de ficción escrita por alguien que sólo conocía ficciones, una especie de La tempestad que hubiera sido escrita por la solitaria Miranda[37], cuya idea del mundo procedía exclusivamente de la lectura de las novelas de la biblioteca de su padre.

Dejé el manuscrito en la mesilla de noche. Pensé que quizá no era la persona más indicada para juzgar con imparcialidad el trabajo de James Leer. Sabía que en el fondo sentía celos del chico: de su talento, a pesar de que yo también lo tenía, y de su juventud y energía, a pesar de que era absurdo por mi parte lamentarme de haberlas perdido; pero, por encima de todo, sentía celos de algo tan tonto como el hecho de que hubiese terminado su libro. A pesar de todos los defectos que quizá tuviera, podía sentirse orgulloso de haberlo conseguido. La reacción dinámica que se produce por la combinación de ostracismo e imaginación, así como los problemas de convivencia en una familia desestructurada, eran temas muy bien tratados, y la escena en el autobús con una todavía desconocida Marilyn, aunque no resultaba del todo convincente, estaba escrita con el entusiasmo de un auténtico fan y era una grata sorpresa. Y había otra escena anterior que no me había podido quitar de la cabeza durante la lectura y que todavía me inquietaba. Tomé de nuevo el manuscrito y lo abrí por la página 52, en la que el narrador rememoraba con suma crudeza el día de agosto de 1928 en que el viejo Ham Eager violó a la esposa de su recién casado hijo.

Así pues, el viejo la agarró por el cuello como si fuese una paloma. Le aplastó la cara contra el polvoriento y amarillento colchón de su cama. Ella no podía respirar. Él había estado recogiendo moras al borde de la carretera y todavía tenía los dedos manchados.

El narrador proseguía su relato en el mismo tono desapasionado y comentaba que nueve meses después nació John Eager. Al leer ese pasaje por primera vez se me erizó el vello de la nuca, y al releerlo ya no me sentí tan seguro de que hacía un rato James Leer me hubiese mentido, a pesar de que no ignoraba que los mentirosos más hábiles siguen haciéndolo a la perfección mucho tiempo después de haber sido descubiertos. No creía que Fred Leer fuese al mismo tiempo el padre y el abuelo de James, pero aun así no pude evitar una súbita punzada de culpabilidad en el pecho por haber permitido que aquel par de elegantes espectros se lo llevasen. Volví a dejar el manuscrito, me puse en pie y empecé a dar vueltas por la habitación, pensando en James Leer.

¿Por qué El desfile del amor? Como de costumbre, James parecía haber elegido ese título más por lo bien que sonaba que por la conexión que pudiese tener con la trama o los personajes de la historia. Había una especie de simpático guiño en la elección de títulos por parte de James, como si escribiendo libros titulados La diligencia o Avaricia esperase convertirse no en un simple escritor, sino en todo un estudio cinematográfico; quería construir, en el solar vacío que era su vida, una ciudad rebosante de figurinistas, ingenieros de sonido, guerreros griegos, bucaneros e indios kickapoo, una ciudad en la que pudiera ejercer de productor y director, guionista, foquista y maquillador, figurante destinado al estrellato y actriz principal en la cima de su carrera. He conocido a montones de cinéfilos en mi vida, desde gentes que soñaban con ser travestís e idolatraban los rostros de las grandes divas, hasta nostálgicos compulsivos que se metían en una película como quien se mete en una máquina del tiempo o en una botella de whisky y programa un viaje sin regreso. Y, en mayor o menor grado, esa obsesión estaba relacionada, como cualquier otra, con una sensación de vacío existencial. Pensé que en el caso de James lo que debía de fascinarle eran las cambiantes personalidades de los actores y actrices: las biografías oficiales de las oficinas de prensa; los seudónimos artísticos; los papeles que interpretaban, saltando continuamente de un personaje a otro. Y había influido sobremanera en él, según se desprendía de la lectura de su novela, la atmósfera de comunidad que emanaba de la vida en las pequeñas ciudades de provincias cuyas excelencias cantaban muchas de las películas del Hollywood de los años dorados.

Sin embargo, era lo bastante inteligente para percatarse de que esa atmósfera era una pura ilusión —cuya ambivalencia quedaba reflejada en El desfile del amor—, y lo bastante depresivo para que le fascinase el reverso del medallón hollywoodiense, representado por la aspirante a estrella que aparece en un rincón en la escena de la fiesta de Cautivos del mal y después se toma noventa y dos nembutales y se precipita al vacío desde la terraza de su casa, por la desolación del guionista incluido en la lista negra durante la caza de brujas, por la triste patología de la verdadera vida sexual de un mítico galán de la pantalla o por el trágico destino de Sal Mineo, Jayne Mansfield o Thelma Todd. Y me dije que el acto culminante de su particular pasión cinéfila había sido tatuarse el nombre de Frank Capra en una mano. A Capra siempre se le ha considerado un director sentimentaloide, pero el mundo que aparece en sus películas está lleno de sombras —recuerden que sólo la vida de un hombre separaba Bedford Falls de la chillona pesadilla de Pottersville—, en las que a menudo acecha el espectro de la ruina, el suicidio y la vergüenza. Apesadumbrado por el fallecimiento del director que había dotado de un aura romántica a la América de las pequeñas ciudades de provincias, James decidió grabarse su nombre en su propia carne con una aguja.

