Como judía, Emily era una practicante tan sólo ocasional. Durante nuestro matrimonio, mi percepción como mero gentil de la sucesión de fiestas judías al hilo de su extraño calendario lunar, con sus normas peregrinas y su incomprensible significado, había acabado por parecerse a la que tenía, como fanático del béisbol, de los partidos del campeonato internacional de criquet. Pero siempre había sentido cierta debilidad por la pascua. Me gustaba la impostura y astucia que implicaba la preparación de los alimentos, la manera como el omnipresente «pan de la aflicción» se transformaba mágicamente durante la celebración de la pascua en algo diverso y sabroso —pastelitos de matzoh, relleno de matzoh, púding de matzoh y fideos—; algo parecido a lo que sucede con esos humildes pero ricos mamíferos de los que los indios aprovechan la carne, el pellejo, los huesos, las entrañas y la grasa. Me gustaba el hecho de que la religión judía parecía, por regla general, haber dedicado grandes esfuerzos al arte de encontrar fisuras en sus absurdas reglas; me gustaba lo que eso parecía indicar acerca de su actitud respecto a Dios, el viejo aguafiestas dictatorial y arbitrario, con todas sus maldiciones, sus creaciones y su pasión por la carne asada a fuego eterno. Además de todo esto, con el paso de los años acabé por percatarme de que me producía un intenso placer compartir aquella absurda comida a base de perejil, huesos, huevos duros, galletas y agua salada con un grupo de judíos, tres de los cuales eran coreanos. Para mí suponía la confirmación de que, aunque hubiese fracasado en todo lo demás, como mínimo había cumplido mi temprano sueño de marcharme muy lejos, si no física sí al menos espiritualmente, de mi ciudad natal.
En la época de mi infancia, en esa ciudad sólo había siete judíos. Los cinco miembros de la familia Glucksbringer: el anciano señor Louis P., que cuando yo era niño ya hacía mucho tiempo que se había retirado a la sección de sellos y monedas de los almacenes de la calle Pickman que había fundado cincuenta años atrás; su hijo, Maurice; la esposa de Maurice, cuyo nombre he olvidado, y sus hijos, David y Leona. Estaba también el señor Kaplan, que compró la farmacia Weaver cuando yo iba al instituto, y una guapa mujer pelirroja, casada con uno de los profesores de Coxley, que acudía a la iglesia episcopaliana y celebraba las navidades, pero que se sabía que pertenecía a la familia Kaufmann de Pittsburgh. Hasta que un día mi padre mató a David Glucksbringer y sólo quedaron seis. A menudo me rondaba la idea de si no me habría casado con un miembro de la familia Warshaw en parte para compensar esa terrible pérdida. Los Warshaw también habían perdido a un hijo, y el primer año que me uní a ellos en la mesa del seder (Irv, Irene, Deborah, Emily, Phil y el tío Harry, el hermano de Irv, que murió al año siguiente de cáncer de próstata) ocupé la séptima silla.
En aquella ocasión éramos ocho, lo cual implicó sacarle las dos alas a la mesa, ya que, debido a un error de cálculo arquitectónico de Irv, que Irene se encargaba de recordarle periódicamente, el comedor era demasiado pequeño para acogernos a todos. Irene tuvo que apartar los sofás, mesas de centro y lámparas de pie y apretarnos en la sala, que ocupaba toda la parte frontal de la casa, desde la ennegrecida chimenea de piedra hasta la empinada y torcida escalera que conducía a los dormitorios. Cuando se mudaron de la casa de la avenida Inverness, se trajeron todas sus pertenencias, y ahora se pasaban la mitad del tiempo recolocando los muebles y tropezando con los escabeles. Habían comprado muchos muebles de diseño danés moderno en la época de apogeo de este estilo, y todo era cristal, cuero negro y formas abstractas de teca y caoba, mientras que el acabado interior de la casa consistía en suelo de abeto y paredes de nudosa madera de pino, amarillenta y astillada. Irene siempre estaba amenazando con vender su mobiliario y comprar otro más apropiado, pero ya llevaban cinco años viviendo allí y no habían cambiado ni un simple cojín. Siempre pensé que para Irene mantener la casa repleta de recuerdos de la época de Pittsburgh obedecía a razones sentimentales y era al mismo tiempo su manera de protestar por la mudanza.
Cuando James y yo entramos, Irv ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, cerca de la chimenea, con un cojín del sofá en la silla, lo que le proporcionaba unos centímetros de elevación. Philly, con una camisa almidonada con el botón superior desabrochado y el erizado cabello repeinado hacia atrás a base de humedecerlo, ocupaba la silla situada a la izquierda de Irv. Ambos rebuscaban en una caja de zapatos llena de yarmulkas, esos gorritos que se ponen en la coronilla los judíos, leyendo las inscripciones y tratando de recordar las ceremonias en las que se habían utilizado. Oí los nerviosos susurros de Marie e Irene en la cocina, tranquilizándose mutuamente. Pero de las dos hijas de los Warshaw no había ni rastro. Debían de estar en el piso de arriba o en el exterior, hablando de sus cosas, conspirando o ayudándose a vestirse. Me estremecí ligeramente, lleno de malos presentimientos.
—Andrew… Ab… Andrew Abraham —deletreó Irv, que levantaba con el brazo extendido un gorrito púrpura y escrutaba con el ceño fruncido la inscripción semiborrada del forro—, no sé qué día… de julio de 1964. De tu primo Andy.
—¿En serio?
—Chaval, lo recuerdo perfectamente. Fue en Buffalo. Había miles de mosquitos. Dios mío, fue horrible.
Philly sonrió y movió las cejas a modo de saludo cuando James y yo nos sentamos a la mesa.
—Conque mosquitos, ¿eh? —Introdujo la mano en la caja y sacó un gorrito dorado—. ¿Y se te metieron en la nariz? Odio que lo hagan. Eh, huéspedes, ¿cómo va eso?
