Al llegar a casa de los Gaskell eché un vistazo a James. El viento le había tirado el engominado cabello hacia atrás y el flequillo hacia arriba, lo cual le daba un aire de personaje de dibujos animados que acaba de recibir una noticia impactante. Vi que pestañeaba. El donut le resbaló de los dedos. Su sorprendida cabeza se inclinó hacia atrás y quedó apoyada entre el reposacabezas y la ventanilla. Pensé que simulaba haber quedado inconsciente para evitar tener que dar la cara ante la rectora Gaskell, pero no podía afearle su actitud. Después de todo, le había prometido —aunque tenía mis dudas acerca de que me hubiese creído— que me encargaría de todo.

—Muy bien —le dije mientras salía del coche—. Espera aquí.

No hubo respuesta cuando golpeé con los nudillos en la puerta principal, así que probé a girar la manija. Estaba abierta.

—¿Sara? —Entré—. ¿Walter?

En la cocina había café caliente. Encima de la mesa vi el bolso de Sara, un paquete de Merits y una edición de bolsillo de una de las novelas de Q., abierta, encima de un encendedor Bic rosa. Sara estaba en casa, estupendo. Volví al recibidor y subí por las escaleras.

—¿Sara? ¡Soy Grady! ¿Hola?

Temiendo que en cualquier momento un enfurecido Walter Gaskell saliese de algún rincón oscuro y saltase sobre mí balanceando uno de los viejos bates de béisbol del gran Joe DiMaggio, asomé la cabeza en el estudio de Sara, en el cuarto de invitados y en las restantes habitaciones del piso superior, y finalmente fui hasta la puerta del dormitorio principal, en el que hacía muy poco había hecho una imprudente incursión que desaconsejaba volver a visitarlo tan pronto. La puerta estaba entreabierta y, un poco asustado, le di un suave puntapié. Se abrió con un delator crujido.

—¿Sara?

La cama estaba enterrada bajo un manto de nieve virgen formado por la colcha de plumón y las sábanas. En la mesilla de noche un reloj hacía tictac. Sobre la alfombra había dos pares de zapatillas alineadas, unas a cuadros, las otras azul lavanda. La puerta forrada de corcho del armario mágico de Walter, abierta de par en par, mostraba que estaba completamente vacío; sin duda, la colección había sido trasladada a un lugar más seguro. Evitando mirar hacia el lugar donde Doctor Dee se había encontrado con su destino, contuve la respiración y con un pequeño salto, como si estuviese pasando por encima del cadáver de un husky, entré en el dormitorio. Un par de amplios ventanales daban al camino de acceso a la casa, y desde allí podía ver a James Leer en el Galaxie, con la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Parecía realmente dormido. Atravesé la habitación y fui hasta las ventanas de la pared opuesta para echar un vistazo al jardín trasero, al pequeño huerto de Sara, situado detrás de los semienterrados raíles del trenecito, sobre los cuales la noche pasada James había aplastado el cañón de la pistola contra su sien, y, todavía más lejos, al hermoso invernadero importado de Francia hacia tres años. Al cabo de un rato distinguí una sombra que se agachaba y se reincorporaba detrás de los empañados paneles de cristal.

Al salir del dormitorio, aguanté la respiración y eché un vistazo a la alfombra junto a la puerta. Había un pequeño agujero redondo con el borde quemado, como si alguien hubiese tirado una colilla, y, a su alrededor, varias manchas parduscas semejantes a gotas de salsa sobre una camisa. Parte del agujero y, sin duda, varias de las manchas de salsa habían sido recortados de la alfombra beréber dejando a la vista un triángulo isósceles del suelo verde claro que había debajo. Toqué una de las oscuras manchas con la puntera del zapato y bajé al jardín para saludar a Sara y adelantarle lo que el técnico del laboratorio de la policía le iba a decir.

