Una vez recogida la mesa, los que seguíamos al pie del cañón nos reunimos y afrontamos rápidamente el final de las plegarias. Deborah había desaparecido escaleras arriba —supuse que a esperar que los hongos hicieran su efecto—, y Emily no había regresado. Irv leyó precipitadamente la acción de gracias, murmurando fatigosamente los versículos en hebreo y deteniéndose una y otra vez para frotarse los ojos. Después llegó el momento de abrir la puerta al profeta Elias y, a petición de Irv, James se levantó de su silla y fue dando traspiés hasta la cocina para franquearle el paso al esperado fantasma, para quien se había preparado una copa de vino que le esperaba en el centro de la mesa. Yo sabía que años atrás la tradición familiar otorgaba a Sam Warshaw el privilegio de abrir la puerta mágica.
—No —dijo Irv con voz un poco ronca—. La puerta delantera.
James se volvió, miró a Irv, asintió lentamente y se dirigió hacia la puerta delantera. Tuvo que empujarla con el hombro para desbloquearla, y al abrirla los goznes produjeron un misterioso crujido, muy adecuado para el momento. Entró una corriente de aire frío que hizo temblar la llama de las velas. Miré a Irv, que escrutaba el vacío a su alrededor como si percibiese algún movimiento. Yo sabía que si Elias se presentaba para beberse su copa de vino, eso significaría que el Mesías estaba en camino y la noche sería como el día, y que las colinas saltarían como carneros y los padres se reunirían con sus hijos ahogados.
James volvió a sentarse pesadamente y nos dedicó una sonrisa ebria.
—Gracias, hijo —le dijo Irv.
—Eh, Irv —intervine, pensando que ya era hora de hacer la quinta pregunta, la que nunca se hacía—. ¿Cómo es que el bueno de Yahvé permitió que los judíos vagaran por el desierto de esa manera durante cuarenta años? ¿Cómo es que no…, bueno…, no les mostró el camino correcto? Hubiesen podido llegado a su destino en un mes.
—No estaban preparados para entrar en la Tierra Prometida —dijo Marie—. Hicieron falta cuarenta años para que dejasen de pensar como esclavos.
—Ésa podría ser una explicación —admitió Irv, que escrutaba a James con una mirada sombría y profunda—. O tal vez, simplemente, se extraviaron.
Cuando Irv pronunció la palabra «extraviaron», súbitamente James se inclinó hacia atrás en la silla, con otra copa de Manischewitz en la mano, y cerró los ojos. La copa se le escurrió de la mano y golpeó ruidosamente el canto de la mesa.
—¡Joder! —exclamó Philly, impresionado—. ¡Se ha desmayado!
—¡James! —dijo Irene, que rodeó la mesa a toda velocidad hasta llegar junto a él—. ¡Despierta! —Su tono era severo, con esa frialdad y brusquedad propias de una madre que se teme lo peor. James parpadeó y le sonrió—. Vamos, cariño, sube y estírate en la cama.
Irene ayudó a James a levantarse y lo acompañó arriba, entre crujidos de los escalones. Justo antes de desaparecer de nuestro campo de visión, Irene se volvió y me miró con severidad. ¿Qué clase de profesor era? Evité su mirada. Marie se levantó y corrió hacia la cocina en busca de otro trapo húmedo.
Al cabo de diez minutos reapareció Irene, con una chaqueta negra de satén con cuello blanco de piel. Le iba pequeña.
—Mirad lo que me ha dado James —dijo—. La llevaba en su mochila. —Pasó la mano por el cuello de piel—. Es armiño.
—¿Ya se encuentra mejor? —preguntó Philly.
Irene negó con la cabeza y dijo:
—Acabo de telefonear a su madre. —Me lanzó una mirada perpleja, como si no pudiera entender por qué le había contado aquella sarta de mentiras sobre el pobre chico que estaba arriba, estirado en la vieja cama de Sam Warshaw—. No estaban en casa, pero la criada me ha dado otro número al que podía llamar. Era de un club de campo, San no sé qué. Estaban en una fiesta. Llegarán en un par de horas.
—¿En un par de horas? —dije tratando de conectar las palabras «madre» y «club de campo» con los datos que tenía sobre James Leer—. ¿Viniendo desde Carvel?
—¿Qué es eso de Carvel? —preguntó Irene.
—El chico es de un pueblecito llamado Carvel, cerca de Scranton.
—Yo he llamado a un teléfono de Pittsburgh —dijo Irene—. Empezaba por 412.
—Un momento —terció Irv. Se levantó y sacó de la estantería que había debajo de la escalera un viejo ejemplar del Atlas de carreteras Rand McNally. Se humedeció la punta de los dedos y se aplastó un mechón de pelo revoltoso. Parecía feliz de haber reconducido el asunto hacia el siempre sensato terreno de los libros de referencia. Repasamos el índice tres veces, pero, por supuesto, allí no aparecía ningún lugar llamado Carvel.