Cinco kilómetros después de dejar la autopista interestatal, justo donde la vieja autopista estatal se cruza con la carretera de Youngstown, había un restaurante llamado Séneca, que tenía un tocado de plumas indio en cromo y neón como logotipo. Era mi punto de referencia para dar con el destrozado camino asfaltado que conducía a la granja de los Warshaw. Justo después del Séneca había que tomar el primer camino a la izquierda, atravesar el puente de acero que cruzaba un insignificante horcajo del río Wolf y pasar por la tienda, el surtidor de gasolina y la oficina de correos, que era lo único que quedaba de Kinship, Pensilvania. La escuela del pueblo era poco más que una pintoresca pila de madera, y el cuartel de bomberos voluntarios, abandonado desde hacía una década, fue pasto de las llamas hasta los mismísimos cimientos en 1977. Durante los últimos años hubo una especie de tienda de antigüedades en la planta baja del Odd Fellows Hall, pero también había desaparecido. Todo se había ido deteriorando mucho en Kinship desde hacía unos cien años, cuando el núcleo de población original fue abandonado y sus utópicos moradores de sombreros negros se dispersaron en la gran expansión del sueño americano. La bienamada cabaña de Irving Warshaw era uno de los pocos edificios de los primeros tiempos que todavía seguía en pie, e Irene Warshaw se había pasado años tratando de conseguir que la declararan monumento nacional, aunque creíamos que no era porque le apasionase especialmente la historia de la comunidad de Kinship. No, Irene estaba convencida de que tenía que ser como mínimo delito federal que un anciano se pasase el día entero fumando cigarros El Producto, escuchando música de Webern y Karlheinz Stockhausen e inventando pintura magnética, sierras de agua y pistas de hockey sobre hielo de teflón para climas desérticos, en un edificio incluido en el Registro Nacional del Patrimonio Histórico.
Además de la cabaña, sólo el establo y el cobertizo junto al pequeño lago seguían en pie a finales de los cincuenta, cuando Irving Warshaw compró la parcela. Había tenido que construir el edificio principal desde cero, durante los fines de semana, días festivos y vacaciones veraniegas de los años de Kennedy y Johnson. Sobre los cimientos de una construcción anterior había levantado, con materiales que recogía en granjas abandonadas a lo largo de todo el condado de Mercer, una modesta casa de dos plantas cubierta de grisáceas placas de material aislante, con una chimenea de piedra sin tallar, un ecléctico surtido de ventanas emplomadas en la sala y el comedor, y un par de tragaluces en la buhardilla, que estaban colocados demasiado cerca y hacían que la casa pareciese bizca. El suelo no era liso, ninguna de las puertas encajaba del todo y, cuando soplaba el viento, la chimenea no tiraba bien y la casa se llenaba de humo. Pero Irv había hecho todo el trabajo prácticamente solo, con alguna ayuda de su ya fallecido hermano Harry y de un lugareño llamado Everett Tripp, un electricista-fontanero alcohólico que intentó toquetear a Emily cuando tenía ocho años y que muy bien hubiera podido ser primo lejano de quien lo narra, es decir, mío. Cuando sus hijos fueron suficientemente mayores para echarle una mano, Irv restauró el semiderruido establo, una enorme arca gris desfondada y volcada entre la alta hierba a unos cien metros de la casa, que un experto del estado de la Universidad Estatal de Pensilvania había datado como anterior a la guerra de Secesión.
—Nunca he estado en una auténtica granja —dijo James cuando, justo después de dejar atrás el Odd Fellows Hall, giramos a la derecha y nos metimos por un camino bordeado de gruesos olmos, todavía sin hojas, que iba desde la carretera de Kinship hasta la casa. Los árboles habían sido plantados a intervalos regulares el siglo pasado por meticulosas manos utópicas, y gracias a la providencial orientación de los vientos se libraron durante muchos años de la plaga que afecta a los árboles de esa especie, aunque ahora había bastantes huecos en la doble hilera. El verano pasado había ayudado a Irv a talar dos árboles marchitos, y, por lo que se veía, unos cuantos más ya no habían rebrotado aquella primavera. Las imponentes hileras acabarían desapareciendo en pocos años.
