Estaba sentado detrás del volante del Galaxie 500 de Happy Blackmore, contemplando el cielo. Me había liado un porro del tamaño de un pepinillo, de un pequeño frankfurt para canapé, de la picha de un spaniel, y me disponía a fumármelo apurándolo hasta la última calada. Intentaba localizar la séptima estrella de la constelación de las Pléyades, pensaba en Sara y trataba de no pensar en Hannah. El jardín estaba tan silencioso que oía los crujidos del esqueleto de la casa y los ronquidos de las vacas en el establo. Muy de tarde en tarde se oía pasar un coche por la carretera de Youngstown, un sonido de neumáticos y de motor breve como un suspiro. Las ventanas de la planta baja de la casa estaban a oscuras, pero en el piso de arriba las luces seguían encendidas en todas las habitaciones excepto la que ocupaba James Leer. Emily seguía sin volver, pero había llamado desde una cabina para decirle a su madre que no la esperáramos levantados. Pasé un par de horas ante el televisor con Philly, viendo a Edward G. Robinson paseándose en sandalias por la faraónica Menfis[31], y después me dejé reclutar para una aburrida partida de scrabble con Irv e Irene. Finalmente todo el mundo optó por acostarse, hartos de esperar a que aparecieran los padres de James; ya llevaban casi dos horas de retraso.

No podía evitar pensar en cómo reaccionaría Hannah cuando se enterase de que James nos había tocado la fibra sensible y se había ganado nuestra simpatía con una falsa biografía. Ella lo conocía mucho mejor que yo, lo cual significaba, pensé, que en realidad no lo conocía en absoluto. Todavía me costaba borrar mi concepción de James Leer como un chico de clase trabajadora de un pueblo del noroeste de Pensilvania, dominado por la aflicción tras la muerte de su madre. Pero supuse que ésa debía de ser, simplemente, la situación del protagonista de su Desfile del amor. ¿Cuánto de lo que me había contado de sí mismo acabaría formando parte del perfil del personaje de su novela?

Miré hacia la ventana sin luz y pensé en la creencia común de que las personas que padecen insomnio agudo a menudo tienen cierta dificultad para discernir claramente entre los sueños y la vigilia, por experimentar en su vida real la extraña pesadez de las pesadillas. Quizá el mal de la medianoche producía esa misma sensación. Al cabo de cierto tiempo, uno era incapaz de distinguir entre el mundo de ficción y el real; se confundía a sí mismo con sus personajes, y los azarosos avatares de la propia vida se entretejían con las maquinaciones de una trama novelística. De ser así, pensé que James Leer era el caso más grave con el que me había topado; pero entonces recordé a otro fabulador solitario, hundido en su mecedora, con la pistola en la mano, balanceándose lentamente, una y otra vez. Quizá también Albert Vetch había acabado creyéndose el protagonista de uno de sus propios relatos. Sus solitarios arqueólogos y bibliófilos de pueblo eran más proclives a acabar sus días pegándose un tiro que en las fauces babeantes de algún monstruo lleno de tentáculos que su irracional sed de conocimiento les hubiese llevado a liberar, devorados por esas sonrisas tan oscuras y vacías como la fría negrura del espacio interestelar.

El porro se me había apagado. Lo encendí de nuevo con el encendedor del coche. Ahora me daba cuenta de que, no obstante todas sus criaturas surgidas de la nada cósmica —con sus cuencas sin ojos y sus gigantescas y aterradoras fauces—, los relatos de August Van Zorn trataban en el fondo del horror al vacío: el vacío de un par de zapatillas de mujer abandonadas en el fondo de un armario, de un folio en blanco, de una botella de bourbon apurada hasta la última gota en el alféizar de una ventana a las cinco y media de la madrugada. Tal vez Albert Vetch, al igual que su personaje Eric Waldensee al enfrentarse a las habitaciones y los pasillos desiertos en La casa de la calle Polfax, apoyó una pistola contra su sien porque al final descubrió que había demasiados silbantes agujeros negros en su habitación del Hotel McClelland. Ése era el auténtico Doppelgänger del escritor, pensé, y no alguna especie de personificación de la perversidad que te vigilaba desde las sombras y se presentaba periódicamente vestida con tu ropa y llevando en el bolsillo las llaves de tu casa para destrozar tu vida. No, era más bien el prototípico protagonista —Roderick Usher, Eric Waldensee, Francis Macomber, Dick Diver[32]— de las obras de un escritor; al principio, los avatares de aquél reflejaban aspectos de la personalidad de éste, pero acababa por determinar el mismísimo curso de la vida de su creador.

