En la casa había un único lavabo, en el piso superior, al final del pasillo, en una amplia buhardilla de proporciones irregulares. Era un bonito lavabo, con un friso acanalado, grifería de cobre y una enorme bañera con cuatro patas, pero, dado el comportamiento impredecible de los intestinos de Irving y la notable tendencia de las mujeres de su familia a eternizarse en la bañera, era un lugar muy solicitado y, por lo general, siempre estaba ocupado cuando más necesidad tenías de visitarlo. Al regresar a la casa, subí por las escaleras para echar una meada y me encontré con que la pesada puerta de cuarterones estaba cerrada. Golpeé suavemente con los nudillos tres veces, dando mi nombre en código Morse.
—¿Sí?
Di un paso atrás.
—¿Em? —dije—. ¿Eres tú?
—No —respondió Emily.
Giré el pomo de la puerta. No estaba puesto el pestillo; todo lo que tenía que hacer era empujar ligeramente. Pero lo que hice fue soltar con sumo cuidado y sin hacer el más mínimo ruido el pomo y retirar la mano. Y me quedé allí, contemplando la puerta cerrada.
—Yo…, uh…, necesito hacer pis, chica. —Tragué saliva, consciente de la delicada situación que provocaría la pregunta que iba a hacerle, ya que dejaría al descubierto las dañadas entrañas de nuestra confianza e intimidad—. ¿Puedo…? ¿Te importa que entre?
Se escuchó un chapoteo y el leve eco en la porcelana.
—Estoy dándome un baño.
—De acuerdo —le dije a la puerta, contra la que apoyé la frente. Escuché el ruido de una cerilla al encenderse y después la lenta exhalación de Emily, entremezclada con un suspiro de irritación. Dejé pasar treinta segundos y decidí bajar por las escaleras y salir al jardín.
Descendí por el camino de acceso a la casa, hacia la carretera de Kinship, levantando la vista hacia las ramas de los árboles para dar con un olmo marchito contra el cual mear sin ofender a la ley judía. El aire traía un aroma fresco y huidizo de corteza húmeda, y, a pesar de la negativa de mi esposa a dejarme compartir su desnudez —me dolió en el alma pensar que posiblemente no volvería a verla desnuda—, me sentía feliz de estar fuera de la casa, solo, llevando en mis entrañas el puño cerrado que era mi repleta vejiga. Llegué a un recodo del camino y vi a mi cuñada Deborah. Caminaba alicaída unos quince metros por delante de mí, envuelta en un vaporoso vestido púrpura cuya cola arrastraba por el suelo de gravilla como si fuera un pequeño tren. Llevaba un cigarrillo encendido y tarareaba para sí, con voz de falsete, lo que parecía la parte lenta y gimoteada de «Whole Lotta Love». Sabía que lo prudente era dejarla sumida en sus inimaginables ensueños, pero estaba alterado y confundido por la reacción de Emily, y en el pasado, en algunas ocasiones, los consejos de mi cuñada, si bien nunca me habían resultado útiles, sí me habían proporcionado cierto bienvenido aturdimiento, como los avisos de un pájaro oracular. Oyó el sonido de mis pisadas en la gravilla y se volvió.
—¡Qué sorpresa! —exclamé, a modo de saludo.
—¡Hola, Doc! —dijo ella.
—¡Vaya vestido!
La tela llevaba entretejidos pequeños espejitos plateados y el dibujo parecía diseñado inspirándose en el efecto psicodélico, como de cachemira de neón, que visualizas después de cerrar los ojos y presionártelos con fuerza con los nudillos. Era la clase de modelo que se suele ver colgando en el armario de las mujeres que sólo tienen un vestido.
—¿Te gusta? Es de la India, o por ahí —me comentó Deborah, y aplastó sus labios fruncidos contra mi mejilla, su versión de un beso, y me dio un doloroso apretón de manos—. ¿Te ocurre algo?
—Em…, no me ha dejado entrar en el lavabo a echar una meadita. Estaba dentro, tomando un baño.