—Hola —respondimos James y yo, mal sincronizados, y los tres estallamos en risas. Irv nos miró, perplejo, tratando de descifrar dónde estaba la gracia. Tomó un par de gorritos y nos los ofreció a James y a mí.
—En la nariz —dijo, mientras le daba a James un gorrito negro y a mí uno azul marino y escrutaba nuestros rostros con ojos de ingeniero—, en la boca, en las orejas… Fue horrible. Tomad, James, Grady.
—Gracias —dijo James. Examinó su gorrito con una expresión mezcla de duda y respeto, como si Irv le hubiese entregado una tortita milagrosa en la que, según alguna leyenda, hubiese aparecido el rostro de un santo.
—Phillip y Marie Warshaw —leyó Philly en el interior del gorrito dorado—. 11 de mayo de 1988. —Ladeó la cabeza y levantó la vista hacia el techo—. Creo que estuve presente. ¿No fue en esa ocasión cuando el padre del novio y el tío de la novia se enzarzaron en una discusión sobre Arnold Shoneberger y se pusieron a gritar de tal manera que todos los bebés empezaron a llorar? Sí, creo que fue entonces.
Dominando, no sin esfuerzo, el impulso de corregir el error de pronunciación de Philly, Irv apoyó el mentón en una de sus manos y no dijo nada. Toda su vida se había preocupado por ganarse una reputación de hombre mesurado y razonable, y sabía que le dolía recordar que su devoción por el compositor le había hecho quedar como un tipo capaz de discutir acaloradamente con sus parientes políticos en plena boda.
—Bat mitzvah de… Osnat… Gleberman —leí, no sin dificultad, en el interior de mi pequeño gorro antes de ponérmelo—. 17 de febrero de 1979.
—¿Osnat Gleberman? —preguntó Philly—. ¿Quién demonios es?
—Ni idea —dijo Irv, y se encogió de hombros—. Debe de ser alguna amiga tuya.
—¡Eh, mirad esto! —dijo James mostrándonos el forro de su gorrito negro—. En el mío pone: «Funeraria Dawidov».
—¡Oh, toma! —le propuso Irv tendiéndole la caja de zapatos—. Coge otro.
—No, gracias —dijo James, y se colocó el gorrito negro en la coronilla.
—Nunca he tenido ninguna amiga llamada Osnat —replicó Philly, indignado. Tal como había hecho yo, pronunció ese nombre como si rimara con el pequeño insecto[22] que arruinó el bar mitzvah de Andy Abraham en Buffalo.
—Creo que se pronuncia Osmak —le corrigió Irv levantando con pedantería un dedo, y los tres rompimos a reír de nuevo—. ¡Chist! —Se enderezó en la silla y apuntó con su dedo levantado hacia el techo—. Ahí viene.
Había un ligero e involuntario tono de advertencia en su voz, como si anunciase la llegada de un notorio alborotador, de un niño cascarrabias o de una mujer con muy mal genio.
Nos callamos y seguimos atentamente los leves crujidos del techo, producidos por decididos pasos que cruzaban la habitación que había sobre nuestras cabezas, bajaban uno a uno los peldaños de la desvencijada escalera y finalmente emergían en la sala en la forma de Emily Warshaw. Y, hablando de formas, tal como habría añadido Julius Henry Marx[23], aquéllas no estaban nada mal. Mi esposa era una mujer delgada y fina, aunque de caderas prominentes, con un cabello siempre suave al tacto y un rostro que, según solía decir Crabtree, citando una frase que había leído, era todo cortantes aristas y dramáticos ángulos. Iba maquillada con pintalabios y sombra de ojos, y vestía unos tejanos negros, un jersey de cuello de cisne negro y una rebeca también negra. Cuando me vio ni se paró en seco, ni salió corriendo, ni sufrió un derrame cerebral, ni nada por el estilo. Tuvo sólo un momentáneo acceso de timidez, durante el cual desvió la mirada hacia James y le dedicó una amable sonrisa nada espontánea. Después se dirigió directamente hacia la silla vacía que había junto a la mía y, para mi sorpresa, tomó asiento.
—¿Cómo estás? —preguntó, en voz tan baja que sólo yo pude oírla. Emily tenía una voz débil, en ocasiones incluso inaudible, pero al mismo tiempo profunda y masculina, propia de un hombre que en un local lleno de gente hablase por teléfono con su amante. En las raras ocasiones en que se dejaba arrastrar por la emoción, su voz subía de tono y se quebraba como la de un adolescente. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, con expresión tierna y sorprendentemente satisfecha, y después se volvió, con un ademán casi coqueto, como si fuésemos un par de extraños a los que la anfitriona hubiese decidido sentar juntos. Sospeché que, al menos por el momento, Deborah había sabido guardar mi secreto. Me tocarla a mi arruinar la velada.
—Me alegro de verte —le dije, con una voz que emergió de mi garganta con cierto temblor adolescente. Al volver a ver a Emily sentí un intenso deseo de besarla, o al menos de acariciarle la mano, pero estaba sentada con aire grave, con las manos cruzadas y la mirada baja; encerrada en sí misma, distante, absorta en sus pensamientos. Me llegaba el olor de los polvos de talco con los que se había frotado la nuca y el del champú aromatizado con clavo que utilizaba para lavarse su negro y brillante cabello. Sentí que un campo magnético de energía sexual invadía los quince centímetros que separaban su muslo izquierdo de mi muslo derecho—. Te presento a James Leer, un alumno de mis clases de escritura creativa.
Emily se apartó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos —que eran largos y estrechos, como un par de trazos inclinados; en Corea a los ojos como ésos los llaman ojales— y saludó a James con un gesto de la cabeza. Detestaba estrechar la mano.
—El cinéfilo —dijo—. He oído hablar de ti.
—También yo de usted —replicó James.