Me senté en la cama, crucé los brazos y al cabo de un momento me puse en pie de nuevo. Tomé del estante Lem Walker, cirujano del espacio y leí un pasaje en el que se relataba la ceremonia de graduación en la Academia de Medicina de Altair IV, mientras en el cielo estallaba una tormenta de positrones. Abrí los cajones del viejo escritorio de Sam y comprobé que no había nada, excepto un caramelo Pez y un centavo de 1964. Traté de borrar de mi mente la sensación de que, de todas las personas cuya confianza había traicionado a lo largo de mi vida, James Leer era probablemente la menos capaz de soportarlo.

—Muy bien —dije en voz alta mientras contemplaba con remordimiento la mochila de James al tiempo que deseaba con toda mi alma egoísta y marchita como una pasa tumbarme en la cama de Sam Warshaw, fumarme un canuto y leer el episodio de la epidemia de «fiebres cetusianas» entre los «pueblos de las colmenas» de Betelgeuse V de las aventuras de Lem Walker. Pero mi negro y mezquino corazón estaba prisionero en el asiento posterior de un Mercedes gris que había emprendido un largo y silencioso viaje de regreso a Pittsburgh—. Creo que eso es lo que debo hacer.

Cogí el manuscrito y la mochila y bajé por las escaleras. En el último peldaño perdí el equilibrio y me torcí el tobillo sano. Fui hasta la cocina dando saltos y descolgué el teléfono. Marqué el número de mi casa. Respondió Hannah. Le expliqué dónde estaba.

—Te echamos de menos —dijo ella casi gritando. Al fondo se oía a Wilson Pickett, los elefantes de Aníbal, un tiroteo, gritos de mujeres histéricas y unos ruidos que podían ser de una partida de dados.

—Crabtree anda por ahí, ¿verdad? —dije. Me resultaba difícil seguir hablando en voz baja.

—Ha montado una fiesta.

—¡Dios mío! —suspiré—. Una idea genial. —Metí el manuscrito de James en la mochila y la cerré—. Por favor, asegúrate de que no se largue, ¿de acuerdo?

—Vale. ¡Escucha, Grady! —Hannah ya hablaba a gritos—. Escucha, tengo que decirte una cosa. Ha venido por aquí un policía. Esta noche, hace un rato. Un tal Popnik, o algo por el estilo.

—Pupcik. Le conozco. —Irene había dejado la chaqueta de satén negro colgada en el respaldo de una de las sillas de la cocina. La cogí y me la acerqué a la cara. El cuello de piel desprendía un ligero olor amargo, a vitamina B—. ¿Qué quería?

—No lo sé. Ha dicho que quería hablar contigo. Grady, ¿cuándo vas a volver a casa?

La puerta trasera se abrió y se cerró de un portazo. Un instante después apareció en la cocina Emily. Apestaba a tabaco y se le había corrido el maquillaje hasta convertirse en una máscara de Pierrot. Caminaba rígida y un poco ladeada, como un gato atemorizado. Cuando pasó junto a mí, rozándome, nuestras miradas se cruzaron, y, al contemplar los borrosos círculos negros en que se habían convertido sus ojos, me sentí como uno de los personajes de August Van Zorn en el preciso momento en que su desventurada existencia se enfrenta a su terrible final. No había absolutamente nada en aquellos ojos. Era una mirada vacía, un agujero en el tejido del mundo.

—¡Lárgate! —dijo.

Recogí la mochila de James y me colgé la chaqueta robada sobre un hombro. Me acerqué el auricular a la boca y le dije a Hannah:

—Justamente ahora iba a salir hacia allí.

De pronto, mientras recorría el camino bordeado de olmos, noté que las ruedas del Galaxie pasaban sobre algo considerablemente voluminoso. Durante un horrible instante, al pisar el freno, el coche derrapó. Bajé y fui hasta la parte posterior del Galaxie, donde, iluminado por el resplandor sanguinolento de las luces traseras, descubrí en el suelo una especie de cable extendido formando un semicírculo, con una de las puntas completamente aplastada. Había atropellado a Grossman. En un primer momento me dejé llevar por el pánico y me metí de nuevo en el coche con la intención de no levantar el pie del acelerador hasta llegar a Wood Bufalo o Uranium City[38] y no volver a poner los pies en casa de los Warshaw en mi vida. Arranqué, pero después de recorrer apenas diez metros paré y volví atrás para recoger los sorprendentemente pesados restos mortales de Grossman. Pensé que nadie echaría de menos a aquel detestado e imprevisible miembro de la familia. Así que lo llevé hasta el coche, abrí el maletero y lo metí dentro, junto a la tuba y a Doctor Dee.