—Está hasta el moño de ti, Doc —me explicó—. Le han llegado rumores de que te lo montas con otra. —Doc era el apodo que Deborah me había puesto. Años atrás, al principio, me llamaba Gravy, y después Gravy Boat, que se metamorfoseó, de un modo que supongo que mi físico hizo inevitable, en Das Boot[21]. En determinado momento Deborah se olvidó del Boot y al cabo de un tiempo el Das acabó convertido en Doc, apelativo que, dado que siempre que había una emergencia yo disponía de un buen surtido de fármacos, acabó adoptando definitivamente. Deborah había accedido al idioma inglés tarde, como ya he explicado, y era imposible predecir lo que podía suceder una vez que un concepto como gravy boat se introducía en su cerebro—. ¡Cabrón! —Me lanzó un suave puñetazo al estómago—. ¡Saco de mierda!
—¿En serio que ha oído decir eso? —pregunté, sin tomarme su agresión muy en serio. Una de las cosas que siempre había admirado en Deborah era su inconsciente aspereza en su trato con los hombres en general y conmigo en particular. Había desembarcado en nuestras costas con muy pocas cosas en su equipaje aparte de los siete mayores insultos en inglés, a los que había seguido devotamente apegada a lo largo de todos aquellos años, al igual que a otros recuerdos (un marchito ramo de orquídeas, una rancia e intacta tableta de chocolate que le habían dado en el orfanato para el viaje) de su emigración a los Estados Unidos—. ¿Y dónde lo ha oído, si puede saberse?
—¿Crees que se lo he dicho yo?
—La verdad es que me da igual —dije—. ¿Qué tal estás, chiquilla?
Estiré el brazo para apartarle un mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho y ella miró hacia otro lado. Tenía una bonita y espesa cabellera, que utilizaba para taparse la cara, una cara anodina que perdía todavía más por la poca estima en que Deborah le tenía. Odiaba su nariz, que consideraba a un tiempo bulbosa y excesivamente pequeña; se refería a ella —de manera muy original, en mi opinión, aunque resultaba lastimoso— como su púding. Sus ojos, aunque muy expresivos, bizqueaban terriblemente, y cuando sonreía sus dientes asomaban como granos de maíz en la punta de una panocha.
—No sabes nada sobre monos, ¿verdad?
—No tanto como debiera.
—¿Son buenos animales de compañía? Estaba pensando en comprarme un mono. Un mono ardilla, ya sabes, uno de esos pequeños, para llevarlo en el hombro. ¿Sabes algo sobre los monos ardilla?
—Sólo que asesinan a sus dueños.
Deborah me mostró su torcida dentadura.
—De todas formas me sigues cayendo bien, Doc —dijo, con su habitual tono insincero. Como muchas personas a las que sólo les queda un ligerísimo acento de su lengua original, sus palabras siempre sonaban algo falsas—. Quiero que lo sepas. Todo el mundo opina que eres un capullo. Pero yo no. Quiero decir que yo también, pero que aun así me caes bien.
—¡Eso es estupendo! —dije—. Eres la persona peor dotada para juzgar a los demás que conozco, Deb.
—Sí, en eso tienes toda la razón —admitió, y por un momento pareció deprimirse. Su último marido, por ejemplo, un dentista medio coreano llamado Alvin Blumentopf con el que estuvo casada durante un año entero, recibió una paliza de unos prestamistas por impago de deudas de juego y dos años después fue declarado culpable de fraude fiscal y enviado a la prisión federal de Marion. El hecho de que Deborah se hubiese enamorado de él prácticamente garantizaba semejante destino—. Gracias por recordármelo, ¿vale?
Tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo, como si se hubiese hartado de él. En ciertas situaciones, Deborah resultaba mucho más sensible que Emily, y recordé que siempre se me olvidaba —deslumbrado por su desenvoltura y aire desenfadado— lo fácil que resultaba herirla en sus sentimientos. Apagué el cigarrillo por ella, aplastándolo con el pie.
—¡Qué caballero! —dijo—. Bueno, vale, así que no te ha dejado entrar en el lavabo.
—Ni siquiera se ha dignado a dirigirme la palabra.
—¿No ha abierto la boca?
—No, pero la verdad es que sólo he esperado veinte minutos.
—¿Y después has salido para orinar aquí fuera?
—Sí —dije, y me dirigí hacia un árbol cercano que, tras una meticulosa inspección, me pareció aceptablemente marchito—. ¿Me disculpas?
—¿Puedo verte la salchicha?
—Claro. —Me coloqué detrás del árbol y me bajé la cremallera—. ¿Tienes un bolígrafo?
