Cuando me desperté el sábado por la mañana en nuestra gran cama estilo imperio, el cielo todavía estaba oscuro y se veían las estrellas. Faltaba un poco para las seis. El tobillo me seguía doliendo, ahora de manera más sorda y febril. El improvisado vendaje se había deshecho, y en las sábanas se veía una mancha de sangre seca que parecía el mapa del Japón. Permanecí echado un momento, durante el cual traté de controlar los desordenados movimientos cansados en mi estómago por la resaca y me agarré al colchón y a los restos del naufragio de lo que acababa de soñar. Había olvidado la mayor parte de los detalles, pero todavía podía recordar su tema central: el oscuro, misterioso y atrayente reino oculto entre los muslos de Hannah Green. Gemí, hice rechinar los dientes y respiré profundamente como en un ejercicio de yoga. Tras unos desesperados minutos, abandoné y corrí, desnudo y con la vista nublada, al lavabo para vomitar.
Hacía mucho de mi última resaca alcohólica, y me percaté de que había perdido soltura: en lugar de someterme tranquilamente, luchaba contra ella, y después de la vomitona me quedé tendido durante un rato en el suelo junto al retrete, como un adolescente avergonzado, sintiéndome inútil y solo. Me levanté. Me puse las gafas, los mocasines y mi albornoz favorito, lo cual me hizo sentirme un poco mejor. Como la mayoría de las prendas por las que sentía especial debilidad, aquel albornoz había pertenecido a otra persona antes que a mí. Lo había encontrado hacía varios años colgado en el armario del piso superior de una casa junto a la playa en Gearhart, Oregon, que Eva B. y yo alquilamos un verano a una familia de Portland que se apellidaba Knopflmacher. Era una prenda enorme, de felpa blanca, con los codos gastados y bordados de color rosa y rojo en forma de geranios en los bolsillos. Estaba convencido de que había sido de la señora Knopflmacher. Desde entonces me era imposible escribir sin llevarlo puesto. Para mi satisfacción, encontré en uno de los bolsillos medio canuto y una caja de cerillas. Fui hasta la ventana del dormitorio que miraba hacia el este y, mientras me fumaba el porro hasta la última partícula de ceniza, contemplé el cielo a la espera de la primera luz del alba.
Pasados algunos minutos, me sentí mucho mejor, así que bajé a recoger el periódico. Al salir al porche, vi las elegantes aletas del Galaxie, que asomaban detrás del seto que separaba el camino de acceso de la casa. Así que Crabtree había sido capaz de encontrar el camino de regreso y estaba allí sano y salvo. Oí sus ronquidos, provenientes de la habitación de invitados. Crabtree tenía el tabique desviado, pero le aterraba la idea de pasar por el quirófano para solucionar el problema; su leonino ronquido era famoso. Alcanzaba una intensidad capaz de hacer vibrar el vaso de agua sobre la mesilla de noche, de arruinar sus relaciones amorosas, de provocar violentos enfrentamientos con los vecinos en moteles baratos. Alcanzaba una intensidad capaz de destruir bacterias y disolver la mugre acumulada durante siglos sobre la fachada de una catedral. Cuando volví a entrar en casa —el periódico todavía no había llegado—, seguí los ronquidos desde el recibidor hasta la habitación de Crabtree y permanecí unos instantes con el oído pegado a la puerta, escuchando el trabajo de sus pulmones. Después fui a la cocina y preparé café.
Mientras se hacía, me bebí un gran vaso de zumo de naranja, al que añadí dos cucharadas de miel, confiando en que una subida del nivel de azúcar en la sangre, junto con una dosis masiva de cafeína, eliminara los últimos síntomas de mi resaca. Marihuana contra las náuseas y la flojedad, vitamina C para aumentar las defensas, azúcar para reactivar la circulación, cafeína para despejar la bruma moral; estaba empezando a recordar los hábitos del alcohólico y del que vive desordenadamente. Cuando el café estuvo listo, lo vertí en un termo y me lo llevé a mi estudio, en la parte trasera de la casa. James Leer seguía echado en el sofá, vuelto de costado, con la cabeza sobre sus manos unidas como si rezase, igual que alguien que fingiese dormir. El saco se había escurrido parcialmente hasta el suelo y pude ver que se había acostado desnudo. El traje, la camisa y la corbata estaban sobre el reposapiés de mi viejo sillón Eames, y coronaban la pila de ropa unos calzoncillos blancos pulcramente doblados. Me pregunté si lo habría desnudado Hannah o habría sido capaz de hacerlo por sí mismo. Tenía el aspecto encogido de toda persona alta al dormir; hecho un ovillo, sus rodillas, codos y muñecas parecían demasiado grandes. Su piel era pálida y pecosa. Apenas tenía vello, y su pequeña picha circuncidada era casi tan blanquecina como el resto del cuerpo. Blanca como la de un niño, pensé, y se me ocurrió que tal vez, con el paso del tiempo, los genitales de una persona emergieran de los burbujeantes cálices del amor manchados para siempre, como las manos de un tintorero. Sentí lástima de James cuando vi su pene. Con suma delicadeza, cubrí su cuerpo con el saco de dormir.
