Al llegar la primavera, como de costumbre, el pequeño lago de los Warshaw se había desbordado hasta convertir su jardín trasero en una zona pantanosa. Los rosales que constituían el imperio de Irene estaban anegados; el bebedero de piedra para los pájaros se había tumbado y lo cubría el agua, y la estatuilla del Gautama Buda que había colocado para que vigilase sus plantas estaba hundida en el barro hasta sus divinos pezones y nos contemplaba imperturbable desde detrás de una azalea. Recorrí cojeando con James el chapucero sendero de tablones construido por Irv, que partía de la puerta trasera de la casa, atravesaba el anegado jardín y llevaba hasta la grisácea cabaña que los antiguos utopistas habían construido para tener la carne y los melones frescos en verano. El sendero, como todo lo que construía Irv, era complicado y estrambótico, un caótico montaje de tablones, maderas y troncos fijados precariamente con clavos siguiendo un ambicioso proyecto que preveía pilotes, pretil e incluso un pequeño banco a mitad de camino, y aquella estructura se hacía más compleja cada año. Yo estaba convencido de que un simple dique de sacos de arena colocados estratégicamente alrededor del lago resultaría mucho más efectivo, pero la mente de Irv no funcionaba así. Mientras avanzábamos con ruidosos pasos por el sendero, llegaron a mis oídos desde la cabaña los brillantes sonidos y los espacios vacíos llenos de ecos de la música serial que tanto entusiasmaba a Irv. En su juventud, antes de decidirse por la ingeniería metalúrgica, Irv estudió composición en el Carnegie Tech con un músico emigrado, discípulo de Schonberg, y escribió algunas piezas inaguantables con títulos como «Moléculas I-XXIV», «Concierto para botella de Klein[17]» y «Reductio ad infinitum». Así era como funcionaba la mente de Irv.
A mitad de camino hacia la cabaña, me detuve y contemplé el lago, azul y jaspeado como el capó de un Buick y con una forma que recordaba vagamente un calcetín. Y en el talón del calcetín había un pequeño cobertizo para guardar barcas y un embarcadero en miniatura, en el que estaban Deborah Warshaw y Emily en sendas chaises longues. Emily nos daba la espalda, pero Deborah nos saludó con las manos, hizo bocina con ellas y gritó:
—¡Grady!
Emily se volvió y me miró. Al cabo de unos instantes, levantó la mano y nos saludó sin mucho entusiasmo. Llevaba unas gafas de sol con forma de bucle y era imposible descifrar su expresión a aquella distancia. Supuse que El grito de Munch podría ser una apuesta ganadora.
—Es mi mujer —dije.
—¿Cuál de las dos?
—La que está a punto de sufrir un paro cardiaco. La del traje de baño azul.
—Nos está saludando —observó James—. Es una buena señal, ¿no?
—Supongo que sí —admití—. Apuesto a que está alucinando.
—¿Y qué es lo que lleva la otra?
Miré con atención. Sobre el pecho de Deborah se vislumbraban dos pálidos óvalos, como las cazoletas de un bikini, decorados con sendos rosetones más oscuros en el centro.
—Lleva los pechos al aire —dije.