—No, ¿por qué?
—Quiero dibujarle una cara en la punta para enseñártela.
—¿Los gusanos tienen cara?
—Vas a conseguir que me deprima.
—Doc —dijo Deborah—, ¿cuántas veces has estado casado?
—Tres.
—Tres. Igual que yo.
—Igual que tú.
—Y apuesto a que las engañaste a todas.
—¡Oh! Más o menos.
—¿Y yo soy la persona peor dotada para juzgar el carácter de los demás con la que te has topado?
—Ajá —dije. Acabé la operación, me subí la cremallera y salí de detrás del árbol—. Bueno, y aparte de pensar en monos, ¿qué estabas haciendo aquí, Deb? ¿Emprendías la huida de Egipto?
—Oh, no lo sé. Daba una vuelta alrededor del establo, mirando debajo de las boñigas de vaca.
—¿Buscas setas? —Asintió—. ¿Has encontrado alguna? —Asintió de nuevo—. ¿Te las has comido? —Me miró de hito en hito, con los ojos muy abiertos, iluminados por la escasa luz del atardecer, y el rostro inexpresivo—. ¡Por Dios, Deb, es una locura!
Me dio un suave puñetazo en el brazo y sonrió jovial.
—Te he asustado, ¿eh? —Metió la mano en uno de los bolsillos del vestido y sacó un sucio puñado de escuálidas setas grisáceas—. De momento me he limitado a guardarlas, por si las cosas se ponen realmente insoportables.
Se las volvió a guardar en el bolsillo y del otro sacó un paquete de cigarrillos. Cuando podía encontrarla, fumaba una repugnante marca coreana sin filtro llamada Chan Mei Chong, que costaba el doble que un paquete de cigarrillos americanos y olía a piel de cerdo chamuscada.
—Cuando ayer vi a Emily —encendió el cigarrillo sin apartar su intensa y bizca mirada de la llama—, supe que tenía alguna cosa que contarme. Ya sabes que en esos casos toda su cara parece replegarse alrededor de su nariz.
—Ajá.
—Pensé que iba a decirme que estaba embarazada.
—¡Qué curioso! —dije, con un tono ligeramente apagado.
—¿Qué es curioso?
—Nada.
—Dímelo.
Llegados a este punto, debo decir que no confiaba en absoluto en Deborah y no tenía ninguna razón para pensar que ella confiase en mi. Siempre que estábamos juntos a solas, como entonces, notaba que ambos nos sentíamos incómodos —nos dábamos abundantes puñetazos, nos insultábamos y nos balanceábamos ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, contemplando cómo el humo salía de nuestras bocas—, debido a motivos de índole en parte sexual y en parte social, pero que mayormente tenían que ver con nuestro conocimiento de los más íntimos secretos del otro, a pesar de no haberlos compartido jamás. En otras palabras, era mi cuñada.
—La mujer en cuestión —dije al cabo de un rato, con un hondo suspiro—, ésa de la que nunca le has dicho nada a Emily…
Frunció los labios y expulsó una gran bocanada de humo en dirección a Pittsburgh.
—La rectora.
—Está embarazada.
—¡Joder! ¿Y Emily lo sabe?
—Todavía no —dije—. Yo mismo acabo de enterarme. Digamos que es la razón por la que he venido.
—¿Qué? ¿Piensas anunciarlo durante la cena?
—Lo pensaré.
Meneó la cabeza, me miró un instante y apartó la vista. Se quitó una brizna de tabaco del labio inferior.
—Tu amante está casada, ¿no es así?
Asentí y dije:
—Con el director de mi departamento. O sea, digamos que con mi jefe.
—¿Y va a tener la criatura?
—No, creo que no. Espero que no.
—Entonces no le digas nada a Emily.
—Tengo que hacerlo.
—No, no tienes por qué. Al menos, no esta noche. ¡Joder, Doc!, ¿qué prisa tienes? Espera un poco. A ver qué pasa, ¿no? ¿Por qué tienes que contárselo si al final ni siquiera va a haber un bebé por medio? Le vas a hacer mucho daño.