—Gracias —dijo, sin despertarse.
—De nada —respondí, y llevé el termo de café a mi escritorio.
Eran las seis y cuarto. Empecé a trabajar. Tenía que dar con un final para Chicos prodigiosos antes del día siguiente por la tarde, por si al final decidía permitir que Crabtree le echase un vistazo. Bebí un sorbo de café y me di una palmadita de ánimo en la mejilla izquierda. Por enésima vez consulté la sinopsis argumental: nueve páginas a un espacio, muy sobadas y con manchas de café, que había redactado una ufana mañana de abril cinco años atrás. Leí más o menos hasta la mitad de la cuarta página; quedaban otras cinco, en las que se sucedían un envenenamiento accidental, un accidente automovilístico, el incendio de una casa, los nacimientos de tres niños, la aparición de un caballo de trote prodigioso llamado Infiel, un robo, un arresto, un juicio y una ejecución en la silla eléctrica, una boda, dos funerales, una huida a campo traviesa, dos bailes, una seducción en un refugio antiatómico, una cacería de ciervos y otra docena de escenas que todavía tenía que escribir, según las pulcras notas de la maldita sinopsis. En ellas se trazaban los destinos de nueve personajes principales que durante el último mes había intentado comprimir en una cincuentena de extrañas páginas de prosa tensa y brillante. Releí con desdén las autocomplacientes y pomposas anotaciones que había escrito por aquel entonces: «Tómate tu tiempo, esta escena tiene que resultar muy, pero que muy buena», y la peor de todas: «Este pasaje debe poder leerse como una inacabable autopista lingüística de cinco mil kilómetros». ¡Cómo detestaba al gilipollas que había escrito eso!
Una vez más, y con la satisfacción habitual, acaricié la idea de echarlo todo a rodar. Si me quitaba de encima aquel abultado monstruo, podría acometer El domador de serpientes, o la historia del astronauta fracasado que vive su decadencia en Disney World, o la de los dos equipos de béisbol condenados a un funesto destino, el azul y el gris, que juegan un partido la víspera de Chancelorsville[12], o El rey de los nadadores en estilo libre, o cualquiera de la restante docena de novelas imaginarias que me habían revoloteado por la cabeza como colibríes mientras me esforzaba en limpiar el criadero de avestruces en que se había convertido Chicos prodigiosos, sacando paladas y más paladas de porquería. Y acto seguido me dejé llevar por la también recurrente, aunque no tan placentera, idea de contarle todo eso a Crabtree, de confesarle que necesitaría varios años más para acabar Chicos prodigiosos y esperar su clemencia. Entonces recordé a Joe Fahey y, como siempre sucedía, metí una hoja en blanco en la máquina de escribir.
Trabajé cuatro horas, tecleando sin parar, pendido del delgado hilo que me unía a la húmeda y malsana cavidad infestada de gusanos que contenía un final que ya había intentado utilizar en tres ocasiones. Este final me obligaría a volver sobre las dos mil páginas precedentes para minimizar la presencia de uno de los personajes principales y eliminar completamente a otro, pero pensé que, de los cinco finales fallidos que había ensayado durante el último mes, probablemente era el más logrado. Mientras trabajaba, me contaba mentiras. Los escritores, a diferencia de la mayoría de la gente, cuentan sus mejores mentiras cuando están solos. Este final, me dije, es perfecto; de hecho, era el final hacia el que la novela se deslizaba de manera natural. La visita de Crabtree, bien mirado, era una especie de accidente creativo, un regalo divino, un martillo que abría todas las ventanas que en mi imaginación permanecían cerradas. Acabaría la novela al día siguiente, se la entregaría a Crabtree y así salvaría las carreras de ambos.