—No te impresiones demasiado —le dije—. Si esto es una granja de verdad, yo soy un buen profesor de literatura.
—¡Mira! —exclamó James sin hacer caso de mi consejo, y señaló un par de vacas lecheras que eran, junto con un irritable caballo castrado de pelaje claro, los únicos ocupantes actuales del restaurado establo—. ¡Vacas!
—¿Es que no las hay en Carvel? —pregunté, impresionado por el ingenuo entusiasmo con que respondió a la dulce mirada de las vacas—. Pensaba que era un pueblo pequeño.
—No en todos los pueblos hay vacas.
—Eso es cierto —admití—. El animal de pelaje claro es un caballo.
—¿Sí? —dijo James—. He oído hablar de ellos.
—Son un buen alimento —le expliqué.
Aparqué detrás del Bug de Emily, bajo la intermitente sombra de un castaño de Indias, y nos apeamos. El árbol debía de tener unos ochenta años, y ya le habían brotado las hojas; en pocas semanas estaría cubierto de flores blancas. En el jardín delantero del Hotel McClelland también había un castaño de Indias igual de alto, rebosante de ramas y de forma ovalada. Mientras bajaba del coche sentí un hormigueo en las mejillas, los oídos me zumbaban debido al viento y tenía el pelo echado hacia atrás, como la tiesa cabellera de cromo de las figuritas ornamentales de los capós de ciertos automóviles. El tobillo se me había quedado rígido durante el trayecto y resultó que a duras penas me podía mantener de pie.
—Echa un vistazo ahí —le dije a James, y señalé el prado que había detrás del majestuoso y viejo árbol. En él asomaba un irregular círculo de piedras blanqueadas que parecía un monumento megalítico. Bajo cada una de las piedras, le expliqué a James, reposaba el esqueleto de uno de los animales de compañía de la familia Warshaw, enterrados al modo egipcio junto con sus collarines de falsa pedrería, huesos de plástico o ratones de juguete. La mayoría de los nombres escritos en la piedra ya se habían borrado, pero todavía se podían leer las inscripciones sobre la última morada de Shlumper, Farfel y el gato Earmuffs. A un lado, apartada de las restantes, había una enorme y erosionada piedra molar. Señalaba la tumba de un perro schnauzer que le regalaron a Emily para consolarla tras la muerte de su hermano mayor, que se ahogó el verano en que ella cumplió nueve años. Emily insistió en llamar al perro igual que al muchacho, y, cuando el animal murió, su nombre, Sam, quedó escrito en la piedra, donde, aunque un poco borrado, continuaba siendo legible. Los huesos del otro Sam, el chico, yacían bajo una placa de bronce en el cementerio Beth Shalom, en North Hills, en la esquina entre la avenida Tristán y la calle Isolda.
—Yo de niño tenía peces —recordó James—. Pero cuando se morían, simplemente, los tirábamos al retrete.
—¡Oh, mierda! —dije—. ¡Las flores para Emily!
Eché un vistazo al asiento trasero y descubrí que durante el viaje el viento había hecho volar hasta el último pétalo de las rosas. Debíamos de haber dejado un rastro de pétalos por toda la autopista desde Pittsburgh hasta Kinship. No era más que un ramo de seis dólares, apañado con un relleno de musgo y lilas, pero de todas formas su pérdida hizo que me sintiera desconcertado y, en cierto modo, desarmado.
—¡Vaya! —exclamó James, que me miraba con una expresión a medio camino entre la lástima y la reprobación, la típica mirada que se le dedica a un borracho que al ponerse en pie comprueba que llevaba una hora sentado encima de su sombrero.
—Por aquí —le indiqué con un gesto vago. Lancé el arruinado ramo sobre la tumba de Sam—. Y no olvides tu mochila.