Por un momento pensé que Emily le preguntaría por Buster Keaton, que era uno de sus ídolos, pero no lo hizo. Se acomodó en la silla, con los hombros echados hacia adelante y la expresión que ponía cuando se moría por un cigarrillo. Durante varios segundos todo el mundo se quedó callado; la llegada de Emily a una fiesta o a una cena solía provocar, dado el profundo y absorbente magnetismo de su silencio, esas interrupciones en la conversación.
—Y Deb, ¿baja de una vez? —preguntó finalmente Irv.
—En un minuto —respondió Emily, y en su pequeña boca aparecieron una ligera sonrisa y una simulada mueca de desagrado—. Si es que baja.
—¿Cuál es el problema?
Emily meneó la cabeza. Por un momento, pensé que no diría ni una palabra más.
—Siempre está alterada por una cosa o por otra —dijo, y se encogió de hombros.
Mientras hablaba, se escucharon nuevos crujidos procedentes del techo y después un sonoro y sincopado repiqueteo en la escalera, como si una bola de croquet y un pomelo estuviesen echando una carrera para ver quien llegaba antes abajo.
—Mirad eso —dijo Philly, impresionado, cuando Deborah hizo su aparición en la sala.
—¿Te has puesto eso para el seder? —protestó Irv.
Deborah ignoró el comentario, se sentó junto a su hermano y esperó, con el mentón bien alto y un aire de infinita paciencia, a que todos nos percatásemos de que se había quitado el desafortunado vestido púrpura, las medias y los zapatos, y había bajado a cenar descalza y ataviada sólo con un albornoz. Era, desde luego, un bonito albornoz, aunque —todos estuvimos de acuerdo en eso— algo pesado, de color chillón y con un motivo de espigas, como si la materia prima hubiese sido una manta pasada de moda comprada en una parada de mercadillo.
—Es de Alvin —nos informó, haciendo una exagerada mueca de dolor al pronunciar el nombre de su más reciente exmarido—. He pensado que, como esta noche no va a estar entre nosotros, al menos lo represente su albornoz.
—Es todo un detalle —dijo Philly.
—Hola a todos —saludó Marie, que había salido por fin de la cocina, con las mejillas hinchadas y su fina melena rubia suelta. Llevaba un plato de plata con un montoncito de matzohs, y otro más grande con un montón más voluminoso. Cuando rodeó la mesa se percató de que Emily y yo estábamos sentados el uno junto al otro en actitud aparentemente amistosa y de que su otra cuñada había optado por una sorprendente indumentaria, pero no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa algo cansina dirigida a Irv. Dejó el plato grande de matzohs entre Emily y Deborah, y el más pequeño ante Irv. Mientras hacía esto último, le puso una mano sobre la mejilla y le dio un amable beso en la amplia frente. Después tomó asiento junto a él. Ya sólo quedaba vacía la silla situada frente a Irv.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó éste en dirección a la cocina—. Vamos, Irene. James se está empezando a impacientar.
—No, de verdad —dijo James.
—¡Ya voy, ya voy! —Irene hizo su aparición en la sala, con un aspecto todavía más aturdido que Marie, la cara roja y la frente brillante de sudor. Como en todas las ocasiones especiales, iba envuelta en uno de los muchos vestidos amplios que diseñaba y cosía ella misma inspirándose, según me parecía, en el caftán, el muumuu[24] y, probablemente, el vestuario de ciertos capítulos de Star Trek—. Estaba acabando de decorar el plato del seder. El que compramos en México el invierno pasado. —Cuando se disponía a colocar ante Irv el gran plato de loza pintada, junto a los de matzoh, se detuvo y se puso a escudriñarlo, meneando la cabeza. Era un bonito plato, decorado con hojas de parra, flores amarillas y líneas onduladas azul oscuro, y contenía los típicos manjares rituales—. He puesto moror[25], perejil, charoses[26], el hueso, el huevo… ¡Maldita sea, nunca recuerdo qué es lo que va en el sexto círculo!
—¿Qué sexto círculo? —preguntó Irv con un tono que indicaba que el problema que había estado retrasando el seder no era sólo menor sino que, una vez estudiado a la luz de su impaciente análisis lógico, resultaría ser inexistente—. Rábano picante, perejil, charoses, el hueso de pierna, el huevo. Son cinco cosas.
—Compruébalo tú mismo —le dijo Irene, y le dejó el plato delante.
Irv contó, ayudándose de un dedo, los cinco alimentos colocados sobre cinco de los seis círculos marcados en el plato mientras murmuraba para sí la lista que acababa de recitar.
—Hueso, huevo y uh… ¡Oh! —Chasqueó los dedos—. ¡El matzoh! El sexto círculo es para el matzoh.
—¡El matzoh! —Irene le golpeó en la sien con la palma de la mano—. El matzoh no puede ir ahí, Irv. Es absurdo. ¿Qué se supone que debo hacer, desmenuzarlo? Y mira eso, lee lo que pone aquí. —Señaló una palabra escrita en caracteres hebreos de color azul sobre el círculo vacío—. ¡Aquí no pone matzoh!
Emily se reclinó sobre mí y estiró el cuello para leer la inscripción. Su seno izquierdo rozó mi brazo. Estaba tan pegada a mí, que oía hasta el leve ruido que producían sus tejanos cuando se movía en la silla.
—Pone cazart —aventuró.
—Chaz-art —propuso Irene—. Chazrat.
—¿Chazrat? —dijo Irv con incredulidad—. ¿Cómo que chazrat? Mira, pone «matzoh». Esto debe de ser una mem, una «m» en hebreo. —Puso los ojos en blanco e hizo una mueca de disgusto—. ¡Esos mexicanos!
—No pone matzoh.
—Quizá es para el agua salada —sugirió Philly.
—Quizá sólo sea un simple cenicero —dijo Deborah.
—Quizá no sea un plato de seder —dije. Creí recordar vagamente que acabábamos enzarzados en aquella polémica cada año—. Quizá sea un plato para alguna otra fiesta similar.
—Creo que pone chazeret —dijo Marie sin levantar la voz.