Junto a su silla, en el embarcadero, había una botella baja, ancha y angulosa, con un líquido oscuro, y una pila de lo que parecían revistas, pero que debían de ser cómics. Doborah no tenía un buen nivel de lectura en inglés y raramente leía otra cosa. No me pareció que fuese un día tan caluroso como para tomar el sol en topless, pero era propio de Deborah decidir que la mejor manera de prepararse para el seder familiar era beber Manischewitz y tomar el sol medio desnuda leyendo Betty y Veronica. Deborah era siete años mayor que Emily, pero, paradójicamente, conocía a sus padres desde hacía mucho menos tiempo. Tenía casi catorce años cuando llegó de Corea y, a diferencia de Emily y Phil, jamás logró amoldarse del todo a la vida americana ni a una casa construida de modo chapucero con materiales de lo más variopinto, como todos los inventos de Irving Warshaw. Lamentaba no haber podido celebrar el bat mitzvah[18], a causa de la edad a la que había sido adoptada, y yo sabía por pasadas pascuas que consideraba el seder como una especie de innecesaria e infinitamente más tediosa reduplicación de la comida del Día de Acción de Gracias. Deborah era una especie de antítesis de Emily; era normal y corriente, mientras que Emily era guapa; era agresiva, mientras que Emily era sosegada; era dada a las rabietas y a la exaltación, pero inepta, a diferencia de Emily, que era un modelo de reflexión y saber estar en su sitio. Yo siempre había pensado que era como si los Warshaw hubiesen adoptado una niña salvaje, criada por los lobos.
—¡Hola, Grady!
Trazó un lento círculo en el aire con una mano. Quería que nos acercásemos a saludarlas. Emily seguía sentada, inmóvil, con un cigarrillo en la mano, mientras el viento mecía su lacio cabello negro. Me di cuenta de que todavía no me sentía preparado para encontrarme cara a cara con ella. Así que le respondí con un alegre saludo con la mano y un simpático meneo de cabeza, me volví y conduje a James hasta la cabaña. Llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Irv.
Cuando estaba allí dentro y alguien llamaba nunca decía directamente «Adelante».
—Soy Grady —respondí.
Se oyó rechinar una silla contra el suelo de madera y un «¡ay!» proferido en voz baja mientras Irv trataba de ponerse en pie.
—No te levantes —dije mientras empujaba la puerta y pasaba de la intensa luz exterior a la penumbra y el inagotable frescor de aquella cabaña en la que antiguamente se guardaban los alimentos durante el verano. El manantial que brotaba en su interior se había secado en los años veinte, pero, a pesar de todos los cambios que había introducido Irv a lo largo del tiempo, dentro se seguía sintiendo el fresco que procuraba el agua del pozo artesiano y reinaba un aire de perpetuo crepúsculo, como si estuvieses en una caverna y la árida música que entusiasmaba a Irv fuese el sonido del agua goteando desde las altas estalactitas en el insondable y oscuro pozo.
—Adelante, adelante —dijo Irv, que dejó el libro que estaba leyendo y gesticuló con sus brazos como aspas de helicóptero desde la recargada butaca. Mientras entrábamos, se agarró la rodilla en la que llevaba la prótesis y logró levantarse. Me acerqué a él, nos estrechamos las manos y le presenté a James. No nos habíamos visto desde enero, y me sorprendió comprobar que durante ese tiempo el cabello se le había vuelto completamente gris. Por lo visto, los sucesivos desastres matrimoniales de sus hijas le habían afectado mucho. Tenía los ojos enrojecidos y las ojeras delataban la falta de sueño. A pesar de que llevaba, como solía en las celebraciones familiares, pantalón de vestir, zapatos ingleses negros y corbata, la camisa tenía arrugas y manchas de sudor en las axilas, e iba muy mal afeitado, con numerosos pelos blancos en la barba y abundantes cortes.
—Tienes un aspecto magnífico —le dije.
—¿Qué te ha pasado en el pie? —Bajó el volumen de estéreo—. Cojeas.
Miré a James y dije:
—He tenido un accidente. —Como vi que la respuesta no satisfacía a Irv, añadí—: Me ha mordido un perro.
—¿Te ha mordido un perro?
—Tal como suena —respondí, y me encogí de hombros.
—Déjame echarle un vistazo —me pidió, y señaló mi tobillo—. Acércate a la luz.
—No tiene importancia, Irv, en serio. ¿Qué estabas leyendo?
—Nada. Ven aquí, déjame echarle un vistazo.