Pensé en mis propios personajes, en aquel heterogéneo grupo de azorados y desacreditados románticos sin suerte: Danny Fixx, que al final de Tierras bajas se mete con su canoa en la oscuridad de una cueva en Nuevo México para esconder el cadáver de Big Dog Slaney; Winthrop Pease, el protagonista de La novia del pirómano, que sufre un ataque al corazón mientras cava un hoyo en el jardín trasero de su casa para enterrar los chamuscados restos del esmoquin que llevaba cuando prendió su último gran incendio, y Jack Haworth, el héroe de El mundo subterráneo, que se dedica a gobernar y engrandecer su pequeño imperio del sótano, con su tren en miniatura y sus pulcros y ordenados pueblecitos bautizados con los nombres de sus hijos y sus esposas, mientras en el pueblo que hay en la superficie, en la casa que hay sobre su cabeza, su familia y su propia vida se vienen abajo. No me había percatado antes, pero en mi obra había una permanente invocación a lo subterráneo (un tema clásico de la literatura de terror), un recurso al entierro y el ocultamiento en las profundidades de la tierra como leitmotiv. De hecho, tenía previsto un episodio similar en Chicos prodigiosos, en el que Lowell Wonder, después de dejarse seducir por Valerie Sweet, forzaba la entrada del refugio antiatómico de su antiguo instituto y permanecía escondido allí durante tres semanas. Cuando decidía salir —muerto de hambre, muy pálido y medio ciego—, se enteraba de que su padre, el viejo Culloden, había fallecido. Al parecer, mis personajes siempre trataban de huir de sus terribles errores de juicio refugiándose en cuevas, bodegas y sótanos, o de ocultarlos —de deshacerse de ellos— enterrándolos. «¡Claro, lo mejor es enterrarlo!», pensé. Respiré profundamente, me aseguré de que no había nadie rondando por allí y tiré la colilla de porro. Bajé del coche, fui hasta el maletero y lo abrí.

La luz del maletero llevaba años fundida, pero gracias a la luna llena era fácil distinguir lo que había en su interior. Me quedé parado un momento contemplando el cadáver y la funda de la tuba, amigablemente pegados uno al otro. Me dije que no era correcto dejar a Doctor Dee tirado allí dentro. Una de sus orejas colgaba retorcida formando un conmovedor ángulo con su cráneo, y el pobre animal empezaba a descomponerse. En el porche trasero de la casa, una a cada lado —las recordaba perfectamente— había dos palas, excedentes del ejército, recubiertas de una mohosa capa de mugre. Un par de veranos atrás, Irv y yo cavamos con ellas un agujero en el jardín delantero para colocar un largo poste de abedul que sostenía un refugio para pájaros. Era una magnífica pieza de artesanía, en forma de palacio ruso, con cúpulas bulbosas de diferentes colores, pero, por desgracia, la cola, basada en esmalte para uñas resistente a las inclemencias meteorológicas que Irv había inventado para pegar las piezas, se disolvió al llegar el invierno y la nieve quedó sembrada de multicolores pedazos de madera. Miré las lápidas desperdigadas entre la hierba bajo el castaño de Indias. Después volví a echarle un vistazo al cadáver de Doctor Dee. Sus dementes ojos sin vida parecían mirarme fijamente de nuevo. Me encogí de hombros.

—Enseguida te saco de ahí —dije, y cerré el maletero.

Di la vuelta a la casa hasta la parte trasera, encontré las palas justo donde recordaba que estaban y llevé una hasta el jardín delantero, arrastrándola por la hierba anegada. Las lápidas, iluminadas por la luna, proyectaban en el suelo sombras de contornos irregulares. Hundí la pala en la tierra y empecé a cavar en un espacio libre entre las tumbas de Earmuffs y Whiskers, un conejillo de Indias de larga pelambrera, si no recordaba mal. Mientras cavaba, debido al colocón y al miedo, me pareció oír voces indignadas procedentes del interior de mi cabeza o de algún rincón de la granja. Cada vez que sacaba una palada de tierra hacía ruido, y estaba convencido de que en cualquier momento saldría alguien de la casa y me preguntaría qué demonios estaba haciendo, y tendría que explicarle que me disponía a enterrar a otro perro en el jardín.