Fui cojeando hasta la puerta del lavadero e hice pasar a James. Nadie entraba por la puerta principal. Atravesamos el cálido y dulzón olor de la secadora y entramos en la cocina, rebosante de vapor. Descubrí una mueca de decepción en James. Supuse que esperaba encontrar una cocina rústica, con madera de pino, cacharros de cobre y cortinas de encaje en la ventana. Pero Irene la había reformado en plenos años setenta según el gusto de la época, y era una auténtica orgía de colores: dorados, verde aguacate y naranja oscuro; el acabado de los armarios era de formica de nogal, con recargados pomos dorados. Olía a mantequilla requemada y cebollitas caramelizadas, y se percibía también el intenso aroma, como de pólvora, de los cigarrillos canadienses de Emily. Pero no había ni rastro de ella. Irene y Marie, la esposa de Philly, estaban junto al horno, de espaldas a nosotros, echando bolas de matzoh[15] todavía crudo en una cacerola de hierro. Cuando entramos en la cocina, ambas se volvieron.
—¡Sorpresa! —dije, y pensé que me sentiría fatal si Irene Warshaw no se alegraba de verme.
—¡Hola, hola! —me dijo a modo de saludo mientras me tendía los brazos y meneaba la cabeza con un gesto de incredulidad. Irene no era alta, pero pesaba sus buenos veinte kilos más que yo, y cuando sacudía alguna de las partes de su cuerpo, las restantes tendían a sumarse al bamboleo. En el campo —y desde la jubilación de Irv, hacía cinco años, vivían prácticamente siempre en el campo— procuraba vestir siguiendo en lo posible los modelos de Monet en Giverny, y llevaba un ancho sombrero de paja y un guardapolvo de batista azul con mangas amplias y largo hasta las rodillas. Era rubia natural, de manos y pies delicados, y en sus fotografías de juventud aparecía una chica de ojos burlones y sonrisa trágica, dos adjetivos que el curso de su vida se encargaría de intercambiar.
La besé en la suave mejilla. Cerré los ojos y apretó con fuerza mi frente contra sus labios. Desprendía un olor amargo e intenso, mezcla de aceite de cocina, jabón de tocador y vitamina B, de la que se tomaba diariamente una dosis de quinientos miligramos.
—¡Hola, cariño! —dijo—. Me alegro mucho de verte.
—Y a mí me alegra oírlo —dije.
—Estaba segura de que vendrías.
—¿Cómo lo sabías?
—Lo sabía —respondió con un encogimiento de hombros.
—Irene, te presento a James Leer, un alumno mío. Es un escritor de mucho talento.
—¡Qué maravilla! —dijo Irene, y alargó el brazo para tomar la pálida mano de James.
A principios de los años cuarenta, en el Carnegie Tech, Irene se había especializado en literatura inglesa, y, a pesar de su prolongado trato conmigo, seguía teniendo en alta estima a los escritores. Tenía un gusto literario más selectivo y refinado que Sara, y leía con mayor meticulosidad: releía, subrayaba frases, anotaba listas de personajes en las solapas y trazaba su árbol genealógico. De la pared de su estudio, sobre su escritorio, colgaba una severa fotografía de Lawrence Durrell, su escritor predilecto, con un suéter y rodeado de una espiral de humo de tabaco. Y en la cartera llevaba siempre un pedazo de un arrugado programa, rescatado de una papelera, en el que un aburrido John Updike había dibujado, durante la ceremonia de entrega de premios de un certamen poético, un incisivo cariado que le estaba matando. Hacía mucho tiempo que me beneficiaba de la buena consideración que mi trabajo le merecía a Irene.
—¿Qué tal estás, James? ¿Eres escritor? ¿Y has venido a celebrar el seder con nosotros?
—Yo… creo que sí —respondió James, que trataba de esconderse en su mugriento abrigo negro. En el faldón se veía la mancha circular de azúcar—. Quiero decir que sí, si a ustedes les parece bien. Yo nunca…, uh, he…, ¿se dice celebrado?, uno antes.