—¿Chazeret? —preguntamos todos al unísono.
Marie asintió.
—¿Una hortaliza, quizá? —Lo dijo como si estuviese desempolvando unos pobres y fragmentarios conocimientos sobre cultura judía que cualquiera de nosotros sería capaz de rebatir. Pero me percaté de que sabía perfectamente de qué estaba hablando y no había tenido la menor duda desde el primer momento. Marie obraba con suma delicadeza para no poner en evidencia a los judíos de nacimiento o de adopción que había entre nosotros—. Creo que es una hortaliza amarga.
—Eso es el moror, querida —dijo Irene con condescendencia—. Hierbas amargas.
—Lo sé, pero creo que el chazeret también es algo amargo. Parecido al berro, me parece.
—Pon berros, Irene —dijo Irv de pronto, fiándose, como sabiamente solía hacer en tales casos, de la erudición de su nuera.
—¿Berros? ¿Por qué tengo que poner berros?
—En lugar del chazeret. —Parecía irritado, como si su mujer fuese obtusa—. Hay a montones junto al lago.
—No pienso ir hasta el lago en plena noche para recoger berros entre el barro, Irving. Olvídalo.
—Podríamos poner endivias —sugirió Marie.
—¿Qué os parece pimiento rojo? —dijo James, que parecía dispuesto a agitar aún más las embravecidas aguas de la disputa religiosa de los Warshaw.
—¡Pimiento rojo! —gritó Irene.
—¡Ya lo tengo! —dijo Emily con una sonrisita—. ¿Por qué no ponemos un poco de kimchee[27]?
Todo el mundo se rió ante la propuesta, pero al final decidieron ir a buscar una porción de apestoso y endiabladamente rojo kimchee al recipiente herméticamente cerrado en que se guardaba en la nevera. Pensé que la velada empezaba muy bien. Entonces recordé que poco podía importarme, ya que no iba a formar parte de aquella familia mucho tiempo más y las noticias que había ido a comunicarle a Emily aniquilarían en un segundo todo lo que de prometedora tenía la fiesta y cualquier atisbo de felicidad familiar.
—¿Empezamos? —propuso Irv—. James, ¿me puedes alcanzar los Haggadahs[28]?
Señaló el aparador que había a nuestras espaldas y James alargó el brazo para coger una pila de pequeños opúsculos que Irv distribuyó. Eran los que siempre utilizaba, una edición barata de regalo, en la que predominaba el texto en inglés, y adornada por todas partes con el nombre de una desaparecida marca de café. Irv sacó sus gafas del estuche de plástico que llevaba en el bolsillo de la camisa, se aclaró la garganta y una vez más nos dispusimos a conmemorar el inicio del largo viaje a través de un pequeño desierto que emprendió una multitud ruidosa y turbulenta de antiguos esclavos. Irv empezó leyendo la breve plegaria inicial, que invocaba de forma bastante convencional, y más bien anticuada desde el punto de vista de la corrección política, al Todopoderoso, la familia, la amistad, el sentimiento de gratitud y el espíritu de libertad, justicia y democracia. James se volvió hacia mí, con expresión aterrada, y le mostré la peculiaridad de los libros judíos enseñándole que el Haggadah se abría por lo que él creía que era el final, pero que en realidad era la primera página. Después incliné la cabeza, escuché la lectura y, mirando por encima de mis gafas, eché un vistazo a los convocados en torno a la mesa. Todos leían con Irv, excepto Deborah, que ni siquiera miraba el Haggadah que tenía en las manos. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, inexpresiva y sin perder la compostura, después miró a Emily y, finalmente, se concentró en su libro.
—Y ahora llenemos la primera copa de vino —dijo Irv al concluir la plegaria inicial—. En total son cuatro —le explicó a James.
—¡Cuidado! —intervino Philly—. James ya se ha bebido cuatro cervezas.
—No tiene por qué beberse las cuatro copas —dijo Irene, con aire preocupado—. No tienes que bebértelas todas, James.
Me volví hacia James y le dije:
—Sí, será mejor que te lo tomes con calma.
—Ha hablado el señor Hombre Modélico —comentó Deborah. Miró a James y le dijo—: Seguro que te mueres de ganas de seguir su ejemplo.
—¡Deb! —intervino Emily con un tono de amable llamada al orden. Y mientras alzábamos las copas e Irv leía la bendición del vino, me sentí tan agradecido por la intervención de mi esposa en mi defensa, que casi se me saltaron las lágrimas. ¿Era posible que me hubiese perdonado? ¿Y yo iba a tirar por tierra aquel inmerecido perdón, aquella gracia que me concedía? El espeso vino dejó un regusto cálido y salado en mi garganta. Y vi que James se bebía la copa hasta la última gota.
—Muy bien —dijo Irv. Retiró hacia atrás su silla y se puso en pie—. Ahora voy a lavarme las manos.
—Yo también voy a lavármelas —dijo Marie.
Esto pareció irritar a Deborah.
—Normalmente es sólo papá quien se lava las manos, ¿no? —preguntó con simulada ingenuidad.
—Todo el mundo se puede lavar las manos —dijo Irv.
—Sí, podríamos hacerlo todos —propuso Marie, como si quisiese empezar un juego.
—¿Por qué no ha de lavarse las manos? —le preguntó Irene a Deborah al tiempo que le hacía un gesto de recriminación con la mano.
—Quizá tú también deberías lavártelas —intervino Philly. Le guiñó un ojo y añadió—: Me parece que no te has limpiado bien el pastel de vaca.
—¡Vete a la mierda! —replicó Deborah—. Detesto que me hagas guiños.
—Y yo, ¿puedo lavármelas? —preguntó James.
—Por supuesto que sí —respondió Irene, y contempló con una gran sonrisa cómo se levantaba y seguía a Irv y a Marie a la cocina. Oímos el chorro de agua repiqueteando contra la pica de acero inoxidable. Su sonrisa se apagó y dijo—: Realmente, eres un encanto, Deborah.
