Le presté una camisa de franela y unos tejanos, y me puse mis viejas camperas. Saqué mi chaleco de pesca del fondo del armario; en uno de sus nueve bolsillos había un poco de hierba que me fumé con gran satisfacción. Después metí en una bolsa de tela de la compra un termo lleno de café, una botella de Coca-Cola, un paquete de pasas, cuatro huevos duros, un plátano y media pizza pepperoni envuelta en papel de aluminio que encontré al fondo del frigorífico. Decidí meter también un paquete de salchichas de frankfurt, supongo que por si nuestra expedición incluía algún fuego de campamento, un bote de pimientos picantes y una banderilla envuelta en papel parafinado que le debía de haber sobrado a Emily de alguna bolsa de comida preparada. Metí en los bolsillos del chaleco varios bolígrafos, papel de liar, un encendedor, un cuaderno de papel pautado, una navaja del ejército suizo, mapas de Idaho y de México del Automóvil Club y otros objetos potencialmente útiles que encontré en el cajón junto al teléfono de la cocina. Y del armario del vestíbulo tomé una vieja manta india y una linterna. Volvía a estar sumergido en el familiar estado producido por la marihuana, a medio camino entre la felicidad absoluta y el miedo cerval, y el corazón me latía con fuerza. Tenía la impresión de que James y yo partíamos a la pesca del salmón en algún centelleante río de Idaho, o de que nos largábamos a Tampico con la poli en los talones.
—Hasta luego —dije al abandonar mi desordenada casa en manos de los espíritus que la habitaban.
Prácticamente no había dejado de llover desde febrero, pero el día del erev pesach brillaba por fin el sol. El cielo era de un azul tan intenso, que sentía que repiqueteaba en mis oídos como una campana. Del césped y de los largos macizos de flores, todavía tristones, que rodeaban el camino de acceso emergía un ligero vapor. Las camelias lucían abultados capullos rosas, perlados de gotas de lluvia. Me pareció percibir un temprano indicio de ese agridulce olor a gas que invade Pittsburgh en verano, un olor a un tiempo industrial y primitivo, mezcla de agua de río y dióxido de sulfuro, de neumático quemado y piel de zorro. Palpé la navaja del ejército suizo que llevaba en el bolsillo y contemplé la mañana con un temblor de entusiasmo, producto de la cafeína, que me recorrió la espina dorsal y me llegó hasta la punta de los dedos. Bajamos por el camino de acceso y al llegar junto a mi coche descubrí una especie de cráter en el capó, un desmesurado asterisco formado por pliegues y arrugas. ¡Pobrecillo!
—¿Qué le ha pasado? —preguntó James, y pasó el dedo por el irregular reborde de la abolladura. Una larga escama de pintura desprendida se le enredó en el dedo como si de un pedazo de cinta verde se tratase—. ¡Oh, vaya!
—¡Mierda! —dije—. ¡No me lo puedo creer!
Lo había olvidado por completo. Cerré los ojos. Apareció una sombra danzando en el haz de luz moteado por la lluvia, dio un brinco y se precipitó hacia el parabrisas. Se oyó un rumor sordo, como de timbales.
—Aterrizó de culo —dijo James.
—Exacto —le confirmé—. ¿Cómo lo sabes?
James Leer me miró y volvió a contemplar el capó del Galaxie.
—La abolladura tiene forma de culo —dijo, se encogió de hombros y metió su mochila en el coche.
Al hacer marcha atrás, faltó poco para que me cargase definitivamente el Galaxie de Happy Blackmore. Al salir de casa me había percatado de la presencia de una furgoneta de reparto blanca que avanzaba lentamente por la calle Denniston mientras su conductor iba comprobando la numeración de las casas, pero no me molesté en volver a mirar antes de descender hacia la calle al menos a treinta por hora; al hacer marcha atrás debía apretar el acelerador, porque si no el coche tenía tendencia a calarse. En el último segundo vi en el retrovisor una mancha blanca, el dibujo de un par de boxeadores y el letrero OVITROPED LAIRETAM KINVARK. Pisé el freno. El conductor de la camioneta frenó en seco y después arrancó bruscamente.
—¡Dios mío! —dije—. El día empieza bien.
—¿Por qué no bajas la capota? —sugirió James—. Quizá verías mejor.
Ruborizado, seguí su consejo.
—Siempre me olvido de que se puede bajar —me excusé.
Al salir de la ciudad paramos en el supermercado Giant Eagle, en Murray, y James, después de husmear entre mis provisiones, compró un par de litros de zumo de naranja, un paquete de donuts con azúcar candi y un ejemplar del Entertainment Weekly que incluía un artículo sobre la familia Fonda y cuya portada ocupaba una gran fotografía del apuesto Henry en una escena de una película que James identificó sin pestañear como Corazones indomables.
—Era un dios —sentenció con solemnidad mientras me mostraba la revista.
—No estaba mal —dije.