Al cabo de diez minutos mi carrera como personaje de uno de mis libros estaba acabada. No tenía fuerzas para seguir cavando. Me apoyé contra el castaño de Indias y traté de recuperar el aliento mientras contemplaba un hoyo que, según mis cálculos, era suficientemente profundo, todo lo más, para meter en él a un chihuahua grande. Mi jodido Doppelgänger no estaba para aquellos trotes, pensé. Suspiré, y mi suspiro tuvo su eco en la carretera comarcal. Me volví a tiempo de ver una larga y pálida estela de luz que topaba con la hilera de olmos. Un coche se acercaba a considerable velocidad a la casa, golpeando las ramas y traqueteando ruidosamente cada vez que encontraba un bache. Miré hacia la casa. En el antiguo dormitorio de Sam Warshaw se había encendido una luz y se veía una silueta en la ventana. James Leer contemplaba cómo se acercaba por el camino el coche de sus padres.

Era un modelo reciente de Mercedes. El motor hacía un ruido peculiar; se diría que utilizaba soda como carburante. A la luz de la luna parecía delicado, grisáceo y majestuoso como un sombrero de fieltro. Se detuvo detrás de mi coche y permaneció un minuto con el motor en marcha y los faros encendidos, como si sus ocupantes estuviesen pasando por unos momentos de duda, fuese ésta de orden geográfico o moral. Después el conductor hizo marcha atrás, giró bruscamente hacia la izquierda, dio media vuelta y dejó el coche orientado hacia la carretera antes de apagar el motor; supuse que era por si tenían que huir precipitadamente. Del lado del conductor emergió un largo zapato negro y puntiagudo, que emitía destellos a la luz de la luna de pascua. Estaba unido mediante un calcetín oscuro y varios centímetros de blancuzca pantorrilla a un hombre vestido con un traje de etiqueta y un fular blanco de esmoquin que en un primer momento tomé por un chal para las plegarias. No era tan alto como James, pero era de porte desgarbado y sus hombros parecían anudados el uno contra el otro por lo encorvado que iba. Me saludó alzando la pálida y sombría palma de la mano y después ayudó a salir a la mujer que lo acompañaba. También era alta y, además, gruesa, una mujerona envuelta en el blanco luminoso de la piel de algún animal muerto, que se tambaleaba por el camino de acceso a la casa sobre unos altísimos tacones. Se acercaron hacia mí, sonriendo como si hubiesen pasado a visitar a unos viejos amigos. Una de las manos del hombre reposaba sobre la cintura de la mujer en un gesto de bailarín de cha-cha-cha. Con sus trajes oscuros y sus estolas de un blanco radiante, parecían figurantes de un anuncio de una marca francesa de mostaza, o la pareja que se coloca encima de una tarta de bodas, o un par de elegantes fantasmas que murieron en el choque de dos limusinas mientras se dirigían a un baile de etiqueta.

—¡Hola! Soy Fred Leer —me saludó el hombre cuando llegó a los escalones en los que yo los esperaba. Había dejado la pala clavada en la hierba del cementerio de mascotas, junto a la tumba inacabada, y me había dirigido a la escalera del porche como si fuese el lugar donde siempre se recibía a los visitantes. Así que allí estaba yo, Grady, el jovial posadero, sonriendo, con las manos detrás de la espalda—. Ella es mi mujer, Amanda.

—Grady Tripp. —Le tendí la mano y él me dio un largo y fuerte apretón. Era un apretón de vendedor, automatizado por la práctica—. El profesor de James. ¿Cómo están ustedes?

—Muy desconcertados —respondió la señora Leer. Me siguieron por el porche hasta la puerta principal, y esperaron con paciencia mientras manoseaba torpemente las llaves. Hacía años que no había tenido que vérmelas con una cerradura en aquella casa—. Les pedimos disculpas por el comportamiento de James.

—No es necesario —dije—. No ha hecho nada malo.

Entré en la sala, encendí la luz y descubrí que ambos tenían al menos quince años más que el magnate de cabellos plateados y la canosa exanimadora que había visto venir hacia mí a ritmo de foxtrot por el prado iluminado por la luna de mi imaginación. De acuerdo, iban vestidos como para el baile de gala de un crucero, pero sus mejillas estaban hechas un desastre, el blanco de sus ojos era de un tono más bien amarillento y ambos tenían la cabellera de un gris metálico, aunque él lucía un pelo crespo muy corto, al estilo marinero, y ella un peinado a lo garçon. Calculé que Fred andaría por los sesenta y cinco y Amanda tal vez fuera un par de años más joven. James debía de ser, por tanto, una incorporación de última hora al núcleo familiar.