Me agarró por el codo e intentó apartarme de su butaca y llevarme hasta una lámpara de pie con la pantalla rota. Me liberé de su mano y fui a mirar qué estaba leyendo cuando entramos, porque me divertía tomarle el pelo por sus lecturas, que eran del tipo Estructuras permeables al gas en el diseño de polímeros o Análisis modal de la música sacra italiana pretonal del siglo XVII. Cuando quería relajarse, leía algo de Frege[19] o un viejo libro de George Gamow[20] mientras masticaba la colilla de un apestoso puro. Había dejado el libro boca abajo, abierto sobre el brazo de la butaca. Era un volumen en tela, con una encuadernación azul de biblioteca, y el título impreso en blanco en el lomo: Tierras bajas. Noté que me ponía colorado y al levantar la vista comprobé que también a Irv se le habían subido los colores.
—¿Has tenido que pedirlo prestado en la biblioteca? —le pregunté.
—No encontraba mi ejemplar. Ven.
Irv me condujo hasta la lámpara. Bajo su dominio, la cabaña estaba dividida, de manera invisible pero estricta, en tres zonas. En primer lugar, la sala de lectura, con sus dos butacas de orejas, un par de lámparas, una estufa eléctrica y una pared con estantes repletos de sus libros sobre metalurgia y teoría musical. En el centro estaba el laboratorio, con su tina y su par de obradores, uno lleno de cosas y el otro vacío, en los cuales realizaba sus trabajos mecánicos y químicos, desde reparar un tostador hasta desarrollar una sustancia capaz de adherirse al revestimiento de teflón. Y, por último, en el extremo opuesto había un catre plegable del ejército con una pila de mantas y una nevera llena de latas de cerveza Iron City Light, de las que cada tarde a las cinco se bebía una —ni una más ni una menos— a modo de medicina. De hecho, había montado un tinglado envidiable. Irv había redescubierto, como sólo un número sorprendentemente escaso de hombres hace, que el secreto para la completa felicidad de un varón es un chalé bien equipado. En una ocasión tratamos de calcular cuántas horas se había pasado allí desde su jubilación, y contando por lo bajo llegamos a estimar que unas veinte mil. Creo que Irene habría multiplicado por dos la cifra.
—Ven aquí. —Irv apartó mi libro y dio una palmada en el brazo de su butaca, lo que levantó una espesa nube de polvo—. Pon aquí el pie. Y tú, James, siéntate, por favor.
Me apoyé en su hombro para mantener el equilibrio y puse el pie sobre la butaca. Me subí el dobladillo de los tejanos y, con sumo cuidado, me bajé el calcetín. No me había preocupado de vendarme de nuevo la herida, y al verla me estremecí. Las cuatro marcas del tobillo se habían ennegrecido y arrugado. Alrededor de los mordiscos la carne estaba hinchada y rojiza, y sembrada de manchas amarillentas. Aparté la vista. Sin saber por qué, me sentía avergonzado.
—Tiene muy mal aspecto —dijo James.
—Se ha infectado —opinó Irv mientras se agachaba para examinar las heridas más de cerca.
Olía a brillantina, cuero y sudor, con lo que se mezclaba la fragancia —entre piel de naranja y Listerine— de Lucky Tiger, la loción para después del afeitado que se ponía en las ocasiones especiales. Yo seguía de pie, con los ojos cerrados, aspirando aquel olor familiar. Me pregunté si sería la última vez que lo olería.
—¿Cuándo te ha mordido el perro?
—Anoche —dije. Realmente, parecía que hiciese mucho más tiempo—. Pero estaba vacunado y demás —añadí, porque me pareció razonable suponerlo—. Bueno, ¿qué mosca te ha picado para leer esa vieja novela?
—La vi en la biblioteca ayer por la tarde. —Se encogió de hombros—. Estaba pensando en ti. —Me dio una palmada en la rodilla, y el golpe me hizo sentir una punzada de dolor en el tobillo—. No te muevas. Te voy a limpiar la herida.