En la sección de floristería compré una docena de rosas y, con sumo cuidado, envolví los tallos en toallitas de papel humedecidas que tomé de los lavabos para que no se marchitasen durante el viaje. En la pared del lavabo de caballeros había una máquina expendedora de condones; eché cincuenta centavos y elegí un modelo llamado Luv-O-Pus que prometía envolver a mi pareja en ondulantes tentáculos de placer. Al llegar a la caja tuvimos que hacer una larga cola, y, para pasar el rato, se me ocurrió enseñarle a James el Luv-O-Pus, pero finalmente decidí no hacerlo; temí que un artículo de esa clase pudiera asustarlo. Mientras esperábamos para pagar, se bebió toda la botella de zumo de naranja. Al tragar, su ostentosa nuez subía y bajaba rítmicamente.
—Estaba sediento —dijo después de secarse la boca con el dorso de la mano—. No sé lo que me pasa.
—¡Joder, James, que tienes resaca! —le expliqué, riendo.
Reflexionó un instante y asintió.
—Te hace sentirte triste —comentó.
Mientras enfilábamos la calle Bigelow mantuve la vista apartada del arruinado capó del coche y traté de evitar pensar en los daños y en lo que éstos parecían expresar acerca del modo como conducía mi vida. Llevábamos la capota bajada y escuchaba el siseo de las ruedas sobre el asfalto, el golpeteo del viento contra el parabrisas y la música de Stan Getz que surgía débilmente de los altavoces y se perdía en el aire detrás de nosotros como una hilera de nacaradas pompas de jabón. Ante mí tenía el inamovible contorno de un culo, a modo de distintivo.
—Pensaba que íbamos a hablar con la rectora —dijo James, sin mucho entusiasmo, mientras nos alejábamos cada vez más de Point Breeze.
—A eso íbamos, en efecto —dije.
Eché un vistazo a las flores que había dejado sobre el asiento. Un gesto galante, pensé, era el primer recurso de quien se sabe culpable. ¿Qué me hacía pensar que Emily se alegraría de ver mi ojerosa cara y mi ramo de inodoras rosas de supermercado? En cualquier caso, ante el recordatorio de James, el tropel de sentimientos de culpabilidad que dan vueltas perpetuamente en el pecho de todo porrata se posaron de pronto sobre el tejado de la casa de Sara. ¿Estaba realmente colado por ella? ¿Iba a marcharme de la ciudad con el cadáver de su perro en el maletero?
—Bueno, sí, ¿sabes?, quizá no sea la mejor idea, James. Tal vez deberíamos dar media vuelta.
James no dijo nada. Estaba apoyado contra la portezuela, envuelto en su mugriento abrigo, con las rodillas levantadas, los hombros encogidos y dos litros de zumo de naranja moviéndose en sus tripas. Agarraba un todavía intacto donut cubierto de azúcar candi como si se tratase del único lastre que lo mantenía clavado al asiento del coche y al globo terráqueo que había a nuestros pies. Estaba hecho un desastre. Cada vez que pasábamos por un bache la cabeza se le movía como la aguja de un sensor. Yo seguía bajando por Bigelow, pero iba reduciendo la velocidad a medida que nos aproximábamos a la carretera, pensando alternativamente en Sara y en Emily y sus padres, hasta que llegué a un punto de indecisión absoluta o colapso, y me encontré ante un semáforo en rojo.
—¡Míralos! —dijo James—. ¡Parecen clonados!
Los miembros de una joven y agraciada familia cruzaban la calle por delante del coche: unos esbeltos y rubios padres con ropa caqui y a cuadros, rodeados de un disciplinado séquito de guapos y rubios hijos clónicos. Dos de los niños llevaban relucientes bolsas con peces de colores. El sol iluminaba las puntas de sus lacios cabellos. Iban todos cogidos de las manos. Parecían un anuncio de alguna marca de laxante suave o de los adventistas del séptimo día. La madre llevaba en brazos un bebé rubito y el padre fumaba una pipa de brezo. Al pasar ante nosotros, todos echaron un vistazo al cráter del capó y después nos miraron a James y a mí con infinita lástima.
—El semáforo está verde —dijo James.
Yo estaba contemplando al bebé. Tenía la cara aplastada contra el seno izquierdo de su madre y agitaba las manos con un gesto grandilocuente. Doblaba y estiraba los deditos de una manera extraña, como si se tratase de los expresivos dedos de un bodhisattva de piedra. Por un instante me pareció sentir su peso en forma de un dolor en la cara interior de mi codo.
—Ya podemos seguir, profesor.
El tipo del coche que teníamos detrás empezó a dar bocinazos. Cuando la familia subió a la acera, antes de que desapareciera de nuestra vista, vislumbré el rostro del bebé por encima del hombro de su madre. Tenía una sonrisa extrañamente perversa —como si se le hubiera paralizado el músculo de la mejilla— y un pequeño parche negro en el ojo izquierdo. Eso me gustó. Me pregunté cómo reaccionaría si tuviese un bebé con aire de pirata.
—¿Profesor?
Di media vuelta en el cruce y fuimos de nuevo en dirección a Point Breeze.