—¡Vaya! Es una casa encantadora —dijo Amanda Leer. Entró en la sala caminando con precaución. Sus tacones eran excesivamente altos para ella, teniendo en cuenta su talla y su edad. Los zapatos eran negros, de piel de becerro, con un lazo negro de cuero en la punta y aspecto de caros. El vestido, también negro, era de manga larga, con tres volantes, discreto, pero no exactamente de señora mayor. Se había hecho la manicura, llevaba los labios pintados y olía a Chanel Número 5—. ¡Oh, es una casa adorable!

—Sí, señor Grady, su hogar es una preciosidad —añadió su marido.

Eché un vistazo a la sala. Todo el mobiliario había vuelto al desorden habitual. No había ni una sola silla que guardase cierta simetría con otra, y apenas quedaba espacio para que una persona de mi corpulencia pudiera desplazarse desde las escaleras hasta la chimenea. De las paredes de nudosa madera de pino, en lugar de los grabados de cacerías de patos, paisajes idílicos o láminas amarillentas de catálogos antiguos de material agrícola que uno habría esperado encontrar, colgaba un revoltijo de reproducciones de Helen Frankenthaler[33] y Marc Chagall, vistas aéreas de Pittsburgh y Jerusalén, retratos de ceremonias de bar mitzvah y de graduación de las chicas Warshaw, un póster de Diane Arbus[34], una fotografía enmarcada de Irv con varios fornidos y sonrientes miembros de la familia Mellon[35] en lo alto del campanil, y un par de lamentables imitaciones de Miró que Deborah había pintado en la escuela. Había también una escultura israelí, consistente en una maraña de alambre de espino, que ocupaba buena parte de una mesita baja. El tablero del scrabble seguía sobre la mesa de centro, abandonado a mitad de partida, y ofrecía, como si de la mesa de un espiritista se tratase, un enigmático mensaje formado por las palabras ÚVULA y JERINGA. En un par de vasos que alguien había dejado junto al televisor seguían derritiéndose varios cubitos de hielo.

—Es de mis suegros —les expliqué—. Sólo estoy de visita.

—Su suegra parecía tan amable y preocupada cuando he hablado con ella… —dijo Amanda Leer.

—Bueno, querían conocerles —les aseguré—. Pero estaban muy cansados. Hoy ha sido un día muy especial.

—Bueno, verá… —dijo Fred Leer—. La verdad es que nos hemos retrasado. —Se levantó la manga del elegante traje de etiqueta para consultar su reloj, que reconocí al instante. Era el Hamilton de oro, con una cara alargada de estilo modernista dibujada en la esfera, que James llevaba en ocasiones en clase y al que se ponía a dar cuerda ruidosamente cuando los demás alumnos criticaban sus escritos—. ¡Oh, Dios mío, nos hemos retrasado dos horas!

—No podíamos marcharnos precipitadamente —explicó Amanda—. Hoy es el cumpleaños de Fred y dábamos una fiesta en el club de golf. Llevábamos un año preparándola. Ha sido una fiesta encantadora.

—¿Y qué club de golf es ése? ¿Dónde viven ustedes?

Pero ya me imaginaba dónde vivían. Eran una pareja de ricos cabrones.

—El Saint Andrew’s —respondió Fred—. Vivimos en Sewickley Heights.

Así que aquellos místicos relámpagos que iluminaban los amenazadores cielos de los relatos de James Leer, aquel catolicismo eslavo basado en la culpa y el infierno, eran también puro camelo.

—Bueno —dijo Amanda Leer, de cuyos labios había desaparecido la sonrisa presbiteriana—, ¿dónde está James?

—Arriba —dije—. Duerme. No creo que se haya enterado de que están aquí. Voy a avisarle.

—¡Oh, no! —dijo ella—. Iré yo.

—Bueno, tal vez sería mejor que yo me encargara de eso. —Por la agresividad de su tono se diría que pretendía sacar a James de la cama tirándole de la oreja y arrastrarlo por el mismo sistema escaleras abajo hasta el coche. Me pregunté si realmente había sido una buena idea avisar a sus padres. James no era un chiquillo. Los jóvenes de su edad tenían todo el derecho a emborracharse y caerse en redondo. Es más, me habría atrevido a decir que más que un derecho era casi una obligación—. En el piso de arriba hay un montón de puertas, y quizá despierte usted a la persona equivocada, ¡ja, ja, ja!