—Sí —añadió Philly—. ¿Cuál es tu problema?
Deborah me miró, y sentí que la sonrisa se me congelaba en los labios.
—Muy bien, estupendo —dijo Deborah levantándose de un salto de su silla. Por un momento, pensé que la cena iba a terminar antes de haber empezado—. Yo también me voy a lavar las jodidas manos.
Emily me miró y puso los ojos en blanco, como queriendo decir que su hermana sólo estaba montando uno de sus numeritos habituales. Asentí, y ese instante de intimidad, de callada risa cómplice, me sobrecogió. Cuando los entusiastas de la higiene regresaron tras sus abluciones, procedimos a mojar el perejil en el agua salada mientras leíamos por turnos las páginas de los libritos que relataban las esperanzas de los judíos, sus pesares y las antiguas costumbres del Oriente Próximo en materia de entrantes. Después Irv tomó el pedazo de matzoh de en medio, de los tres que había en el plato de plata, lo partió en dos y lo envolvió en una servilleta.
—¡Ahora! —exclamó Irv volviéndose bruscamente hacia James, que seguía la operación embobado y pegó un bote del susto.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—Esto recibe el nombre de afikomen —le explicó Irv dándole un golpecito al pequeño bulto—. No se te ocurra robarlo ahora.
—No, por supuesto que no —dijo James con unos ojos como platos.
—Colega —le dije—, eso es precisamente lo que se supone que debes hacer. Tómatelo con calma. Lo escondes y entonces Irv tiene que rescatarlo.
—Y, por si te interesa, puede haber un poco de dinero para ti ahí dentro. —Irv colocó el pequeño bulto junto a su plato, lo desplazó unos centímetros hacia James y, con ironía, se aclaró la garganta—. ¡Ahora! —volvió a exclamar. Tomó de nuevo su Haggadah y todos pasamos la página. Entonces vi que en los ojos de James asomaba una mirada de pánico irracional. Había estado señalando aquellas líneas con un tembloroso pulgar todo el rato, y ahora había llegado el momento. Palideció y me miró en busca de ayuda. Le di una palmadita en la espalda y le dije:
—Adelante.
—No puedo leer esta parte porque está en hebreo.
—No pasa nada, ya lo sabemos.
—Tómate tu tiempo —dijo Irene—. Respira hondo.
Aspiró y espiró, y empezó a leer las líneas del extravagante interrogatorio compuesto de cuatro preguntas que en ocasiones anteriores se encargaba de recitar Philly de una tirada y en un hebreo cansino. Le preguntó a Irv por qué, aquella noche en que se conmemoraba una extraña variedad de peligros y milagros, se dedicaba a comer galletas, rábanos picantes y perejil, apoyado en un cojín de ganchillo naranja. Y los Warshaw, aparcadas sus trifulcas, sus ironías y sus constantes movimientos en las sillas, escucharon, inmóviles, cómo James abordaba cuidadosamente el pasaje, con su clara pero ya estropeada voz de niño de coro, como si su Haggadah fuese un manual de instrucciones y en aquella sala hubiese una complicada máquina que tratáramos de montar entre todos.
—Ha estado muy bien, James —le dijo Irene cuando terminó.
A James se le subieron los colores y le sonrió como un enamorado.
—¿Señor Warshaw? —dijo con voz entrecortada por la emoción.
—No me llames señor, trátame de tú.
—Irv, ¿puedo…? No…
—¿Qué, James? ¿Qué quieres?
—¿Puedo coger un cojín para…, uh, para reclinarme?
—Dadle un cojín —dijo Irv.
Deborah se levantó y fue hasta uno de los dos sofás arrinconados, que estaban casi enterrados en cojines. En los almohadones y cojines esparcidos por toda la casa se podían descifrar, como en los estratos de una roca metamórfica, las sucesivas fases de la dedicación a los trabajos manuales de las hijas de los Warshaw: la era del punto de cruz, la del bordado, la del estampado manual, la del ganchillo. Trajo un cojín con la efigie de un Peter Frampton[29] de piel verde y rizos amarillo taxi, y se lo puso a James detrás de la espalda.
—Aquí tienes, guapo —le dijo al tiempo que le daba una palmadita en la mejilla, lo que provocó un nuevo acceso de rubor en el aludido.
Disciplinadamente, Irv se preparó para responder a las cuatro preguntas. Paseó la mirada por la mesa, a la que estaban sentados tres coreanos de nacimiento, un baptista renegado, un metodista descarriado y un católico de personalidad dudosa pero atormentada, levantó su Haggadah y, sin el menor asomo de ironía, empezó:
—En la época en que éramos esclavos en Egipto…
James, sentado muy tieso con la mirada fija en la gesticulante mano derecha de Irv, meneaba ligeramente la cabeza y escuchaba sus respuestas con esa fingida solemnidad con que los jóvenes borrachos intentan prestar atención a algo que no les interesa lo más mínimo. Finalizada esta parte, leímos por turnos los textos referidos a los cuatro hijos, los mal avenidos hermanos, uno de los cuales era farisaico, otro retrasado mental, otro gilipollas y el último infantil —intenten adivinar cuál me tocó—, que año tras año eran criticados y comparados unos con otros de un modo que suponía que había servido de útil ejemplo a los padres judíos durante siglos. Después llegó el turno del largo relato de la triste, operística y, en mi opinión, algo tópica historia del pueblo judío en Egipto, desde las milagrosas proezas de José hasta la matanza de los niños hebreos. Generalmente, era durante la narración de esta historia cuando me sumergía en cierta íntima celebración pascual. Me reclinaba en la silla, cerraba los ojos y me imaginaba a mí mismo solo y abandonado, a la deriva en una pequeña cesta de mimbre a merced de la corriente de un inmenso río de aguas turbias y bajo la sombra de susurrantes juncos. Egipto era la extensión de un cielo color lapislázuli que pasaba sobre mi cabeza, el gruñido de un cocodrilo, la risa de una princesa transportada por el viento mientras sus criadas jugueteaban en la orilla… Sentí una punzada en el costado izquierdo y abrí los ojos de golpe. Era James, que me había dado un codazo en las costillas.