De vez en cuando, levantaba los ojos de mi zumbante máquina eléctrica, con su olor a polvo recalentado y cables requemados —había intentado pasarme al ordenador, pero odiaba la manera como transformaba la escritura en una especie de dibujo animado que contemplabas cómodamente sentado— para mirar a James Leer, que se retorcía sumido en sus para mí inimaginables sueños. El ruido del tecleo no lo despertaba, o al menos no le molestaba lo suficiente para hacerle levantarse del sofá y trasladarse a una zona más silenciosa de la casa.
Entonces, mientras metía a la familia Wonder en un bimotor Piper que, de camino al funeral rockero de Lowell Wonder en Nueva York, se daría de morros con el impasible monte Weathertop —ésa era la clase de mierda de avestruz que tenía que limpiar a paladas—, oí un susurro, como de pompas de jabón al estallar, y ante mis ojos aparecieron cientos de estrellitas.
—¡James! —grité.
Cogí el manuscrito de Chicos prodigiosos como si me agarrase a una balaustrada para no caer de bruces por un infinito tramo de escaleras. Cuando a los pocos segundos recobré el conocimiento, estaba echado en el suelo y James Leer me contemplaba con el ceño fruncido, envuelto en el saco de dormir como un indio de una película de serie B en una piel de búfalo.
—Estoy bien —dije—. Sólo he perdido el equilibrio.
—Te he estirado en el suelo —comentó James—. Temía que… no sé, que te tragases la lengua, o algo por el estilo. ¿Todavía estás borracho?
Me incorporé y me apoyé en el codo mientras contemplaba cómo el último meteorito amarillento pasaba sobre mi cráneo.
—¡Claro que no! —protesté.
James Leer asintió. De pronto tembló un poco y tiró del saco de dormir para colocárselo mejor sobre los hombros. Dio un paso atrás que abruptamente se transformó en una torpe flexión y recuperó el equilibrio apoyándose contra el respaldo de mi sillón.
—Pues yo sí —admitió. En la sala empezó a sonar el teléfono. Era un modelo nuevo, con todas las prestaciones modernas (indicador de llamadas en espera, selector de mensajes grabados y demás), y aquel sonido no era exactamente un timbrazo, sino más bien una alarma, como la de un Porsche que intentaran robar en mitad de la noche—. ¿Quieres que conteste?
—Sí, gracias —dije, y con cuidado volví a apoyar la cabeza en el suelo. Estaba seguro de que era Sara, que llamaba para decir que no sólo su perro había desaparecido sino que además a Walter le habían robado una chaqueta negra de satén valorada en veinticinco mil dólares. Cerré los ojos, todavía bajo los efectos del ligero centelleo de fuegos artificiales visuales, y me pregunté si no tendría algún inquilino diabólico en el cerebro, una maligna araña que abría sus largas patas negras como varillas de un paraguas. Me pregunté cómo reaccionaría si mi médico me diagnosticase alguna enfermedad terrible que me enviaría al otro barrio en poco tiempo. ¿Me desentendería de mi trabajo para concentrarme en escribir mi nombre en el agua, ligando con travestís en los aviones, seduciendo a ambiguos muchachos vírgenes, recorriendo Pittsburgh en un convertible prestado a las cuatro de la mañana, buscando líos? Durante unos instantes me complació la idea de pensar que sí, pero inmediatamente comprendí que, con la muerte en mis entrañas, mi único deseo sería aovillarme en mi sofá con medio kilo de buena hierba afgana y dedicarme a liar un canuto tras otro mientras miraba en la tele la reposición de Los casos de Rockford, hasta que la chica del kimono negro viniese a buscarme.
—Es un tal Irv —me anunció James Leer con una sonrisa torcida, tras asomar la cabeza en el estudio. Supuse que todavía estaba lo suficientemente borracho para no tener resaca ni sentirse torpe y disperso—. Le he dicho que tendría que esperar un momento.
—Gracias —dije. Le tendí la mano y me ayudó a levantarme—. ¿Por qué no desayunas un poco? En el termo hay café.
Asintió, un poco ausente, como un chaval que no hace caso de los consejos de su madre, y se sentó en el sofá.
—Quizá dentro de un momento —dijo. Giró la cabeza hacia la estantería de la esquina, sobre la que había un pequeño televisor con vídeo incorporado—. ¿Funciona?
—Oh, sí —dije. Me resultaba un poco embarazoso tener un televisor en el estudio, aunque nunca lo miraba cuando se suponía que estaba trabajando—. Lo uso para ver partidos cuando Emily está trabajando o durmiendo.