—Oh, es cierto, tiene usted razón, señor Grady —aceptó, y volvió a aparecer la sonrisa—. Esperaremos aquí.

—Siento causarle tantos problemas —dijo Fred, y meneó la cabeza—. Me gustaría saber qué demonios le pasa a nuestro James, se lo aseguro.

—Yo sé qué le pasa —intervino Amanda en tono sombrío, pero no especificó qué era—. ¡Vaya si lo sé!

—De una cosa no me cabe duda: le encanta el cine —dije para cambiar de conversación.

—No me tire de la lengua —refunfuñó Amanda.

—No lo haga —intervino el padre de James—, por favor.

Trató de darle al comentario un tono festivo, pero su voz dejaba entrever que se trataba de una amable súplica.

—Enseguida vuelvo —dije—. Y, por cierto, feliz cumpleaños.

—Gracias, señor Grady —dijo Fred.

James no estaba en la cama, sino en el rellano del piso de arriba, con el largo abrigo negro puesto. Me miró como si fuese el carcelero que iba a conducirlo a la horca.

—No quiero ir con ellos —me dijo.

—Escucha, James… —Hablaba en voz baja. Por debajo de todas las puertas se filtraba luz, y no quería que la multitud se arremolinara a nuestro alrededor. Conduje a James al lavabo y pasé el pestillo—. Bueno, James —le dije—. Escucha, colega, creo que debes irte a casa.

—¡Pero si estoy perfectamente! —se quejó—. ¡Me lo paso la mar de bien!

—Yo diría que te lo pasas demasiado bien. Es evidente que no soy la compañía más adecuada para ti. ¿Me escuchas, James?

Evitaba mirarme. Le puse una mano en el hombro.

—James —dije. Sentí que estaba rompiendo alguna promesa trascendental que le había hecho en algún momento durante las últimas veinticuatro horas, pero me era imposible recordar de qué podía tratarse—. Últimamente, ¿sabes…?, últimamente me pasan cosas muy raras. Estoy… Estoy hecho un lío. Bueno, un poco confundido. Yo… Escucha: ya me siento suficientemente culpable, ¿vale?, para tener que sentirme todavía más culpable si te pasa algo malo. Vamos, hablo en serio. Vete a casa.

—Ésa no es mi casa —dijo fríamente.

—¿Ah, no? —pregunté—. Entonces, ¿cuál es? ¿La de Carvel? —Retiré la mano de su hombro—. ¿O acaso vives en Sylvania?

Fijó la vista en sus desgastados zapatos de estilo inglés. Hasta nosotros llegaban los murmullos de los dos ancianos que esperaban en el piso de abajo.

—¿Por qué me contaste todas esas historias, James? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. Lo siento. De verdad. Por favor, no me obligues a irme con ellos.

—James, son tus padres.

—No, no lo son —dijo levantando la vista y abriendo unos ojos como platos—. Son mis abuelos. Mis padres están muertos.

—¿Tus abuelos? —Bajé la tapa del retrete y me senté. El tobillo me palpitaba por el esfuerzo de cavar la tumba de Doctor Dee, y el vendaje de Irv se había deshecho al chapotear en el inundado jardín trasero—. No te creo.

—Te lo juro. Mi padre tenía un avión. Solíamos viajar en él a Quebec. Mi padre había nacido allí. De verdad. Teníamos una casa en los montes Laurentians. Un día que viajaban hacia allí sin mí, se estrellaron. ¡Te lo juro! ¡Salió en el periódico!

Lo miré. Lloraba, y en su pálido rostro se marcaba levemente el mapa de sus venas. Su tono era de absoluta sinceridad.

—Salió en el periódico —repetí, y me froté los ojos para tratar de despejarme y aclarar mis ideas.

—Era vicepresidente de la empresa Dravo. En serio, era amigo de Caliguiri y gente así. Mi madre pertenecía a la alta sociedad, ¿vale? Su apellido de soltera era Guggenheim.

—Sí que lo recuerdo —afirmé. En efecto, había salido en el periódico—. Hace cinco o seis años.

Asintió y dijo:

—El avión se estrelló en las afueras de Scranton.

No pude resistirlo y pregunté:

—¿Cerca de Carvel?