—¿Me toca leer? —pregunté.
—Si no te importa… —dijo Irv secamente. Parecía molesto. Paseé la mirada por la mesa y contemplé a mi mujer y a su familia. «Ya vuelve a ir colocado», pensaban todos, según se deducía de la expresión de sus rostros. Entonces del estómago de Irv surgió un largo e indignado gruñido de cocodrilo y todo el mundo se rió—. Será mejor que nos demos prisa.
Así que Irv nos guió rápidamente a través de las diez plagas de Egipto y la ingestión de diversos bocadillos de matzoh. Se sirvió y bendijo una segunda copa de vino y de nuevo James se bebió el contenido íntegro —a excepción de las diez gotas que vertió a la salud de los desgraciados egipcios— de un trago y soltó un grito sofocado, como un marinero feliz.
—¡Tomad un huevo! —dijo Irving—. ¡Tomad un huevo!
Por fin había llegado la hora de comer. Mientras los demás nos pusimos a cascar los huevos duros, Irene, Marie y Emily empezaron a servir el primer plato. Era gefilte, una especie de albondiguillas de pescado hervido, pan rallado y huevo cocidas en caldo de pescado. Estaban amazacotadas, viscosas y frías. Desde luego, no era mi comida favorita. James realizó cautelosos experimentos con el tenedor y la punta de un dedo sobre la informe masa grisácea de su plato, sin hacer caso de las exhortaciones a hincarle el diente de Irv.
—Es lucio —le explicó Irv, como si fuese una información infalible para abrirle el apetito.
—¿Lucio?
—Son peces que viven en el fondo de ríos y lagos —le explicó Philly—. Dios sabe lo que comen.
Disimuladamente, James camufló el gefilte que le quedaba bajo unos rábanos y apartó el plato. Vio llegar con sumo agrado el oloroso cuenco amarillo con la sopa de bolas de matzoh.
—¿Qué simboliza todo esto? —preguntó James mientras hundía la cuchara en la sopa.
—¿Qué? —dijo Irv.
—Esta sopa. El pescado —aclaró James—. Los huevos. ¿Por qué se supone que debemos comer tal cantidad de pequeñas bolas blancas?
—Es lo que comía Moisés —le explicó Philly.
—Es posible que se trate de algún símbolo relacionado con la fertilidad —matizó Irv.
—Que, en el caso de esta familia, es obvio que no funciona —dijo Deborah. Me miró y volvió la cabeza—. Al menos para algunos.
—Deb, por favor —dijo Emily, que interpretó, erróneamente, el comentario de su hermana como una referencia a nuestras fallidas tentativas de concebir un hijo, fracaso que, según me constaba, la familia Warshaw atribuía al efecto que sobre la calidad de mi esperma tenía mi prolongada adicción a la marihuana. «Si lo supierais», pensé, pero pronto se enterarían—. Te lo ruego, no…
—¿No qué?
—Nada de todo esto simboliza nada, ¿vale? —dijo Philly señalando los platos y boles que Irene y Marie traían—. Todo esto no es más que…, bueno, ya sabes, comida. Una cena.
La cena consistía en pierna de cordero asada, con la piel crujiente, sazonada con romero y servida con patatas nuevas asadas en la cazuela con la grasa de la propia carne. Según se nos dijo, este plato, así como la sopa de bolas de matzoh y una enorme ensalada verde adornada con pimiento amarillo y cebolla roja, eran obra de Irene. Marie, por su parte, se había encargado de una cazuela de batatas guisadas con cebollas y ciruelas pasas, un plato de calabacín con salsa de tomate y eneldo, y los dos montones de sabrosos buñuelos de matzoh colocados uno a cada lado de la mesa, duros por fuera y jugosos por dentro, llamados bagelach. Sin embargo, por desgracia, la afirmación de Philly de que el menú no tenía nada de simbólico no era del todo cierta, porque incluía también la contribución de Emily, un kugel o púding de patata. Se había pasado toda la mañana preparándolo, según nos informó Irene en tono admonitorio. Cuando nos llevamos los primeros bocados a la boca, Emily frunció el ceño y nos miró muy tensa.
—¡Mmm! —dije—. ¡Estupendo!
—¡Delicioso! —comentó Irene.
Todos los demás se mostraron de acuerdo, aunque masticaban sin decidirse a tragar.
Finalmente, Emily probó un bocado. Se las arregló para mostrar una valerosa sonrisa. Después bajó la cabeza y se tapó la cara con las manos. Una de las cosas que más le desagradaba de sí misma era su ineptitud para la cocina. Era una cocinera impaciente, precipitada, descuidada y que se distraía fácilmente. La mayoría de sus intentos llegaban a la mesa crudos por dentro, con algunos ingredientes de menos y una disculpa de la mortificada chef. Creo que ella veía en eso una parábola de su vida: en su juventud soñaba con escribir apasionantes novelas y relatos, pero había acabado redactando eslóganes para la salchicha más grande del mundo. Y tenía la impresión de que se había olvidado de alguna cosa o de que había retirado algo del fuego demasiado pronto.
—Este sabor me recuerda algo —comentó Deborah, con cara de esfinge—. Algo que probé en la escuela. ¡Oh, ya sé! —Asintió—. Barro de modelar.
—¡Te odio! —le dijo Emily a su hermana—. ¡Vete a la mierda!
—Perdón —se disculpó Deborah, y fijó la vista en el plato.
