Bajé al sótano para rescatar a James Leer y me lo encontré ante la mesa de ping-pong, frente a Philly Warshaw, con una pala en la mano. Estaban jugando una partida de ping-pong cervecero, una especie de novatada a la que, en su época más desmadrada, Philly sometía a cuanto pretendiente o joven varón en general visitaba la casa, yo incluido. Había consenso entre los miembros de la familia Warshaw sobre el hecho de que la época desmadrada de Philly se había prolongado excesivamente, pero al fin había sentado la cabeza, y sólo cuando iba a Kinship y no tenía que conducir volvía a beber como una esponja; supongo que era algo que hacía más estimulantes sus visitas a la familia. Me senté en la escalera para contemplar el partido.

—Tómatelo con calma, James —le dije.

—No se le da mal —comentó Philly, que golpeó con un gesto exagerado la bola y le dio el efecto justo para enviarla directamente al vaso de cerveza colocado sobre la punta de la línea central, en el lado de la mesa que ocupaba James Leer—. Está jugando bien. —Sonrió—. De un trago, James.

Obedientemente, James tomó el vaso lleno de cerveza, sacó la bola, se lo llevó a los labios y lo vació de un único e inacabable trago que pareció costarle cierto esfuerzo. Una vez ingerida toda la cerveza, alzó el vaso hacia mí, con una sonrisa boba petrificada en la cara, igual que un chiquillo que trata de parecer mayor sonríe a la concurrencia después de hacer el esfuerzo de tragarse por primera vez una ostra.

—¡Hola, profesor Tripp! —saludó.

—¿Cuántos llevas?

—Éste es el segundo.

—El tercero —le corrigió Philly, y rodeó la mesa para volver a llenar el vaso de James con una lata de cerveza Pabst que sacó de la neverita que tenía en su guarida. Con suma delicadeza, James secó la bola con el faldón de mi vieja camisa de franela. Su cabello había vencido el amarre de la gomina y se distribuía en extraños ángulos por su cabeza. James no paraba de sonreír y los ojos le brillaban, igual que la noche anterior cuando irrumpimos, ante cientos de cabezas vueltas, en el resplandeciente auditorio, riéndonos a carcajadas y sin aliento. Se lo estaba pasando de miedo. Pero era evidente que no aguantaba nada bien el alcohol.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —quiso saber Philly—. ¿De quién es el culo que tiene marcado?

—De un tipo que saltó sobre el capó —le expliqué. Estaba mosqueado con él por haber enredado al pobre James Leer para jugar al ping-pong cervecero, pero tampoco podía echárselo en cara. Phillip Warsahaw era un agente del caos nato y un maestro del desmadre en todas sus formas posibles. Había llegado de Corea en 1965 con la reputación de ser el más travieso e incontrolable chiquillo del orfanato de Soodow, y tras su llegada a los Estados Unidos no tardó nada en dedicarse a lanzarse de cabeza de manera más o menos intencionada a través de ventanas cerradas y a atar a los niños del vecindario a los árboles. Su carrera como vándalo adolescente se hizo legendaria en el instituto Allderdice; en un cuatrimestre, con la ayuda de un grueso rotulador, cubrió hasta la última superficie lisa de Squirrel Hill, en Greenfield, y algunas zonas de South Oakland de una arcana simbología que finalmente la policía logró identificar como su verdadero nombre, escrito en la caligrafía de su desaparecida madre. Después, en sus desplazamientos a Panamá y las Filipinas como soldado, había encontrado sendos paraísos para dar rienda suelta a sus excesos, y le llevó varios años amoldarse a la vida conyugal una vez estacionado en la base de Aberdeen.

—¿Un tipo? ¿Qué tipo?

—Un tipo llamado…, uh… —miré a James—, Vernon Hardapple.

Philly volvió a lanzar la bola con efecto, pero esta vez no logró meterla en el vaso de James.

—¿Hardapple?

—Era torero —dijo James, sin mirarme. Se preparó para sacar—. Cero a nueve —dijo, y puso la bola en juego con un elegante gesto.

—¿Un torero llamado Vernon Hardapple?

—Estuvo casado con una mexicana —dije—. Aprendió a torear allí.

—Pero ella lo abandonó —continuó James, que devolvió el raquetazo de Philly y envió la pelota fuera de la mesa de juego, hasta una caja llena de viejos números de la revista Commentary—. Cero a diez. Y creo que eso le llevó a no tomar las debidas precauciones en la plaza.

Yo no podía aguantarme la risa; James, en cambio, seguía imperturbable, con la mirada fija en la bola.

—¿Le dieron una cornada? —preguntó Philly.

—No, pero un toro lo pateó —dije—. Le rompió la cadera y ahí se acabó su carrera.