Estaba impresionado. Aunque sabía que ella y Emily tenían una muy buena relación, era extraño verla mostrarse tan abiertamente preocupada por su hermana. En parte porque, por más que hubiera aterrizado en medio de la familia Warshaw, Deborah nunca dejó de considerar en su fuero interno que eran un grupo de extraños y que, por muy buenas intenciones que tuvieran, no estaban a su altura; no eran más que una tripulación de rudos pescadores que había rescatado a la única superviviente de una familia imperial cuyo yate había naufragado. Ella, claro. Posó suavemente su mano sobre mi brazo y me pregunté si no tendría algo de razón. ¿Por qué herir los sentimientos de Emily más de lo que ya lo había hecho? Entonces me recordé a mí mismo que me encantaba escuchar argumentos a favor de soluciones que me evitasen un mal trago, y meneé la cabeza.
—Tengo que hacerlo. He prometido que lo haría.
—¿A quién se lo has prometido?
—Oh —dije—, a mí mismo.
Entonces, ¿qué más da? No vendrá de una promesa incumplida más o menos, me dijo Deborah con la mirada.
—¿Pasarás la noche aquí? —me preguntó.
—No lo sé. Tal como van las cosas, probablemente no.
—Entonces deja que se lo diga yo. Después que te hayas marchado.
—¡No! —Me arrepentí de habérselo contado a Deborah, que, además de un genuino cariño por Emily, también sentía, como buena hermana mayor, un particular entusiasmo por ver a su hermanita horrorizada y abriendo una boca de a palmo—. ¡Por el amor de Dios, Deb, júrame que no le dirás ni una palabra a nadie! ¡Por favor! Todavía no he decidido qué voy a hacer, eso es todo.
—¿Y a qué esperas? —preguntó, con un tono inequívocamente despectivo.
—¡Eh, vete a tomar por el culo! —repliqué—. Ya lo decidiré. Venga, ¿me lo juras?
—Sí —dijo, y su ligero acento coreano revoloteó en sus palabras—. Seré una tumba.
—Muy bien.
Asentí con firmeza, como para mostrar que confiaba en su palabra.
—¡Dios mío, Doc! —dijo—. ¿Cómo te las arreglas para joderlo todo y de un modo tan retorcido?
Le respondí que no lo sabía. Me volví hacia la casa.
—Será mejor que vaya a rescatar a James de las garras de Philly —comenté—. ¿Vienes?
Parecía a punto de añadir algo, pero finalmente se limitó a asentir y me siguió. Subimos por el camino de acceso hacia la casa acompañados por los crujidos de la gravilla a cada paso que dábamos.
—¿Quién es ese chico? —preguntó Deborah—. El tal James.
—Un alumno mío.
—Es guapo.
—Por favor, déjalo en paz.
—Me ha dicho que le gustaba mi vestido.
—¿Sí? —pregunté, y lancé una burlona mirada de escepticismo al vestido en cuestión—. Es un chico muy educado.
—¿Muy…? ¡Eh, vete a la mierda! —dijo secamente, sin el menor asomo de hilaridad, y comprendí que había vuelto a herirla en su amor propio. Se detuvo en medio del jardín y se miró el vestido—. Es horroroso, ¿no?
—No, Deb, es…
—¡Mierda, no me puedo creer que haya comprado esto! —Su tono de voz cambió de repente: ahora chillaba—. ¡Míralo!
—Me parece muy bonito —le dije—. Te sienta estupendamente, Deb.
Pasó por delante de mí, llegó hasta la puerta trasera y abrió la mampara de tela metálica contra los insectos, pero no entró. Al llegar junto a ella vi que trataba de vislumbrar su débil reflejo en el cristal translúcido de su puerta.
—Voy a cambiarme —anunció, con el ceño fruncido. Le temblaba la voz—. Parezco una jodida tienda de campaña hippie o algo por el estilo. Se diría que llevo a algún vendedor de bongós bajo la falda.
Le posé una mano sobre el hombro, tratando de consolarla, pero la rechazó y abrió la puerta bruscamente. Entró en la casa, atravesó la cocina y desapareció escaleras arriba entre un gran estruendo de pisadas. Por mi parte, fui absorbido por la chisporroteante humareda de la cocina, donde Marie, ya vestida para la cena, removía la sopa de bolas de matzoh en la sopera. Me miró arqueando una ceja y levantó el cucharón como si fuera un signo de interrogación.
—Estaba volviendo a cogerle el tranquillo al ambiente familiar —dije.