Se enderezó y fue hasta su laboratorio. Permanecí inmóvil, contemplando un mapa de Marte del National Geographic que Irv había clavado en la pared con chinchetas, justo encima de la butaca. Tuve que contener unas lágrimas de agradecimiento por su solicitud.
—Bueno, James —dijo Irv mientras rebuscaba ruidosamente en cajones y armarios, sacaba botellas, leía las etiquetas y las volvía a guardar—, deduzco que te entusiasma Frank Capra.
Me quedé perplejo; estaba seguro de que nunca le había hablado de James Leer y su cinefilia. Miré a James, que estaba de pie junto a la butaca, con el ejemplar de Tierras bajas en la mano derecha, mientras que la izquierda colgaba en un extraño ángulo detrás del libro abierto.
—Es…, uh…, es uno de mis cineastas favoritos —reconoció James—. Quiero decir que lo era. Murió el otoño pasado.
—Lo sé.
Irv volvió con un poco de algodón, una botella de alcohol, unas cuantas gasas, un rollo de esparadrapo y un tubo de ungüento antibiótico bastante aplastado y enrollado. Se inclinó poco a poco hasta arrodillarse sobre la rodilla en la que llevaba la prótesis.
—¡Oooh! —gimoteó mientras la doblaba—. ¡Caramba!
Destapó la botella de alcohol, empapó el algodón y empezó a desinfectarme las heridas dando toques suaves. Me estremecí.
—¿Pica?
—Un poco.
—¿Te lo has hecho con una navaja? —le preguntó a James al tiempo que giraba la cabeza para mirarlo.
James pareció sentirse atrapado.
—Con una aguja —respondió.
—¿De qué demonios estáis hablando?
—De su mano —me aclaró Irv—. Tiene grabado el nombre de Frank Capra. Enséñaselo.
James dudó unos instantes y después sacó lentamente la mano izquierda de detrás del libro. Entonces vi las leves marcas rosadas que debían de haber sido letras grabadas en el dorso de la mano. Hasta entonces nunca me había fijado en ellas.
—¿Realmente pone «Frank Capra» en tu mano, James? —le pregunté.
Asintió y dijo:
—Me lo hice el día que murió, el tres de septiembre.
—¡Joder! —Meneé la cabeza y miré a Irv—. Es un fanático del cine —le comenté.
Irv se puso un poco de ungüento en la punta del dedo índice.
—Hay que serlo para hacerse eso —dijo.
Extendió con suma delicadeza el ungüento sobre las heridas. Se me ocurrió pensar que, bien mirado, las cicatrices que me quedarían en el tobillo no se habían producido de una manera mucho más razonable que las de la mano de James.
—Bueno —le dije a Irv al cabo de un minuto—. ¿Qué te parece?
—¿Qué?
—El libro. Tierras bajas.
—Ya lo había leído.
—Sí, pero ¿qué te ha parecido esta vez?
—Es una obra de juventud —dijo, no sin benevolencia—. Me ha hecho recordar cómo me sentía cuando era joven.
—Tal vez debería releerlo.
—¿Tú? No me parece que corras ningún riesgo de envejecer prematuramente. —Este comentario no me sonó como un cumplido—. ¿De quién era el perro que te ha mordido?
—Oh, de la rectora —le dije, y volví a contemplar el mapa de Marte—. Ayer noche hubo una fiesta en su casa.
—¿Y no te van a echar de menos en el festival literario? —preguntó Irv mientras se apartaba un poco para echar un vistazo a las heridas—. Tus alumnos.
—Volveré mañana —dije—. Además, he traído conmigo a uno de ellos.
—Muy inteligente por tu parte —comentó Irv—. Recuerdos a la rectora. Una mujer encantadora.
—Ajá —dije con la mirada perdida en un imponente cráter marciano denominado Nix Olympica.
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Irv.
—¡Hola, papá! ¡Hola, Grady!