—Así que ahora se dedica a torear coches en el aparcamiento del Hi-Hat —continuó James—. Te toca servir.

—El viejo Hi-Hat —recordó Philly, e hizo el primer saque. La bola pasó por encima de la red y se paseó por el borde del vaso de James. No cayó dentro por los pelos. Philly Warshaw era una fiera jugando al ping-pong cervecero—. Once-cero. ¿Todavía vais?

—Alguna que otra vez. —De pronto, me sentí un poco intranquilo. Al recordar el incidente de la noche pasada con Vernon en el Hi-Hat, algo me preocupó. ¿Por qué había asegurado que el coche era suyo, había dicho correctamente la matrícula y había definido como verde esmeralda lo que yo siempre había considerado un espantoso verde culo de mosca? Reflexionando, llegué a la conclusión de que muy bien podía haber sido suyo; Happy Blackmore pretendía haberlo ganado en una partida de póquer, pero la explicación siempre me pareció algo inverosímil, dada la magnitud cósmica de la mala racha en la que estaba sumido Happy. Esperé durante una semana a que me trajese la documentación del vehículo, pero entonces me enteré por un colega suyo del Post-Gazette de que estaba en los montes Catoctin jugándose sus últimos fondos—. ¿Todavía está ese tío cachas como portero? ¿Cómo se llama? ¿Cleon? ¿Clement?

—Sí, sigue ahí.

—El tío tiene unos bíceps de cincuenta centímetros —dijo—. Una vez se los medí.

—¿Clement te permitió medirle los bíceps?

Philly se encogió de hombros y dijo:

—Le gané una apuesta. —Me dirigió una rápida mirada y le lanzó otra bola a James—. Bueno, Grady, he oído…, doce-cero…, he oído que nos has traído un perejil muy especial para la celebración de la pascua esta noche.

—Ajá —dije, y miré a James, que se había sonrojado. Supuse que se había sentido adulado por las atenciones de Philly y, antes de que apareciese yo, había estado alardeando ante él de lo mucho que le enrollaban las drogas—. Tengo un poco en el coche.

—¿Y?

—¿Y qué? —pregunté, cruzándome de brazos.

Philly sonrió y simuló un grito de alarma cuando James consiguió meter la bola en su vaso de cerveza. Levantó el vaso y movió las cejas con un gesto de complicidad dirigido a mí.

—Oh, vale, de acuerdo —dije, fingiendo, como buen porrata, una despreocupada indiferencia ante la perspectiva de colocarme—. Si te apetece…

Me moría de ganas de fumarme un buen canuto. Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta del sótano. Philly tiró estruendosamente su pala sobre la mesa.

—¿No seguimos jugando? —preguntó James, afligido.

—Tengo que echar una meadita —dijo Philly, y se dirigió hacia las escaleras—. Nos encontraremos fuera.

—Acompáñame, James —le dije.

Abrí la chirriante puerta del sótano y subí por las escaleras, llenas de telarañas. Antes de que llegase arriba, James tiró del dobladillo de mis pantalones.

—¡Grady! —dijo—. ¡Grady, mira!

Bajé de nuevo al sótano. James me sonrió y me condujo, tirándome de la manga, hasta una amplia y maloliente estructura construida a base de madera de embalaje y tela metálica que ocupaba la esquina opuesta del sótano. Señaló con el dedo y anunció:

—¡Una serpiente!

En el interior de la gran jaula había un tronco de olmo muerto, del cual colgaba un largo y perfecto músculo adornado con unos elegantes pliegues, semejante a una serpentina. Era Grossman, la boa constrictora de tres metros que, para su pesar, llevaba veinte años conviviendo con los Warshaw. Philly la había ganado en una sala de billar de la avenida Liberty durante su último año en el instituto Allderdice, y al otoño siguiente, cuando se alistó, la dejó al cuidado de sus padres. En aquella época Grossman ya no era un ejemplar joven, y su muerte inminente había sido profetizada por los veterinarios y ansiosamente esperada por Irene Warshaw desde el ya lejano día en que Philly les prometió que pronto se haría cargo de ella. Pero Grossman seguía viva en su jaula climatizada, de la que se escapaba regularmente mediante las más diversas estratagemas para atormentar al andrajoso tropel de pollos de Irene y depositar escultóricas e increíblemente apestosas defecaciones por toda la casa, en lugares escogidos con indudable gusto estético.

Le di a James una palmada en la espalda y le dije:

—Es una serpiente, en efecto.

James se arrodilló, deslizó un dedo a través de un agujero hexagonal de la tela metálica e hizo sonidos de besos.

—Creo que le gusto —comentó James.

—Seguro —le confirmé. Traté de recordar si alguna vez había visto moverse a Grossman—. Estoy convencido.