El huerto de Sara era bastante pequeño, de unos diez por cinco metros, aproximadamente, y estaba rodeado por una valla baja de estacas blancas y tela metálica. Había ocho o nueve cuadros repletos de un rico humus negro, separados por irregulares hileras de ladrillos semihundidos en la tierra. Entre los cuadros había caminitos empedrados con ladrillos dispuestos en forma de espiga sobre un lecho de grava fina. Un tío de Sara, uno de los hermanos de su padre, había recogido los ladrillos tras la demolición de Forbes Field. Los cuadros se habían desbrozado y arado en otoño. Las parras que crecían junto a las altas espalderas tenían un aspecto raquítico, los aspersores estaban protegidos con plástico para evitar que se helasen y los rosales que crecían a ambos lados del caminito central habían sido podados a conciencia. Del manzano todavía colgaban unas pocas manzanas secas, y me pareció ver en una esquina los restos ennegrecidos de una calabaza. Aunque sabía que Sara ya había plantado varias cosas aquella primavera, el huerto tenía un aspecto vacío y muerto.

Avancé por el caminito de ladrillos hacia el invernadero, tragando saliva, aclarándome la garganta y con el corazón palpitándome con fuerza contra el esternón. Tenía la certeza de que cuando saliese del invernadero, después de decirle a Sara lo que había ido a contarle, no volvería a poner los pies allí. El invernadero era un pequeño palacio de cristal, de cinco o seis metros de altura y moteado de rocío. Tenía forma de cruz griega y en el centro se alzaba un tejado en punta, a cuatro aguas, como la aguja de un campanario de cristal. El armazón era de metal y madera, pintado de verde oscuro. Las cristaleras estaban empañadas, pero podía distinguir una docena de sombras verdosas en el interior.

Golpeé suavemente la puerta, que vibró.

—¿Sara? Soy Grady.

Le oí decir algo que al cabo de unos instantes identifiqué como una lacónica invitación a entrar.

Así lo hice, acompañado por una corriente de aire frío, como si el invernadero me aspirase. El suelo era de grava, que crujía y retumbaba hasta el alto techo de cristal a cada paso que daba. El ambiente era tan cálido que enseguida empecé a sudar, y estaba tan cargado de olores que resultaba casi hediondo. Distinguí los de la tierra abonada, las fresias, la albahaca, el agua de lluvia, la madera podrida, las mangueras, el musgo e incluso cierto tufillo a cloro semejante al de las piscinas cubiertas. Un millar de plantas se extendían por las cuatro secciones del invernadero, colocadas sobre tarimas bajas, en ordenadas hileras que combinaban las más diversas variedades, desde cactos y diminutas rosas en macetas hasta cajas llenas de minúsculas semillas o enormes gardenias en una urna mexicana. Al fondo había varias luces de neón que lanzaban su amplio espectro de rayos sobre diversas macetas con zinnias, alisos, flox y un cajón con una planta de guisantes de olor que Sara había colocado de forma que trepase por los parteluces de una puertaventana sin cristales rescatada de algún contenedor de basuras. En el centro del invernadero había una palmera de unos dos metros de alto plantada en una maceta de terracota del tamaño de un Volkswagen Escarabajo y junto a ella un deteriorado sofá púrpura coronado por un racimo de uvas esculpido en el respaldo.

—¡No me puedo creer que colgaras y me dejaras con la palabra en la boca, cabrón!

Sara se acercó desde la zona de los cactos, con aspecto de no estar totalmente descontenta de verme. Llevaba unas botas de jardinero enormes, negras como estufas de carbón, desgastadas y sucias, con puntera reforzada, ideales para dar buenas patadas en el culo, y un viejo sobretodo de cuero raído, de una tonalidad indeterminada, entre el verde oliva y el ante. Estaba arrugado, estropeado y lleno de manchas de barro; tenía las presillas para el cinturón, pero de éste no había ni rastro, y el cuello de piel parecía cariñosamente mordisqueado por un perro. Sara lo había heredado de su padre. De uno de los bolsillos asomaba un grueso libro en rústica, supongo que por si de repente sentía ganas de leer. Bajo el sobretodo llevaba un mono azul. Recogía su cabello con un pañuelo a cuadros negros y verdes, y mientras se me acercaba se quitó unos guantes de tela.