James se encogió de hombros y pareció sentirse incómodo.

—Supongo que sí —dijo—. Por favor, no me obligues a irme con ellos, ¿de acuerdo? —Se había percatado de que dudaba—. Baja y diles que no has conseguido despertarme. Por favor. Así se irán. En realidad, no les importo en absoluto.

—James, les importas mucho —dije, aunque lo cierto es que parecían mucho más preocupados por la impresión que me habían causado que por el bienestar de su hijo. O de su nieto, si es que era cierto lo que me acababa de contar James.

—Me tratan como a un bicho raro —me aseguró—. ¡Me obligan a dormir en el sótano de mi propia casa! Es mi casa, profesor Tripp. Mis padres me la dejaron en herencia.

—Pero ¿por qué iban a decir que son tus padres si no lo son, James? No tiene pies ni cabeza.

—¿Han dicho eso? —preguntó. Parecía realmente sorprendido.

Entorné los ojos, me mordí el labio y traté de reconstruir la conversación en la sala.

—Creo que sí —dije—. Pero, si he de serte sincero, no estoy del todo seguro.

—Será una nueva mentira. ¡Joder, son tan retorcidos! No sé por qué le di a la señora Warshaw su número de teléfono. Debía de estar borracho. —Se puso a temblar, a pesar del calor casi sofocante que hacía en el lavabo—. Son tan fríos.

Me enderecé y escruté su pálido, desdibujado, apuesto y joven rostro, intentando creerle.

—Vamos, James —dije—. Ese hombre es tu padre, está clarísimo. Eres clavado a él.

Parpadeó y apartó la mirada. Al cabo de unos instantes respiró profundamente, tragó saliva y metió las manos en los bolsillos del desastrado abrigo. Me miró directamente a los ojos y, en tono ronco y tembloroso, me dijo:

—Eso tiene una explicación.

Pensé en ello un par de segundos.

—Sal de aquí —le ordené finalmente.

—Por eso me odia ella. Por eso me obliga a dormir en el sótano. —Bajó la voz hasta el susurro—. ¡En ese sótano húmedo y cubierto de salitre!

—En ese sótano húmedo y cubierto de salitre —repetí. De repente, me di cuenta de la descarada cita de Poe y comprendí que me engañaba de nuevo, por lo que añadí—: Entre ratas y barricas de amontillado.

—¡Te lo juro! —dijo, pero se había excedido, y lo sabía. Apartó de nuevo la mirada. Las dos personas que esperaban abajo tenían que ser por fuerza sus padres; tal vez Amanda no me hubiese dicho que era la madre de James, pero sin duda sí se identificó como tal cuando habló por teléfono con Irene. Me puse en pie y meneé la cabeza.

—Ya basta, James —dije—. No quiero oír ni una palabra más.

Lo agarré por el codo y lo conduje fuera del lavabo. Se dejó arrastrar sin rechistar. Lo llevé hasta la sala y lo dejé a cargo de los Leer.

—¡Mira qué facha tienes! —le dijo Amanda mientras bajábamos por las escaleras—. ¡Debería darte vergüenza!

—Vámonos de aquí —pidió James.

—¿Qué has hecho, James? —Amanda lo repasó de arriba abajo, horrorizada—. Este abrigo lo había tirado a la basura.

—Lo recuperé —dijo, y se encogió de hombros.

Amanda se volvió hacia mí y, realmente preocupada por primera vez, preguntó:

—Supongo que no se presenta así en clase, ¿verdad, profesor Tripp?

—No, jamás —respondí—. Es la primera vez que lo veo con este abrigo.

—Vamos, Jimmy —intervino Fred, que agarró a James por el delgado brazo—. No molestemos más a esta buena gente. Buenas noches, señor Grady.

—Buenas noches. Encantado de haberlos conocido —dije—. Cuiden de él —añadí, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.

—No se preocupe por eso —dijo Amanda Leer—. Cuidaremos de él, se lo aseguro.

—¡Suéltame! —protestó James, e intentó librarse de la mano del anciano, pero éste lo agarraba con humillante firmeza. Mientras lo arrastraban afuera, James se volvió y me miró, con la boca torcida en una mueca sarcástica y la mirada llena de reproches.

—Los hermanos Wonder —dijo.

Sus padres lo empujaron por el jardín y, como un par de secuestradores de una película policiaca de tres al cuarto, lo metieron sin contemplaciones en el asiento trasero de su precioso coche.