—Cariñito —le dije a Emily mientras alargaba el brazo para acariciarla por primera vez en toda la noche. Puse una mano sobre su mentón, le pasé la otra por el cabello y admiré por enésima vez los sorprendentes ángulos de su cara, que ahora mantenía inclinada, mirando hacia el suelo. Emily era una mujer reflexiva, apasionada y compleja, que sabía escuchar, mostraba un encantador sentido del absurdo y tenía un corazón leal, pero lo que de verdad hizo que me enamorase de ella era su rostro. No me importa lo que piensen de mí: la gente se casa por motivos más absurdos que éste. Pero como sucede con todas las caras hermosas, la de Emily te hacía creer que era mejor persona de lo que resultaba ser en realidad. Le permitía pasar por estoica cuando simplemente estaba petrificada, por misteriosa y reservada cuando en realidad lo que sucedía era que su inseguridad patológica le llevaba a comprar regalos para los demás cuando era ella quien celebraba su cumpleaños. Su conversación estaba sembrada de disculpas y lamentaciones, y, a pesar de su talento, era incapaz de encadenar veinticinco párrafos para construir un relato—. En mi opinión sabe muy bien, de verdad.
Tomó mi mano y me apretó los dedos en señal de gratitud.
—Gracias —dijo.
Deborah pareció ligeramente disgustada.
—¡Vaya par! —exclamó meneando la cabeza con aire cansino—. ¡Mierda, tío!
Evidentemente, su actitud obedecía a algo más que al mero despliegue de su talento natural para la grosería, pero sólo yo era consciente de ello. Con mis comentarios de antes sobre su vestido había herido sus sentimientos, y eso explicaba en parte su cabreo, sin duda, pero, por otro lado, era obvio que mi confesión acerca de Sara la había llenado de una irritación que todavía no sabía sobre quién descargar. Eso, unido a su sentimiento de lealtad fraternal, que, aunque se enredaba sobre sí mismo de modo tan complejo como una cinta de Moebius, era muy intenso, la había llevado a decir que el kugel de Emily sabía a barro de modelar.
—Bueno, Grady —dijo Irene en un decidido aunque imprudente intento de cambiar de tema—, ¿cómo va tu libro? Emily nos ha dicho que ibas a verte con tu editor este fin de semana.
—En efecto —confirmé.
—¿Y se ha presentado? —preguntó Emily con voz jovial, levantando la cara y mostrando una esforzada sonrisa—. ¿Qué tal está Terry?
—En plena espiral de descontrol —respondí—. Como siempre.
—¿Qué ha dicho del libro?
—Que le quiere echar un vistazo.
—¿Y se lo vas a dejar? ¿Lo has terminado?
Dudé unos instantes y paseé la mirada por la mesa. Todo el mundo esperaba expectante mi respuesta. No los culpo por ello. Llevaba muchísimo tiempo asegurando de manera vaga y confiada que estaba a punto de terminarlo. Probablemente, el que lograse acabarlo supondría para ellos una sensación de alivio casi física. Debían de verme como un manitas absolutamente incompetente que llevaba varios años en el tejado de su casa tratando de retirar un viejo y nudoso tronco que, al ser partido por un rayo, había caído sobre ella, el cual en cada reunión, en cada discusión para tratar de asuntos familiares, en cada tentativa de sentarse juntos y planear el futuro, hacía acto de presencia con el lejano pero incesante gimoteo de su sierra.
—Ya lo tengo prácticamente acabado —dije, con una sonrisa que, al menos moralmente, era prima carnal de la desdentada, deshonesta y vagamente estúpida sonrisa del poco de fiar y borracho Everett Tripp—. Estará listo dentro de un par de semanas.
Hubo un breve silencio, como el que podría haber seguido al anuncio por parte de un hombre con cáncer terminal de que se había comprado una entrada para la final del campeonato nacional de béisbol, el próximo otoño.
Deborah dejó escapar una risa amarga y exclamó:
—¡Oh, estupendo!
El tenedor de Emily tintineó contra su plato.
—Te ruego que pares de una vez, Deborah —dijo.
—¿Que pare el qué, Em?
Emily empezó a decir algo, recordó la presencia de James, lo miró y se calló. Cogió el tenedor y le dio vueltas entre los dedos de su mano izquierda, una y otra vez, como si tratase de descubrir en él alguna marca. No iba con su carácter empezar una pelea durante la cena, y me sentí aliviado (aunque, en el fondo, decepcionado) cuando vi que se tranquilizaba. No quería ni pensar en qué sorprendentes revelaciones podía hacer Deborah si se sentía directamente retada. Pero cuando se calentaban los ánimos, siempre se podía contar con la sorprendente capacidad de autocontrol de Emily. Durante nuestros ocho años de vida en común tuvimos una única pelea: algo relacionado con kirsch y una fondue de queso. Lo que Emily odiaba por encima de todas las cosas era llamar la atención o montar escenas de cualquier clase; así había sobrevivido a su infancia como única niña judía con ojos achinados de Squirrel Hill.
—Te ruego que dejes en paz a Grady —dijo finalmente con una susurrante y oscura voz de Casanova, en un intento de darle un aire de broma al comentario—. Sólo por esta noche.
Deborah permaneció sentada, reflexionando.
—Estás loca, Em —dijo.
—¡Deborah! —intervino Irv—. ¡Ya está bien!
—¿Estoy loca? ¡Mírate al espejo!
—¿Qué has dicho?
—¡Que te mires al espejo! —repitió Emily. Agarró el tenedor con más fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y pensé que Deborah podía acabar recibiendo mucho más de lo que se imaginaba. De pronto recordé que la milagrosa noche de la fondue de queso Emily me había amenazado con un tenedor de postre—. Mírate: sentada ahí, con un albornoz. Y ni siquiera te has peinado.
—Deborah, Emily, ¡basta! —exclamó Irene tras dejar sobre la mesa su tenedor—. Dejad de pelearos inmediatamente. —Elevó las comisuras de los labios simulando una sonrisa y miró a James—. ¿Es que no os dais cuenta de la impresión que le estáis causando a nuestro invitado?