—¿Qué películas tienes?
—¿Películas? No muchas. No soy cinéfilo, James. —Señalé el escaso surtido de vídeos apilados junto al televisor—. Creo que todavía tengo Nueve semanas y media por ahí. La grabé de una cadena por cable.
James hizo una mueca y refunfuñó:
—¡Nueve semanas y media! ¡Dios mío!
—Lo siento —me disculpé. Me dirigí hacia el teléfono anudándome el cinturón de mi albornoz favorito.
—Bonito albornoz, profesor Tripp —comentó James.
—Hola, Grady, soy Irv —me saludó el padre de Emily por el auricular.
—Hola, Irv —respondí—. ¿Qué tal estás?
—Podría estar mejor —respondió—. La rodilla izquierda me está fastidiando.
—¿Qué te pasa?
Hacía un año que le habían reemplazado esa rodilla por una prótesis de acero inoxidable de la que estaba extraordinariamente orgulloso, como si de una espontánea mejora física fruto de la magnificencia de sus células se tratase.
—No lo sé —dijo—, pero no la podré doblar bien hasta las diez.
—Vaya problema.
—Terrible —sentenció—. De hecho, he empezado a doblarla a las… —Hizo una pausa mientras consultaba el reloj. Irv llevaba uno de esos vistosos relojes-cronómetro del tamaño de una galleta, que no sólo dan la hora, la temperatura y la presión barométrica, sino que además analizan la composición del aire e informan de la presencia de formas de vida alienígenas. Él mismo lo había montado con el instrumental ofrecido en las páginas finales de la revista Popular Science—. Hace veinte minutos. Bueno, y tú, ¿qué tal estás?
—Bien —respondí—. Aunque también podría estar mejor. —Me senté en el canapé de cretona amarillo claro, con un dibujo de rosas rojas trenzadas en un enrejado, que había condenado a mi viejo sillón verde al exilio en mi estudio—. ¿Cómo está Emily?
—Bien. Te pasaría con ella, pero en este momento no está aquí. Ha ido a la ciudad con su madre, para unas compras de última hora. Escucha, Grady, ¿sabes qué día es hoy?
—¿Sábado?
—Hoy es erev pesach. La primera noche de la pascua judía.
—Es cierto —recordé—. ¡Felices pascuas!
—Grady, esta noche celebraremos el seder[13].
—Lo sé.
—Ha venido Deborah; llegó ayer por la noche. Phil y Marie vendrán en coche desde Aberdeen.
—Ajá.
—Empezaremos cuando se ponga el sol, por supuesto, que hoy será a las… Un momento. —Otra pausa, durante la cual, supuse, consultó su infalible Chronotron 5000—. A las seis y dieciocho minutos.
—Sí, bueno… —dije—. Irv, escucha, yo… estoy liado con el festival literario, ¿sabes? —Había pasado unas mil horas hablando con Irving Warshaw sobre temas que iban desde el béisbol a las carreras de galgos pasando por las placas tectónicas que había bajo el Estado de Israel, pero jamás le había dicho ni una palabra sobre las secretas fuerzas geológicas que deformaban la situación de mi matrimonio con su hija. A Irv no le interesaba discutir sobre sentimientos humanos; se limitaba a mostrarse triste en los funerales, orgulloso de Israel, decepcionado de sus hijos y feliz el Cuatro de Julio. No tenía ni idea de lo mucho que lo apreciaba—. Lo celebramos cada año.
—Ya sé en qué consiste —dijo.
—Vale, pues tengo que asistir a un montón de seminarios, conferencias y demás. —Iba a decirle que tenía que pronunciar una conferencia, pero me contuve. Aunque, sin duda, no siempre le había dicho la verdad, lo cierto es que nunca le había mentido—. Y no creo que pueda escaparme.
—No —dijo él—. Lo comprendo.
Su voz sonaba un poco sepulcral.
—¿Te encuentras bien, Irv?
—Perfectamente —respondió—. ¿Sabes?, el pesach siempre cae el día después del…, del aniversario… de Sam. Del aniversario de su muerte.
Había olvidado aquella desafortunada coincidencia de fechas del calendario lunar que se producía cada año, a pesar de que en realidad Sam se había ahogado a finales de abril.
—¡Oh! —exclamé, y chasqueé la lengua—. Su yahrzeit[14]. Se trata de eso, ¿no?