James me siguió escaleras arriba, salimos del sótano y dimos la vuelta a la casa para llegar a mi coche, mientras nos desenganchábamos los trozos de tela de araña que se nos habían pegado en las cejas y labios. Estaba cayendo la noche. Un fular como de cachemira de nubes púrpuras iluminadas por una ya débil luz solar se movía lentamente a través de Ohio hacia el oeste. Se notaba mucha humedad y la hierba rechinaba bajo nuestros zapatos. Olía a estiércol de caballo y a cebollas fritas en grasa de pollo. Una de las vacas que estaban junto al establo hizo un lúgubre comentario sobre la pesada carga que supone la vida. Cuando ya casi habíamos llegado junto al Galaxie, para mi sorpresa, James lanzó un grito de corsario y aceleró el paso en los últimos tres metros. Apoyó las manos sobre la portezuela y dio un salto como para lanzarse en el asiento delantero del descapotable. Daba la impresión de que se había elevado suficientemente y la trayectoria parecía la correcta, pero en el último momento se refrenó e hizo un aterrizaje de emergencia sobre la hierba. Se volvió, con una expresión muy seria, y me dijo:

—Me lo estoy pasando estupendamente, profesor Tripp.

—Me alegro —le aseguré, y alargué el brazo para abrir la guantera. Saqué la bolsita y el papel de fumar y empecé a liar un canuto encima de una zona intacta del abollado capó.

—Son encantadores —continuó James—. Y ese Phil es un fenómeno.

—Lo sé —dije, sonriendo.

—Aunque no parece muy despierto.

—No —dije—. Pero es fenomenal.

—Me hubiera gustado tener un hermano como él —comentó James, en tono melancólico.

—Juega bien tus cartas y tal vez lo consigas —le dije—. Yo diría que la política de esta casa es de puertas abiertas.

—Grady, tú no tienes, digamos, más familia que ésta, ¿no?

—No, lo cierto es que no. Aparte de un par de tías en mi ciudad natal a las que no veo desde hace siglos. —Acabé de arreglar las puntas y las apreté—. Y supongo que de los Wonder. ¡Malditos sean!

—¿Los Wonder?

—Los hermanos de mi novela. Es como si fuesen mis hermanos. —Sorbí por la nariz—. Supongo que eso es mejor que nada.

—Eh, ¿sabes una cosa? ¡Yo estoy en la misma situación! —Se llevó el dorso de la mano a la frente e hizo un gesto melodramático—. ¡Los dos somos huérfanos! —gritó.

Me reí y le dije:

—Estás borracho.

—Tú tienes suerte —comentó, y miró hacia la casa.

—¿Tú crees?

Pasé la punta de la lengua por el papel de fumar.

Los ojos de James se toparon con los míos y, para mi sorpresa, descubrí en ellos un indicio de lástima.

—Grady, ¿recuerdas a ese tipo que ayer por la noche estuvo hablando de, bueno, ya sabes, de que tenía un doble? Un doble que se dedica a arruinarle la vida, y que eso le da mucho material sobre el que escribir. —Mientras hablaba, tenía la mirada fija en la huella de las dos nalgas estampadas en el capó del coche—. ¿Crees que sólo eran paridas?

—No —respondí—. No lo creo, ni mucho menos.

—Yo tampoco —dijo.

—¡Grady! ¡James! —Era Irene, que nos llamaba desde el porche—. ¡Ya es hora de cenar!

—¡Enseguida vamos! —gritó James—. Me parece que Philly no va a venir a encontrarse con nosotros aquí.

—Creo que no —dije—. Es duro ir de desmadrado y escaparse al jardín a fumar un porrete cuando uno es un hombre casado como él.

—Un marido.

—Un marido —repetí. Encendí el canuto y di una larga primera calada. Después se lo pasé a James—. Toma.

James dudó unos instantes, se acercó el canuto a la nariz y lo olfateó.

—¿Doy una calada?

—Venga.

—Vale. —Alzó el porro y me hizo un gesto con la cabeza, como si levantase un vaso de vino para proponer un brindis—. Por los hermanos Wonder. —Dio una larguísima y ambiciosa calada e inmediatamente empezó a toser—. Me pasa una cosa rara cuando fumo marihuana —se disculpó.

—¿Qué?

—Me hace sentir como si todo hubiese sucedido hace cinco minutos.

—Y así es.

Dio otra calada, más breve, y esperó un poco para espirar el humo. Miró la casa que había construido Irv Warshaw, la enredadera que cubría el porche delantero, las siluetas que se movían detrás de las ventanas iluminadas.

—Creo que en este momento soy feliz —dijo, como hablando consigo, con un tono de voz tan inexpresivo que no me molesté en replicar.