—Oh, vaya —dije—. Te has quitado los guantes.

—Te odio —dijo, y me rodeó con sus brazos.

—Y yo a ti.

Permanecimos abrazados un rato, escuchando el cansino zumbido de los ventiladores, el tictac de los calefactores y la incesante respiración de las plantas.

—¿Y Walter? —pregunté.

—Está allí —respondió, e hizo un vago gesto con la cabeza en dirección al campus—. Pero tiene la moral por los suelos. Ayer noche entraron a robarnos, Grady. Se llevaron su chaqueta, la de Marilyn. Y Dee ha desaparecido.

—Eso he oído.

Dio un paso atrás.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Oh. —Bajé las manos y las mantuve pegadas a los muslos, vacías y fláccidas—. Esta mañana me ha hecho una visita un agente de policía.

—¿Confesaste?

Forcé una carcajada.

—En efecto —dije—. Por eso he venido a verte.

—¿Para confesar? —Me arreó un moderado golpe en pleno estómago y se sentó en el sofá púrpura. Me dejé caer pesadamente junto a ella—. Grady, chico malo. —Me abofeteó suavemente en ambas mejillas con los guantes. Chico malo. Grady—. Tus huellas dactilares han aparecido por todas partes.

—¿Sí? —Se me hizo un nudo en la garganta—. Se han dado prisa.

—Estoy bromeando. ¡Eh!, es una broma.

—Ah —dije.

—¿No crees que estoy bromeando, Grady?

—Sí, por supuesto.

—¿Adónde se supone que vas? —me preguntó, tras repasarme de arriba abajo—. Parece que vayas de camping.

—Voy a Kinship.

—¿A Kinship? ¿A ver a Emily? —Metió la mano en el bolsillo del pecho de su mono para buscar un cigarrillo, pero la sacó vacía y la bajó hasta el regazo. Se había prohibido fumar en el invernadero—. ¿Por qué? ¿Te ha llamado?

—Su padre.

—Su padre.

—Me ha invitado a su seder. Hoy es la primera noche de la pascua judía.

—En efecto. Ya veo.

—Sara.

—Está bien. No, de verdad, es un bonito detalle. Debes ir.

—Cariño…

—No, hablo en serio. Son tu familia. Son como una familia para ti. Me lo has comentado muchas veces.

—No se trata de eso —dije—. Quiero decir que no… uh… todavía no he decidido nada. No voy allí para… ya sabes, reconciliarme con Emily.

—¿No?

—No.

—¿Vas allí para no reconciliarte con ella?

—Bueno…, sí, más o menos. No lo sé.

—Pues me gustaría que te aclarases, Grady.

—Lo sé.

—Ahora. Quiero que tomes una decisión. —Volvió a rebuscar de nuevo en el vacío bolsillo del pecho—. Lo siento, no pretendo presionarte, pero necesito saberlo. Si vas a pasar unos días con Emily y su familia, cosa que creo que deberías hacer y que me parece una decisión loable, quiero saberlo. Si tienes planeado ir a Kinship y contarle a Emily lo nuestro y lo del bebé, también quiero saberlo. Y si tienes planeado dejar a Emily por mí, aunque es evidente que no puedo aconsejarte que tomes esa decisión, porque puedes imaginarte todas las complicaciones que va a suponer para mí en último término, también quiero saberlo.

—Sí —dije.

—¿Sí, qué? —preguntó Sara.

Me humedecí los labios y dije:

—Quiero seguir contigo.

No estaba nada seguro de que fuera realmente eso lo que quería ni de las consecuencias de semejante decisión, pero como acto seguido pretendía explicarle una historia sobre una matanza canina, un robo con abuso de confianza y el contenido del maletero de mi coche, pensé que era la mejor manera de empezar con buen pie.