—¡Por supuesto que sí! ¡Por supuesto que sí!
Irene arrugó la cara y mostró su mejor sonrisa de abuelita, pero vi que sus ojos azules, con los que escrutaba a James, eran fríos como sólo pueden serlo los de una abuela. James Leer tenía esa palidez y ese aire desgarbado que para una mujer de la edad de Irene denotaban constitución enfermiza, onanismo, educación defectuosa o desequilibrio mental. Pensé que el haber crecido en una década en la que la gente se pirraba por los tonos verde aguacate, naranja oscuro y dorado podía haber afectado el cerebro de James.
—Ésta es Marie, mi nuera.
—¿Qué tal, James? —le saludó Marie.
Nacida —eso me encantaba— durante una parada de emergencia para repostar carburante en la isla de Wake, pecosa, de caderas anchas, Marie, a diferencia de mi, se había convertido al judaísmo al casarse con un miembro de la familia Warshaw y, excepto por el hecho de no haber tenido hijos, se comportaba como una intachable nuera judía. En realidad, Marie era la mejor judía de la familia, mucho más practicante que su marido o los padres de éste. Los viernes por la noche se prendía un pañuelito en el cabello para encender las velas, horneaba galletas triangulares cuando tocaba hacerlo y se sabía de memoria el himno de Israel en hebreo. Como muchos hijos de militares, tenía un natural abierto e imperturbable, idóneo para convivir con la familia de su marido, en la cual no había dos personas de carácter o ADN similares y cuyos miembros no se parecían entre sí más que los diecisiete países en que había vivido Marie durante su infancia y adolescencia.
—Pareces cansado —me dijo, y me dio una palmadita en la mejilla.
—Trabajo mucho últimamente —le expliqué. Me pregunté qué sabría de lo ocurrido entre Emily y yo.
—¿Cómo va el libro?
—Bien, muy bien. Lo tengo casi acabado. —Llevaba diciéndole lo mismo desde la época de su noviazgo con Philly—. ¿Ya lo tenéis todo preparado? Huele estupendamente.
—Más o menos —intervino Irene—. ¡Había tanto que hacer! Marie me ha ayudado mucho. Y Emily también. —Me miró a los ojos—. Me alegro de que viniese con un día de antelación.
—Ajá —dije.
Pensé que quizá se estaba quedando conmigo —como buen porrata, solía obsesionarme con la idea de que la gente se estaba quedando conmigo—, pero no había rastro de sarcasmo ni en su rostro ni en su tono. Lo cual, sin embargo, no significaba necesariamente que no se estuviese quedando conmigo. Antes de jubilarse, Irene había dirigido una agencia privada que proveía a todo el valle del Ohio de bebés coreanos, y era una consumada experta en cierto tipo de inexpresividad administrativa que nunca fui capaz de descifrar.
—Pero no debería quejarme de tener tanto que hacer —dijo Irene, y soltó un dramático suspiro. Con gesto mecánico, metió una mano en el bolsillo de su guardapolvo, sacó un pollito de chocolate envuelto en papel de plata amarillo brillante, lo desenvolvió y lo decapitó limpiamente de un bocado—. Siempre es mejor que morirse de aburrimiento.
—¡Oh, vamos, Irene! —dije.
—No debí dejarme convencer cuando me propuso vender nuestra casa de la avenida Inverness —comentó mientras masticaba el chocolate.
—Lo sé —dije. Durante los años que vivieron en ella, Irene nunca sintió demasiado aprecio por la casa de la avenida Inverness, un estrecho edificio de dos plantas, mucho más pequeño que las casas vecinas, y se alegró cuando finalmente la vendieron. Sin embargo, desde que se mudaron a Kinship, aquella casa había adquirido en su mente las fabulosas proporciones de una Jerusalén o una Tara[16] perdidas—. Ha sido duro para ti.
—Ha sido muy duro —le dijo Marie a James.
—Siempre digo lo mismo, ¿verdad?
Irene le guiñó un ojo a James y meneó tristemente la cabeza.