—Exacto —dijo Irv—. Encendimos la vela ayer por la noche.
—Lo siento, Irv —dije.
Como respuesta, Irv emitió un semigruñido interrogativo que sonó como el equivalente a un irritado encogimiento de hombros, igual que si dijera: «¿Qué es lo que sientes?».
—Bueno —dijo al cabo de unos instantes con un profundo suspiro—. Pues muy bien.
—Pues muy bien, Irv —dije.
De pronto se me ocurrió que tal vez no volvería a hablar con él.
—¡Grady, mi querido amigo! —exclamó Irv.
Percibí la minúscula fisura de pesar que había aparecido en su voz.
—Socio —dije—, ¿sabía Emily que ibas a telefonearme?
—Sí, y no quería que lo hiciese.
—Bueno, pues me alegro de que lo hayas hecho.
—Sí. Yo… Bueno…, esperaba tenerte en nuestra mesa esta noche.
—Me hubiera encantado poder acudir —le aseguré—. Ojalá pudiera ir. Pero no creo que estuviese bien.
—Tienes una conferencia.
—Exacto.
—Lo entiendo.
—Dales un abrazo a todos de mi parte —dije.
Al volver al estudio, encontré a James sentado en el sofá, con las piernas flexionadas bajo la tienda de campaña que formaba el saco de dormir, viendo algo en blanco y negro en la televisión, sin sonido. Cuando entré, me miró un instante como si no me conociese. Tenía el rostro muy pálido y la boca entreabierta, y en sus legañosos ojos asomaba una mirada apesadumbrada. Estaba empezando a padecer los efectos de la resaca.
—Tienes Nueve semanas y media y Manhattan Sur —me espetó, como si no se tratase de películas, sino de bichos sarnosos y repugnantes—. Y nada más.
—Me gusta ese Mickey Rourke —le dije—. ¿Qué estás mirando?
—El asesino poeta —respondió de manera automática—. 1947. Douglas Sirk.
—¿Y por qué has bajado el volumen?
Se encogió de hombros y dijo:
—Me sé los diálogos de memoria.
Eché un vistazo a la pantalla.
—¿Ése no es el pobre George Sanders?
Asintió y tragó con dificultad.
—¿Te encuentras bien, James?
—¿Qué estoy haciendo aquí?
—¿A qué te refieres?
—¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Te trajimos ayer noche. Ninguno de nosotros estaba en condiciones para acompañarte hasta Mount Lebanon.
Miramos cómo George Sanders encendía un largo cigarrillo blanco. Después eché un vistazo a la imperturbable pila de papeles que había sobre mi mesa y a las seis hojas nuevas cubiertas de inútiles palabras en tinta negra desparramadas junto al montón.
—¿Hice algo ayer noche? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—¿Algo malo?
—Bueno, James —dije—, robaste la chaqueta de novia de Marilyn Monroe del armario de los Gaskell. ¿Qué te parece eso?
Alguien llamó a la puerta de la entrada con tres ligeros golpes, como si estuviesen comprobando la calidad de la madera para asegurarse de que no estaba podrida. Miré a James. George Sanders se colocó un monóculo, que cuando se movía emitía destellos.
—Hay alguien en la puerta —dije.
Era un agente de policía, con una sonrisa de disculpa y el Post-Gazette plegado en la mano. Era un chaval joven, no mucho mayor que James Leer, y al igual que éste, era alto y pálido, con una prominente nuez en continuo movimiento. Sus mejillas eran una confusa mezcla de pequeños cortes y pelos que se había dejado al afeitarse, y llevaba una loción para después del afeitado dulzona, de deportista universitario. La gorra le iba grande. Y actuaba de la manera típica en los agentes jóvenes, sacando pecho y hablando demasiado rápido, como si soltase de carrerilla un discursito memorizado de algún ejemplo de un manual de entrenamiento ante un instructor en el papel de civil, en el umbral de una casa de cartón piedra. En su chapa se leía su nombre: PUPC1K. No le invité a pasar.
—Siento molestarle, profesor Tripp —dijo—. Estoy investigando un robo que hubo anoche en la residencia de los Gaskell, y quisiera hacerle un par de preguntas.
—Por supuesto —dije, y me planté en medio de la puerta para bloquear la entrada—. ¿Qué se le ofrece?
—Anoche hubo un robo en casa de los Gaskell.
—Ajá.
—Son amigos suyos.
—Buenos amigos —le confirmé.