—Sara…

—¡Oh, Grady! —me interrumpió, y me besó. Caímos de lado y quedamos tumbados en el sofá púrpura. Me abrazó con fuerza—. Empecé a plantar el jardín en la misma época en que me enamoré de ti —comentó con voz cantarina, casi infantil, echada junto a mí—. Fue en abril. Aquí no había nada, sólo tierra sin cultivar y hierba seca. Y me encontraba en una situación similar. Hasta que un día vine al jardín a buscar una flor o alguna otra cosa para acompañar una nota que te quería hacer llegar.

Hizo una pausa, y me percaté de que esperaba que recordase algo. Me dio un impaciente golpecito en el hombro.

—¡Sólo había plantas de azafrán! —recordé.

—Salí al jardín y había azafrán por todas partes. Todavía no sé de dónde salió o quién lo plantó. Te pedí que me acompañases con el coche a esa tienda de alquiler de material de jardinería en South Side. Fue nuestra segunda cita.

—Era el primer día de la temporada de béisbol.

—Te encantó que me dedicase al jardín porque te dejé escuchar el partido. Alquilé el motocultor y aré todo el jardín. Y después me trajeron el estiércol de caballo. La tierra humeó durante una semana. Después coloqué la valla, preparé los cuadros y planté espinacas, brócoli y judías.

—Lo recuerdo —dije.

—¿Vas a hablarle a Emily de nosotros? —dijo con la misma voz soñadora. Me cogió la mano derecha y la colocó sobre la suave colina de su vientre—. ¿De esto?

Estaba tendido junto a ella, contemplando la maraña de hierros entretejidos del techo. Me di cuenta de que Sara se había ido aproximando cada vez más a la estruendosa y brumosa catarata de la maternidad, sintiéndose sola y a la deriva en una frágil canoa, pero que ahora estaba segura de que me encontraba justo detrás de ella, en la popa, remando como un loco. Traté de aclarar mis sentimientos al respecto, una actividad no muy diferente de buscar una rata muerta en los recovecos bajo el suelo de una casa. Me horrorizó descubrir, tras cinco años de exposición a los inestables isótopos de mi amor, la cantidad de esperanzas que Sara Gaskell seguía depositando en mí, la cantidad de fe que yo todavía podía hacer añicos. ¿Cómo decirle las cosas terribles que le tenía que decir? Tu perro está muerto. Tienes que abortar.

—Se lo comentaré a Emily —dije. Y unos instantes después aparté la mano de su vientre, la besé en la mejilla y me puse en pie de un salto—. Será mejor que me marche. He dejado a James Leer en el coche.

—¿James Leer? ¿Y se puede saber qué hace en el coche? ¿Le pasa algo?

—Está perfectamente —respondí—. Está durmiendo una mona de campeonato, eso es todo. Le he dicho que tardaría sólo unos minutos. No sabía que…

—¿Lo vas a llevar contigo? ¿A Kinship?

—En efecto —admití—. Me parece que no le interesa demasiado el festival literario, y creo que voy a agradecer su compañía.

—Sobre todo a la vuelta, ¿no? —dijo Sara.

—Sí, exacto —respondí.

Le di un beso de despedida y dejé que la corriente de aire me expulsara del invernadero.

Cuando llegué al coche, James entreabrió parsimoniosamente un ojo y me miró, como temeroso de exponer algo más que aquella húmeda ranura inyectada en sangre a los peligros de la vigilia.

—¿Y bien? —musitó cuando subí al coche—. ¿Se lo has dicho?

—¿Decirle qué? —pregunté.

James asintió y volvió a bajar el párpado. Me apoyé contra el respaldo del asiento y ajusté el retrovisor exterior, que al principio se resistió y de pronto se desprendió por completo. Lo lancé al asiento trasero, junto a las rosas. Encendí el machacado motor del Galaxie, metí la marcha atrás y salimos disparados hacia la calle, reculando sin poder mirar por el retrovisor, a sesenta por hora.