Era Philly, o más bien su cabeza y la parte superior de su torso que asomaban por la puerta de la cabaña mientras sus dedos agarraban la jamba como para evitar darse de bruces contra el suelo. Si bien en el pasado había sido testigo de alguna que otra muestra de mutuo afecto entre ellos, los hombres de la familia Warshaw solían tratarse con cierto despego y parecían sentirse cohibidos si estaban juntos. Irv tenía su cabaña, y el territorio de Philly, cuando iba a aquella casa, era el sótano. En lo posible, se mantenían a cierta distancia el uno del otro.
—Éste es James —le presenté.
Philly saludó con la cabeza y dijo:
—¡Hola! ¡Dios mío, Grady, qué te ha pasado en la pierna!
—Me he cortado al afeitarme.
Contempló cómo Irv desplegaba una gasa y la cortaba a la medida adecuada con los dientes.
—¿Habéis visto las tetas de Deb?
—Sí —respondí—. Las hemos visto.
Sonrió y dijo:
—Bueno, escucha: uh, mamá me ha enviado a preguntarle a nuestro huésped si querría venir a ver a Grossman.
—¿Quieres ir, huésped? —le pregunté a James.
—No lo sé —respondió, y miró a Philly con cautela. Philly Warshaw era un chico apuesto, delgado, con la piel de color té con leche y una mandíbula perfecta. Vestía una inmaculada camiseta blanca y tejanos. Llevaba el pelo, espeso y erizado, muy corto y en los antebrazos se le marcaban las venas—. ¿Quién es?
—Una serpiente, tío —le informó Philly—. Una jodida boa constrictora.
—Ve —le dijo Irv—. Yo me ocupo de Grady.
James se encogió de hombros y me miró. Asentí. Dejó el libro y salió detrás de Philly. Oímos sus pisadas a lo largo del sendero de tablas, alejándose en dirección a la casa.
—Espero que realmente sea capaz de escribir —dijo Irv.
—Lo es —le aseguré—. Es un buen chico. ¡Ay! Quizá va un poco a la deriva.
—Entonces ha venido al lugar adecuado —dijo Irv—. Estáte quieto.
—Bueno, Irv.
—No sé qué te pasa. —Me rodeó el tobillo con una mano para aguantar el vendaje, mientras con la otra se llevó el rollo de esparadrapo a la boca. La presión de sus dedos era suficientemente fuerte para resultar dolorosa—. Tú y Emily. Si esto le sucediese a Deborah —dijo, con voz entrecortada—, vale, eso lo podría entender. Me entristecería que sucediese…
—Irv, no sé, es…
—Ha hablado con su madre. —Con rabia, cortó el esparadrapo con los dientes y lo pegó sobre el vendaje—. Parece que conmigo no quiere hablar.
—Es una situación difícil para Emily —le dije—. Ya lo sabes.
—Sí, lo sé. Se lo guarda todo para sí. —Colocó el último trozo de esparadrapo sobre el vendaje y me dio una palmadita con tal delicadeza que se me llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la vista y se las arregló para sonreír un poco—. Creo que eso lo ha heredado de mi.
Después bajó la cabeza y se quedó mirando las gasas y medicinas esparcidas por el suelo a su alrededor.
—Irv… —dije.
Le tendí la mano y le ayudé a ponerse en pie.
—Se supone que las familias deben crecer —comentó—. Ésta, en cambio, no hace más que reducirse.
Salimos de la cabaña y contemplamos los últimos y oblicuos rayos de sol de aquel atardecer de abril. Ya no había nadie junto al lago, y nos quedamos allí unos instantes, mirando las chaises longues vacías en el embarcadero y el sol ya muy bajo sobre las amarillentas y desnudas colinas de Utopia.
—No tengo intención de marcharme —dije, sólo para comprobar lo verosímil que era capaz de hacer que sonase esta afirmación.
Irv sonrió amargamente y me dio una palmada en el hombro, como si mi interpretación hubiese sido perfecta.
—Dame un respiro, Grady —dijo.