—Bueno, pues tengo entendido que hubo una especie de fiesta en su casa ayer noche. Y que usted fue uno de los últimos en marcharse.
—Creo que sí.
—Vale, muy bien. —El agente Pupcik parecía satisfecho de sí mismo. Las cosas empezaban a encajar—. ¿Y vio algo sospechoso? ¿Alguien merodeando, alguna cosa que le llamase la atención?
—Creo que no. —Miré hacia el cielo y me mordisqueé el labio. Quería evidenciar ante mi interlocutor que estaba meditando—. Definitivamente, no.
El agente Pupcik frunció el entrecejo, decepcionado.
—¡Oh! —musitó.
—¿Qué se han llevado?
—¿Qué…? Oh, alguna pieza de la colección del doctor Gaskell.
—¡Oh, no!
—Sí. ¡Maldita sea! —exclamó, saliéndose del guión—. Ese hombre tiene un material de primera. —Me mostré de acuerdo con él—. Quienquiera que lo hiciese sabía la combinación. —Se encogió de hombros—. Y, además, el perro ha desaparecido.
—Es realmente extraño.
—Sí que lo es. Pensamos que debió de dejarle salir de la casa. El ladrón, quiero decir. Es ciego y creemos que debe de haber vagado por las calles y tal vez lo haya atropellado un coche.
—¿Al ladrón?
—No, al perro.
—Estaba bromeando —le aclaré.
Asintió, ladeó la cabeza y me lanzó una penetrante mirada de defensor del orden, como percatándose de que había estado aplicando conmigo la lección equivocada. Yo formaba parte del capítulo «Cómo tratar a los gilipollas».
—Bueno —dije—. Espero que los encuentren. A ambos. Buena suerte.
—Bien, gracias. —El agente Pupcik simuló una sonrisa—. Eso es todo. No le molesto más.
—Si me viene algo a la cabeza…
—Sí, exacto. Si recuerda algo, llámenos. A este número. —Metió la mano en el bolsillo de su camisa y me tendió una tarjeta. Empezó a volverse, pero se detuvo y me miró de nuevo—. Oh, por cierto, ese chico, Leer, James Leer.
—Es uno de mis alumnos.
—Eso tenía entendido. ¿No sabrá usted por casualidad cómo podría ponerme en contacto con él?
—Creo que vive con su tía, en Mount Lebanon —le expliqué—. Debo de tener su número de teléfono en mi despacho del campus. Si lo necesita…
Me miró atentamente durante unos segundos, tirando del lóbulo de su oreja derecha como intentando escuchar de nuevo todo lo que acababa de decirle.
—No hace falta —dijo por fin—. Puedo esperar hasta el lunes.
—Como usted diga.
Bajó por las escaleras del porche y se encaminó hacia su automóvil.
—Bonito coche —dijo señalando el Galaxie aparcado en el camino. En su rostro apareció una extraña mueca, como de dolor, al mirar en esa dirección, y acto seguido meneó su enorme y angulosa cabeza—. Pobrecillo.
No tenía ni idea de qué estaba hablando. Era como si acabara de descubrir el cadáver de Doctor Dee en el maletero atravesando la plancha de acero con la mirada.
—Ajá —dije, y cerré la puerta—. Lo que usted diga.
Volví a la sala y observé a James. De pronto, se escuchó la música de un acordeón, procedente de la otra punta de la casa, y, acto seguido, una serie de ruidos, toses y reniegos de Crabtree en busca de su primer cigarrillo matutino. Súbitamente me vino a la cabeza la imagen de Irv Warshaw junto al teléfono en el recibidor de su casa de campo, pasando revista desesperadamente a todas las prestaciones de su reloj, y sentí un intenso anhelo de abrazarlo, aplastar su áspera mejilla contra la mía, sentarme y compartir con él, con Emily y con los demás miembros de la familia Warshaw el pan de la aflicción. Ni ellos eran mi familia ni aquélla era mi fiesta, pero era huérfano y ateo, y me conformaba con cualquier cosa que se me ofreciera.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó James.
Volvió a sonar el absurdo timbrazo del teléfono. Me acerqué lentamente, cojeando, y lo descolgué.
—Soy yo —dijo Sara—. ¡Oh, Grady, me alegro de encontrarte! De repente, todo son desgracias.
—¿Puedes esperar un momento, cariño? —le pedí. Colgué, fui a mi estudio y apagué el televisor.
—¿Qué te parece si nos largamos? —le propuse a James Leer.