Emily obedeció. Con un gesto de alivio relajó la presión de su mano sobre el tenedor y desapareció la tensión de sus hombros. Me quedé amarga y absurdamente decepcionado al ver con cuánta docilidad obedecía.
—Lo siento —se disculpó. Sonrió a James—. Lo siento, James.
James asintió, pero parecía más perplejo que feliz por las disculpas. Bebió con avidez un largo trago del tinto de California que tomábamos con la cena, como si tuviera la garganta seca. Durante unos instantes, Deborah siguió acariciándose su despeinada melena negra. De pronto se levantó y se ciñó estrechamente el albornoz.
—¡Tú siempre pidiendo perdón! —le espetó a Emily, con las mejillas temblándole de lástima y desprecio. Su silla, una de las ocho de elegante madera de abedul escandinavo, permaneció unos instantes en precario equilibrio sobre las patas traseras y después cayó al suelo con gran estruendo. Deborah se volvió con brusquedad, en un vano intento de atraparla, y el cinturón del albornoz golpeó su copa de vino y la volcó—. ¡Estoy harta de la pascua! —dijo, aunque el comentario era a todas luces superfluo. Volvió a abrir la boca, y cerré los ojos y me preparé para lo que pudiera decir.
Cuando oí cerrarse de golpe la puerta de la cocina, abrí los ojos y vi que Deborah había desaparecido. Marie tampoco estaba en la sala, pero al cabo de un momento volvió a entrar desde la cocina con un paño húmedo con el que limpió la mancha de color púrpura del mantel. Le pidió secamente a Philly que recogiera la silla, y éste se inclinó y la levantó. Irv, empleando su estrategia habitual ante lo que denominaba las crisis histéricas de Deborah, se concentró en su plato y se dedicó a atacar con determinación un grande y espeso pedazo de kugel. James estaba ocupado en la lectura de la etiqueta de la botella de vino, con una expresión preocupada, como si acabase de percatarse de que lo que había estado bebiendo desde el principio de la velada era vino y estuviese buscando en la etiqueta si ponía cuánto se podía beber. Miré a Emily, que clavaba los ojos en su madre, que, ante mi sorpresa, tenía los ojos fijos en mí. Me pregunté, presa del pánico durante unos instantes, si Deborah se habría ido de la lengua no con Emily, sino con su madre. Pero entonces caí en lo que estaba pensando Irene. El mismo optimismo que la impulsaba a creer que Emily y yo tal vez podíamos seguir juntos la llevaba a no perder las esperanzas de que el extraño comportamiento de Deborah estuviese motivado por elementos externos. Estaba pensando que Deborah se había colocado con la hierba que yo le había proporcionado.
—¡Vaya con Deborah! —dije la mar de sonriente y meneando la cabeza con un gesto meticulosamente calculado. Oí un frufrú contra mi oreja y vi aparecer una brillante mancha azul sobre mi plato. Mi gorrito acababa de caer en la ensalada.
Emily se puso en pie.
—Vuelvo enseguida —dijo con determinación. Entró en la cocina y salió por la puerta trasera, y unos segundos después llegaron hasta nosotros los cambiantes tonos de las voces de ambas desde el anegado jardín. Seis personas permanecíamos sentadas a la mesa contemplando los pedazos de matzoh esparcidos sobre el mantel como páginas arrancadas de los libros de plegarias. Marie, Irene e Irv hicieron varios esforzados e inútiles intentos de iniciar y mantener una discusión acerca de un documental sobre unos judíos que pretendían reconstruir el Templo de Jerusalén, que habían visto la noche pasada en la cadena PBS. Era cuanto se podía hacer para seguir comiendo y vencer la exasperante tentación de tratar de escuchar la conversación del jardín. Yo, evidentemente, no lo logré. No oía claramente de qué hablaban las dos hermanas, pero lo cierto es que no lo necesitaba. Podía imaginarme el diálogo palabra por palabra.
—¿Y qué me dices de esa granja en Suecia en la que crían terneras especiales de piel roja[30]? —preguntó Marie.
—Me resulta difícil imaginarme que nuestros queridos amigos Ken y Janet Abramowitz de Teaneck puedan reunir cinco mil dólares para sacrificar su propia ternera roja en Jerusalén —comentó Irene.
—Creo que será mejor que recuperemos el dinero que dejamos en depósito —dijo Irv.
En ese momento Emily entró corriendo en la casa y atravesó con un inusual estruendo la cocina y la sala. Fue directa al armario del recibidor, tomó el largo abrigo de cuero con el cual se había marchado de Pittsburgh el día antes por la mañana y, después de detenerse un instante para lanzarme una desolada mirada con los ojos humedecidos por las lágrimas, volvió a salir. Durante unos veinte segundos nadie se movió y todas las miradas se concentraron sobre mí hasta que, con sigilosos pasos, reapareció Deborah mascando chicle con aire satisfecho.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó Irv.
—Ha ido a dar una vuelta en coche —respondió Deborah con un ligero encogimiento de hombros.
—¿Le pasa algo?
—No, está perfectamente.
Desde el exterior llegó el carraspeo del motor del viejo Bug de Emily y después el ruido de la gravilla al arrancar el coche. Pensé que ojalá no tuviese ningún percance, conduciendo en estado de shock, con aquellos faros de escasa potencia, por caminos rurales sin iluminación. De todas formas, sus escapadas en coche cuando se enfadaba no eran algo inusual. La sosegaba conducir por las carreteras de los alrededores de Kinship, hasta Barkeyville, Nectarine y la frontera con Ohio en Shanon.
Deborah paseó larga y lentamente la mirada por la mesa en la que había naufragado la cena que se había iniciado con tanta alegría.
—¡Vaya mierda de celebración! —sentenció. Pasó por detrás de mí. Me llegó una vaharada acre procedente del bolsillo de su albornoz, y me percaté de que lo que mascaba no era chicle.
Posó una mano sobre el hombro de James y le dijo:
—Venga, chaval. Vamos a tomar algo que nos quite el gusto de tanto matzoh.